VIII

 

NO ES por fastidiar ni por nada —dice Ambrosio—. Pero ya es tardísimo, niño.

¿Qué más, Zavalita, qué más? La conversación con el Chispas, piensa, nada más. Después de la muerte de don Fermín, Ana y Santiago comenzaron a ir los domingos a almorzar donde la señora Zoila y allí veían también al Chispas y Cary, a Popeye y la Teté, pero luego, cuando la señora Zoila se animó a viajar a Europa con la tía Eliana, que iba a internar a su hija mayor en un colegio de Suiza y a hacer una gira de dos meses por España, Italia y Francia, los almuerzos familiares cesaron, y más tarde no se reanudaron ni se reanudarán más, piensa: qué importaba la hora Ambrosio, salud Ambrosio. La señora Zoila regresó menos abatida, tostada por el verano de Europa, rejuvenecida, con las manos llenas de regalos y la boca de anécdotas. Antes de un año se había recobrado del todo, Zavalita, retomado su agitada vida social, sus canastas, sus visitas, sus teleteatros y sus tés. Ana y Santiago venían a verla al menos una vez al mes y ella los atajaba a comer y su relación era desde entonces distante pero cortés, amistosa más que familiar, y ahora la señora Zoila trataba a Ana con una simpatía discreta, con un afecto resignado y liviano. No se había olvidado de ella en el reparto de recuerdos europeos, Zavalita, también a ella le había tocado: una mantilla española, piensa, una blusa de seda italiana. En los cumpleaños y aniversarios, Ana y Santiago pasaban temprano y rápido a dar el abrazo, antes de que llegaran las visitas, y algunas noches Popeye y la Teté se aparecían en la quinta de los duendes a charlar o a sacarlos a dar una vuelta en auto. El Chispas y Cary nunca, Zavalita, pero cuando el Campeonato Sudamericano de Fútbol te había mandado de regalo un abono a primera. Andabas en apuros de plata y lo revendiste en la mitad de precio, piensa. Piensa: al fin encontramos la fórmula para llevarnos bien. De lejitos, Zavalita, con sonrisitas, con bromitas: a él sí le importaba, niño, con perdón. Ya era tardísimo.

La conversación había sido bastante tiempo después de la muerte de don Fermín, una semana después de haber pasado de la sección locales a la página editorial de La Crónica, Zavalita, unos días antes que Ana perdiera su puesto en la clínica. Te habían subido el sueldo quinientos soles, cambiado el horario de la noche a la mañana, ahora sí que no verías ya casi nunca a Carlitos, Zavalita, cuando encontró al Chispas saliendo de la casa de la señora Zoila. Habían hablado un momento de pie, en la vereda: ¿podían almorzar mañana juntos, supersabio? Claro, Chispas. Esa tarde habías pensado, sin curiosidad, de cuándo acá, qué querría. Y al día siguiente el Chispas vino a buscar a Santiago a la quinta de los duendes poco después del mediodía. Era la primera vez que venía y ahí estaba entrando, Zavalita, y ahí lo veías desde la ventana, dudando, tocando la puerta de la alemana, vestido de beige y con chaleco y esa camisa color canario de cuello muy alto. Y ahí estaba la mirada voraz de la alemana recorriendo al Chispas de pies a cabeza mientras le señalaba tu puerta: ésa, la letra C. Y ahí estaba el Chispas pisando por primera y última vez la casita de duendes, Zavalita. Le dio una palmada, hola supersabio, y tomó posesión con risueña desenvoltura de los dos cuartitos.

—Te has buscado la cuevita ideal, flaco —miraba la mesita, el estante de libros, el crudo donde dormía Batuque—. El departamentito clavado para unos bohemios como tú y Ana.

Fueron a almorzar al Restaurant Suizo de La Herradura. Los mozos y el maître conocían al Chispas por su nombre, le hicieron algunas bromas y revoloteaban a su alrededor efusivos y diligentes, y el Chispas te había exigido probar ese coctel de fresa, la especialidad de la casa flaco, almibarado y explosivo. Se sentaron en una mesa que daba al Malecón: veían el mar bravo, el cielo con nubes del invierno, y el Chispas te sugería el chupe a la limeña para comenzar y de segundo el picante de gallina o el arroz con pato.

—El postre lo escojo yo —dijo el Chispas, cuando el mozo se alejaba con el pedido—. Panqueques con manjar blanco. Cae regio después de hablar de negocios.

—¿Vamos a hablar de negocios? —dijo Santiago—. Supongo que no vas a proponerme que trabaje contigo. No me amargues el almuerzo.

—Ya sé que oyes la palabra negocios y te salen ronchas, bohemio —se rió el Chispas—. Pero esta vez no te puedes librar, aunque sea un ratito. Te he traído aquí a ver si con platos picantes y cerveza helada te tragas mejor la píldora.

Se volvió a reír, algo artificialmente ahora, y, mientras reía, había brotado ese fulgor de incomodidad en sus ojos, Zavalita, esos puntitos brillantes e inquietos: ah flaco bohemio, había dicho dos veces, ah flaco bohemio. Ya no alocado, descastado, acomplejado y comunista, piensa. Piensa: algo más cariñoso, más vago, algo que podía ser todo. Flaco, bohemio, Zavalita.

—Pásame la píldora de una vez, entonces —dijo Santiago—. Antes del chupe.

—A ti te importa todo un pito, bohemio —dijo el Chispas, dejando de reír, conservando un halo de sonrisa en la cara rasurada: pero en el fondo de sus ojos continuaba, aumentaba la desazón y aparecía la alarma, Zavalita—. Tantos meses que murió el viejo y ni se te ha ocurrido preguntar por los negocios que dejó.

—Tengo confianza en ti —dijo Santiago—. Sé que harás quedar bien el nombre comercial de la familia.

—Bueno, vamos a hablar en serio —el Chispas apoyó los codos en la mesa, la quijada en su puño y ahí estaba el brillo azogado, su continuo parpadeo, Zavalita.

—Apúrate —dijo Santiago—. Te advierto que llega el chupe y se terminan los negocios.

—Han quedado muchos asuntos pendientes, como es lógico —dijo el Chispas, bajando un poco la voz. Miró las mesas vacías del contorno, tosió y habló con pausas, eligiendo las palabras con una especie de recelo—. El testamento, por ejemplo. Ha sido muy complicado, hubo que seguir un trámite largo para hacerlo efectivo. Tendrás que ir donde el notario a firmar un montón de papeles. En este país todo son enredos burocráticos, papeleos, ya sabes.

El pobre no sólo estaba confuso, incómodo, piensa, estaba asustado. ¿Había preparado con mucho cuidado esa conversación, adivinado las preguntas que le harías, imaginado lo que le pedirías y exigirías, previsto que lo amenazarías? ¿Tenía un arsenal de respuestas y explicaciones y demostraciones? Piensa: estabas tan avergonzado, Chispas. A ratos se callaba y se ponía a mirar por la ventana. Era noviembre y todavía no habían alzado las carpas ni venían bañistas a la playa; algunos automóviles circulaban por el Malecón, y grupos ralos de personas caminaban frente al mar gris verdoso y agitado. Olas altas y ruidosas reventaban a lo lejos y barrían toda la playa y había patillos blancos planeando silenciosamente sobre la espuma.

—Bueno, la cosa es así —dijo el Chispas—. El viejo quería arreglar bien las cosas, tenía miedo de que se repitiera el ataque de la vez pasada. Habíamos empezado, cuando murió. Sólo empezado. La idea era evitar los impuestos a la sucesión, los malditos papeleos. Fuimos dando un aspecto legal al asunto, poniendo las firmas a mi nombre, con contratos simulados de traspaso, etcétera. Tú eres lo bastante inteligente para darte cuenta. La idea del viejo no era dejarme a mí todos los negocios ni mucho menos. Sólo evitar las complicaciones. Íbamos a hacer todos los traspasos y al mismo tiempo a dejar bien arreglado lo de tus derechos y los de la Teté. Y los de la mamá, por supuesto.

El Chispas sonrió y Santiago también sonrió. Acababan de traer el chupe, Zavalita, los platos humeaban y el vaho se mezclaba con esa súbita, invisible tirantez, esa atmósfera puntillosa y recargada que se había instalado en la mesa.

—El viejo tuvo una buena idea —dijo Santiago—. Era lo más lógico poner todo a tu nombre para evitar complicaciones.

—Todo no —dijo el Chispas, muy rápido, sonriendo, alzando un poco las manos—. Sólo el laboratorio, la compañía. Sólo los negocios. No la casa ni el departamento de Ancón. Además, comprenderás que el traspaso es más bien una ficción. Que las firmas estén a mi nombre no quiere decir que yo me voy a quedar con todo eso. Ya está arreglado lo de la mamá, lo de la Teté.

—Entonces todo está perfecto —dijo Santiago—. Se acabaron los negocios y ahora empieza el chupe. Mira qué buena cara tiene, Chispas.

Ahí su cara, Zavalita, su pestañeo, su parpadeo, su reticente incredulidad, su incómodo alivio y la viveza de sus manos alcanzándote el pan, la mantequilla, y llenándote el vaso de cerveza.

—Ya sé que te estoy aburriendo con esto —dijo el Chispas—. Pero no se puede dejar que pase más tiempo. También hay que arreglar tu situación.

—Qué pasa con mi situación —dijo Santiago—. Pásame también el ají.

—La casa y el departamento se iban a quedar a nombre de la mamá, como es natural —dijo el Chispas—. Pero ella no quiere saber nada con el departamento, dice que no volverá a poner los pies en Ancón. Le ha dado por ahí. Hemos llegado a un acuerdo con la Teté. Yo le he comprado las acciones que le hubieran correspondido en el laboratorio, en las otras firmas. Es como si hubiera recibido la herencia ¿ves?

—Veo —dijo Santiago—. Pero esto sí que me aburre espantosamente, Chispas.

—Sólo faltas tú —se rió el Chispas, sin oírlo, y pestañeó—. También tienes vela en este entierro, aunque te aburra. De eso tenemos que hablar. Yo he pensado que podemos llegar a un acuerdo como el que hicimos con la Teté. Calculamos lo que te corresponde y, ya que detestas los negocios, te compro tu parte.

—Métete al culo mi parte y déjame tomar el chupe —dijo Santiago, riéndose, pero el Chispas te miraba muy serio, Zavalita, y tuviste que ponerte serio también—. Yo le hice saber al viejo que jamás metería la mano en sus negocios, así que olvídate de mi situación y de mi parte. Yo me desheredé solito cuando me mandé mudar, Chispas. Así que ni acciones, ni compra y se acabó el tema para siempre ¿okey?

Ahí su pestañeo feroz, Zavalita, su agresiva, bestial confusión: tenía la cuchara en el aire y un hilillo de caldo rojizo volvía al plato y unas gotas salpicaban el mantel. Te miraba entre asustado y desconsolado, Zavalita.

—Déjate de cojudeces —dijo al fin—. Te fuiste de la casa pero sigues siendo el hijo del viejo ¿no? Voy a creer que estás loco.

—Estoy loco —dijo Santiago—. No me corresponde ninguna parte, y si me corresponde no me da la gana de recibir un centavo del viejo. ¿Okey, Chispas?

—¿No quieres acciones? —dijo el Chispas—. Okey. Hay otra posibilidad. Lo he discutido con la Teté y con la mamá y están de acuerdo. Vamos a poner a tu nombre el departamento de Ancón.

Santiago se echó a reír y dio una palmada en la mesa. Un mozo vino a preguntar qué querían, ah disculpe. El Chispas estaba serio y parecía otra vez dueño de sí mismo, el malestar de sus ojos se había desvanecido y te miraba ahora con afecto y superioridad, Zavalita.

—Puesto que no quieres acciones, es lo más sensato —dijo el Chispas—. Ellas están de acuerdo. La mamá no va a poner los pies ahí, se le ha metido que odia Ancón. La Teté y Popeye se están haciendo una casita en Santa María. A Popeye le van muy bien los negocios ahora con Belaunde en la presidencia, ya sabes. Yo estoy tan cargado de trabajo que no puedo darme el lujo de veranear. Así que el departamento...

—Regálaselo a los pobres —dijo Santiago—. Punto final, Chispas.

—No necesitas usarlo, si te jode Ancón —dijo el Chispas—. Lo vendes y te compras uno en Lima y así vivirás mejor.

—No quiero vivir mejor —dijo Santiago—. Si no terminas, nos vamos a pelear, Chispas.

—Déjate de actuar como un niño —insistió el Chispas, con sinceridad, piensa—. Ya eres un hombre, estás casado, tienes obligaciones. Deja de ponerte en ese plan tan ridículo.

Ya se sentía tranquilo y seguro, Zavalita, ya había pasado el mal rato, el susto, ya podía aconsejarte y ayudarte y dormir en paz. Santiago le sonrió y le dio una palmadita en el brazo: punto final, Chispas. El maître vino afanoso y desalentado a preguntar qué tenía de malo el chupe: nada, estaba riquísimo, y habían tomado unas cucharadas para convencerlo que era verdad.

—No discutamos más —dijo Santiago—. Nos hemos pasado la vida peleando y ahora nos llevamos bien ¿no es cierto, Chispas? Bueno, sigamos así. Pero no me toques nunca más este tema ¿okey?

Su cara fastidiada, desconcertada, arrepentida, había sonreído lastimosamente, Zavalita, y había encogido los hombros, hecho una mueca de estupor o conmiseración final y se había quedado un rato callado. Sólo probaron el arroz con pato y el Chispas se olvidó de los panqueques con manjar blanco. Trajeron la cuenta, el Chispas pagó, antes de subir al auto se llenaron los pulmones de aire húmedo y salado cambiando frases banales sobre las olas y unas muchachas que pasaban y un auto de carrera que atravesó la calle roncando. En el camino a Miraflores no cruzaron ni una palabra. Al llegar a la quinta de los duendes, cuando Santiago había sacado ya una pierna del carro, el Chispas lo cogió del brazo:

—Nunca te voy a entender, supersabio —y por primera vez ese día su voz era tan sincera, piensa, tan emocionada—. ¿Qué diablos quieres ser en la vida tú? ¿Por qué haces todo lo posible por fregarte solito?

—Porque soy un masoquista —le sonrió Santiago—. Chau, Chispas, saludos a la vieja y a Cary.

—Allá tú con tus locuras —dijo el Chispas, sonriéndole también—. Sólo quiero que sepas que si alguna vez necesitas...

—Ya sé, ya sé —dijo Santiago—. Ahora mándate mudar de una vez que yo voy a dormir una siesta. Chau, Chispas.

Si no se lo hubieras contado a Ana te habrías ahorrado muchas peleas, piensa. Cien, Zavalita, doscientas. ¿Te había jodido la vanidad?, piensa. Piensa: mira qué orgulloso es tu marido amor, les rechazó todo amor, los mandó al carajo con sus acciones y sus casas amor. ¿Creías que te iba a admirar, Zavalita, querías que? Te lo iba a sacar en cara, piensa, te lo iba a reprochar cada vez que se acabara el sueldo antes de fin de mes, cada vez que hubiera que fiarse del chino o prestarse plata de la alemana. Pobre Anita, piensa. Piensa: pobre Zavalita.

—Ya se ha hecho tardísimo, niño —insiste una vez más Ambrosio.

UN POQUITO más adelante, ya vamos a llegar —dijo Queta, y pensó: tantos obreros. ¿Era la salida de las fábricas? Sí, se había escogido la peor hora. Estaban sonando las sirenas y una tumultuosa marea humana cubría la avenida. El taxi avanzaba despacio, sorteando siluetas, muchas caras se pegaban a las ventanillas y la miraban. La silbaban, decían rica, mamacita, hacían muecas obscenas. Las fábricas sucedían a callejones, los callejones a fábricas, y, por encima de las cabezas, Queta veía las fachadas de piedra, los techos de calamina, las columnas de humo de las chimeneas. A ratos y a lo lejos, los árboles de las chacras que la avenida escindía: es aquí. El taxi paró y ella bajó. El chofer la miraba a los ojos, con una sonrisa irónica en los labios.

—De qué tanta risa —dijo Queta—. ¿Tengo dos narices, cuatro bocas?

—No te me hagas la ofendida —dijo el chofer—. Son diez soles, por ser tú.

Queta le entregó el dinero y le dio la espalda. Cuando empujaba la pequeña puerta empotrada en el descolorido muro rosado, escuchó el motor del taxi alejándose. No había nadie en el jardín. En el sillón de cuero del pasillo encontró a Robertito, limpiándose las uñas. La miró con sus ojos negrísimos:

—Hola, Quetita —dijo, con un tonito burlón—. Ya sabía que venías hoy. La señora te está esperando.

Ni siquiera cómo te sientes o ya estás bien, pensó Queta, ni siquiera la mano. Entró al bar y antes que la cara vio los dedos de afiladas uñas plateadas de la señora Ivonne, el anillo que exhalaba brillos y el lapicero con el que estaba poniendo la dirección en un sobre.

—Buenas tardes —dijo Queta—. Qué gusto volver a verla.

La señora Ivonne le sonrió sin afecto, mientras la examinaba en silencio de pies a cabeza.

—Vaya, ya estás aquí de nuevo —dijo, al fin—. Ya me figuro qué malos ratos habrás pasado.

—Más o menos —dijo Queta y calló y sintió las picaduras de las inyecciones en los brazos, el frío de la sonda entre las piernas, oyó la sórdida discusión de las vecinas y vio al enfermero de cerdas tiesas agachándose a recoger la bacinica.

—¿Fuiste a ver al doctor Zegarra? —dijo la señora Ivonne—. ¿Te dio el certificado?

Queta asintió. Sacó un papel doblado de la cartera y se lo alcanzó. En un mes te has vuelto una ruina, pensó, te maquillas el triple y ya ni ves. La señora Ivonne leía el papel con atención y mucho esfuerzo, manteniéndolo casi pegado a sus ojitos fruncidos.

—Bueno, ya estás sana —la señora Ivonne volvió a examinarla de arriba abajo e hizo un ademán desalentado—. Pero más flaca que una escoba. Tienes que reponerte, tienen que volverte los colores a la cara. Por lo pronto, quítate la ropa que llevas puesta. Déjala remojando. ¿No trajiste nada para cambiarte? Que Malvina te preste algo. Ahora mismo, no vayas a estar llena de microbios. Los hospitales están llenos de microbios.

—¿Tendré el mismo cuarto que antes, señora? —preguntó Queta y pensó no me voy a enojar, no te voy a dar ese gusto.

—No, el del fondo —dijo la señora Ivonne—. Y date un baño de agua caliente. Jabónate bien, por si acaso.

Queta asintió. Subió al segundo piso con los dientes apretados, mirando sin ver la misma alfombra granate con las mismas manchas y las mismas quemaduras de fósforos y cigarrillos. En el descanso vio a Malvina, que abría los brazos: ¡Quetita! Se abrazaron, se besaron en la mejilla.

—Qué bien que ya estás sana, Quetita —dijo Malvina—. Yo quise ir a visitarte pero la vieja me asustó. Es peligroso, es contagioso, te traerás alguna enfermedad, me asustó. Te llamé un montón de veces pero me decían sólo tienen teléfono las pagantes. ¿Recibiste los paquetitos?

—Mil gracias, Malvina —dijo Queta—. Lo que más te agradezco son las cosas de comer. La comida allá era un asco.

—Qué contenta estoy de que hayas vuelto —repitió Malvina, sonriéndole—. La cólera que me dio cuando te pegaron esa porquería, Quetita. El mundo está lleno de desgraciados. Tanto tiempo sin vernos, Quetita.

—Un mes —suspiró Queta—. Para mí vale como diez, Malvina.

Se desnudó en la habitación de Malvina, fue al cuarto de baño, llenó la tina y se sumergió. Estaba jabonándose cuando vio que la puerta se abría y asomaba el perfil, la silueta de Robertito: ¿se podía entrar, Quetita?

—No puedes —dijo Queta, de mal modo—. Anda vete, sal.

—¿Te fastidia que te vea desnuda? —se rió Robertito—. ¿Te fastidia?

—Sí —dijo Queta—. No te he dado permiso. Cierra.

Él se echó a reír, entró y cerró la puerta: entonces se quedaba, Quetita, él siempre iba contra la corriente. Queta se hundió en la tina hasta el pescuezo. El agua estaba oscura y espumosa.

—Qué sucia estabas, dejaste el agua negra —dijo Robertito—. ¿Cuánto que no te bañabas?

Queta se rió: desde que entró al hospital, ¡un mes! Robertito se tapó la nariz e hizo una mueca de asco: puf, cochina. Luego le sonrió con amabilidad y dio unos pasos hacia la tina: ¿estaba contenta de volver? Queta movió la cabeza: claro que sí. El agua se agitó y emergieron sus hombros huesudos.

—¿Quieres que te cuente un secreto? —dijo, señalando hacia la puerta.

—Cuéntame, cuéntame —dijo Robertito—. Me encantan los chismes.

—Tenía miedo que la vieja me largara —dijo Queta—. Por su manía con los microbios.

—Hubieras tenido que irte a una casa de segunda, hubieras bajado de categoría —dijo Robertito—. ¿Qué hubieras hecho si te largaba?

—Hubiera estado frita —dijo Queta—. Una de segunda o de tercera o sabe Dios qué.

—La señora es buena gente —dijo Robertito—. Cuida su negocio contra viento y marea y tiene razón. Contigo se ha portado bien, tú ya sabes que a las que las queman tan feo como a ti no las recibe más.

—Porque yo le he hecho ganar buena plata —dijo Queta—. Porque ella me debe mucho a mí también.

Se había sentado y se jabonaba los senos. Robertito los apuntó con el dedo: uy, cómo se habían caído, Quetita, qué flaca estabas. Ella asintió: había perdido quince kilos en el hospital, Robertito. Entonces tenías que engordar, Quetita, si no ya no harías ninguna buena conquista.

—La vieja me ha dicho que parezco una escoba —dijo Queta—. En el hospital no comía casi nada, sólo cuando me llegaban los paquetitos de Malvina.

—Ahora puedes desquitarte —se rió Robertito—. Comiendo como una chanchita.

—Se me debe haber reducido el estómago —dijo Queta, cerrando los ojos y hundiéndose en la tina—. Ah, qué rica el agua caliente.

Robertito se aproximó, secó el canto de la tina con la toalla y se sentó. Se puso a mirar a Queta con una picardía maliciosa y risueña.

—¿Quieres que te cuente un secreto yo también? —dijo, bajando la voz y abriendo los ojos escandalizados de su propio atrevimiento—. ¿Quieres?

—Sí, cuéntame los chismes de la casa —dijo Queta—. Cuál es el último.

—La semana pasada fuimos con la señora a visitar a tu ex —Robertito se había llevado un dedo a los labios, sus pestañas aleteaban—. Al ex de tu ex, quiero decir. Te digo que se portó como un perrito, como lo que es.

Queta abrió los ojos y se enderezó en la tina: Robertito se limpiaba unas gotas que habían salpicado su pantalón.

—¿Cayo Mierda? —dijo Queta—. No te creo. ¿Está aquí en Lima?

—Ha vuelto al Perú —dijo Robertito—. Resulta que tiene una casa en Chaclacayo con piscina y todo. Y unos perrazos que parecen tigres.

—Mentira —dijo Queta, pero bajó la voz porque Robertito le hacía señas de que no hablara tan alto—. ¿De veras ha vuelto?

—Una casa lindísima, en medio de un jardín enorme —dijo Robertito—. Yo no quería ir. Le dije a la señora es por gusto, se va a llevar un chasco y no me hizo caso. Pensando siempre en su negocio ella. Él tiene capital, él sabe que yo cumplo con mis socios, fuimos amigos. Pero nos trató como a dos pordioseros y nos botó. Tu ex, Quetita, el ex de tu ex. Qué perrito había sido.

—¿Se va a quedar en el Perú? —dijo Queta—. ¿Ha vuelto para meterse de nuevo en política?

—Dijo que había venido de paseo —encogió los hombros Robertito—. Figúrate cómo estará de forrado. Una casa así para venir de paseo. Vive en Estados Unidos. Está igualito, te digo. Viejo, feo y antipático.

—¿No les preguntó nada de? —dijo Queta—. Les diría algo ¿no?

—¿De la Musa? —dijo Robertito—. Un perrito te digo, Quetita. La señora le habló de ella, nos dio mucha pena lo que le pasó a la pobre, ya se habrá enterado. Y él ni se inmutó. A mí no tanta, dijo, yo sabía que la loca terminaría mal. Y entonces nos preguntó por ti, Quetita. Sí, sí. La pobre está en el hospital, figúrese. ¿Y qué crees que dijo?

—Si dijo eso de Hortensia, ya me imagino lo que diría de mí —dijo Queta—. Anda, no me dejes con la curiosidad.

—Díganle por si acaso que no voy a darle un medio, que ya le di bastante —se rió Robertito—. Que si ibas a sablearlo, para eso tenía los daneses. Con esas palabras, Quetita, pregúntale a la señora y verás. Pero no, ni le hables de él. Se vino tan descompuesta con lo mal que la trató, que no quiere ni oír su nombre.

—Algún día las pagará —dijo Queta—. No se puede ser tan mierda y vivir tan feliz.

—Él sí puede, para eso tiene plata —dijo Robertito; se echó a reír de nuevo y se inclinó un poco hacia Queta. Bajó la voz—: ¿Sabes lo que le dijo cuando la señora le propuso un negocito? Se le rió en la cara. ¿Usted cree que me pueden interesar negocios de putas, Ivonne? Que ahora sólo le interesan los negocios decentes. Y ahí mismo nos dijo ya conocen la salida, no quiero verles más las caras por acá. Con esas palabras, te juro. ¿Estás loca, de qué te ríes?

—De nada —dijo Queta—. Pásame la toalla, ya se enfrió y me estoy helando.

—Si quieres te seco, también —dijo Robertito—. Yo siempre a tus órdenes, Quetita. Sobre todo ahora, que estás más simpática. Ya no tienes los humos de antes.

Queta se levantó, salió de la tina y avanzó en puntas de pie, regando gotas sobre las losetas desportilladas. Se colocó una toalla en la cintura y otra sobre los hombros.

—Nada de barriga y siempre lindas piernas —se rió Robertito—. ¿Vas a ir a buscar al ex de tu ex?

—No, pero si alguna vez me lo encuentro le va a pesar —dijo Queta—. Lo que les comentó de Hortensia.

—Qué lo vas a encontrar nunca —se rió Robertito—. Está muy alto ya para ti.

—¿Para qué me has venido a contar eso? —dijo Queta, de pronto, dejando de secarse—. Anda vete, sal de aquí.

—Para ver cómo te ponías —se rió Robertito—. No te enojes, para que veas que soy tu amigo te voy a contar otro secreto. ¿Sabes por qué entré? Porque la señora me dijo anda a ver si se baña de verdad.

HABÍA VENIDO desde Tingo María a tramos cortos, por si acaso: en camión hasta Huánuco, donde pasó una noche encerrado en un cuartito de hotel, luego en ómnibus hasta Huancayo, de ahí a Lima en tren. Al cruzar la cordillera la altura le había dado mareos y palpitaciones, niño.

—Hacía apenas dos añitos y pico que había salido de Lima cuando volví —dice Ambrosio—. Pero qué diferencia. A la última persona a la que le podía pedir ayuda era a Ludovico. Él me había mandado a Pucallpa, él me había recomendado a su pariente don Hilario ¿ve? Y si no se la pedía a él, a quién entonces.

—A mi papá —dice Santiago—. ¿Por qué no fuiste donde él, cómo no se te ocurrió?

—Es decir, no es que no se me ocurriera —dice Ambrosio—. Usted tendría que darse cuenta, niño.

—No me doy —dice Santiago—. ¿No dices que lo admirabas tanto, no dices que él te estimaba tanto? Te hubiera ayudado. ¿No se te ocurrió?

—Yo no iba a meterlo a su papá en un apuro, precisamente porque lo respetaba tanto —dice Ambrosio—. Fíjese quién era él y quién era yo, niño. ¿Le iba a contar ando corrido, soy ladrón, la policía me busca porque vendí un camión que no era mío?

—Con él tenías más confianza que conmigo ¿no es cierto? —dice Santiago.

—Un hombre, por jodido que esté, tiene su orgullo —dice Ambrosio—. Don Fermín tenía un buen concepto de mí. Yo andaba arruinado, hecho una mugre ¿ve?

—Y por qué a mí sí —dice Santiago—. Por qué no te ha dado vergüenza contarme a mí lo del camión.

—Será porque ya ni orgullo me queda —dice Ambrosio—. Pero entonces, me quedaba. Además, usted no es su papá, niño.

Los cuatrocientos soles de Itipaya se habían esfumado en el viaje y los tres primeros días en Lima no probó bocado. Había vagabundeado sin cesar, lejos de las calles del centro, sintiendo que se le helaban los huesos cada vez que divisaba un policía y repasando nombres y eliminándolos: Ludovico ni pensar, Hipólito seguiría en provincias o si había vuelto trabajaría con Ludovico, Hipólito ni pensar, él ni pensar. No había pensado en Amalia, ni en Amalita Hortensia ni en Pucallpa: sólo en la policía, sólo en comer, sólo en fumar.

—Fíjese que nunca me habría atrevido a pedir limosna para comer —dice Ambrosio—. Pero para fumar sí.

Cuando no podía más, paraba a cualquier tipo en la calle y le pedía un cigarro. Había hecho de todo, con tal que no fuera un trabajo fijo y no pidieran papeles: descargar camiones en El Porvenir, quemar basuras, conseguir gatos y perros vagabundos para las fieras del Circo Cairoli, destapar cañerías y hasta sido ayudante de un afilador. A veces, en los muelles del Callao, reemplazaba por horas a algún estibador contratado, y, aunque la comisión era alta, quedaba para comer dos o tres días. Un día le habían pasado el dato: los odriístas necesitaban tipos para pegar carteles. Había ido al local, se había pasado una noche entera embadurnando las calles del centro, pero les habían pagado sólo con comida y trago. En esos meses de vagabundeo, hambrunas, caminatas y cachuelos que duraban un día o dos había conocido al Pancras. Al principio había estado durmiendo en la Parada, debajo de los camiones, en zanjones, sobre los costales de los depósitos, sintiéndose protegido, escondido entre tanto mendigo y vago que dormía ahí, pero una noche había oído que de cuando en cuando caían rondas de la policía a pedir papeles. Así había empezado a internarse en el mundo de las barriadas. Las había conocido todas, dormido una vez en una, otra en otra, hasta que en ésa de La Perla había encontrado al Pancras y ahí se quedó. El Pancras vivía solo y le hizo sitio en su casucha.

—La primera persona que se portó bien conmigo en un montón de tiempo —dice Ambrosio—. Sin conocerme ni tener por qué. Un corazón de oro el de ese zambo, le digo.

El Pancras trabajaba en la perrera hacía años y cuando se hicieron amigos lo había llevado un día donde el administrador: no, no había vacante. Pero un tiempo después lo mandó llamar. Sólo que le había pedido papeles: ¿Libreta electoral, militar, partida de nacimiento? Había tenido que inventarle una mentira: se me perdieron. Ah, entonces nones, sin papeles no hay trabajo. Bah, no seas tonto, le había dicho el Pancras, quién se va a estar acordando de ese camión, llévale tus papeles nomás. Él había tenido miedo, mejor no Pancras, y había seguido con esos trabajitos de a ocultas. Por esa época había vuelto a su pueblo, Chincha niño, la última vez. ¿Para qué? Pensando conseguirse otros papeles, bautizarse de nuevo con algún curita y con otro nombre, y también por curiosidad, por ver qué era ahora el pueblo. Se había arrepentido de haber ido más bien. Había salido temprano de La Perla con el Pancras y se habían despedido en Dos de Mayo. Ambrosio había caminado por la Colmena hasta el parque Universitario. Fue a averiguar los precios del ómnibus, compró un pasaje en uno que salía a las diez, así que tuvo tiempo de tomar un café con leche y dar una vueltecita. Estuvo mirando las vitrinas de la avenida Iquitos, calculando si se compraba una camisa para volver a Chincha más presentable de lo que salió, quince años atrás. Pero sólo le quedaban cien soles y no se animó. Compró un tubo de pastillas de menta y todo el viaje sintió esa frescura perfumada en las encías, la nariz y el paladar. Pero en el estómago sentía cosquillas: qué dirían los que lo reconocieran al verlo así. Todos debían haber cambiado mucho, algunos se morirían, otros se habrían mandado mudar del pueblo, a lo mejor la ciudad había cambiado tanto que ni la reconocía. Pero apenas se detuvo el ómnibus en la plaza de Armas, aunque todo se había achicado y achatado, reconoció todo: el olor del aire, el color de las bancas y de los tejados, las losetas en triángulo de la vereda de la iglesia. Se había sentido apenado, mareado, avergonzado. No había pasado el tiempo, no había salido de Chincha, ahí doblando la esquina estaría la oficinita de Transportes Chincha donde comenzó su carrera de chofer. Sentado en una banca había fumado, mirado. Sí, algo había cambiado: las caras. Observaba ansiosamente a hombres y mujeres y había sentido que el pecho le latía fuerte al ver acercarse a una figura cansada y descalza, con un sombrero de paja y un bastón que tanteaba: ¡el ciego Rojas! Pero no era él, sino un ciego albino y todavía joven que fue a acuclillarse bajo una palmera. Se levantó, echó a andar, y cuando llegó a la barriada vio que habían pavimentado algunas calles y construido casitas con pequeños jardines que tenían el pasto marchito. Al fondo, donde comenzaban las chacras del camino a Grocio Prado, ahora había un mar de chozas. Había estado yendo y viniendo por los polvorientos pasadizos de la barriada sin reconocer ninguna cara. Después, había ido al cementerio, pensando la tumba de la negra estará junto a la del Perpetuo. Pero no estaba y no se había atrevido a preguntarle al guardián dónde la habían enterrado. Había vuelto al centro de la ciudad al atardecer, desilusionado, olvidado del nuevo bautizo y los papeles y con hambre. En el café-restaurante Mi Patria, que ahora se llamaba Victoria y atendían dos mujeres en vez de don Rómulo, había comido un churrasco encebollado, sentado cerca de la puerta, mirando todo el tiempo la calle, tratando de reconocer alguna cara: todas distintas. Se había acordado de algo que le dijo Trifulcio esa noche, la víspera de su partida a Lima, cuando caminaban a oscuras: estoy en Chincha y siento que no estoy, reconozco todo y no reconozco nada. Ahora entendía lo que había querido decirle. Había merodeado todavía por otros barrios: el colegio José Pardo, el Hospital San José, el Teatro Municipal, habían modernizado un poquito el Mercado. Todo igualito pero más chiquito, todo igualito pero más chato, sólo la gente distinta: se había arrepentido de haber ido, niño, se había regresado esa noche jurando no volveré. Ya se sentía bastante jodido aquí, niño, allá ese día además de jodido se había sentido viejísimo. ¿Y cuando se acabara la rabia se acabaría tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría? Lo que había estado haciendo antes de que el administrador lo hiciera llamar con el Pancras y le dijera okey, échanos una mano por unos días aunque sea sin papeles. Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no, niño?