IV

 

ASÍ QUE en Pucallpa y por culpa de ese Hilario Morales, así que sabes cuándo y por qué te jodiste —dice Santiago—. Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí.

¿Se acordaría, traería el libro? El verano estaba acabando, parecían las cinco y todavía no eran las dos, y Santiago piensa: trajo el libro, se acordó. Se sentía eufórico al entrar al polvoriento zaguán de losetas y pilares desportillados, impaciente, que él ingresara, que ella ingresara, optimista, y tú ingresaste, piensa, y ella ingresó: ah, Zavalita, te sentías feliz.

—Está sano, es joven, tiene trabajo, tiene mujer —dice Ambrosio—. ¿En qué forma puede haberse jodido, niño?

Solos o en grupos, las caras hundidas en sus apuntes, ¿cuántos de éstos entrarían, dónde estaba Aída?, los postulantes daban vueltas al patio a paso de procesión, repasaban sentados en las bancas astilladas, recostados contra las mugrientas paredes se interrogaban a media voz. Cholos, cholas, aquí no venía la gente bien. Piensa: mamá, tenías razón.

—Antes de irme de la casa, cuando entré a San Marcos, yo era un tipo puro —dice Santiago.

Reconoció algunas caras del examen escrito, cambió sonrisas y holas, pero Aída no aparecía, y fue a instalarse junto a la entrada. Oyó a un grupo releyendo geografía, oyó a un muchacho, inmóvil, los ojos bajos, recitando como si rezara los virreyes del Perú.

—¿De esos que se fuman los ricachos en los toros? —se ríe Ambrosio.

La vio entrar: el mismo vestido recto color ladrillo, los mismos zapatos sin taco del examen escrito. Avanzaba con su aire de alumna uniformada y estudiosa por el atestado zaguán, volvía a un lado y otro su cara de niña agrandada, sin brillo, sin gracia, sin pintar, buscando algo, alguien, con sus ojos duros y adultos. Sus labios se plegaron, su boca masculina se abrió y la vio sonreír: el tosco rostro se suavizó, iluminó. La vio venir hacia él: hola Aída.

—Me cagaba en la plata y me creía capaz de grandes cosas —dice Santiago—. Un puro en ese sentido.

—En Grocio Prado vivía la beata Melchorita, daba todo lo que tenía y se las pasaba rezando —dice Ambrosio—. ¿Usted quería ser un santo como ella, de muchacho?

—Te traje La noche quedó atrás —dijo Santiago—. Ojalá te guste.

—Me hablaste tanto que me muero de ganas de leerla —dijo Aída—. Aquí tienes la novela del francés sobre la revolución china.

—¿Jirón Puno, calle de Padre Jerónimo? —dice Ambrosio—. ¿Regalan plata en esa casa a los negros fregados como el que habla?

—Ahí dimos el examen de ingreso el año que entré a San Marcos —dice Santiago—. Yo había estado enamorado de chicas de Miraflores, pero en Padre Jerónimo me enamoré por primera vez de verdad.

—No parece una novela, sino un libro de historia —dijo Aída.

—Ah, qué tal —dice Ambrosio—. ¿Y ella también se enamoró de usted?

—Aunque es una autobiografía, se lee como una novela —dijo Santiago—. Ya verás el capítulo «La noche de los cuchillos largos», sobre una revolución en Alemania. Formidable, ya verás.

—¿Sobre una revolución? —Aída hojeó el libro, la voz y los ojos ahora llenos de desconfianza—. ¿Pero este Valtin es comunista o anticomunista?

—No sé si se enamoró de mí, no sé si supo que yo estaba enamorado de ella —dice Santiago—. A veces pienso que sí, a veces que no.

—Usted no supo, ella no sabía, qué enredado, ¿acaso esas cosas no se saben siempre, niño? —dice Ambrosio—. ¿Quién era la muchacha?

—Te advierto que si es anti te lo devuelvo —y la suave voz tímida de Aída se volvió desafiante—. Porque yo soy comunista.

—¿Tú eres comunista? —la miró atónito Santiago—. ¿De veras eres comunista?

Todavía no eras, piensa, querías ser comunista. Sentía su corazón golpeando fuerte y estaba maravillado: en San Marcos no se estudia nada, flaco, sólo se hacía política, era una cueva de apristas y de comunistas, todos los resentidos del Perú se juntaban ahí. Piensa: pobre papá. Ni siquiera habías entrado a San Marcos, Zavalita, y mira lo que descubrías.

—En realidad, soy y no soy —confesó Aída—. Porque dónde andarán los comunistas aquí.

¿Cómo se podía ser comunista sin saber siquiera si existía un partido comunista en el Perú? A lo mejor Odría los había encarcelado a todos, a lo mejor deportado o asesinado. Pero si aprobaba el oral y entraba a San Marcos, Aída averiguaría en la universidad, se pondría en contacto con los que quedaban y estudiaría marxismo y se inscribiría en el Partido. Me miraba desafiándome, piensa, a ver discúteme, su voz era suavecita y sus ojos insolentes, dime son unos ateos, ardientes, a ver niégame, inteligentes, y tú, piensa, la escuchabas asustado y admirado: eso existía, Zavalita. Piensa: ¿me enamoré ahí?

—Una compañera de San Marcos —dice Santiago—. Hablaba de política, creía en la revolución.

—Caramba, no se enamoraría de una aprista, niño —dice Ambrosio.

—Los apristas ya no creían en la revolución —dice Santiago—. Ella era comunista.

—Pa su diablo —dice Ambrosio—. Pa su macho, niño.

Nuevos postulantes llegaban a Padre Jerónimo, invadían el zaguán, el patio, corrían hacia las listas clavadas con tachuelas en un tablero, afanosamente revisaban sus apuntes. Un rumor atareado flotaba sobre el local.

—Te has quedado mirándome como si fuera un ogro —dijo Aída.

—Qué ocurrencia, yo respeto todas las ideas, y además, no creas, también soy de —calló, buscó, tartamudeó Santiago— ideas avanzadas.

—Vaya, me alegro por ti —dijo Aída—. ¿Daremos hoy el oral? Tanto esperar tengo una confusión terrible, no me acuerdo nada de lo que estudié.

—Repasemos un poco, si quieres —dijo Santiago—. ¿Qué te asusta más?

—Historia universal —dijo Aída—. Sí, vamos a hacernos preguntas. Pero caminando, así estudio mejor que sentada ¿tú no?

Cruzaron el zaguán de losetas color vino con aulas a los costados, ¿dónde viviría?, había un pequeño patio con menos gente al fondo del local. Cerró los ojos, vio la casita estrecha, limpia, de muebles austeros, y vio las calles del rededor y las caras ¿recias, dignas, graves, sobrias? de los hombres que avanzaban por las veredas embutidos en overoles y sacones grises, y oyó sus diálogos ¿solidarios, parcos, clandestinos? y pensó obreros, y pensó comunistas y decidió no soy bustamantista, no soy aprista, soy comunista. Pero ¿cuál era la diferencia? No podía preguntárselo, creerá que soy idiota, tenía que sonsacárselo. Ella se habría pasado todo el verano así, los fieros ojitos clavados en los cuestionarios, yendo y viniendo por una habitación minúscula. Habría poca luz, para tomar notas se sentaría en una mesita iluminada por una lamparilla sin pantalla o por velas, movería los labios despacito, cerrando los ojos, se levantaría y paseando repetiría nombres, fechas, nocturna y voluntariosa, ¿sería su papá un obrero, una sirvienta su mamá? Piensa: ah, Zavalita. Caminaban muy despacio, las dinastías faraónicas, interrogándose en voz baja, Babilonia y Nínive, ¿habría oído hablar del comunismo en su casa?, causas de la Primera Guerra Mundial, ¿qué pensaría cuando supiera que el viejo era odriísta?, la batalla del Marne, a lo mejor no querría juntarse más contigo, Zavalita: te odio, papá. Nos hacíamos preguntas pero no nos las hacíamos, piensa. Piensa: nos estábamos haciendo amigos. ¿Habría estudiado en un colegio nacional? Sí, en una Unidad Escolar, ¿y él?, en el Santa María, ah en un colegio de niñitos bien. Había de todo, era un colegio malísimo, él no tenía la culpa que sus viejos lo hubieran metido ahí, hubiera preferido el Guadalupe y Aída se echó a reír: no te pongas colorado, no tenía prejuicios, qué había pasado en Verdún. Piensa: esperábamos cosas formidables de la universidad. Estaban en el Partido, iban a la imprenta juntos, se escondían en un sindicato juntos, los metían a la cárcel juntos y los exilaban juntos: era una batalla y no un tratado, sonso, y él claro, qué sonso, y ahora ella quién había sido Cromwell. Esperábamos cosas formidables de nosotros, piensa.

—Cuando entró a San Marcos y le cortaron el pelo a coco, la niña Teté y el niño Chispas le gritaban cabeza de zapallo —dice Ambrosio—. Lo contento que se puso su papá por lo que usted aprobó el examen, niño.

Hablaba de libros y tenía faldas, sabía de política y no era hombre, la Mascota, la Pollo, la Ardilla se despintaban, Zavalita, las lindas idiotas de Miraflores se derretían, desaparecían. Descubrir que por lo menos una podía servir para algo más, piensa. No sólo para tirársela, no sólo para corrérsela pensando en ella, no sólo para enamorarse. Piensa: para algo más. Iba a estudiar Derecho y también Pedagogía, tú ibas a seguir Derecho y también Letras.

—¿Te las das de vampiresa, de payasa o de qué? —dijo Santiago—. ¿Dónde tan arregladita, tan pintadita?

—¿Y en Letras qué especialidad? —dijo Aída—. ¿Filosofía?

—Donde me da la gana y a ti qué —dijo la Teté—. Y quién te habla a ti, y con qué derecho me hablas a mí.

—Creo que literatura —dijo Santiago—. Pero todavía no sé.

—Todos los que siguen literatura quieren ser poetas —dijo Aída—. ¿Tú también?

—Déjense de estar peleando —dijo la señora Zoila—. Parecen perro y gato, ya basta.

—Tenía un cuaderno de versos escritos a escondidas —dice Santiago—. Que nadie lo viera, que nadie supiera. ¿Ves? Era un puro.

—No te pongas colorado porque te pregunto si quieres ser poeta —se rió Aída—. No seas burgués.

—También lo volvían loco diciéndole supersabio —dice Ambrosio—. Qué peleas se agarraban entre ustedes, niño.

—Ya te puedes ir a cambiar ese vestido y a lavarte la cara —dijo Santiago—. No vas a salir, Teté.

—¿Y qué tiene de malo que la Teté vaya al cine? —dijo la señora Zoila—. De cuándo acá tan estricto con tu hermana, tú, el liberal, el comecuras.

—No está yendo al cine, sino a bailar al Sunset con el forajido del Pepe Yáñez —dijo Santiago—. Esta mañana la pesqué haciendo su plan por teléfono.

—¿Al Sunset con el Pepe Yáñez? —dijo el Chispas—. ¿Con el huachafo ese?

—No es que quiera ser poeta pero me gusta mucho la literatura —dijo Santiago.

—¿Te has vuelto loca, Teté? —dijo don Fermín—. ¿Es cierto eso, Teté?

—Mentira, mentira —temblaba, fulminaba a Santiago con los ojos la Teté—. Maldito, imbécil, te odio, muérete.

—Y a mí también —dijo Aída—. En Pedagogía voy a escoger literatura y castellano.

—¿Crees que vas a engañar así a tus padres, pedazo de? —dijo la señora Zoila—. Y cómo se te ocurre decirle maldito a tu hermano, loca.

—No estás en edad de ir a boites, criatura —dijo don Fermín—. No sales hoy, ni mañana, ni el domingo.

—Al Pepe Yáñez le voy a romper el alma —dijo el Chispas—. Lo voy a matar, papá.

Ahora la Teté lloraba a gritos, maldito, había derramado la taza de té, por qué no se moría de una vez, y la señora Zoila loquita, loquita, tan grandazo y tan maricón, y la señora Zoila estás manchando el mantel, en vez de andar chismeando como las mujeres anda a escribir tus versitos de maricón. Se levantó de la mesa y salió del comedor y todavía gritó tus versitos de chismoso y de maricón y que se muriera de una vez, maldito. La oyeron subir las escaleras, dar un portazo. Santiago movía la cucharita en la taza vacía como si acabara de echarle azúcar.

—¿Es verdad eso que dijo la Teté? —sonrió don Fermín—. ¿Escribes versos tú, flaco?

—Los esconde en un cuadernito detrás de la enciclopedia, la Teté y yo los hemos leído todos —dijo el Chispas—. Versitos de amor y también sobre los incas. No te avergüences, supersabio. Míralo cómo se ha puesto, papá.

—Tú apenas sabes leer, así que está difícil que hayas leído nada —dijo Santiago.

—No eres la única persona que lee en el mundo —dijo la señora Zoila—. No seas tan creído.

—Anda a escribir tus versitos afeminados, supersabio —dijo el Chispas.

—Qué han aprendido, para qué han ido al mejor colegio de Lima —suspiró la señora Zoila—. Se insultan como carreteros delante de nosotros.

—¿Y por qué no me has contado que escribías versos? —dijo don Fermín—. Tienes que enseñármelos, flaco.

—Mentiras del Chispas y de la Teté —balbuceó Santiago—. No les hagas caso, papá.

Ahí estaba el jurado, eran tres, en el local se había instalado un temeroso silencio. Muchachos y muchachas vieron a los tres hombres cruzar el zaguán precedidos por un conserje, los vieron desaparecer en un aula. Que yo entre, que ella entre. Brotó de nuevo el zumbido, más espeso y rumoroso que antes, Aída y Santiago volvieron al patio del fondo.

—Vas a aprobar y con notas altas —dijo Santiago—. Te sabes las balotas con puntos y comas.

—No creas, hay muchas que sé apenas —dijo Aída—. Tú sí que vas a ingresar.

—Me pasé todo el verano chancando —dijo Santiago—. Si me jalan me pego un tiro.

—Yo estoy contra el suicidio —dijo Aída—. Matarse es una cobardía.

—Cuentos de los curas —dijo Santiago—. Hay que ser muy valiente para matarse.

—A mí no me importan los curas —dijo Aída, y los ojitos piensa: a ver, a ver, atrévete—. Yo no creo en Dios, yo soy atea.

—Yo también soy ateo —dijo Santiago, en el acto—. Por supuesto.

Reanudaron la caminata, las preguntas, a ratos se distraían, olvidaban los cuestionarios y se ponían a conversar, a discutir: coincidían, disentían, bromeaban, el tiempo se iba volando y, de pronto, ¡Zavala, Santiago! Apúrate, le sonrió Aída, y que le tocara una balota fácil. Atravesó una doble valla de postulantes, entró al aula del examen, y ay no te acuerdas, Zavalita, qué balota te tocó, ni las caras de los jurados, ni qué respondiste: sólo que salió contento.

—Se acuerda de la muchacha que le gustaba y lo demás ya se le borró —dice Ambrosio—. Natural, niño.

Todo te gustaba ese día, piensa. El local que se caía de viejo, las caras color betún o tierra o paludismo de los postulantes, la atmósfera que hervía de aprensión, las cosas que decía Aída. ¿Cómo te sentías, Zavalita? Piensa: como el día de mi primera comunión.

—Viniste porque era Santiago el que la hacía —hizo pucheros la Teté—. A la mía no viniste, ya no te quiero.

—Ven, dame un beso, no seas tontita —dijo don Fermín—. Vine porque el flaco se sacó el primer puesto, si hubieras sacado buenas notas también habría ido a tu primera comunión. Yo los quiero a los tres igual.

—Lo dices, pero no es cierto —se quejó el Chispas—. Tampoco fuiste a mi primera comunión.

—Con esta escena de celos le van a amargar el día al flaco, déjense de adefesios —dijo don Fermín—. Vengan, suban al carro.

—A La Herradura a tomar milk shakes con hot dogs, papá —dijo el Chispas.

—Vamos a La Herradura —dijo don Fermín—. El flaco es el que ha hecho la primera comunión, hay que darle gusto a él.

Salió del aula corriendo, pero antes de llegar hasta Aída, ¿daban ahí mismo las notas, preguntas largas o cortas?, tuvo que soportar el asalto de los postulantes, y Aída lo recibió sonriendo: por su cara se veía que había salido bien, qué bien, ya no tienes que pegarte un tiro.

—Antes de sacar la balota, pensé mi alma por una fácil —dijo Santiago—. Así que si el diablo existe me iré al infierno. Pero el fin justifica los medios.

—Ni el alma ni el diablo existen —a ver, a ver—. Si crees que el fin justifica los medios eres un nazi.

—Daba la contra en todo, opinaba sobre todo, discutía como si quisiera trompearse —dice Santiago.

—Una hembrita entradora, de esas que uno dice blanco y ellas negro, uno negro y ellas no, blanco —dice Ambrosio—. Mañas para calentar al hombre, pero que hacen su efecto.

—Claro que te espero —dijo Santiago—. ¿Te hago repasar un poco?

La historia persa, Carlomagno, los aztecas, Carlota Corday, factores externos de la desaparición del imperio austro-húngaro, el nacimiento y la muerte de Danton: que le tocara una balota fácil, que aprobara. Volvieron al primer patio, se sentaron en una banca. Un canillita entró voceando los diarios de la tarde, el muchacho que estaba junto a ellos compró El Comercio y un momento después dijo desgraciados, era el colmo. Se volvieron a mirarlo y él les mostró un titular y la fotografía de un hombre con bigotes. ¿Lo habían metido preso, exilado o matado, y quién era el hombre? Ahí estaba Jacobo, Zavalita: rubio, escuálido, los claros ojos furiosos, el dedo curvado sobre la fotografía del diario, la voz arrastrada protestando, el Perú iba de mal en peor, un dejo extrañamente serrano en esa cara lechosa, donde se ponía el dedo brotaba pus como decía González Prada, advertida alguna vez, a lo lejos y de paso, en las calles de Miraflores.

—¿Otro de ésos? —dice Ambrosio—. Caramba, San Marcos era un nido de subversivos, niño.

Otro puro de ésos, piensa, en rebelión contra su piel, contra su clase, contra sí mismo, contra el Perú. Piensa: ¿seguirá puro, será feliz?

—No había tantos, Ambrosio. Fue una casualidad que nos juntáramos los tres ese primer día.

—A esos amigos de San Marcos usted nunca los llevaba a su casa —dice Ambrosio—. En cambio, el niño Popeye y sus compañeros de colegio se las pasaban tomando té donde usted.

¿Te daba vergüenza, Zavalita?, piensa: ¿que Jacobo, Héctor, Solórzano no vieran dónde y con quién vivías, que no conocieran a la vieja y no oyeran al viejo, que Aída no escuchara las lindas idioteces de la Teté? Piensa: ¿o que la vieja y el viejo no supieran con quién te juntabas, que el Chispas y la Teté no vieran la cara de huaco del cholo Martínez? Ese primer día comenzaste a matar a los viejos, a Popeye, a Miraflores, piensa. Estabas rompiendo, Zavalita, entrando a otro mundo: ¿fue ahí, se cerraron ahí? Piensa: ¿rompiendo con qué, entrando a cuál mundo?

—Me oyeron hablar de Odría y se fueron —Jacobo señaló al grupo de postulantes que se alejaba y los miró a ellos con una curiosidad sin ironía—. ¿También ustedes tienen miedo?

—¿Miedo? —Aída se enderezó violentamente en la banca—. Yo digo que Odría es un dictador y un asesino, y lo digo aquí, en la calle, en cualquier parte.

Pura como las muchachas de Quo Vadis, piensa, impaciente por bajar a las catacumbas y salir al circo y arrojarse a las zarpas y colmillos de los leones. Jacobo la escuchaba desconcertado, ella se había olvidado del examen, un dictador que subió al poder en la punta de las bayonetas, alzaba la voz y accionaba y Jacobo asentía y la miraba con simpatía y había suprimido los partidos y la libertad de prensa y ahora entusiasmado y había ordenado al Ejército masacrar a los arequipeños y ahora hechizado y había encarcelado, deportado y torturado a tantos, ni siquiera se sabía a cuántos, y Santiago observaba a Aída y a Jacobo y, de pronto, piensa, te sentiste torturado, exilado, traicionado, Zavalita, y la interrumpió: Odría era el peor tirano de la historia del Perú.

—Bueno, no sé si el peor —dijo Aída, tomando aire—. Pero uno de los peores, claro que es.

—Dale tiempo y verás —insistió Santiago, con ímpetu—. Será el peor.

—Salvo la del proletariado, todas las dictaduras son la misma cosa —dijo Jacobo—. Históricamente.

—¿Tú sabes cuál es la diferencia entre aprismo y comunismo? —dice Santiago.

—No hay que darle tiempo a que sea el peor —dijo Aída—. Hay que echarlo abajo antes.

—Bueno, los apristas son muchísimos y los comunistas poquísimos —dice Ambrosio—. Qué más diferencia que ésa.

—No creo que ésos se fueran porque rajabas de Odría, sino porque están estudiando —dijo Santiago—. Todos deben ser progresistas en San Marcos.

Te miró como si te hubiera visto un par de alitas en la espalda, piensa, San Marcos ya no era lo que había sido, como a un niño bueno y tarado, Zavalita. No sabías, no entendías ni el vocabulario, tenías que aprender qué era aprismo, qué fascismo, qué comunismo, y por qué San Marcos ya no era lo que había sido: porque desde el golpe de Odría los dirigentes eran perseguidos y los centros federados desmantelados y porque las clases estaban llenas de soplones matriculados como alumnos y Santiago frívolamente lo interrumpió: ¿vivía Jacobo en Miraflores? Le parecía haberlo visto por allá alguna vez, y Jacobo se ruborizó y asintió de mala gana y Aída se echó a reír: así que los dos eran miraflorinos, así que los dos eran unos niños bien. Pero a Jacobo, piensa, no le gustaba bromear. Los ojos azules pedagógicamente posados en ella, la voz paciente, andina, desenvuelta, explicaba no importa dónde se vive sino lo que se piensa y se hace, y Aída era cierto, pero ella no había dicho en serio sino jugando lo de niños bien, y Santiago leería, estudiaría, aprendería marxismo como él: ah, Zavalita. El conserje gritó un apellido y Jacobo se puso de pie: lo llamaban. Fue hacia el aula sin prisa, confiado y calmado como hablaba, ¿inteligente, no?, y Santiago miró a Aída, inteligentísimo, y además cuánto sabía de política y Santiago decidió él sabría más.

—¿Será cierto que hay soplones entre los alumnos? —dijo Aída.

—Si descubrimos alguno en nuestro año, lo apanaremos —dijo Santiago.

—Ya hablas como alumno, quién como tú —dijo Aída—. Vamos a repasar otro poquito.

Pero apenas habían reanudado las preguntas y el paseo circular salió Jacobo del aula, lento y angosto en su desvaído terno azul, y se les acercó, risueño y decepcionado, los exámenes eran una broma, Aída no tenía de qué preocuparse, el presidente del jurado, un químico, sabía de letras menos que tú o yo. Había que contestar con seguridad, sólo al que dudaba lo jalaba. Me había caído mal, piensa, pero cuando llamaron a Aída y la acompañaron hasta el aula y regresaron a la banca y conversaron solos, te cayó bien, Zavalita. Se te quitaron los celos, piensa, comencé a admirarlo. Había terminado el colegio hacía dos años, no ingresó a San Marcos el año anterior por una tifoidea, opinaba como quien da hachazos. Te sentías mareado, imperialismo, idealismo, como un caníbal que ve rascacielos, materialismo, conciencia social, confuso, inmoral. Cuando sanó, venía en las tardes a dar vueltas por la Facultad de Letras, iba a leer a la Biblioteca Nacional, y sabía todo y tenía respuestas para todo y hablaba de todo, piensa, menos de él. ¿En qué colegio había estudiado, era judía su familia, tenía hermanos, en qué calle vivía? No se impacientaba con las preguntas, era prolijo e impersonal en sus explicaciones, el aprismo significaba reformismo y el comunismo revolución. ¿Llegó alguna vez a estimarte y odiarte, piensa, a envidiarte como tú a él? Iba a estudiar Derecho e Historia y tú lo escuchabas deslumbrado, Zavalita: estudiaban juntos, iban a la imprenta clandestina juntos, conspiraban, militaban, preparaban juntos la revolución. ¿Qué pensaba de ti, piensa, qué pensaría ahora de ti? Aída llegó a la banca con los ojos chispeando: la balota uno, se había cansado de hablarles. La felicitaron, fumaron, salieron a la calle. Los automóviles pasaban por Padre Jerónimo con los faros encendidos, y una brisa lustral les refrescaba la cara mientras bajaban por Azángaro, locuaces, excitados, hacia el parque Universitario. Aída tenía sed, Jacobo hambre, ¿por qué no iban a tomar algo?, propuso Santiago, ellos buena idea, él los invitaba y Aída uy qué burgués. No fuimos a esa chingana de la Colmena a comer panes con chicharrón sino a contarnos nuestros proyectos, piensa, a hacernos amigos discutiendo hasta perder la voz. Nunca más esa exaltación, esa generosidad. Piensa: esa amistad.

—A mediodía y en las noches esto se repleta —dijo Jacobo—. Los estudiantes vienen aquí después de las clases.

—Quiero contarles algo de una vez —Santiago apretó los puños debajo de la mesa y tragó saliva—. Mi padre está con el gobierno.

Hubo un silencio, el cambio de miradas entre Jacobo y Aída parecía eterno, Santiago oía pasar los segundos y se mordía la lengua: te odio, papá.

—Se me ocurrió que eras pariente de ese Zavala —dijo Aída, por fin, con una afligida sonrisa de pésame—. Pero qué importa, tu padre es una cosa y tú otra.

—Los mejores revolucionarios salieron de la burguesía —le levantó la moral Jacobo, sobriamente—. Rompieron con su clase y se convirtieron a la ideología de la clase obrera.

Dio algunos ejemplos y, conmovido, piensa, agradecido, Santiago les contaba sus peleas sobre religión con los curas del colegio, las discusiones políticas con su padre y sus amigos del barrio, y Jacobo se había puesto a revisar los libros que estaban sobre la mesa: La condición humana era interesante aunque un poquito romántica, y no valía la pena leer La noche quedó atrás, su autor era anticomunista.

—Sólo al final del libro —protestó Santiago—, sólo porque el Partido no quiso ayudarlo a rescatar a su mujer de los nazis.

—Peor todavía —explicó Jacobo—. Era un renegado y un sentimental.

—¿Si se es sentimental no se puede ser revolucionaria? —preguntó Aída, apenada.

Jacobo reflexionó unos segundos y alzó los hombros: quizá en algunos casos se podía.

—Pero los renegados son lo peor que hay, fíjense en el Apra —añadió—. Se es revolucionario hasta el final o no se es.

—¿Tú eres comunista? —dijo Aída, como si preguntara qué hora tienes, y Jacobo perdió un instante su calma: sus mejillas se sonrosaron, miró alrededor, ganó tiempo tosiendo.

—Un simpatizante —dijo, cautelosamente—. El Partido está fuera de la ley y no es fácil ponerse en contacto. Además, para ser comunista, hay que estudiar mucho.

—Yo también soy simpatizante —dijo Aída, encantada—. Qué suerte que nos conociéramos.

—Y yo también —dijo Santiago—. Conozco poco de marxismo, pero quisiera saber más. Sólo que dónde, cómo.

Jacobo los miró uno por uno a los ojos, lenta y profundamente, como calculando su sinceridad o discreción, y echó una nueva ojeada en torno y se inclinó hacia ellos: había una librería de viejo, aquí en el centro. La había descubierto el otro día, entró a curiosear y estaba hojeando unos libros cuando aparecieron unos números, antiquísimos, interesantísimos, de una revista que se llamaba piensa Cultura Soviética. Libros prohibidos, revistas prohibidas y Santiago vio estantes rebalsando de folletos que no se vendían en las librerías, de volúmenes que la policía había retirado de las bibliotecas. A la sombra de paredes roídas por la humedad, entre telarañas y hollín, ellos consultaban los libros explosivos, discutían y tomaban notas, en noches como boca de lobo, a la luz de improvisados candeleros, hacían resúmenes, cambiaban ideas, leían, se instruían, rompían con la burguesía, se armaban con la ideología de la clase obrera.

—¿No habrá más revistas en esa librería? —preguntó Santiago.

—A lo mejor sí —dijo Jacobo—. Si quieren, podemos ir juntos a ver. Mañana, por ejemplo.

—También podríamos ir a alguna exposición, a algún museo —dijo Aída.

—Claro, no conozco ningún museo de Lima hasta ahora —dijo Jacobo.

—Ni yo —dijo Santiago—. Aprovechemos estos días, antes que comiencen las clases, y visitémoslos todos.

—Podemos ir en las mañanas a los museos y en las tardes a recorrer librerías de viejo —dijo Jacobo—. Conozco muchas, a veces se encuentran buenas cosas.

—La revolución, los libros, los museos —dice Santiago—. ¿Ves lo que es ser puro?

—Yo creía que ser puro era vivir sin cachar, niño —dice Ambrosio.

—Y también al cine una de estas tardes a ver una buena película —dijo Aída—. Y si el burgués de Santiago quiere invitarnos, que nos invite.

—Nunca más te invitaré ni un vaso de agua —dijo Santiago—. ¿Adónde nos vemos mañana, y a qué hora?

—¿Y, flaco? —dijo don Fermín—. ¿Muy difícil el oral, crees que aprobaste, flaco?

—A las diez en la plaza San Martín —dijo Jacobo—. En el paradero del Expreso.

—Creo que sí, papá —dijo Santiago—. Ya puedes perder las esperanzas de que entre algún día a la Católica.

—Debería jalarte las orejas por rencoroso —dijo don Fermín—. Así que aprobaste, así que ya eres todo un señor universitario. Ven, flaco, dame un abrazo.

No dormiste, piensa, estoy seguro que Aída tampoco durmió, que Jacobo tampoco durmió. Todas las puertas abiertas, piensa, en qué momento y por qué comenzaron a cerrarse.

—Ya saliste con tu gusto, ya entraste a San Marcos —dijo la señora Zoila—. Estarás contento, supongo.

—Contentísimo, mamá —dijo Santiago—. Sobre todo porque ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más. No te imaginas qué contento estoy.

—Si lo que quieres es volverte cholo, por qué no te haces sirviente, más bien —dijo el Chispas—. Anda sin zapatos, no te bañes, cría pulgas, supersabio.

—Lo importante es que el flaco haya entrado a la universidad —dijo don Fermín—. La Católica hubiera sido mejor, pero el que quiere estudiar, estudia en cualquier parte.

—La Católica no es mejor que San Marcos, papá —dijo Santiago—. Es un colegio de curas. Y yo no quiero saber nada con los curas, yo odio a los curas.

—Te vas a ir al infierno, imbécil —dijo la Teté—. Y tú lo dejas que te levante así la voz, papá.

—Me da cólera que tengas esos prejuicios, papá —dijo Santiago.

—No son prejuicios, a mí no me importa que tus compañeros sean blancos, negros o amarillos —dijo don Fermín—. Yo quiero que estudies, que no vayas a perder tu tiempo y te quedes sin carrera como el Chispas.

—El supersabio te levanta la voz y te desfogas conmigo —dijo el Chispas—. Lindo, papá.

—Hacer política no es perder tiempo —dijo Santiago—. ¿O sólo los militares tienen derecho a hacer política aquí?

—Primero los curas, ahora los militares, las dos musiquitas de siempre —dijo el Chispas—. Cambia de tema, supersabio, pareces disco rayado.

—Qué puntualito llegaste —dijo Aída—. Venías hablando solo, qué chistoso.

—No se puede estar de a buenas contigo —dijo don Fermín—. Aunque se te trate con cariño, siempre das la patada.

—Es que soy un poco loco —dijo Santiago—. ¿No te da miedo juntarte conmigo?

—Está bien, no llores, no te arrodilles, te creo, lo hiciste por mí —dijo don Fermín—. ¿No pensaste que en vez de ayudarme podías hundirme para siempre? ¿Para qué te dio cabeza Dios, infeliz?

—Ni creas, me encantan los locos —dijo Aída—. Estuve dudando entre Derecho y Psiquiatría.

—Lo que pasa es que te consiento demasiado y abusas, flaco —dijo don Fermín—. Anda a tu cuarto de una vez.

—Cuando me castigas, a mí me dejas sin propina, cuando a Santiago sólo lo mandas a acostarse —dijo la Teté—. Qué tal raza, papá.

—Lo que pasa es que nadie está contento con su suerte —dice Ambrosio—. Ni usted, que lo tiene todo. Qué diré yo, imagínese.

—Quítale a él la propina también, papá —dijo el Chispas—. Por qué esas preferencias.

—Me alegro que escogieras Derecho —dijo Santiago—. Fíjate, ahí está Jacobo.

—No metan la cuchara cuando hablo con el flaco —dijo don Fermín—. Si no, se van a quedar sin propina ustedes.