VI

 

¿HABÍA SIDO ese primer año, Zavalita, al ver que San Marcos era un burdel y no el paraíso que creías? ¿Qué no le había gustado, niño? No que las clases comenzaran en junio en vez de abril, no que los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres, piensa, sino el desgano de sus compañeros cuando se hablaba de libros, la indolencia de sus ojos cuando de política. Los cholos se parecían terriblemente a los niñitos bien, Ambrosio. A los profesores les pagarían miserias, decía Aída, trabajarían en ministerios, darían clases en colegios, quién les iba a pedir más. Había que comprender la apatía de los estudiantes, decía Jacobo, el sistema los formó así: necesitaban ser agitados, adoctrinados, organizados. ¿Pero, dónde estaban los comunistas, dónde aunque fuera los apristas? ¿Todos encarcelados, todos deportados? Eran críticas retrospectivas, Ambrosio, entonces no se daba cuenta y le gustaba San Marcos. ¿Qué sería del catedrático que en un año glosó dos capítulos de la Síntesis de investigaciones lógicas publicada por la Revista de Occidente? Suspender fenomenológicamente el problema de la rabia, poner entre paréntesis, diría Husserl, la grave situación creada por los perros de Lima: ¿qué cara pondría el director? ¿Qué del que sólo hacía pruebas de ortografía, qué del que preguntó en el examen errores de Freud?

—Te equivocas, uno tiene que leer incluso a los oscurantistas —dijo Santiago.

—Lo lindo sería leerlos en su propio idioma —dijo Aída—. Quisiera saber francés, inglés, hasta alemán.

—Lee todo, pero con sentido crítico —dijo Jacobo—. Los progresistas siempre te parecen malos y los decadentes siempre buenos. Eso es lo que te critico.

—Sólo digo que Así se templó el acero me aburrió y que me gustó El castillo —protestó Santiago—. No estoy generalizando.

—La traducción de Ostrovski debe ser mala y la de Kafka buena, ya no discutan —dijo Aída.

¿Qué del anciano pequeñito, barrigón, de ojos azules y melena blanca que explicaba las fuentes históricas? Era tan bueno que daban ganas de seguir Historia y no Psicología, decía Aída, y Jacobo sí, lástima que fuera hispanista y no indigenista. Las aulas abarrotadas de los primeros días se fueron vaciando, en septiembre sólo asistía la mitad de los alumnos y ya no era difícil pescar asiento en las clases. No se sentían defraudados, no era que los profesores no supieran o quisieran enseñar, piensa, a ellos tampoco les interesaba aprender. Porque eran pobres y tenían que trabajar, decía Aída, porque estaban contaminados de formalismo burgués y sólo querían el título, decía Jacobo; porque para recibirse no hacía falta asistir ni interesarse ni estudiar: sólo esperar. ¿Estaba contento en San Marcos flaco, de veras enseñaban ahí las cabezas del Perú flaco, por qué se había vuelto tan reservado flaco? Sí estaba papá, de veras papá, no se había vuelto papá. Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita, te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio. Porque Jacobo y Aída bastaban, piensa, porque ellos eran la amistad que excluía, enriquecía y compensaba todo. ¿Ahí, piensa, me jodí ahí?

Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la biblioteca de San Marcos o a la Nacional, a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos. Al salir de la universidad, a mediodía y en las tardes, conversaban horas en el Palermo de la Colmena, discutían horas en la Pastelería Los Huérfanos de Azángaro, comentaban horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del Palacio de Justicia. A veces se zambullían en un cine, a veces recorrían librerías, a veces emprendían como una aventura largas caminatas por la ciudad. Asexuada, fraternal, la amistad parecía también eterna.

—Nos importaban las mismas cosas, odiábamos las mismas cosas, y nunca estábamos de acuerdo en nada —dice Santiago—. Eso era formidable, también.

—¿Por qué estaba amargado, entonces? —dice Ambrosio—. ¿Por la muchacha?

—Nunca la veía a solas —dice Santiago—. No estaba amargado; a ratos un gusanito en el estómago, nada más.

—Usted quería enamorarla y no podía, teniendo ahí al otro —dice Ambrosio—. Sé lo que se siente estando cerca de la mujer que uno quiere y no pudiendo hacer nada.

—¿Te pasó eso con Amalia? —dice Santiago.

—Vi una película con ese tema —dice Ambrosio.

La universidad era un reflejo del país, decía Jacobo, hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras cosas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado, y ahí, de pronto, viscoso y mínimo en la boca del estómago: el gusanito. También era culpa de los alumnos, decía Aída, les gustaba este sistema, ¿y si todos tenían la culpa no había más remedio que conformarnos? decía Santiago, y Jacobo: la solución era la reforma universitaria. Un cuerpo diminuto y ácido en la maleza de las conversaciones, súbito en el calor de las discusiones, interfiriendo, desviando, malogrando la atención con ráfagas de melancolía y nostalgia. Cátedras paralelas, co-gobierno, universidades populares, decía Jacobo: que entrara a enseñar todo el que fuera capaz, que los alumnos pudieran tachar a los malos profesores, y como el pueblo no podía venir a la universidad que la universidad fuera al pueblo. ¿Melancolía de esos imposibles diálogos a solas con ella que deseaba, nostalgia de esos paseos a solas con ella que inventaba? Pero si la universidad era un reflejo del país San Marcos nunca iría bien mientras el Perú fuera tan mal, decía Santiago, y Aída si se quería curar el mal de raíz no había que hablar de reforma universitaria sino de revolución. Pero ellos eran estudiantes y su campo de acción era la universidad, decía Jacobo, trabajando por la reforma trabajarían por la revolución: había que ir por etapas y no ser pesimista.

—Estaba usted celoso de su amigo —dice Ambrosio—. Y los celos son lo más venenoso que hay.

—A Jacobo le pasaría lo mismo que a mí —dice Santiago—. Pero los dos disimulábamos.

—Él también sentiría ganas de desaparecerlo de una mirada mágica para quedarse solo con la muchacha —se ríe Ambrosio.

—Era mi mejor amigo —dice Santiago—. Yo lo odiaba, pero a la vez lo quería y lo admiraba.

—No debes ser tan escéptico —dijo Jacobo—. Eso de todo o nada es típicamente burgués.

—No soy escéptico —dijo Santiago—. Pero hablamos y hablamos y ahí nos quedamos.

—Es cierto, hasta ahora no pasamos de la teoría —dijo Aída—. Deberíamos hacer algo más que conversar.

—Solos no podemos —dijo Jacobo—. Primero tenemos que ponernos en contacto con los universitarios progresistas.

—Hace dos meses que entramos y no hemos encontrado a ninguno —dijo Santiago—. Estoy por creer que no existen.

—Tienen que cuidarse y es lógico —dijo Jacobo—. Tarde o temprano aparecerán.

Y, en efecto, sigilosos, recelosos, misteriosos, poco a poco habían ido apareciendo, como sombras furtivas: ¿estaban en primero de Letras, no? Entre clases ellos acostumbraban sentarse en alguna banca del patio de la facultad, parecía que estaban haciendo una colecta, o dar vueltas alrededor de la pila de Derecho, para comprarles colchones a los estudiantes presos, y allí cambiaban a veces unas palabras con alumnos de otras facultades u otros años, que los tenían en los calabozos de la Penitenciaría durmiendo en el suelo, y en esos rápidos diálogos huidizos, detrás de la desconfianza, abriéndose camino a través de la sospecha, ¿nadie les había hablado de la colecta todavía?, advertían o creían advertir una sutil exploración de su manera de pensar, no se trataba de nada político, un discreto sondeo, sólo de una acción humanitaria, vagas indicaciones de que se prepararan para algo que llegaría, y hasta de simple caridad cristiana, o un secreto llamado para que manifestaran de la misma cifrada manera que se podía confiar en ellos: ¿podían dar siquiera un sol? Aparecían solitarios y esfumados en los patios de San Marcos, se les acercaban a charlar unos instantes sobre temas ambiguos, desaparecían por muchos días y de pronto reaparecían, cordiales y evasivos, la misma cautelosa expresión risueña en los mismos rostros indios, cholos, chinos, negros, y las mismas palabras ambivalentes en sus acentos provincianos, con los mismos trajes gastados y descoloridos y los mismos zapatos viejos y a veces alguna revista o periódico o libro bajo el brazo. ¿Qué estudiaban, de dónde eran, cómo se llamaban, dónde vivían? Como un escueto relámpago el cielo nublado, ese muchacho de Derecho había sido uno de los que se encerró en San Marcos cuando la revolución de Odría, una brusca confidencia rasgaba de pronto las conversaciones grises, y había estado preso y hecho huelga de hambre en la cárcel, y las encendía y afiebraba, y sólo lo habían soltado hacía un mes, y esas revelaciones y descubrimientos, y ése había sido delegado de Económicas cuando funcionaban los Centros Federados y la Federación Universitaria, despertaban en ellos una ansiosa excitación, antes que la política destrozara los organismos estudiantiles encarcelando a los dirigentes, una feroz curiosidad.

—Llegas tarde para no comer con nosotros, y cuando nos haces el honor no abres la boca —dijo la señora Zoila—. ¿Te han cortado la lengua en San Marcos?

—Habló contra Odría y contra los comunistas —dijo Jacobo—. ¿Aprista, no creen?

—Se hace el mudo para dárselas de interesante —dijo Chispas—. Los genios no pierden su tiempo hablando con ignorantes, ¿no es cierto, supersabio?

—¿Cuántos hijos tiene la niña Teté? —dice Ambrosio—. ¿Y usted cuántos, niño?

—Más bien trotskista, porque habló bien de Lechín —dijo Aída—. ¿No dicen que Lechín es trotskista?

—La Teté dos, yo ninguno —dice Santiago—. No quería ser papá, pero tal vez me decida un día de éstos. Al paso que vamos, qué más da.

—Y además andas medio sonámbulo y con ojos de carnero degollado —dijo la Teté—. ¿Te has enamorado de alguna en San Marcos?

—A la hora que llego veo la lamparita de tu velador encendida —dijo don Fermín—. Muy bien que leas, pero también deberías ser un poco sociable, flaco.

—Sí, de una con trenzas que anda sin zapatos y sólo habla quechua —dijo Santiago—. ¿Te interesa?

—La negra decía cada hijo viene con su pan bajo el brazo —dice Ambrosio—. Por mí, hubiera tenido un montón, le digo. La negra, es decir mi mamacita que en paz descanse.

—Llego un poco cansado y por eso me meto a mi cuarto, papá —dijo Santiago—. Ni que me hubiera vuelto loco para no querer hablar con ustedes.

—Eso me pasa por hablar contigo, que eres una mula chúcara —dijo la Teté.

—No loco, pero sí raro —dijo don Fermín—. Ahora estamos solos, flaco, háblame con confianza. ¿Tienes algún problema?

—Ése sí pudiera ser del Partido —dijo Jacobo—. Su interpretación de lo que pasa en Bolivia era marxista.

—Ninguno, papá —dijo Santiago—. No me pasa nada, palabra.

—El Pancras tuvo un hijo en Huacho hace un montón de años y la mujer se le escapó un día y no la vio más —dice Ambrosio—. Desde entonces está tratando de encontrar a ese hijo. No quiere morirse sin saber si salió tan feo como él.

—Ése no se acerca para sondearnos sino para estar contigo —dijo Santiago—. Sólo te habla a ti y con qué sonrisitas. Has hecho una conquista, Aída.

—Qué malpensado eres, qué burgués eres —dijo Aída.

—Lo entiendo, porque yo también me paso los días acordándome de Amalita Hortensia —dice Ambrosio—. Pensando cómo será, a quién se parecerá.

—¿Tú crees que eso les pasa sólo a los burgueses? —dijo Santiago—. ¿Que los revolucionarios no piensan nunca en mujeres?

—Ya está, ya te enojaste por lo de burgués —dijo Aída—. No seas susceptible, hombre, no seas burgués. Uy, se me escapó de nuevo.

—Vamos a tomarnos un café con leche —dijo Jacobo—. Vengan, paga el oro de Moscú.

¿Eran rebeldes solitarios, militaban en alguna organización clandestina, sería alguno de ellos soplón? No andaban juntos, rara vez se aparecían al mismo tiempo, no se conocían o hacían creer que no se conocían entre ellos. A veces era como si fueran a revelar algo importante, pero se detenían en el umbral de la revelación, y sus insinuaciones y alusiones, sus ternos desteñidos y sus maneras calculadas, provocaban en ellos desasosiego, dudas, una admiración contenida por el recelo o el temor. Sus rostros casuales empezaron a aparecer en los cafés donde iban después de las clases, ¿era un enviado, exploraba el terreno?, sus humildes siluetas a sentarse en las mesas que ellos ocupaban, entonces demostrémosle que con ellos no tenía por qué disimular, y allí, fuera de San Marcos, en nuestro año hay dos soplones decía Aída, lejos de los confidentes emboscados, los descubrimos y no pudieron negarlo decía Jacobo, los diálogos empezaron a ser menos etéreos, se disculparon alegando que de abogados ascenderían en el escalafón decía Santiago, a adoptar por instantes un carácter audazmente político, los bobos ni siquiera sabían mentir decía Aída. Las charlas solían comenzar con alguna anécdota, los peligrosos no eran los que se daban a conocer decía Washington, o broma o chisme o averiguación, sino los soplones cachueleros que no figuraban en las listas de la policía, y luego venían tímidas, accidentales, las preguntas, ¿qué tal era el ambiente en el primer año?, ¿había inquietud, se preocupaban por los problemas los muchachos?, ¿habría una mayoría interesada en reconstituir los Centros Federados?, y cada vez más sibilina, serpentina, ¿qué pensaban de la revolución boliviana?, la conversación resbalaba, ¿y de Guatemala qué pensaban?, hacia la situación internacional. Animados, excitados, ellos opinaban sin bajar la voz, que los oyeran los soplones, que los metieran presos, y Aída se estimulaba a sí misma, era la más entusiasta piensa, se dejaba ganar por su propia emoción, la más arriesgada piensa, la primera en trasladar atrevidamente la conversación de Bolivia y Guatemala al Perú: vivíamos en una dictadura militar, y los ojos nocturnos brillaban, aun cuando la revolución boliviana fuera sólo liberal, y su nariz se afilaba, aun cuando Guatemala no llegara a ser una revolución democrático-burguesa, y sus sienes latían más rápido, estaban mejor que el Perú, y un mechón de cabellos danzaba, gobernado por un generalote, y golpeaba su frente mientras hablaba, y por una pandilla de ladrones, y sus pequeños puños rebotaban en la mesa. Incómodas, inquietas, alarmadas las sombras furtivas interrumpían a Aída, cambiaban de tema o se levantaban y partían.

—Su papá decía que a usted San Marcos le hizo daño —dice Ambrosio—. Que usted dejó de quererlo por culpa de la universidad.

—Lo pusiste en un apuro a Washington —dijo Jacobo—. Si es del Partido está obligado a cuidarse. No hables tan fuerte de Odría delante de él, lo puedes comprometer.

—¿Te dijo mi papá que yo había dejado de quererlo? —dice Santiago.

—¿Tú crees que Washington se fue por eso? —dijo Aída.

—Era lo que más le preocupaba en la vida —dice Ambrosio—. Saber por qué había dejado usted de quererlo, niño.

Estaba en tercero de Derecho, era un serranito blanco y jovial que hablaba sin adoptar el aire solemne, esotérico, arzobispal de los otros, fue el primero cuyo nombre supieron: Washington. Siempre vestido de gris claro, siempre con los alegres dientes caninos al aire, con sus bromas imponía a las charlas del Palermo, el café-billar o el patio de Económicas un clima personal que no surgía en los diálogos herméticos o estereotipados que tenían con los otros. Pero a pesar de su apariencia comunicativa, también sabía ser impenetrable. Había sido el primero en transformarse de sombra furtiva en un ser de carne y hueso. En un conocido, piensa, casi en un amigo.

—¿Por qué creía eso? —dice Santiago—. ¿Qué más te decía de mí mi papá?

—¿Por qué no formamos un círculo de estudios? —dijo Washington, distraídamente.

Dejaron de pensar, de respirar, los ojos fijos en él:

—¿Un círculo de estudios? —dijo Aída, lentísimamente—. ¿Para estudiar qué?

—No a mí, niño —dice Ambrosio—. Hablaba con su mamá, con sus hermanos, con amigos, y yo los oía cuando los llevaba en el auto.

—Marxismo —dijo Washington, con naturalidad—. No se enseña en la universidad y puede sernos útil como cultura general ¿no creen?

—Tú conocías a mi papá mejor que yo —dice Santiago—. Cuéntame qué otras cosas te decía de mí.

—Sería interesantísimo —dijo Jacobo—. Formemos el círculo.

—Cómo lo iba a conocer yo mejor que usted —dice Ambrosio—. Qué ocurrencia, niño.

—El problema es conseguir los libros —dijo Aída—. En las librerías de viejo sólo se encuentra uno que otro número pasado de Cultura Soviética.

—Ya sé que te hablaba de mí —dice Santiago—. Pero no importa, no me cuentes si no quieres.

—Se pueden conseguir, pero hay que tener cuidado —dijo Washington—. Estudiar marxismo ya es exponerse a ser fichado por comunista. Bueno, ustedes lo saben de sobra.

Así habían nacido los círculos marxistas, así habían comenzado insensiblemente a militar, a sumergirse en la prestigiosa, codiciada clandestinidad. Así habían descubierto la ruinosa librería del jirón Chota y al anciano español de anteojos negros y barbita nevada que tenía en la trastienda ediciones de Siglo XX y de Lautaro, así habían comprado, forrado, hojeado ávidamente ese libro que afiebraría las discusiones del círculo muchas semanas, ese manual con respuestas para todo. Principios elementales y fundamentales de filosofía, piensa. Piensa: Georges Politzer. Así habían conocido a Héctor, hasta entonces otra sombra furtiva, y sabido que esa escuálida jirafa lacónica estudiaba economía y se ganaba la vida como locutor. Habían decidido reunirse dos veces por semana, habían discutido largamente el local, habían elegido por fin la pensión de Héctor en Jesús María donde irían desde entonces y por meses, cada jueves y sábado en la tarde, sintiéndose seguidos y espiados, ojeando recelosamente el vecindario antes de entrar. Llegaban a eso de las tres, el cuarto de Héctor era viejo y grande y con dos anchas ventanas a la calle, en el segundo piso de la pensión de una sorda que subía a veces a rugirles ¿quieren té? Aída se instalaba en la cama, la negación de la negación piensa, Héctor en el suelo, los saltos cualitativos piensa, Santiago en la única silla, la unidad de los contrarios piensa, Jacobo en una ventana, Marx puso de pie la dialéctica que Hegel tenía de cabeza piensa, y Washington permanecía siempre parado. Piensa: para crecer y se reía. Uno distinto cada vez exponía un capítulo del libro de Politzer, a las exposiciones seguían discusiones, estaban reunidos dos o tres y hasta cuatro horas, salían por parejas dejando el cuarto lleno de humo y de ardor. Más tarde ellos tres solos volvían a encontrarse y en algún parque, alguna calle, algún café, ¿estaría Washington en el Partido? decía Aída, seguían charlando, ¿estaría Héctor en el Partido? decía Jacobo, suponiendo, ¿existiría el Partido? decía Santiago, ¿cómo se haría la autocrítica?, y fervorosamente discutiendo. Así habían aprobado el primer año, así había pasado el verano, sin ir a la playa ni una vez piensa, así había comenzado el segundo.

¿Había sido ese segundo año, Zavalita, al ver que no bastaba aprender marxismo, que también hacía falta creer? A lo mejor te había jodido la falta de fe, Zavalita. ¿Falta de fe para creer en Dios, niño? Para creer en cualquier cosa, Ambrosio. La idea de Dios, la idea de un «puro espíritu» creador del universo no tenía sentido, decía Politzer, un Dios fuera del espacio y del tiempo era algo que no podía existir. Andabas con una cara que no es tu cara de siempre, Santiago. Era preciso participar de la mística idealista y por consiguiente no admitir ningún control científico, decía Politzer, para creer en un Dios que existiría fuera del tiempo, es decir que no existiría en ningún momento, y que existiría fuera del espacio, es decir que no existiría en ninguna parte. Lo peor era tener dudas, Ambrosio, y lo maravilloso poder cerrar los ojos y decir Dios existe, o Dios no existe, y creerlo. Se había dado cuenta que a veces hacía trampas en el círculo, Aída: decía creo o estoy de acuerdo y en el fondo tenía dudas. Los materialistas, apoyados en las conclusiones de las ciencias, decía Politzer, afirmaban que la materia existía en el espacio y en un momento dado (en el tiempo). Cerrar los puños, apretar los dientes, Ambrosio, el Apra es la solución, la religión es la solución, el comunismo es la solución, y creerlo. Entonces la vida se organizaría sola y uno ya no se sentiría vacío, Ambrosio. Él no creía en los curas, niño, y no iba a misa desde que era criatura, pero sí creía en la religión y en Dios, ¿acaso todos no tenían que creer en algo, niño? Por consiguiente, el universo no había podido ser creado, concluía Politzer, ya que hubiera sido preciso a Dios para poder crear el mundo un momento que no había sido ningún momento (puesto que para Dios el tiempo no existía) y hubiera sido preciso, también, que el mundo saliera de nada: ¿y eso te preocupaba tanto, Zavalita? decía Aída. Y Jacobo: si de todas maneras había que empezar creyendo en algo, preferible creer que Dios no existe a creer que existe. Santiago también lo prefería, Aída, él quería convencerse que era cierto lo que decía Politzer, Jacobo. Lo que lo angustiaba era tener dudas, Aída, no poder estar seguro, Jacobo. Agnosticismo pequeño burgués, Zavalita, idealismo disimulado, Zavalita. ¿Aída no tenía ninguna duda, Jacobo creía con puntos y comas lo que decía Politzer? Las dudas eran fatales, decía Aída, te paralizan y no puedes hacer nada, y Jacobo ¿pasarse la vida escarbando ¿será cierto?, torturándose ¿será mentira? en vez de actuar? El mundo no cambiaría nunca, Zavalita. Para actuar había que creer en algo, decía Aída, y creer en Dios no había ayudado a cambiar nada, y Jacobo: preferible creer en el marxismo que podía cambiar las cosas, Zavalita. ¿Inculcarles a los obreros la duda metódica?, decía Washington, ¿a los campesinos la cuádruple raíz del principio de razón suficiente?, decía Héctor. Piensa: pensabas no, Zavalita. Cerrar los ojos, el marxismo se apoya en la ciencia, apretar los puños, la religión en la ignorancia, hundir los pies en la tierra, Dios no existía, hacer crujir los dientes, el motor de la historia era la lucha de clases, endurecer los músculos, al liberarse de la explotación burguesa, respirar hondo, el proletariado liberaría a la humanidad, y embestir: e instauraría un mundo sin clases. No pudiste, Zavalita, piensa. Piensa: eras, eres, serás, morirás un pequeño burgués. ¿Las mamaderas, el colegio, la familia, el barrio fueron más fuertes?, piensa. Ibas a misa, te confesabas y comulgabas los primeros viernes, rezabas y ya entonces mentira, no creo. Iba a la pensión de la sorda, los cambios cuantitativos al acumularse producían un cambio cualitativo, y tu sí sí, el más grande pensador materialista antes de Marx había sido Diderot, sí sí, y, de repente, el gusanito: mentira, no creo.

—Nadie debía darse cuenta, eso era lo principal —dice Santiago—. No escribo versos, creo en Dios, no creo en Dios. Siempre mintiendo, siempre haciendo trampas.

—Mejor ya no tome más, niño —dice Ambrosio.

—En el colegio, en la casa, en el barrio, en el círculo, en la Fracción, en La Crónica —dice Santiago—. Toda la vida haciendo cosas sin creer, toda la vida disimulando.

—Bien hecho que mi papá te botó tu libro comunista a la basura, jajá —dijo la Teté.

—Y toda la vida queriendo creer en algo —dice Santiago—. Y toda la vida mentira, no creo.

¿Había sido la falta de fe, Zavalita, no habría sido la timidez? En el cajón de periódicos viejos del garaje, tras el nuevo ejemplar de Politzer se fueron acumulando, Qué hacer piensa, los libros leídos y discutidos en el círculo, El origen de la familia, de la sociedad y del Estado piensa, libros mal encuadernados y de letra minúscula, La lucha de clases en Francia piensa, que se quedaba estampada en la yema de los dedos. Previamente observados, rondados, sondeados, votados, se incorporaron al círculo el indio Martínez que estudiaba etnología, y después Solórzano de Medicina, y después una muchacha casi albina que apodaron el Ave. El cuarto de Héctor resultó pequeño, los ojos de la sorda se alarmaban ante la crónica invasión, decidieron rotar. Aída ofreció su casa, el Ave la suya, y, entonces, alternativamente, se reunían en Jesús María, en una casita de ladrillos rojos del Rímac, en un departamento de Petit Thouars empapelado de flores de lis. Un gigante efusivo y canoso los recibió la primera vez que entraron a casa de Aída, les presento a mi papá, y mientras les estrechaba la mano los miraba con melancolía. Había sido obrero gráfico y dirigente sindical, había estado preso en tiempos de Sánchez Cerro, había estado a punto de morir de un ataque al corazón. Ahora trabajaba de día en una imprenta, era corrector de pruebas de El Comercio en la noche, y ya no hacía política. ¿Y sabía que ellos venían aquí a estudiar marxismo?, sí sabía, ¿y no le importaba?, claro que no, le parecía muy bien.

—Debe ser formidable llevarse con su viejo como si fuera un amigo —dijo Santiago.

—El pobre ha sido mi papá, mi amigo y también mi mamá —dijo Aída—. Desde que se murió la de verdad.

—Para llevarme bien con mi viejo tengo que ocultarle lo que pienso —dijo Santiago—. Nunca me da la razón.

—Cómo podría dártela siendo un señor burgués —dijo Aída.

A medida que el círculo crecía, de la acumulación cuantitativa al salto cualitativo piensa, se convertía de centro de estudios en cenáculo de discusión política. De exponer los ensayos de Mariátegui a refutar los editoriales de La Prensa, del materialismo histórico a los atropellos de Cayo Bermúdez, del aburguesamiento del aprismo al chisme venenoso contra el enemigo sutil: los trotskistas. Habían identificado a tres, habían dedicado horas, semanas, meses, a adivinarlos, averiguarlos, espiarlos y abominarlos: intelectuales, inquietantes, se paseaban por los patios de San Marcos, la boca llena de citas y provocaciones, cataclísmicos, heterodoxos. ¿Serían muchos? Poquísimos pero peligrosísimos decía Washington, ¿trabajarían con la policía? decía Solórzano, a lo mejor y en todo caso era lo mismo decía Héctor, porque dividir, confundir, desviar e intoxicar era peor que delatar decía Jacobo. Para burlar a los trotskistas, para evitar a los soplones, habían acordado no estar juntos en la universidad, no detenerse a charlar cuando se cruzaran en los pasillos. En el círculo había unión, complicidad, incluso solidaridad, piensa. Piensa: sólo entre nosotros tres amistad. ¿Les molestaba a los demás ese islote que constituían, ese triunvirato tenaz? Seguían yendo juntos a clases, bibliotecas y cafés, paseando por los patios, viéndose a solas después de las reuniones del círculo. Charlaban, discutían, caminaban, iban al cine y Milagro en Milán los había exaltado, la paloma blanca del final era la paloma de la paz, esa música la Internacional, Vittorio de Sica debía ser comunista, y cuando en algún cine de barrio anunciaban una rusa, presurosos, esperanzados, fervorosos se precipitaban, aun a sabiendas de que verían una viejísima película de interminable ballet.

—¿Un friecito? —dice Ambrosio—. ¿Un calambre en la barriga?

—Como de chico, en las noches —dice Santiago—. Me despertaba en la oscuridad, me voy a morir. No podía moverme, ni encender la luz, ni gritar. Me quedaba encogido, sudando, temblando.

—Hay uno de Económicas que tal vez pueda entrar —dijo Washington—. El problema es que ya somos muchos en el círculo.

—Pero de qué le venía eso, niño —dice Ambrosio.

Aparecía, ahí estaba, diminuto y glacial, gelatinoso. Se retorcía delicadamente en la boca del estómago, segregaba ese líquido que mojaba las palmas de las manos, aceleraba el corazón y se despedía con un escalofrío.

—Sí, es imprudente seguir reuniéndonos tantos —dijo Héctor—. Lo mejor sería dividirnos en dos grupos.

—Sí, dividámonos, yo fui el más convencido, ni se me pasó por la cabeza —dice Santiago—. Semanas después me despertaba repitiendo como un idiota no puede ser, no puede ser.

—¿Qué criterio vamos a seguir para dividirnos? —dijo el indio Martínez—. Rápido, no perdamos tiempo.

—Está apurado porque ha preparado como una navaja la plusvalía —se rió Washington.

—Podemos sortear —dijo Héctor.

—La suerte es algo irracional —dijo Jacobo—. Propongo que nos dividamos por orden alfabético.

—Claro, es más racional y más fácil —dijo el Ave—. Los cuatro primeros a un grupo, los demás al otro.

No había sido un golpe en el corazón, no había brotado el gusanito. Sólo sorpresa o confusión, piensa, sólo ese repentino malestar. Y esa idea fija: una equivocación. Y esa idea fija, piensa: ¿una equivocación?

—Los que están de acuerdo con la propuesta de Jacobo levanten la mano —dijo Washington.

Un malestar creciente, el cerebro embotado, una vertiginosa timidez enmudeciendo su lengua, alzando su mano unos segundos después que los demás.

—Listo entonces, acordado —dijo Washington—. Jacobo, Aída, Héctor y Martínez un grupo, y nosotros cuatro el otro.

No había vuelto la cabeza para mirar a Aída ni a Jacobo, había encendido prolijamente un cigarrillo, hojeado a Engels, cambiado una sonrisa con Solórzano.

—Ya Martínez, ya puedes lucirte —dijo Washington—. Qué pasa con la plusvalía.

No sólo la revolución, piensa. Tibio, escondido, también un corazón y un pequeño cerebro alerta, rápido, calculador. ¿Lo había planeado, piensa, lo había decidido intempestivamente? La revolución, la amistad, los celos, la envidia, todo amasado, todo mezclado él también, Zavalita, hecho del mismo sucio barro Jacobo también, Zavalita.

—No había puros en el mundo —dice Santiago—. Sí, fue ahí.

—¿Acaso no iba a ver más a la muchacha? —dice Ambrosio.

—La iba a ver menos, él la iba a ver a solas dos veces por semana —dice Santiago—. Y, además, me dolía el golpe bajo. No por razones morales, por envidia. Yo era tímido y nunca me hubiera atrevido.

—Él fue más vivo —se ríe Ambrosio—. Y usted no le ha perdonado esa perrada todavía.

El indio Martínez tenía ademanes y voz de maestro de escuela, en resumen la plusvalía era el trabajo no pagado, y era reiterativo y machacón, la proporción del producto burlada al trabajador que iba a aumentar el capital, y Santiago miraba eternamente su rotunda cara cobriza y oía inacabablemente su docente, didáctica voz, y alrededor la brasa de los cigarrillos se encendía cada vez que las manos los llevaban a los labios y a pesar de tantos cuerpos apretados en espacio tan avaro había esa sensación de soledad, ese vacío. El gusanito estaba ahora ahí, dando mansas vueltas monótonas en las entrañas.

—Porque soy como esos animalitos que ante el peligro se encogen y quedan quietos esperando que los pisen o les corten la cabeza —dice Santiago—. Sin fe y además tímido es como sifilítico y leproso a la vez.

—No hace más que hablar mal de usted mismo, niño —dice Ambrosio—. Si alguien dijera las cosas que usted se dice, no aguantaría.

¿Era que se había roto algo que parecía eterno, piensa, me dolió tanto por ella, por mí, por él? Pero habías disimulado como siempre, Zavalita, más que siempre, y salido de la reunión con Jacobo y Aída, y hablado excesivamente mientras caminaban hacia el centro, Engels y la plusvalía, sin darles tiempo a responder, Politzer y el Ave y Marx, incesante y locuaz, interrumpiéndolos si abrían la boca, matando temas y resucitándolos, atropellado, profuso, confuso, que no terminara nunca ese monólogo, fabricando, exagerando, mintiendo, sufriendo, que la propuesta de Jacobo no se mencionara, que no se dijera que a partir del sábado estarían ellos en Petit Thouars y él en el Rímac, sintiendo también ahora y por primera vez que estaban juntos y no estaban, que faltaba la comunicación respiratoria de otras veces, la inteligencia corporal de otras veces, mientras cruzaban la plaza de Armas, que horriblemente aquí y ahora también algo artificioso y mentiroso los aislaba, como las conversaciones con el viejo piensa, y los equivocaba y comenzaba a enemistarlos. Habían bajado al jirón de la Unión sin mirarse, él hablando y ellos escuchando, ¿Aída lo lamentaría, Aída lo habría premeditado con él?, y al llegar a la plaza San Martín era tardísimo, Santiago había mirado su reloj, se iba volando a tomar el Expreso, les había estirado la mano y partido corriendo, sin quedar de acuerdo dónde y a qué hora nos encontraríamos mañana, piensa. Piensa: por primera vez.

¿Había sido en esas últimas semanas del segundo año, Zavalita, en esos días huecos antes del examen final? Se había dedicado furiosamente a leer, a trabajar en el círculo, a creer en el marxismo, a enflaquecer. Huevos pasados por gusto decía la señora Zoila, y naranjadas por gusto y corn flakes por gusto, estabas hecho un esqueleto y cualquier día ibas a volar. ¿También iba contra tus ideas comer, supersabio? decía el Chispas, y tú no comías porque tu cara me quita el apetito y el Chispas te iba a dar tu sopapo, supersabio, te lo iba a dar. Seguían viéndose y la cabecita infaliblemente asomaba cuando Santiago entraba en las clases y se sentaba con ellos, se abría paso entre marañas de tejidos y tendones y asomaba, o cuando iban a tomar un café juntos al Palermo, entre sangrientas venas y huesos albos asomaba, o una chicha morada a la Pastelería Los Huérfanos o una butifarra al café-billar, y tras la cabecita el ácido cuerpecito asomaba. Conversaban de los cursos y los próximos exámenes, de los preparativos para las elecciones de Centros Federados, y de las discusiones en sus respectivos círculos y los presos y la dictadura de Odría y de Bolivia y Guatemala. Pero ya sólo se veían porque San Marcos y la política a ratos nos juntaban, piensa, ya sólo por casualidad, ya sólo por obligación. ¿Se veían ellos solos después de las reuniones de su círculo?, ¿paseaban, iban a museos o librerías o cinemas como antes con él?, ¿lo extrañaban a él, pensaban en él, hablaban de él?

—Te llama por teléfono una chica —dijo la Teté—. Qué guardadito te lo tenías. ¿Quién es?

—Si te pones a oír por el otro teléfono te doy un cocacho, Teté —dijo Santiago.

—¿Puedes venir un ratito a mi casa? —dijo Aída—. ¿No tienes nada que hacer, no te interrumpo?

—Qué ocurrencia, voy ahorita —dijo Santiago—. Tardaré media hora, a lo más.

—Uy voy ahorita, uy qué ocurrencia —dijo la Teté—. ¿Puedes venir un ratito a mi casa? Uy qué vocecita.

Había aparecido mientras esperaba el colectivo en la esquina de Larco y José Gonzales, crecido mientras el colectivo subía por la avenida Arequipa, y ahí estaba, enorme y pegajoso, mientras viajaba encogido en el rincón del automóvil, empapando su espalda con una sustancia helada, mientras sentía cada vez más frío, miedo y esperanza, en esa tarde que comenzaba a ser noche. ¿Había pasado algo, iba a pasar algo? Pensaba hacía un mes que sólo nos veíamos en San Marcos, piensa, nunca me había llamado por teléfono, pensaba a lo mejor, piensa, pensaba de repente. La había visto desde la esquina de Petit Thouars, una figurita que se desvanecía en la luz moribunda, esperándolo en la puerta de su casa, le había hecho hola con la mano y había visto su cara pálida, ese traje azul, sus ojos graves, esa chompa azul, su boca seria, esos horribles zapatos negros de escolar, y había sentido su mano temblando.

—Perdona que te llamara, quería hablar contigo de algo —parecía imposible esa vocecita cortada, piensa, increíble esa vocecita intimidada—. Caminemos un poquito ¿quieres?

—¿No está contigo Jacobo? —dijo Santiago—. ¿Ha pasado algo?

—¿Va a tener con qué pagar tanta cerveza? —dice Ambrosio.

—Había pasado lo que tenía que pasar —dice Santiago—. Yo creía que ya había pasado y sólo acababa de pasar esa mañana.

Habían estado juntos toda la mañana, un gusanito como una cobra, no habían ido a clases porque Jacobo le había dicho quiero hablarte a solas, una cobra filuda como un cuchillo, habían caminado por el paseo de la República, un cuchillo como diez cuchillos, se habían sentado en una banca de la lagunita del parque de la Exposición. Por las pistas paralelas de Arequipa pasaban autos y un cuchillo entraba suavecito y otro salía y volvía a entrar despacito, y ellos avanzaban por la alameda que estaba oscura y vacía, y otro como en un pan de corteza finita y mucha miga en su corazón, y de pronto la vocecita calló.

—¿Y de qué quería hablarte a solas? —sin mirarla, piensa, sin separar los dientes—. ¿Algo de mí, algo contra mí?

—No, nada de ti, más bien de mí —una voz como el maullido de un gatito, piensa—. Me tomó de sorpresa, me dejó sin saber qué decir.

—Pero qué es lo que te dijo —murmuró Santiago.

—Que está enamorado de mí —como los quejidos del Batuque cuando estaba cachorrito, piensa.

—Cuadra diez de la Arequipa, diciembre, siete de la noche —dice Santiago—. Ya sé, Ambrosio, ahí.

Había sacado las manos de los bolsillos, se las había llevado a la boca y soplado y tratado de sonreír. Había visto a Aída descruzar los brazos, detenerse, vacilar, buscar la banca más próxima, la había visto sentarse.

—¿No te habías dado cuenta hasta ahora? —dijo Santiago—. ¿Por qué crees que propuso que el círculo se dividiera así?

—Porque dábamos mal ejemplo, porque formábamos casi una fracción y los demás se podían resentir y yo le creí —una vocecita insegura, piensa—. Y que eso no iba a cambiar nada y que aunque tuviéramos círculos separados seguiría todo como antes entre los tres. Y yo le creí.

—Quería estar a solas contigo —dijo Santiago—. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en su lugar.

—Pero tú te enojaste y ya no nos buscaste —alarmada y sobre todo apenada, piensa—. Y no hemos vuelto a estar juntos, y nada ha sido ya como antes.

—No me enojé, todo sigue como antes —dijo Santiago—. Sólo que me di cuenta que Jacobo quería estar a solas contigo y que yo sobraba. Pero seguimos igual de amigos que antes.

Era otro el que hablaba, piensa, no tú. La voz un poco más firme ahora, más natural, Zavalita: no era él, no podía ser él. Comprendía, explicaba, aconsejaba desde una altura neutral y pensaba no soy yo. Él era algo chiquito y maltratado, algo que se encogía bajo esa voz, algo que se escabullía y corría y huía. No era orgullo, ni despecho, ni humillación, piensa, no eran ni siquiera celos. Piensa: era timidez. Ella lo escuchaba inmóvil, lo observaba con una expresión que él no sabía ni quería descifrar, y de pronto se había levantado y habían caminado callados media cuadra, mientras tenaces, silenciosos, los cuchillos proseguían la carnicería.

—No sé qué voy a hacer, me siento confusa, tengo dudas —dijo, al fin, Aída—. Por eso te llamé, pensé que de repente me podías ayudar.

—Y yo me puse a hablar de política —dice Santiago—. ¿Te das cuenta, ves?

—Claro que sí —dijo don Fermín—. Salir de la casa, y de Lima, desaparecer. No estoy pensando en mí, infeliz, sino en ti.

—Pero en qué sentido lo dices —como asombrada, piensa, como asustada.

—En el sentido que el amor lo vuelve a uno muy individualista —dijo Santiago—. Y después uno le da a eso más importancia que a todo, incluso que a la revolución.

—Pero si tú decías que no se oponían las dos cosas —silabeando, piensa, susurrando—. ¿Ahora crees que sí? ¿Cómo puedes saber que no te vas a enamorar nunca?

—No creía nada, no sabía nada —dice Santiago—. Salir, escapar, desaparecer.

—Pero adónde, don —dijo Ambrosio—. Usted no me cree, usted me está botando, don.

—Entonces no es cierto que tengas dudas, entonces también estás enamorada de él —dijo Santiago—. Puede ser que en tu caso y en el de Jacobo no se opongan. Y además él es muy buen muchacho.

—Ya sé que es buen muchacho —dijo Aída—. Pero no sé si estoy enamorada de él.

—Sí estás, también me he dado cuenta —dijo Santiago—. Y no sólo yo, todos los del círculo. Deberías aceptarlo, Aída.

Insistías Zavalita, era un gran muchacho, porfiabas Zavalita, Aída estaba enamorada de él, exigías, se llevarían muy bien y repetías y volvías y ella escuchaba muda en la puerta de su casa, los brazos cruzados, ¿calculando la estupidez de Santiago?, la cabeza inclinada, ¿midiendo la cobardía de Santiago?, los pies juntos. ¿Quería de veras un consejo, piensa, sabía que estabas enamorado de ella y quería saber si te atreverías a decírselo? Qué habría dicho si yo, piensa, qué habría yo si ella. Piensa: ay, Zavalita.

¿O había sido cuando, un día o semana o mes después de ver a Aída y Jacobo por la Colmena de la mano, supieron que Washington era, efectivamente, el ansiado contacto? No había habido casi comentarios en el círculo, sólo una broma perdida de Washington, en el otro círculo dos habían formado su nidito de amor, qué romance tan calladito, sólo una fugaz observación del Ave: y qué parejita tan perfecta. No había tiempo para más: las elecciones universitarias estaban encima y se reunían todos los días, discutían las candidaturas que presentarían a los Centros Federados, y las alianzas que aceptarían y las listas que apoyarían y los volantes y la propaganda mural que harían, y un día Washington convocó a los dos círculos en casa del Ave y entró a la salita del Rímac sonriendo: traía algo que era dinamita pura. Cahuide, piensa. Piensa: Organización del Partido Comunista Peruano. Estaban apretados, el humo de los cigarrillos nublaba las hojitas mimeografiadas que pasaban de mano en mano, irritaba los ojos, Cahuide, que ávidamente leían, Organización, una y otra vez, del Partido Comunista Peruano, y miraban la cara recia del indio con chullo, poncho, ojotas y su beligerante puño levantado, y de nuevo la hoz y el martillo cruzados debajo del título. La habían leído en voz alta, glosado, discutido, habían acribillado a preguntas a Washington, se la habían llevado a su casa. Había olvidado su resentimiento, su falta de fe, su frustración, su timidez, sus celos. No era una leyenda, no había desaparecido con la dictadura: existía. A pesar de Odría, aquí también hombres y mujeres, a pesar de Cayo Bermúdez, secretamente se reunían y formaban células, de los soplones y los destierros, imprimían Cahuide, de las cárceles y torturas, y preparaban la revolución. Washington sabía quiénes eran, cómo actuaban, dónde estaban, y él me inscribiré pensaba, piensa, me inscribiré, esa noche, mientras apagaba la lamparilla del velador y algo riesgoso, todavía generoso, ansioso, ardía en la oscuridad y seguía ardiendo en el sueño: ¿ahí?