VII
—ESTABA PRESO por haber robado o matado o porque le chantaron algo que hizo otro —dijo Ambrosio—. Ojalá se muera preso, decía la negra. Pero lo soltaron y ahí lo conocí. Lo vi sólo una vez en mi vida, don.
—¿Les tomaron declaraciones? —dijo Cayo Bermúdez—. ¿Todos apristas? ¿Cuántos tenían antecedentes?
—Ojo que ahí viene —dijo Trifulcio—. Ojo que ahí baja.
Era mediodía, el sol caía verticalmente sobre la arena, un gallinazo de ojos sangrientos y negro plumaje sobrevolaba las dunas inmóviles, descendía en círculos cerrados, las alas plegadas, el pico dispuesto, un leve temblor centellante en el desierto.
—Quince estaban fichados —dijo el prefecto—. Nueve apristas, tres comunistas, tres dudosos. Los otros once sin antecedentes. No, don Cayo, no se les tomó declaraciones todavía.
¿Una iguana? Dos patitas enloquecidas, una minúscula polvareda rectilínea, un hilo de pólvora encendiéndose, una rampante flecha invisible. Dulcemente el ave rapaz aleteó a ras de tierra, escalaba el aire, metódicamente la devoró sin dejar de ascender por el limpio, caluroso cielo del verano, los ojos cerrados por dardos amarillos que el sol mandaba a su encuentro.
—Que los interroguen de una vez —dijo Cayo Bermúdez—. ¿Los lesionados están mejor?
—Conversamos como dos desconocidos que no se tienen confianza —dice Ambrosio—. Una noche en Chincha, hace años. Desde entonces, nunca supe de él, niño.
—A dos estudiantes hubo que internarlos en el Hospital de Policía, don Cayo —dijo el prefecto—. Los guardias no tienen nada, apenas pequeñas contusiones.
Seguía subiendo, digiriendo, obstinado y en tinieblas, y cuando iba a disolverse en la luz extendió las alas, trazó una gran curva majestuosa, una sombra sin forma, una pequeña mancha desplazándose sobre quietas arenas blancas y ondulantes, quietas arenas amarillas: una circunferencia de piedra, muros, tejas, seres semidesnudos que apenas se movían o yacían a la sombra de un saledizo reverberante de calamina, un jeep, estacas, palmeras, una banda de agua, una ancha avenida de agua, ranchos, casas, automóviles, plazas con árboles.
—Dejamos una compañía en San Marcos y estamos haciendo reparar la puerta que el tanque echó abajo —dijo el prefecto—. También pusimos una sección en Medicina. Pero no ha habido ningún intento de manifestación ni nada, don Cayo.
—Déjeme las fichas esas para mostrárselas al ministro —dijo Cayo Bermúdez.
Desplegó las armoniosas alas retintas, se inclinó, solemnemente giró y sobrevoló otra vez los árboles, la avenida de agua, las quietas arenas, describió círculos pausados sobre la deslumbrante calamina, sin dejar de observarla descendió un poco más, indiferente al murmullo, al vocerío codicioso, al estratégico silencio que se sucedían en el rectángulo cerrado por muros y rejas, atenta sólo al rizado saledizo cuyos reflejos la alcanzaban, y siguió bajando ¿fascinada por esa orgía de luces, borracha de brillos?
—¿Tú diste la orden de tomar San Marcos? —dijo el coronel Espina—. ¿Tú? ¿Sin consultarme?
—Un moreno canoso y enorme que caminaba como un mono —dijo Ambrosio—. Quería saber si había mujeres en Chincha, me sacó plata. No tengo buen recuerdo de él, don.
—Antes de hablar de San Marcos cuéntame qué tal ese viaje —dijo Bermúdez—. ¿Cómo van las cosas por el norte?
Alargó cautelosamente las patitas grises, ¿comprobaba la resistencia, la temperatura, la existencia de la calamina?, cerró las alas, se posó, miró y adivinó y ya era tarde: las piedras hundían sus plumas, rompían sus huesos, quebraban su pico, y unos sonidos metálicos brotaban mientras las piedras volvían al patio rodando por la calamina.
—Van bien pero yo quiero saber si tú estás loco —dijo el coronel Espina—. Coronel han tomado la universidad, coronel la guardia de asalto en San Marcos. Y yo, el ministro de Gobierno, en la luna. ¿Estás loco, Cayo?
El ave rapaz se deslizaba, agonizaba rápidamente sobre la plomiza calamina que iba manchando de granate, llegaba a la orilla, caía y manos hambrientas la recibían, se la disputaban y la desplumaban y había risas, injurias, y un fogón chisporroteaba ya contra el muro de adobes.
—¿Qué tal el ojo del señor? —dijo Trifulcio—. El que sabe sabe, y a ver quién y cómo me lo pone en duda.
—Ese forúnculo de San Marcos reventado en un par de horas y sin muertos —dijo Bermúdez—. Y en vez de darme las gracias me preguntas si estoy loco. No es justo, Serrano.
—La negra tampoco lo volvió a ver después de esa noche —dice Ambrosio—. Ella creía que era malo de nacimiento, niño.
—Va a haber protestas en el extranjero, justo lo que no conviene al régimen —dijo el coronel Espina—. ¿No sabías que el Presidente quiere evitar líos?
—Lo que no convenía al régimen era un foco subversivo en pleno centro de Lima —dijo Bermúdez—. Dentro de unos días se podrá retirar la policía, se abrirá San Marcos y todo en paz.
Masticaba empeñosamente el trozo de carne que había conquistado a puño limpio y los brazos y las manos le ardían y tenía rasguños violáceos en la piel oscura y la fogata donde había tostado su botín humeaba todavía. Estaba en cuclillas, en el rincón sombreado por la calamina, los ojos entrecerrados por la resolana o para disfrutar mejor el placer que nacía en sus mandíbulas y abarcaba la cuenca del paladar y la lengua y la garganta que los residuos de plumas adheridas a la carne chamuscada arañaban deliciosamente al pasar.
—Y por último no tenías autorización y la decisión correspondía al ministro y no a ti —dijo el coronel Espina—. Muchos gobiernos no han reconocido al régimen. El Presidente debe estar furioso.
—Ojo que vienen visitas —dijo Trifulcio—. Ojo que ahí están.
—Nos ha reconocido Estados Unidos y eso es lo importante —dijo Bermúdez—. No te preocupes por el Presidente, Serrano. Le consulté anoche, antes de actuar.
Los otros ambulaban bajo el sol homicida, reconciliados, sin rencor, sin acordarse que se habían insultado, empujado y golpeado por las presas trituradas, o tendidos junto a las paredes dormían, sucios, descalzos, boquiabiertos, embrutecidos de aburrimiento, hambre o calor, los brazos desnudos sobre los ojos.
—¿A quién le va a tocar? —dijo Trifulcio—. ¿A quién van a sonar?
—A mí creo que nunca me había hecho nada —dijo Ambrosio—. Hasta esa noche. Yo no le tenía cólera, don, aunque tampoco cariño. Y esa noche me dio pena, más bien.
—Le prometí al Presidente no habrá muertos y he cumplido —dijo Bermúdez—. Aquí tienes las fichas políticas de quince detenidos. Limpiaremos San Marcos y podrán reanudarse las clases. ¿No estás satisfecho, Serrano?
—No pena porque hubiera estado preso, entiéndame bien, niño —dice Ambrosio—. Sino porque parecía un pordiosero. Sin zapatos, unas uñotas de este tamaño, unas costras en los brazos y en la cara que no eran costras, sino mugre. Le hablo con franqueza, vea.
—Has actuado como si yo no existiera —dijo el coronel Espina—. ¿Por qué no me consultaste?
Don Melquíades venía por el corredor escoltado por dos guardias, seguido de un hombre alto que llevaba un sombrero de paja que el viento candente agitaba, las alas y la copa se mecían como si fueran de papel de seda, y un traje blanco y una corbata azul y una camisa aún más blanca. Se habían parado y don Melquíades le hablaba al desconocido y le señalaba algo en el patio.
—Porque había un riesgo —dijo Bermúdez—. Podían estar armados, podían disparar. Yo no quería que la sangre cayera sobre tu cabeza, Serrano.
No era abogado, nunca se había visto un leguleyo tan bien trajeado, y tampoco autoridad porque ¿acaso les habían dado hoy sopa de menestras, acaso les habían hecho barrer las celdas y los excusados como siempre que había inspección? Pero si no era abogado ni autoridad, quién.
—Hubiera perjudicado tu futuro político, yo se lo expliqué al Presidente —dijo Bermúdez—. Tomo la decisión, asumo la responsabilidad. Si hay consecuencias, renuncio, y el Serrano queda inmaculado.
Dejó de roer el pulido huesecillo que tenía entre las manazas, quedó rígido, bajó un poco la cabeza, sus ojos miraban asustados hacia el corredor: don Melquíades seguía haciendo señales, seguía apuntándolo.
—Pero las cosas salieron bien y ahora todo el mérito es tuyo —dijo el coronel Espina—. El Presidente va a pensar que mi recomendado tiene más cojones que yo.
—¡Oye tú, Trifulcio! —gritó don Melquíades—. ¿No ves que te estoy llamando? ¿Qué esperas tú?
—El Presidente sabe que te debo este puesto —dijo Bermúdez—. Sabe que basta que arrugues la frente para que yo gracias por todo, y de nuevo a vender tractores.
—¡Oye tú! —gritaron los guardias, agitando las manos—. ¡Oye tú!
—Tres chavetas y unos cuantos cocteles Molotov, no había razón para asustarse tanto —dijo Bermúdez—. He hecho poner unos revólveres y algunas chavetas y manoplas más, para los periodistas.
Se incorporó, corrió, cruzó el patio levantando un terral, se detuvo a un metro de don Melquíades. Los otros habían avanzado las cabezas y miraban y callaban. Los que paseaban se habían quedado inmóviles, los que dormían estaban agazapados observando y el sol parecía líquido.
—¿Además has citado a los periodistas? —dijo el coronel Espina—. ¿No sabes que los comunicados los firma el ministro, que las conferencias de prensa las da el ministro?
—A ver, Trifulcio, levántate ese barril que don Emilio Arévalo quiere verte —dijo don Melquíades—. No me hagas quedar mal, mira que le he dicho que podías.
—Los he citado para que les hables tú —dijo Bermúdez—. Aquí tienes el informe detallado, las fichas, las armas para las fotografías. Los cité pensando en ti, Serrano.
—No he hecho nada, don —parpadeó y gritó y esperó y gritó de nuevo Trifulcio—. Nada. Mi palabra, don Melquíades.
—Está bien, no hablemos más —dijo el coronel Espina—. Pero conste que yo quería liquidar lo de San Marcos una vez que estuviera resuelto el problema de los sindicatos.
Negro, cilíndrico, el barril estaba al pie de la baranda, debajo de don Melquíades, de los guardias y del desconocido de blanco. Indiferentes o interesados o aliviados, los otros miraban el barril y a Trifulcio o se miraban burlones.
—Lo de San Marcos no está liquidado, pero es el momento de liquidarlo —dijo Bermúdez—. Esos veintiséis son elementos de choque, pero la mayoría de los cabecillas andan sueltos y hay que echarles mano ahora.
—No seas imbécil y levántate ese barril —dijo don Melquíades—. Ya sé que no has hecho nada. Anda, levántalo para que te vea el señor Arévalo.
—Los sindicatos son más importantes que San Marcos, ahí hay que hacer una limpieza —dijo el coronel Espina—. No han chistado hasta ahora, pero el Apra es fuerte entre los obreros, y una chispita puede provocar una explosión.
—Si me cagué en la celda es porque estoy enfermo —dijo Trifulcio—. No pude aguantarme, don Melquíades. Mi palabra.
—La haremos —dijo Bermúdez—. Limpiaremos todo lo que haga falta, Serrano.
El desconocido se echó a reír, don Melquíades se echó a reír, en el patio estallaron risas. El desconocido se arrimó a la baranda, metió una mano al bolsillo, sacó y mostró a Trifulcio algo que brillaba.
—¿Has leído La Tribuna clandestina? —dijo el coronel Espina—. Pestes contra el Ejército, contra mí. Hay que impedir que siga circulando esa hojita mugrienta.
—¿Un sol por levantar ese barril, don? —cerró y abrió los ojos y se echó a reír Trifulcio—. ¡Pero claro que cómo no, don!
—Claro que en Chincha hablaban de él, don —dijo Ambrosio—. Que había violado a una menor, robado, matado a un tipo en una pelea. Tantas barbaridades no serían ciertas. Pero algunas sí, si no por qué habría estado en la cárcel tanto tiempo.
—Ustedes los militares siguen pensando en el Apra de hace veinte años —dijo Bermúdez—. Los líderes están viejos y corrompidos, ya no quieren hacerse matar. No habrá explosión, no habrá revolución. Y esa hojita desaparecerá, te lo prometo.
Alzó las manazas hasta su cara (arrugada ya en los párpados y en el cuello y en las patillas crespas y canosas) y las escupió un par de veces y se las frotó y dio un paso hacia el barril. Lo palpó, lo hamacó, pegó sus piernas largas y su vientre abombado y su ancho tórax al cuerpo duro del barril y lo estrechó violenta, amorosamente, con sus larguísimos brazos.
—Nunca más lo vi, pero una vez oí hablar de él —dice Ambrosio—. Lo habían visto por los pueblos del departamento, durante las elecciones del cincuenta, haciendo campaña por el senador Arévalo. Pegando carteles, repartiendo volantes. Por la candidatura de don Emilio Arévalo, el amigo de su papá, niño.
—Ya le tengo la listita, don Cayo, sólo han renunciado tres prefectos y ocho subprefectos de los nombrados por Bustamante —dijo el doctor Alcibíades—. Doce prefectos y quince subprefectos mandaron telegramas de felicitación al General por haber tomado el poder. El resto mudos; querrán que los confirmen, pero no se atreven a pedirlo.
Cerró los ojos y, mientras alzaba el barril, se hincharon las venas de su cuello y de su frente y se empapó la gastada piel de su cara y se pusieron morados sus labios gordos. Arqueado, soportaba el peso con todo su cuerpo, y una manaza descendió toscamente por el flanco del barril y éste se elevó un poco más. Dio dos pasos de borracho con su carga a cuestas, miró con soberbia a la baranda, y de un empellón devolvió el barril a la tierra.
—El Serrano creía que iban a renunciar en masa y quería empezar a nombrar prefectos y subprefectos a la loca —dijo Cayo Bermúdez—. Ya ve, doctorcito, el coronel no conoce a los peruanos.
—Un verdadero toro, Melquíades, tenías razón, es increíble a su edad —el desconocido de blanco tiró al aire la moneda y Trifulcio la atrapó al vuelo—. Oye, cuántos años tienes tú.
—Piensa que todos son como él, hombres de honor —dijo el doctor Alcibíades—. Pero, dígame don Cayo, para qué seguirían leales estos prefectos y subprefectos al pobre Bustamante, que no levantará cabeza jamás.
—Qué sabré yo —se rió, jadeó, se secó la cara Trifulcio—. Un montón de años. Más de los que tiene usted, don.
—Confirme en sus cargos a los que enviaron telegramas de adhesión, y también a los mudos, ya los iremos reemplazando a todos con calma —dijo Bermúdez—. Agradézcales los servicios prestados a los que renunciaron, y que Lozano los fiche.
—Ahí hay uno de esos que te gustan, Hipólito —dijo Ludovico—. El señor Lozano nos lo recomienda especialmente.
—Lima sigue inundada de pasquines clandestinos asquerosos —dijo el coronel Espina—. ¿Qué pasa, Cayo?
—Que quiénes y dónde sacan La Tribuna clandestina y en un dos por tres —dijo Hipólito—. Mira que tú eres de esos que me gustan.
—Esas hojitas subversivas van a desaparecer de inmediato —dijo Bermúdez—. ¿Entendido, Lozano?
—¿Estás listo, negro? —dijo don Melquíades—. ¿Te deben estar ardiendo los pies, no, Trifulcio?
—¿No sabes ni quiénes ni dónde? —dijo Ludovico—. ¿Y cómo así tenías una Tribuna en el bolsillo cuando te detuvieron en Vitarte, papacito?
—¿Estoy listo? —rió con angustia Trifulcio—. ¿Listo, don Melquíades?
—Cuando recién vine a Lima yo le mandaba plata a la negra y la iba a visitar de cuando en cuando —dijo Ambrosio—. Después, nada. Se murió sin saber de mí. Es una de las cosas que me pesan, don.
—¿Te la metieron al bolsillo sin que te dieras cuenta? —dijo Hipólito—. Pero qué tontito habías sido tú, papacito. Y qué pantaloncito más huatatiro tienes, y cuánta brillantina en el pelo. ¿Así que ni siquiera eres aprista tú, así que ni siquiera sabes quiénes y dónde sacan La Tribuna?
—¿Te has olvidado que sales hoy? —dijo don Melquíades—. ¿O ya te acostumbraste aquí y no quieres salir?
—Supe que la negra se murió, por un chinchano, niño —dice Ambrosio—. Cuando yo trabajaba todavía con su papá.
—No don, no me he olvidado, don —zapateó, palmoteó Trifulcio—. Pero cómo se le ocurre, don Melquíades.
—Ya ves, Hipólito se enojó y mira lo que te pasó, mejor te vuelve la memoria de una vez —dijo Ludovico—. Fíjate que eres de los que le gustan a él.
—No responden, mienten, se echan la pelota uno a otro —dijo Lozano—. Pero no nos dormimos, don Cayo. Noches enteras sin pegar los ojos. Acabaremos con esos pasquines, le juro.
—Dame tu dedo; así, ahora pon una cruz —dijo don Melquíades—. Listo, Trifulcio, libre otra vez. ¿Te parecerá mentira, no?
—Éste no es un país civilizado, sino bárbaro e ignorante —dijo Bermúdez—. Déjese de contemplaciones con esos sujetos, y averígüeme lo que necesito de una vez.
—Pero qué flaquito habías sido tú, papacito —dijo Hipólito—. Con el saco y la camisa no se te notaba, si hasta se te pueden contar los huesos, papacito.
—¿Te acuerdas del señor Arévalo, el que te dio un sol por levantar el barril? —dijo don Melquíades—. Es un hacendado importante. ¿Quieres trabajar para él?
—Quiénes y dónde y en un dos por tres —dijo Ludovico—. ¿Quieres que nos pasemos la noche así? ¿Y si Hipólito se enoja otra vez?
—Claro que sí, don Melquíades —asintió con la cabeza y las manos y los ojos Trifulcio—. Ahora mismo o cuando usted diga, don.
—Te vas a hacer malograr el físico y me muero de la pena —dijo Hipólito—. Porque cada vez me estás gustando más, papacito.
—Necesita gente para su campaña electoral, porque es amigo de Odría y va a ser senador —dijo don Melquíades—. Te pagará bien. Aprovecha esta oportunidad, Trifulcio.
—Ni siquiera nos has dicho cómo te llamas, papacito —dijo Ludovico—. ¿O tampoco sabes, o también se te olvidó?
—Emborráchate, busca a tu familia, burdelea un poco —dijo don Melquíades—. Y el lunes anda a su hacienda, a la salida de Ica. Pregunta y cualquiera te dará razón.
—¿Siempre tienes los huevitos tan chiquitos o es del susto? —dijo Hipólito—. Y la pichulita apenas se te ve, papacito. ¿También del susto?
—Claro que me acordaré, don, qué más quiero yo —dijo Trifulcio—. Le agradezco tanto que me recomendara a ese señor, don.
—Ya déjalo que ni te oye, Hipólito —dijo Ludovico—. Vamos a la oficina del señor Lozano. Ya déjalo, Hipólito.
El guardia le dio una palmadita en la espalda, bueno Trifulcio, y cerró el portón tras él, hasta nunca o hasta la próxima, Trifulcio. Rápidamente caminó hacia adelante, por el terral que conocía, que se divisaba desde las celdas de primera, y pronto llegó a los árboles que también había aprendido de memoria, y luego avanzó por un nuevo terral hasta los ranchos de las afueras donde, en vez de detenerse, apuró el paso. Cruzó casi corriendo entre chozas y siluetas humanas que lo miraban con sorpresa o indiferencia o temor.
—Y no es que haya sido mal hijo o no la quisiera, la negra se merecía el cielo, igual que usted, don —dijo Ambrosio—. Se rompió los lomos para criarme y darme de comer. Lo que pasa es que la vida no le da tiempo a uno ni para pensar en su madre.
—Lo dejamos porque a Hipólito se le fue la mano y el tipo comenzó a decir locuras y después se desmayó, señor Lozano —dijo Ludovico—. Yo creo que ese Trinidad López ni es aprista ni sabe dónde está parado. Pero si quiere lo despertamos y seguimos, señor.
Siguió avanzando, cada vez más apurado y extraviado, incapaz de orientarse en esas primeras calles empedradas que furiosamente pisaban sus pies descalzos, internándose cada vez más en la ciudad tan alargada, tan anchada, tan distinta de la que recordaban sus ojos. Caminó sin rumbo, sin prisa, al fin se derrumbó en la banca sombreada por palmeras de una plaza. Había una tienda en una esquina, entraban mujeres con criaturas, unos muchachos apedreaban un farol y ladraban unos perros. Despacio, sin ruido, sin darse cuenta, se echó a llorar.
—Su tío me sugirió que lo llamara, capitán, y yo también quería conocerlo —dijo Cayo Bermúdez—. Somos algo colegas ¿no?, y seguramente tendremos que trabajar juntos alguna vez.
—Era buena, se sacrificó duro, no faltaba a misa —dice Ambrosio—. Pero tenía su carácter, niño. Por ejemplo, no me pegaba con la mano, sino con un palo. Para que no salgas a tu padre, decía.
—Yo ya lo conocía a usted de nombre, señor Bermúdez —dijo el capitán Paredes—. Mi tío y el coronel Espina lo aprecian mucho, dicen que esto funciona gracias a usted.
Se levantó, se lavó la cara en la pila de la plaza, preguntó a dos hombres dónde se tomaba y cuánto costaba el ómnibus a Chincha. Parándose de rato en rato a mirar a las mujeres y las cosas tan cambiadas, caminó hasta otra plaza cubierta de vehículos. Preguntó, regateó, mendigó y subió a un camión que demoró dos horas en partir.
—No hablemos de méritos que usted me deja muy atrás, capitán —dijo Cayo Bermúdez—. Sé que se jugó a fondo en la revolución comprometiendo oficiales, que ha puesto sobre ruedas la seguridad militar. Lo sé por su tío, no me lo niegue.
Todo el viaje estuvo de pie, aferrado a la baranda del camión, olfateando y mirando el arenal, el cielo, el mar que aparecía y desaparecía entre las dunas. Cuando el camión entró a Chincha, abrió mucho los ojos, y volvía la cabeza a un lado y a otro, aturdido por las diferencias. Corría fresco, ya no había sol, las copas de las palmeras de la plaza danzaban y murmuraban cuando pasó bajo ellas, agitado, mareado, siempre apurado.
—Lo de la revolución es la pura verdad y ahí no valen modestias —dijo el capitán Paredes—. Pero en la seguridad militar sólo soy un colaborador del coronel Molina, señor Bermúdez.
Pero el trayecto hacia la ranchería fue largo y tortuoso porque su memoria lo equivocaba y a cada momento tenía que preguntar a la gente dónde queda la salida a Grocio Prado. Llegó cuando ya había candiles y sombras, y la ranchería ya no era ranchería sino una aglomeración de casas firmes, y en vez de comenzar los algodonales a sus antiguas orillas, comenzaban las casas de otra ranchería. Pero el rancho era el mismo y la puerta estaba abierta y reconoció inmediatamente a Tomasa: la gorda, la negra, la sentada en el suelo, la que comía a la derecha de la otra mujer.
—El coronel Molina es el que figura, pero usted el que hace andar la maquinaria —dijo Bermúdez—. También lo sé por su tío, capitán.
—Su sueño era la lotería, don —dijo Ambrosio—. Una vez se la sacó un heladero de Chincha, y ella puede que Dios la mande otra vez acá y se compraba sus huachitos con la plata que no tenía. Los llevaba a la Virgen, les prendía velitas. Nunca se sacó ni medio, don.
—Ya me imagino cómo andaría este Ministerio cuando Bustamante, los apristas por todas partes y los sabotajes al orden del día —dijo el capitán Paredes—. Pero no les sirvió de mucho a los zamarros.
Entró de un salto, golpeándose el pecho y gruñendo, y se plantó entre las dos y la desconocida dio un grito y se persignó. Tomasa, encogida en el suelo, lo observaba y de repente de su cara se fue el miedo. Sin hablar, sin pararse, le señaló la puerta del rancho con el puño. Pero Trifulcio no se fue, se echó a reír, se dejó caer alegremente al suelo y comenzó a rascarse las axilas.
—Les ha servido al menos para no dejar rastros, los archivos de la Dirección son inservibles —dijo Bermúdez—. Los apristas hicieron desaparecer los ficheros. Estamos organizando todo de nuevo y de eso quería hablarle, capitán. La seguridad militar nos podría ayudar mucho.
—¿Así que eres chofer del señor Bermúdez? —dijo Ludovico—. Mucho gusto, Ambrosio. ¿Así que vas a darnos una ayudadita en esto de la barriada?
—No hay problema, claro que tenemos que colaborarnos —dijo el capitán Paredes—. Vez que le haga falta algún dato, yo se lo proporcionaré, señor Bermúdez.
—¿A qué has venido, quién te ha llamado, quién te ha invitado? —rugió Tomasa—. Pareces un forajido así, pareces lo que eres. ¿No viste cómo mi amiga te vio y se fue? ¿Cuándo te han soltado?
—Quisiera algo más, capitán —dijo Bermúdez—. Quisiera disponer del fichero político completo de la seguridad militar. Tener una copia.
—Se llama Hipólito y es el burro más burro del cuerpo —dijo Ludovico—. Ya vendrá, ya te lo presentaré. Tampoco está en el escalafón y seguro que nunca estará. Yo espero estar algún día, con un poquito de suerte. Oye, Ambrosio, tú sí estarás ¿no?
—Nuestros archivos son intocables, están bajo secreto militar —dijo el capitán Paredes—. Le comunicaré su proyecto al coronel Molina, pero él tampoco puede decidir. Lo mejor sería que el ministro de Gobierno dirija una solicitud al ministro de Guerra.
—Tu amiga salió corriendo como si yo fuera el diablo —se rió Trifulcio—. Oye Tomasa, déjame comerme esto. Tengo un hambre así.
—Justamente es lo que hay que evitar, capitán —dijo Bermúdez—. La copia de ese archivo debe pasar a la Dirección de Gobierno sin que se entere ni el coronel Molina, ni el mismo ministro de Guerra. ¿Me comprende usted?
—Un trabajo matador, Ambrosio —dijo Ludovico—. Horas perdiendo la voz, las fuerzas, y después viene cualquiera del escalafón y te requinta, y el señor Lozano te amenaza con pagarte menos. Matador para todos menos para el burro de Hipólito. ¿Te cuento por qué?
—Yo no puedo darle copia de unos archivos ultrasecretos sin que lo sepan mis superiores —dijo el capitán Paredes—. Ahí está la vida y milagros de todos los oficiales, de miles de civiles. Eso es como el oro del Banco Central, señor Bermúdez.
—Sí, te tienes que ir, pero ahora cálmate y tómate un trago, infeliz —dijo don Fermín—. Y ahora cuéntame cómo ocurrió. Déjate de llorar ya.
—Justamente, capitán, claro que sé que ese archivo es oro —dijo Bermúdez—. Y su tío lo sabe también. El asunto debe quedar sólo entre los responsables de la seguridad. No, no se trata de resentir al coronel Molina.
—Porque a la media hora de estar sonándole a un tipo, el burro de Hipólito, de repente, pum, se arrecha —dijo Ludovico—. A uno se le baja la moral, uno se aburre. Él no, pum, se arrecha. Ya lo vas a conocer, ya lo verás.
—Sino de ascenderlo —dijo Bermúdez—. Darle mando de tropa, darle un cuartel. Y nadie discutirá que usted es la persona más indicada para reemplazar al coronel Molina en la jefatura de seguridad. Entonces podremos fusionar los servicios con discreción, capitán.
—Ni una noche, ni una hora —dijo Tomasa—. No vas a vivir aquí ni un minuto. Te vas a ir ahora mismo, Trifulcio.
—Se ha metido usted al bolsillo a mi tío, amigo Bérmudez —dijo el capitán Paredes—. No hace seis meses que lo conoce y ya tiene más confianza en usted que en mí. Bueno, sí, estoy bromeando, Cayo. Podemos tutearnos ¿no?
—No mienten por valientes, Ambrosio, sino por miedo —dijo Ludovico—, ya verás si te toca entenderte con ellos alguna vez. ¿Quién es tu jefe? Fulano es, zutano es. ¿Desde cuándo eres aprista? No soy. ¿Y entonces cómo dices que fulano y zutano son tus jefes? No son. Matador, créeme.
—Tu tío sabe que la vida del régimen depende de la seguridad —dijo Bermúdez—. Todo el mundo puro aplauso ahora, pero pronto comenzarán los tiras y aflojes y las luchas de intereses y ahí todo dependerá de lo que la seguridad haya hecho para neutralizar a los ambiciosos y resentidos.
—No pienso quedarme, estoy de visita —dijo Trifulcio—. Voy a trabajar con un ricacho de Ica que se llama Arévalo. De veras, Tomasa.
—Lo sé muy bien —dijo el capitán Paredes—. Cuando ya no haya apristas, al Presidente le saldrán enemigos desde el mismo régimen.
—¿Eres comunista, eres aprista? No soy aprista, no soy comunista —dijo Ludovico—. Eres un maricón, compadre, ni te hemos tocado y ya estás mintiendo. Horas así, noches así, Ambrosio. Y eso lo arrecha a Hipólito, ¿te das cuenta qué clase de tipo es?
—Por eso hay que trabajar a largo plazo —dijo Bermúdez—. Ahora el elemento más peligroso es el civil, mañana será el militar. ¿Te das cuenta por qué tanto secreto con esto del archivo?
—Ni preguntas dónde está enterrado Perpetuo, ni si todavía vive Ambrosio —dijo Tomasa—. ¿Te has olvidado que tuviste hijos?
—Era una mujer alegre a la que le gustaba la vida, don —dijo Ambrosio—. La pobre ir a juntarse con un tipo capaz de hacerle eso a su mismo hijo. Pero claro que si la negra no se hubiera enamorado de él, yo no habría nacido. Así que para mí fue un bien.
—Tienes que tomar una casa, Cayo, no puedes seguir en el hotel —dijo el coronel Espina—. Además, es absurdo que no uses el auto que te corresponde como director de Gobierno.
—No me interesan los muertos —dijo Trifulcio— Pero sí me gustaría verlo a Ambrosio. ¿Vive contigo?
—Lo que pasa es que nunca he tenido auto, y además el taxi es cómodo —dijo Bermúdez—. Pero tienes razón, Serrano, voy a usarlo. Se debe estar apolillando.
—Ambrosio se va mañana a trabajar a Lima —dijo Tomasa—. ¿Para qué quieres verlo?
—Yo no creía eso de Hipólito, pero era cierto, Ambrosio —dijo Ludovico—. Lo vi, nadie me lo contó.
—No debes ser tan modesto, haz uso de tus prerrogativas —dijo el coronel Espina—. Estás metido aquí quince horas al día y no todo es trabajo en la vida, tampoco. Una cana al aire de vez en cuando, Cayo.
—Por pura curiosidad, para ver cómo es —dijo Trifulcio—. Lo veo a Ambrosio y palabra que me voy, Tomasa.
—Por primera vez nos dieron un tipo de Vitarte a los dos solos —dijo Ludovico—. Ninguno del escalafón para requintarnos, les faltaba gente. Y ahí lo vi, Ambrosio.
—Claro que la echaré, Serrano, pero necesito estar más aliviado de trabajo —dijo Bermúdez—. Y buscaré casa, y me instalaré con más comodidad.
—Ambrosio estaba trabajando aquí, de chofer interprovincial —dijo Tomasa—. Pero en Lima le irá mejor y por eso lo he animado a que se vaya.
—El Presidente está muy contento contigo, Cayo —dijo el coronel Espina—. Me agradece más haberte recomendado que todo lo que lo ayudé en la revolución, figúrate.
—Le daba y empezó a sudar, más y sudaba más y le dio tanto que el tipo se puso a decir disparates —dijo Ludovico—. Y, de repente, le vi la bragueta inflada como un globo. Te juro, Ambrosio.
—Ese que está viniendo ahí, ese hombrón —dijo Trifulcio—. ¿Ése es Ambrosio?
—Para qué le pegas si lo has dejado medio locumbeta, para qué si ya lo soñaste —dijo Ludovico—. Ni oía, Ambrosio. Arrecho, como un globo. Como te lo cuento, te juro. Ya lo conocerás, ya te lo presentaré.
—En ustedes están puestas nuestras esperanzas ahora para salir del atolladero —dijo don Fermín.
—Te reconocí ahí mismo —dijo Trifulcio—. Ven, Ambrosio, dame un abrazo, deja que te mire un poco.
—¿El régimen en un atolladero? —dijo el coronel Espina—. ¿Está bromeando, don Fermín? Si la revolución no va viento en popa, entonces quién.
—Yo hubiera ido a esperarlo —dijo Ambrosio—. Pero no sabía siquiera que usted salía.
—Fermín tiene razón, coronel —dijo Emilio Arévalo—. Nada irá viento en popa mientras no se celebren elecciones y el general Odría vuelva al poder oleado y sacramentado por los votos de los peruanos.
—Menos mal que tú no me botas como Tomasa —dijo Trifulcio—. Te creía mucho más joven y eres casi tan viejo como este negro de tu padre.
—Las elecciones son un formalismo si usted quiere, coronel —dijo don Fermín—. Pero un formalismo necesario.
—Ya lo viste, ahora anda, vete —dijo Tomasa—. Ambrosio viaja mañana, tiene que hacer su maleta.
—Y para ir a elecciones hay que tener pacificado el país, es decir limpio de apristas —dijo el doctor Ferro—. Si no, las elecciones podrían estallarnos en las manos como un petardo.
—Vamos a tomar un trago a alguna parte, Ambrosio —dijo Trifulcio—. Conversamos un rato y te vienes a hacer tu maleta.
—Usted no abre la boca, señor Bermúdez —dijo Emilio Arévalo—. Parece que le aburriera la política.
—¿Quieres darle mala fama a tu hijo? —dijo Tomasa—. ¿Para eso quieres que lo vean contigo en la calle?
—No parece, la verdad es que me aburre —dijo Bermúdez—. Además, no entiendo nada de política. No se rían, es cierto. Por eso, prefiero escucharlos.
Avanzaron a oscuras, por calles ondulantes y abruptas, entre chozas de caña y esporádicas casas de ladrillo, viendo por las ventanas, a la luz de velas y lamparillas, siluetas borrosas que comían conversando. Olía a tierra, a excremento, a uvas.
—Pues para no saber nada de política, lo está haciendo muy bien de director de Gobierno —dijo don Fermín—. ¿Otra copa, don Cayo?
Encontraron un burro tumbado en el camino, les ladraron perros invisibles. Eran casi de la misma altura, iban callados, el cielo estaba despejado, hacía calor, no corría viento. El hombre que descansaba en la mecedora se puso de pie al verlos entrar en la desierta cantina, les alcanzó una cerveza y volvió a sentarse. Chocaron los vasos en la penumbra, todavía sin hablarse.
—Fundamentalmente, dos cosas —dijo el doctor Ferro—. Primera, mantener la unidad del equipo que ha tomado el poder. Segunda, proseguir con mano dura la limpieza. Universidad, sindicatos, administración. Luego, elecciones y a trabajar por el país.
—¿Que qué me hubiera gustado ser en la vida, niño? —dice Ambrosio—. Ricacho, por supuesto.
—Así que te vas a Lima mañana —dijo Trifulcio—. ¿Y a qué te vas?
—¿A usted ser feliz, niño? —dice Ambrosio—. Claro que a mí también, sólo que rico y feliz es la misma cosa.
—Todo es cuestión de empréstitos y de créditos —dijo don Fermín—. Los Estados Unidos están dispuestos a ayudar a un gobierno de orden, por eso apoyaron la revolución. Ahora quieren elecciones y hay que darles gusto.
—A buscar trabajo allá —dijo Ambrosio—. En la capital se gana más.
—Los gringos son formalistas, hay que entenderlos —dijo Emilio Arévalo—. Están felices con el General y sólo piden que se guarden las formas democráticas. Odría electo y nos abrirán los brazos y nos darán los créditos que hagan falta.
—¿Y cuánto tiempo llevas ya trabajando como chofer? —dijo Trifulcio.
—Pero ante todo hay que sacar adelante el Frente Patriótico Nacional o Movimiento Restaurador o como se llame —dijo el doctor Ferro—. Para eso es básico el programa y por eso insisto tanto en él.
—Dos años de profesional —dijo Ambrosio—. Empecé de ayudante, manejando de prestado. Después fui camionero y hasta ahora estuve de chofer de ómnibus, por aquí, por los distritos.
—Un programa nacionalista y patriótico, que agrupe a todas las fuerzas sanas —dijo Emilio Arévalo—. Industria, comercio, empleados, agricultores. Inspirado en ideas sencillas pero eficaces.
—O sea que eres hombre serio, de trabajo —dijo Trifulcio—. Con razón no quería Tomasa que la gente te viera conmigo. ¿Crees que vas a conseguir trabajo en Lima?
—Necesitamos algo que recuerde la excelente fórmula del mariscal Benavides —dijo el doctor Ferro—. Orden, Paz y Trabajo. Yo he pensado en Salud, Educación, Trabajo. ¿Qué les parece?
—¿Usted se acuerda de la lechera Túmula, de la hija que tenía? —dijo Ambrosio—. Se casó con el hijo del Buitre. ¿Se acuerda del Buitre? Yo lo ayudé al hijo a que se la robara.
—Por supuesto, la candidatura del General tiene que ser lanzada por todo lo alto —dijo Emilio Arévalo—. Todos los sectores deben proclamarla de manera espontánea.
—¿El Buitre, el prestamista, el que fue alcalde? —dijo Trifulcio—. Me acuerdo de él, sí.
—La proclamarán, don Emilio —dijo el coronel Espina—. El General es cada día más popular. En pocos meses la gente ha visto ya la tranquilidad que hay ahora y el caos que era el país con los apristas y comunistas sueltos en plaza.
—El hijo del Buitre está en el gobierno, ahora es importante —dijo Ambrosio—. A lo mejor él me ayudará a conseguir trabajo en Lima.
—¿Quiere que vayamos a tomarnos un trago los dos solos, don Cayo? —dijo don Fermín—. ¿No le ha quedado doliendo la cabeza con los discursos del amigo Ferro? A mí me deja siempre mareado.
—Si es importante ya ni querrá saber de ti —dijo Trifulcio—. Te mirará por sobre el hombro.
—Con mucho gusto, señor Zavala —dijo Bermúdez—. Sí, es un poco hablador el doctor Ferro. Pero se nota que tiene experiencia.
—Para ganártelo, llévale algún regalito —dijo Trifulcio—. Algo que le recuerde al pueblo y le toque el corazón.
—Enorme experiencia porque hace veinte años que está con todos los gobiernos —se rió don Fermín—. Venga, acá tengo el auto.
—Le voy a llevar unas botellas de vino —dijo Ambrosio—. ¿Y usted qué va a hacer ahora? ¿Va a volver a la casa?
—Lo que usted pida —dijo Bermúdez—. Sí, señor Zavala, whisky, cómo no.
—No pienso, ya viste cómo me recibió tu madre —dijo Trifulcio—. Pero eso no quiere decir que Tomasa sea mala mujer.
—Nunca he entendido la política porque nunca me ha gustado —dijo Bermúdez—. Las circunstancias han hecho que a la vejez venga a meterme en política.
—Ella dice que usted la abandonó un montón de veces —dijo Ambrosio—. Que sólo volvía a la casa para sacarle la plata que ella ganaba como una mula.
—Yo también detesto la política, pero qué quiere —dijo don Fermín—. Cuando la gente de trabajo se abstiene y deja la política a los políticos el país se va al diablo.
—Las mujeres exageran y la Tomasa al fin y al cabo es mujer —dijo Trifulcio—. Me voy a trabajar a Ica, pero vendré a verla alguna vez.
—¿De veras no había venido nunca acá? —dijo don Fermín—. Espina lo está explotando, don Cayo. El show está bastante bien, ya verá. No crea que yo hago mucha vida nocturna. Muy rara vez.
—¿Y cómo están las cosas acá? —dijo Trifulcio—. Debes saber, debes ser un conocedor a tus años. Las mujeres, los bulines. ¿Qué pasa con los bulines acá?
Tenía un vestido blanco de baile muy ceñido que suavemente destellaba, y dibujaba tan nítidas y tan vivas las líneas de su cuerpo que parecía desnuda. Un vestido del mismo color que su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.
—Hay dos, uno caro y otro barato —dijo Ambrosio—. El caro quiere decir una libra, el barato que se consiguen hasta por tres soles. Pero unas ruinas.
Tenía los hombros blancos, redondos, tiernos, y la blancura de su tez contrastaba con la oscuridad de los cabellos que llovían su espalda. Fruncía la boca con lenta avidez, como si fuera a morder el pequeño micrófono plateado, y sus ojos grandes brillaban y recorrían las mesas, una y otra vez.
—¿Guapa la tal Musa, no? —dijo don Fermín—. Por lo menos, comparada con los esqueletos que salieron a bailar antes. Pero no la ayuda mucho la voz.
—No quiero llevarte ni que me acompañes, y, además, ya sé que es mejor que no te vean conmigo —dijo Trifulcio—. Pero me gustaría darme una vuelta por allá, sólo para ver. ¿Dónde está el barato?
—Muy guapa, sí, lindo cuerpo, linda cara —dijo Bermúdez—. Y a mí su voz no me parece tan mala.
—Por aquí cerca —dijo Ambrosio—. Pero la policía siempre está yendo allá, porque hay peleas a diario.
—Le contaré que esa mujer tan mujer no lo es tanto —dijo don Fermín—. Le gustan las mujeres.
—Eso es lo de menos, porque estoy acostumbrado a los cachacos y a las peleas —se rió Trifulcio—. Anda, paga la cerveza y vámonos.
—¿Ah, sí? —dijo Bermúdez—. ¿A esa mujer tan guapa? ¿Ah, sí?
—Yo lo acompañaría, pero el ómnibus a Lima sale a las seis —dijo Ambrosio—. Y todavía tengo mis cosas tiradas por ahí.
—Así que usted no tiene hijos, don Cayo —dijo don Fermín—. Pues se ha librado de muchos problemas. Tengo tres y ahora comienzan a darnos dolores de cabeza a Zoila y a mí.
—Me dejas en la puerta y te vas —dijo Trifulcio—. Llévame por donde nadie nos vea, si quieres.
—¿Dos hombrecitos y una mujercita? —dijo Bermúdez—. ¿Grandes ya?
Salieron de nuevo a la calle y la noche estaba más clara. La luna les iba mostrando los baches, las zanjas, los pedruscos. Recorrieron callejuelas desiertas, Trifulcio volviendo la cabeza a derecha e izquierda, observándolo todo, curioseándolo todo; Ambrosio con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas.
—¿Qué porvenir podía tener la Marina para un muchacho? —dijo don Fermín—. Ninguno. Pero el Chispas se empeñó y yo moví influencias y lo hice ingresar. Y ahora ya ve, lo botan. Flojo en los estudios, indisciplinado. Se va a quedar sin carrera, es lo peor. Claro que podría moverme y hacer que lo perdonaran. Pero no, no quiero tener un hijo marino. Lo pondré a trabajar conmigo, más bien.
—¿Eso es todo lo que tienes, Ambrosio? —dijo Trifulcio—. ¿Un par de libras nada más? ¿Nada más que un par de libras siendo todo un chofer?
—¿Y por qué no lo manda a estudiar al extranjero? —dijo Bermúdez—. Puede ser que, cambiando de ambiente, el muchacho se corrija.
—Si tuviera más se lo daría también —dijo Ambrosio—. Bastaba que me pidiera y yo se lo daba. ¿Para qué ha sacado esa chaveta? No necesitaba. Mire, venga a la casa y le daré más. Pero guarde eso, le daré cinco libras más. Pero no me amenace. Yo encantado de ayudarlo, de darle más. Venga, vamos a la casa.
—Imposible, mi mujer se moriría —dijo don Fermín—. El Chispas solo en el extranjero, Zoila no lo permitirá jamás. Es su engreído.
—No, no voy a ir —dijo Trifulcio—. Esto basta. Y es un préstamo, te pagaré tu par de libras, porque voy a trabajar en Ica. ¿Te asustaste porque saqué la chaveta? No te iba a hacer nada, tú eres mi hijo. Y te pagaré, palabra.
—¿Y el menorcito también le ha resultado difícil? —dijo Bermúdez.
—No quiero que me pague, yo se las regalo —dijo Ambrosio—. No me ha asustado. No necesitaba sacar la chaveta, se lo juro. Usted es mi padre, yo se la daba si me la pedía. Venga a la casa, le juro que le daré cinco libras más.
—No, el flaco es el polo opuesto del Chispas —dijo don Fermín—. Primero de su clase, todos los premios a fin de año. Hay que estarlo frenando para que no estudie tanto. Un lujo de muchacho, don Cayo.
—Estarás pensando que soy peor de lo que te ha dicho Tomasa —dijo Trifulcio—. Pero la saqué porque sí, de veras, no te iba a hacer nada incluso si no me dabas ni un sol. Y te pagaré, palabra que te pagaré tus dos libras, Ambrosio.
—Ya veo que el menorcito es su preferido —dijo Bermúdez—. ¿Y él, qué carrera quiere seguir?
—Está bien, si quiere me las pagará —dijo Ambrosio—. Olvídese de eso, yo ya me olvidé. ¿No quiere venir hasta la casa? Le daré cinco más, le prometo.
—Todavía está en segundo de media y no sabe —dijo don Fermín—. No es que sea mi preferido, yo los quiero igual a los tres. Pero Santiago me hace sentir orgulloso de él. En fin, usted comprende.
—Estarás pensando que soy un perro que le roba hasta a su hijo, que le saca chaveta hasta a su hijo —dijo Trifulcio—. Te juro que esto es préstamo.
—Me da un poco de envidia oírlo, señor Zavala —dijo Bermúdez—. A pesar de los dolores de cabeza, debe tener sus compensaciones ser padre.
—Pero si está bien, pero si le creo que fue porque sí y que me las pagará —dijo Ambrosio—. Ya olvídese, por favor.
—¿Vive en el Maury, no? —dijo don Fermín—. Venga, lo llevo.
—¿Tú no te avergüenzas de mí? —dijo Trifulcio—. Dímelo con franqueza.
—No, muchas gracias, prefiero caminar, el Maury está cerca —dijo Bermúdez—. Encantado de haberlo conocido, señor Zavala.
—Pero cómo se le ocurre, de qué me voy a avergonzar —dijo Ambrosio—. Venga, entremos juntos al bulín, si quiere.
—¿Tú por aquí? —dijo Bermúdez—. ¿Qué haces tú aquí?
—No, anda a hacer tu maleta, que no te vean conmigo —dijo Trifulcio—. Eres un buen hijo, que te vaya bien en Lima. Créeme que te pagaré, Ambrosio.
—Me mandaban de un sitio a otro, me hicieron esperar horas aquí, don Cayo —dijo Ambrosio—. Ya estaba por regresarme a Chincha, le digo.
—Generalmente, el chofer del director de Gobierno es un asimilado a Investigaciones, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades—. Por cuestiones de seguridad. Pero si usted prefiere.
—He venido a buscar trabajo, don Cayo —dijo Ambrosio—. Ya me cansé de estar manejando ese ómnibus charcheroso. Pensé que tal vez usted podría colocarme.
—Sí prefiero, doctorcito —dijo Bermúdez—. A ese zambo lo conozco hace años y me inspira más confianza que un equis de Investigaciones. Está ahí en la puerta, ¿quiere encargarse, por favor?
—Manejar sé de sobra, y el tráfico de Lima lo aprenderé volando, don Cayo —dijo Ambrosio—. ¿Usted anda necesitando un chofer? Qué gran cosa sería, don Cayo.
—Sí, yo me encargo —dijo el doctor Alcibíades—. Haré que lo inscriban en la planilla de la Prefectura, o lo asimilen o lo que sea. Y que le entreguen el auto hoy mismo.
—Está bien, entonces te tomo —dijo Bermúdez—. Tienes suerte, Ambrosio, caíste en el momento preciso.
—Salud —dice Santiago.