VIII
LA LIBRERÍA estaba en el interior de una casa de balcones, se cruzaba un trémulo portón y se la veía arrinconada allá al fondo, abarrotada y desierta. Santiago llegó antes de las nueve, recorrió los estantes del zaguán, hojeó los libros averiados por el tiempo, las revistas descoloridas. El viejo de boina y patillas grises lo miró con indiferencia, querido viejo Matías piensa, luego se puso a observarlo con el rabillo del ojo, y por fin se le acercó: ¿buscaba algo? Un libro sobre la revolución francesa. Ah, el viejo sonrió, por aquí. A veces era ¿vive aquí el señor Henri Barbusse o está don Bruno Bauer?, a veces tocar el portón así, y había confusiones cómicas a veces, Zavalita. Lo guió hasta una habitación invadida por pilas de periódicos, plateadas telarañas y libros arrumados contra negras paredes. Le señaló una mecedora, que se sentara, tenía un ligero acento español, unos ojitos locuaces, una barbita triangular muy blanca: ¿no lo habrían seguido? Cuidarse mucho, de los jóvenes dependía todo.
—Setenta años y era puro, Carlitos —dijo Santiago—. El único que he conocido de esa edad.
El viejo le guiñó afectuosamente un ojo y volvió al patio. Santiago curioseó antiguas revistas limeñas, Variedades y Mundial piensa, separó las que tenían artículos de Mariátegui o Vallejo.
—Cierto, entonces los peruanos leían en la prensa a Vallejo y a Mariátegui —dijo Carlitos—. Ahora nos leen a nosotros, Zavalita, qué retroceso.
Unos minutos después vio entrar a Jacobo y Aída de la mano. Ya no un gusanito ni una culebra ni un cuchillo, un alfiler que hincaba y se esfumaba. Los vio cuchicheándose junto a los añosos estantes y vio el abandono y la alegría de la cara de Jacobo y los vio soltarse cuando Matías se les acercó y vio que desaparecía la sonrisa de Jacobo y aparecía la concentración ceñuda, la abstracta seriedad, la cara que mostraba al mundo desde hacía algunos meses. Llevaba el terno café que ahora se cambiaba rara vez, la camisa arrugada, la corbata con el nudo flojo. Le ha dado por disfrazarse de proletario bromeaba Washington, piensa, se afeitaba una vez por semana y no se lustraba los zapatos, un día de éstos Aída lo va a dejar, se reía Solórzano.
—Tanto misterio porque ese día íbamos a dejar de jugar —dijo Santiago—. Iba a empezar la cosa en serio, Carlitos.
¿Había sido al comenzar ese tercer año en San Marcos, Zavalita, entre el descubrimiento de Cahuide y ese día? De las lecturas y discusiones a la distribución de hojitas a mimeógrafo en la universidad, de la pensión de la sorda a la casita del Rímac a la librería de Matías, de los juegos peligrosos al peligro de verdad: ese día. No habían vuelto a juntarse los dos círculos, sólo veía a Jacobo y a Aída en San Marcos, había otros círculos funcionando pero si se lo preguntaban a Washington respondía en boca cerrada no entran moscas y se reía. Una mañana los llamó: a tal hora, en tal parte, sólo ellos tres. Iban a conocer a uno de Cahuide, que le plantearan las preguntas que quisieran, las dudas que tuvieran, piensa esa noche tampoco dormí. A ratos Matías alzaba la vista desde el patio y les sonreía, en la habitación del fondo ellos fumaban, hojeaban las revistas, miraban constantemente el zaguán y la calle.
—Nos citó a las nueve y son las nueve y media —dijo Jacobo—. A lo mejor no vendrá.
—Aída cambió mucho apenas estuvo con Jacobo —dijo Santiago—. Bromeaba, se la veía contenta. En cambio, él se puso serio y dejó de peinarse y de cambiarse. No se reía con Aída si alguien lo veía, casi no le dirigía la palabra delante de nosotros. Tenía vergüenza de ser feliz, Carlitos.
—Que sea comunista no quiere decir que deje de ser peruano —se rió Aída—. Llegará a las diez, ya verán.
Era un cuarto para las diez: una cara de pajarito en el zaguán, un andar saltarín, una piel como papel amarillo, un terno que le bailaba, una corbatita granate. Vieron que hablaba a Matías, que miraba alrededor, que se acercaba. Entró a la habitación, les sonrió, perdón por llegar tarde, una mano delgadita, se había malogrado el ómnibus en que venía, y quedaron observándose, embarazados.
—Gracias por esperarme —su voz, como su cara y su mano, era también finita, piensa—. Un saludo fraternal de Cahuide, camaradas.
—La primera vez que oía camaradas, Carlitos, ya te figuras el corazón del sentimental de Zavalita —dijo Santiago—. Sólo conocí su nombre de guerra, Llaque; sólo lo vi unas cuantas veces. Él trabajaba en la Fracción Obrera de Cahuide, yo no pasé de la Fracción Universitaria. Te figuras, un puro de ésos.
Esa mañana no sabíamos que Llaque era estudiante de Derecho cuando la revolución de Odría, piensa, no que había caído en el asalto de la policía a San Marcos, no que lo habían torturado y desterrado a Bolivia y que en La Paz estuvo preso seis meses, no que había vuelto clandestinamente al Perú: sólo que parecía un pajarito, esa mañana, mientras su vocecita les resumía la historia del Partido y lo veían mover su delgada mano amarilla en un movimiento rotativo e idéntico, como si tuviera calambre en la mano, y mirar de soslayo al patio y la calle. Había sido fundado por José Carlos Mariátegui y apenas nació, creció y formó cuadros y conquistó sectores obreros, quería demostrarnos que éramos de confianza, piensa, y no nos ocultó que había sido siempre minúsculo ni su debilidad frente al Apra, y ésa había sido la época de oro del Partido, la época de la revista Amauta y del periódico Labor y de la organización de sindicatos y del envío de estudiantes a las comunidades indígenas. Al morir Mariátegui en 1930 el Partido había caído en manos de aventureros y de oportunistas, el viejo Matías se murió y demolieron la casa de Chota y construyeron un cubo con ventanas piensa, que le habían dado una línea claudicante de repliegue ante las masas que por lo mismo cayeron bajo la influencia aprista, ¿qué habría sido del camarada Llaque, Zavalita? Aventureros como Ravines que se volvió agente imperialista y ayudó a Odría a tumbar a Bustamante, ¿renegaría, se cansaría de la militancia difícil y asfixiante y tendría mujer, hijos y trabajaría en un Ministerio?, y oportunistas como Terreros que se volvió beato y todos los años se ponía hábito morado y arrastraba una cruz en la procesión del Señor de los Milagros, ¿o seguiría y hablaría todavía con su voz de pajarito en círculos de estudiantes cuando no andaba en la cárcel? Traiciones y represiones casi habían liquidado al Partido, ¿y si seguía sería prosoviético o prochino o uno de esos castristas que habían muerto en las guerrillas o se habría vuelto trotskista?, y al subir Bustamante en 1945 el Partido había vuelto a la legalidad y comenzó a reestructurarse y a combatir en la clase obrera el reformismo del Apra, ¿habría viajado a Moscú o a Pekín o a La Habana?, pero con el golpe militar de Odría el Partido había sido desmantelado de nuevo, ¿lo acusarían de estalinista o de revisionista o de aventurerista?, todo el Comité Central y decenas de dirigentes y militantes y simpatizantes encarcelados y desterrados y algunos asesinados, ¿se acordaría de ti, Zavalita, de esa mañana donde Matías, de esa noche en el Hotel Mogollón?, y las células sobrevivientes de ese gran naufragio habían lentamente, trabajosamente constituido la Organización Cahuide, que sacaba esa hojita y se dividía en la Fracción Universitaria y la Fracción Obrera, camaradas.
—O sea que Cahuide tiene pocos estudiantes, pocos obreros —dijo Aída.
—Se trabaja en condiciones difíciles, a veces por un camarada que cae se echan a perder meses de esfuerzos —sujetaba el cigarrillo con las uñas del índice y del pulgar, piensa, sonreía con mucha timidez—. Pero a pesar de la represión estamos creciendo.
—Y por supuesto que te convenció, Zavalita —dijo Carlitos.
—Me convenció de que creía en lo que nos decía —dijo Santiago—. Y, además, se notaba que le gustaba lo que hacía.
—¿Cuál es la posición del Partido sobre la unidad de acción con las otras organizaciones fuera de la ley? —dijo Jacobo—. El Apra, los trotskistas.
—No vacilaba, tenía fe —dijo Santiago—. Yo ya envidiaba a la gente que creía ciegamente en algo, Carlitos.
—Estaríamos dispuestos a trabajar con el Apra contra la dictadura —dijo Llaque—. Pero los apristas no quieren que la derecha los siga acusando de extremistas y hacen todo por demostrar su anticomunismo. Y los trotskistas no son más de diez, y seguramente agentes de la policía.
—Es lo mejor que le puede ocurrir a un tipo, Ambrosio —dice Santiago—. Creer en lo que dice, gustarle lo que hace.
—¿Por qué el Apra, que se ha vuelto pro-imperialista, sigue teniendo respaldo en el pueblo? —dijo Aída.
—Por el peso de la costumbre y por su demagogia y por los mártires apristas —dijo Llaque—. Sobre todo, por la derecha peruana. No entiende que el Apra ya no es su enemiga sino su aliada, y la sigue persiguiendo y así la prestigia ante el pueblo.
—Es verdad, la estupidez de la derecha ha convertido al Apra en un gran partido —dijo Carlitos—. Pero si la izquierda no ha pasado de una masonería no ha sido por el Apra, sino por falta de gente capaz.
—Es que los capaces como tú y yo no nos metemos a la candela —dijo Santiago—. Nos contentamos con criticar a los incapaces que sí se meten. ¿Te parece justo, Carlitos?
—Me parece que no y por eso no hablo nunca de política —dijo Carlitos—. Tú me obligas con tus masoquismos asquerosos de cada noche, Zavalita.
—Ahora me toca preguntar a mí, camaradas —sonrió Llaque, como avergonzado—. ¿Quieren entrar a Cahuide? Pueden trabajar como simpatizantes, no necesitan inscribirse en el Partido todavía.
—Yo quiero entrar al Partido ahora mismo —dijo Aída.
—No hay apuro, pueden tomarse tiempo para reflexionar —dijo Llaque.
—En el círculo hemos tenido de sobra para eso —dijo Jacobo—. Yo también quiero inscribirme.
—Yo prefiero seguir como simpatizante —el gusanito, el cuchillo, la culebra—. Tengo algunas dudas, me gustaría estudiar un poco más antes de inscribirme.
—Muy bien, camarada, no te inscribas hasta que superes todas las dudas —dijo Llaque—. Como simpatizante se puede desarrollar también un trabajo muy útil.
—Ahí quedó demostrado que Zavalita ya no era puro, Ambrosio —dice Santiago—. Que Jacobo y Aída eran más puros que Zavalita.
¿Y si te inscribías ese día, Zavalita, piensa? ¿La militancia te habría arrastrado, comprometido cada vez más, habría barrido las dudas y en unos meses o años te habría vuelto un hombre de fe, un optimista, un oscuro puro heroico más? Habrías vivido mal, Zavalita, como habrán Jacobo y Aída piensa, entrado a y salido de la cárcel unas veces, sido aceptado en y despedido de sórdidos empleos, y en vez de editoriales en La Crónica contra los perros rabiosos escribirías en las paginitas mal impresas de Unidad, cuando hubiera dinero y no lo impidiera la policía piensa, sobre los avances científicos de la patria del socialismo y la victoria en el sindicato de panificadores de Lurín de la lista revolucionaria sobre la entreguista aprista propatronal, o en las peor impresas de Bandera Roja, contra el revisionismo soviético y los traidores de Unidad piensa, o habrías sido más generoso y entrado a un grupo insurreccional y soñado y actuado y fracasado en las guerrillas y estarías en la cárcel, como Héctor piensa, o muerto y fermentando en la selva, como el cholo Martínez piensa, y hecho viajes semiclandestinos a Congresos de la Juventud, piensa Moscú, llevado saludos fraternales a encuentros de periodistas, piensa Budapest, o recibido adiestramiento militar, piensa La Habana o Pekín. ¿Te habrías recibido de abogado, casado, sido asesor de un sindicato, diputado, más desgraciado o lo mismo o más feliz? Piensa: ay, Zavalita.
—No fue horror al dogma, fue un reflejo de niñito anarquista que no quiere recibir órdenes —dijo Carlitos—. Fue que en el fondo tenías miedo de romper con la gente que come y se viste y huele bien.
—Pero si yo detestaba esa gente, si la sigo detestando —dijo Santiago—. Si eso es de lo único que estoy seguro, Carlitos.
—Entonces fue espíritu de contradicción, afán de buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro —dijo Carlitos—. Debiste dedicarte a la literatura y no a la revolución, Zavalita.
—Yo sabía que si todos se dedicaran a ser inteligentes y a dudar, el Perú andaría siempre jodido —dijo Santiago—. Yo sabía que hacían falta dogmáticos, Carlitos.
—Con dogmáticos o con inteligentes, el Perú estará siempre jodido —dijo Carlitos—. Este país empezó mal y acabará mal. Como nosotros, Zavalita.
—¿Nosotros los capitalistas? —dijo Santiago.
—Nosotros los cacógrafos —dijo Carlitos—. Todos reventaremos echando espuma, como Becerrita. A tu salud, Zavalita.
—Meses, años soñando con inscribirme en el Partido, y cuando se presenta la ocasión me echo atrás —dijo Santiago—. No lo voy a entender nunca, Carlitos.
—Doctor, doctor, tengo algo que se me sube y se me baja y no sé lo que es —dijo Carlitos—. Es un pedito loco, señora, usted tiene carita de poto y el pobre pedito no sabe por dónde salir. Lo que te friega la vida es un pedito loco, Zavalita.
¿Juran consagrar su vida a la causa del socialismo y de la clase obrera?, había preguntado Llaque, y Aída y Jacobo sí juro, mientras Santiago observaba; después eligieron sus seudónimos.
—No te sientas disminuido —le dijo Llaque a Santiago—. En la Fracción Universitaria, simpatizantes y militantes son iguales.
Les dio la mano, adiós camaradas, que salieran diez minutos después que él. La mañana estaba nublada y húmeda cuando dejaron atrás la librería de Matías y entraron al Bransa de la Colmena y pidieron cafés con leche.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Aída—. ¿Por qué no te inscribiste? ¿Qué dudas tienes?
—Ya te hablé una vez —dijo Santiago—. Todavía no estoy convencido de algunas cosas. Quisiera…
—¿Todavía no estás convencido de que Dios no existe? —se rió Aída.
—Nadie tiene por qué discutir su decisión —dijo Jacobo—. Déjalo que se tome su tiempo.
—No se la discuto, pero te voy a decir una cosa —dijo Aída, riéndose—. Nunca te inscribirás, y cuando termines San Marcos te olvidarás de la revolución, y serás abogado de la International Petroleum y socio del Club Nacional.
—Consuélate, la profecía no se cumplió —dijo Carlitos—. Ni abogado ni socio del Club Nacional, ni proletario ni burgués, Zavalita. Sólo una pobre mierdecita entre los dos.
—¿Qué ha sido del tal Jacobo, de la tal Aída? —dice Ambrosio.
—Se casaron, supongo que tuvieron hijos, hace años que no los veo —dijo Santiago—. Me entero de la existencia de Jacobo cuando leo en la prensa que lo han metido preso o que acaban de soltarlo.
—Siempre le tienes envidia —dijo Carlitos—. Voy a prohibirte que me vuelvas a tocar el tema, te hace más daño que a mí el trago. Porque ése es tu vicio, Zavalita: el tal Jacobo, la tal Aída.
—Un horror lo de La Prensa esta mañana —dijo la señora Zoila—. No deberían publicar atrocidades así.
¿Envidia por lo de Aída? Ya no, piensa. ¿Y por lo otro, Zavalita? Tendría que verlo, piensa, hablar con él, saber si esa vida sacrificada lo hizo mejor o peor. Piensa: saber si tiene la conciencia en paz.
—Te pasas la vida protestando por los crímenes y es lo primero que lees —dijo la Teté—. Eres comiquísima, mamá.
Por lo menos no se sentiría solo, piensa, sino rodeado, acompañado, amparado. Esa cosa un poco tibia y viscosa que se sentía en las discusiones del círculo y de la célula y de la Fracción, piensa.
—¿Otro niño raptado y violado por un monstruo? —dijo don Fermín.
—Desde ese día nos vimos todavía menos que antes —dijo Santiago—. Nuestros círculos se convirtieron en células, así que seguimos separados. En las reuniones de la Fracción estábamos rodeados de gente.
—Estás peor que los periódicos —dijo la señora Zoila—. No hables así delante de la Teté.
—¿Pero cuántos eran y qué diablos hacían? —dijo Carlitos—. Jamás oí hablar de Cahuide en la época de Odría.
—¿Crees que todavía tengo diez años, mamá? —dijo la Teté.
—Nunca supe cuántos —dijo Santiago—. Pero hicimos algo contra Odría, al menos en la universidad.
—¿Nadie me va a decir qué noticia es ésa tan horrible? —dijo don Fermín.
—¿Sabían en tu casa en lo que estabas metido? —dijo Carlitos.
—¡Vender a sus hijos! —dijo la señora Zoila—. ¿Quieres algo más horrible que eso?
—Yo procuraba no verlos ni hablar con ellos —dijo Santiago—. Me llevaba con los viejos cada vez peor.
Días, semanas sin llover en Puno, la sequía había destruido cosechas, diezmado el ganado, vaciado aldeas, y había indios retratados sobre paisajes resecos, indias ambulando con sus hijos a cuestas sobre surcos agrietados, animales agonizando con los ojos abiertos, y los títulos y subtítulos aparecían entre signos de interrogación:
—Tienen sentimientos, pero sobre todo tienen hambre, mamá —dijo Santiago—. Si los venden, será para que no se les mueran de hambre.
¿Trata de esclavos entre Puno y Juliaca a la sombra de la sequía?
—Qué otra cosa hicieron además de discutir los editoriales de los periódicos y leer libros marxistas —dijo Carlitos.
¿Indias venden criaturas a turistas?
—No saben lo que es un hijo, una familia, pobres animalitos —dijo la señora Zoila—. Si no se tiene qué comer, no se tiene hijos.
—Resucitamos los Centros Federados, la Federación Universitaria —dijo Santiago—. Jacobo y yo salimos elegidos delegados de año.
—Supongo que no le echarás la culpa al gobierno de que no llueva en Puno —dijo don Fermín—. Odría quiere ayudar a esa pobre gente. Estados Unidos ha hecho un donativo importante. Se les va a mandar ropa, alimentos.
—Las elecciones fueron un éxito para la Fracción —dijo Santiago—. Ocho delegados de Cahuide entre Letras, Derecho y Ciencias Económicas. Los apristas tenían más, pero si votábamos juntos podíamos controlar los Centros. Los apolíticos no estaban organizados y los dividíamos fácilmente.
—No repitas que el donativo de los gringos servirá para que se llenen los bolsillos los odriístas —dijo don Fermín—. Odría me ha pedido que presida la comisión encargada de distribuir la ayuda.
—Pero cada acuerdo entre nosotros y los apristas costaba discusiones y peleas interminables —dijo Santiago—. Durante un año, mi vida fueron reuniones, en el Centro, en la Fracción y reuniones secretas con los apristas.
—Dirá que también tú robas, papá —dijo el Chispas—. Para el supersabio todo el que es decente en el Perú es un explotador y un ladrón.
—Otra noticia en La Prensa como para ti, mamá —dijo la Teté—. Se murieron dos en la cárcel del Cusco y les hicieron la autopsia y les encontraron pasadores y suelas de zapatos en la barriga.
—¿Por qué te amargó tanto haber perdido la amistad de ese par? —dijo Carlitos—. ¿No tenías otros amigos en Cahuide?
—¿Crees que comieron suela de zapatos por ignorantes, mamá? —dijo Santiago.
—Lo único que le falta a este mocoso es decirme imbécil y darme un manazo, Fermín —dijo la señora Zoila.
—Era amigo de todos, pero se trataba de una amistad funcional —dijo Santiago—. Nunca hablábamos de cosas personales. Con Jacobo y Aída la amistad había sido algo carnal.
—¿No dices que los periódicos mienten? —dijo don Fermín—. ¿Por qué ha de ser mentira cuando hablan de las obras del gobierno y verdad cuando publican un horror así?
—Nos amargas todos los almuerzos y las comidas —dijo la Teté—. ¿No puedes estar nunca sin pelear, supersabio?
—Pero te voy a decir una cosa —dice Santiago—. No me arrepiento de haber entrado a San Marcos en vez de la Católica.
—Aquí tengo el recorte de La Prensa —dijo Aída—. Lee, para que te den vómitos.
—Porque gracias a San Marcos no fui un alumno modelo, ni un hijo modelo ni un abogado modelo, Ambrosio —dice Santiago.
—Que la sequía ha creado una situación explosiva en el sur —dijo Aída—, un excelente caldo de cultivo para los agitadores. Sigue, eso no es nada, ya verás.
—Porque en el burdel estás más cerca de la realidad que en el convento, Ambrosio —dice Santiago.
—Que alerten a las guarniciones, que vigilen a los campesinos damnificados —dijo Aída—. Les preocupa la sequía porque podría haber un levantamiento, no porque los indios se mueren de hambre. ¿Has visto algo igual?
—Porque gracias a San Marcos me jodí —dice Santiago—. Y en este país el que no se jode, jode a los demás. No me arrepiento, Ambrosio.
—Precisamente por inmundos estos periódicos son un gran estímulo —dijo Jacobo—. Si uno se siente desmoralizado, basta abrir cualquiera de ellos para que te vuelva el odio contra la burguesía peruana.
—O sea que con nuestras cacografías estamos alentando a los rebeldes de dieciséis años —dijo Carlitos—. No tengas mala conciencia entonces, Zavalita. Ya ves, aunque sea oblicuamente, todavía ayudas a tus ex compinches.
—Lo dices en broma, pero a lo mejor sí —dijo Santiago—. Cada vez que escribo sobre algo que me repugna, hago el artículo lo más asqueroso posible. De repente, al día siguiente un muchachito lo lee y siente arcadas y, bueno, algo pasa.
Sobre la puerta estaba el cartel que había dicho Washington. El polvo cubría enteramente las toscas letras de «Academia», pero el dibujo —la mesa, el taco, las tres bolas de billar— se distinguía muy nítido y había además el ruido de las carambolas que venía de adentro: era ahí.
—Ahora resulta que Odría es noble —se rió don Fermín—. ¿Leyeron El Comercio? Desciende de barones, etcétera, y si quiere puede hacer valer su título.
Santiago empujó la puerta y entró: media docena de mesas de billar y, entre los terciopelos verdes y el techo de vigas descubiertas, caras disueltas en olas humosas; una enramada de alambres sobrevolaba las mesas, los jugadores marcaban los puntos con los tacos.
—¿Qué tuvo que ver esa huelga de tranviarios con que te escaparas de tu casa? —dijo Carlitos.
Atravesó el salón de juego, luego otro salón con sólo una mesa ocupada, después un patio erupcionado de latas de basura. Al fondo, junto a una higuera, había una puertecita cerrada. Dos toques, esperó y dos toques más, y al instante abrieron.
—Odría no se da cuenta que permitiendo esas adulonerías se convierte en el hazmerreír de Lima —dijo la señora Zoila—. Si él es noble, qué seremos nosotros.
—Todavía no han llegado los apristas —dijo Héctor—. Pasa, los camaradas ya están aquí.
—Hasta entonces nuestro trabajo había sido estudiantil —dijo Santiago—. Colectas para los estudiantes presos, discusiones en los Centros, distribución de volantes y de Cahuide. Esa huelga de tranviarios nos permitió pasar a cosas mayores.
Entró y Héctor cerró la puerta. La habitación era más vieja y sucia que las salas de juego. Cuatro mesas de billar habían sido arrimadas contra la pared para hacer más espacio. Los delegados de Cahuide estaban salpicados por el lugar.
—¿Qué culpa tiene Odría que alguien escriba un artículo diciendo que es noble? —dijo don Fermín—. Qué no inventarán los vivos para sacar plata. ¡Hasta genealogías!
Washington y el cholo Martínez conversaban de pie cerca de la puerta, Solórzano hojeaba un periódico sentado en una mesa, Aída y Jacobo desaparecían casi en la penumbra de un rincón, el Ave se había acomodado en el suelo y Héctor espiaba el patio por las rendijas de la puerta.
—La huelga de tranviarios no era política, sino por mejoras de salario —dijo Santiago—. El sindicato mandó una carta a la Federación de San Marcos pidiendo apoyo estudiantil. En la Fracción se pensó que era la gran oportunidad.
—Se les dijo a los apristas que vinieran uno por uno, pero a ellos les importa un comino la seguridad —dijo Washington—. Se presentarán en patota, como de costumbre.
—Entonces llama a ese tipo y que nos averigüe nuestros títulos también —dijo la señora Zoila—. Odría noble, sólo faltaba eso.
Llegaron unos minutos después, en grupo, como temía Washington, cinco de la veintena de delegados apristas: Santos Vivero, Arévalo, Ochoa, Huamán y Saldívar. Se mezclaron con los de Cahuide, sin votar se decidió que Saldívar dirigiera el debate. Su cara flaca, sus manos huesudas, sus mechones canosos le daban un aire responsable. Como siempre antes de comenzar, cambiaban burlas, ironías.
—En la Fracción acordamos tratar de provocar en San Marcos una huelga de solidaridad con los tranviarios —dijo Santiago.
—Ya sé por qué te preocupa tanto la seguridad —le decía Santos Vivero a Washington—. Porque ustedes son todos los rabanitos del país y si caen los soplones y nos detienen desaparece el comunismo en el Perú. Nosotros cinco, en cambio, somos una gota en el mar aprista peruano.
—El que cae en ese mar no se ahoga de agua sino de huachafería —dijo Washington.
Héctor se había quedado en su puesto de observación junto a la puerta; todos hablaban en voz baja, había un ronroneo continuo, mullido, y, de pronto, se elevaba una risa, una exclamación.
—Los delegados de la Fracción no podíamos decidir una huelga, sólo éramos ocho votos en la Federación —dijo Santiago—. Pero con los apristas podíamos. Tuvimos una reunión con ellos, en una academia de billar. Ahí comenzó, Carlitos.
—Dudo que éstos apoyen la huelga —susurró Aída a Santiago—. Están divididos. Todo depende de Santos Vivero, si él está de acuerdo los demás lo seguirán. Como carneros, ya sabes, lo que diga el líder está bien.
—Fue la primera gran discusión en Cahuide —dijo Santiago—. Yo estuve en contra de la huelga de solidaridad; el que encabezó a los partidarios fue Jacobo.
—Bueno, compañeros —Saldívar dio dos palmadas—. Acérquense, vamos a empezar.
—No fue por darle la contra a Jacobo —dijo Santiago—. Yo pensaba que no íbamos a tener el apoyo de los estudiantes, que fracasaríamos. Pero quedé en minoría y se aprobó la idea.
—Compañeros serán ustedes —se rió Washington—. Estamos juntos pero no nos mezcles, Saldívar.
—Esas reuniones con los apristas eran como los partidos amistosos de fútbol —dijo Santiago—. Comenzaban con abrazos y terminaban a veces a trompadas.
—Bueno, compañeros y camaradas, entonces —dijo Saldívar—. Acérquense o me voy al cine.
Se formó una rueda en torno a él, las risas y murmullos fueron cesando. Adoptando de pronto una seriedad funeral, Saldívar resumió el motivo de la reunión: esta noche se discutiría en la Federación la solicitud de apoyo de los tranviarios, compañeros, decidir si podíamos llevar una moción conjunta, camaradas. Jacobo levantó la mano.
—En la Fracción preparábamos esas reuniones como un ballet —dijo Santiago—. Turnarse, desarrollar cada uno un argumento distinto, no dejar sin rebatir ninguna opinión contraria.
Estaba con la corbata caída, despeinado, hablaba en voz baja: la huelga era una ocasión magnífica para provocar una toma de conciencia política en el estudiantado. Las manos ceñidas a lo largo del cuerpo: para desarrollar la alianza obrero-estudiantil. Mirando a Saldívar muy serio: iniciar un movimiento que podía extenderse a reivindicaciones como liberación de estudiantes presos y amnistía política. Calló y Huamán levantó la mano.
—Yo había estado contra la idea de la huelga por las mismas razones que expuso Huamán, un aprista —dijo Santiago—. Pero como la Fracción había acordado la huelga, me tocó defenderla contra Huamán. Eso es el centralismo democrático, Carlitos.
Huamán era pequeñito y amanerado, nos había costado tres años reconstituir los Centros y la Federación de San Marcos después de la represión, sus gestos eran elegantes, ¿cómo íbamos a lanzar una huelga, por razones extrauniversitarias, que podía ser rechazada por las bases?, y hablaba con una mano en la solapa y revoloteando la otra como una mariposa, si las bases rechazaban la huelga perderíamos la confianza de los estudiantes, y su voz era impostada, florida y por momentos chillona, y además vendría la represión y los Centros y la Federación serían desmantelados antes de que hubieran podido actuar.
—Ya sé que la disciplina de un partido tiene que ser así —dijo Santiago—. Ya sé que, si no, sería un caos. No me estoy defendiendo, Carlitos.
—No te vayas por las ramas, Ochoa —dijo Saldívar—. Cíñete al tema en debate.
—Justamente, precisamente —dijo Ochoa—. Yo pregunto: ¿está la Federación de San Marcos lo bastante fuerte para lanzarse a una acción frontal contra la dictadura?
—Pronúnciate de una vez, que no tenemos tiempo —dijo Héctor.
—Y si no está lo bastante fuerte y se lanza a la huelga —dijo Ochoa—, ¿qué sería la actitud de la Federación? Yo pregunto.
—¿Por qué no te vas a dirigir al programa Kolynos pregunta por veinte mil soles? —dijo Washington.
—¿Sería o no sería una actitud de provocación? —dijo Ochoa, imperturbable—. Yo pregunto, y constructivamente respondo: sí sería. ¿Qué? Una provocación.
—Era en medio de esas reuniones que, de repente, sentía que nunca sería un revolucionario, un militante de verdad —dijo Santiago—. De repente una angustia, un mareo, una sensación de estar malgastando horriblemente el tiempo.
—El joven romántico no quería discusiones —dijo Carlitos—. Quería acciones epónimas, bombas, disparos, asaltos a cuarteles. Muchas novelas, Zavalita.
—Ya sé que te fastidia hablar para defender la huelga —dijo Aída—. Pero consuélate, ya ves que todos los apristas están en contra. Y sin ellos, la Federación rechazará nuestra moción.
—Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio —dice Santiago—. Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo.
Levantó la mano y comenzó a hablar antes que Saldívar le diera la palabra: la huelga consolidaría los Centros, foguearía a los delegados, las bases apoyarían porque ¿acaso no habían demostrado su confianza en ellos eligiéndolos? Tenía las manos en los bolsillos y se clavaba las uñas.
—Igual que cuando hacía el examen de conciencia, los jueves, antes de la confesión —dijo Santiago—. ¿Había soñado con calatas porque había querido soñar con ellas o porque quiso el diablo y no pude impedirlo? ¿Estaban ahí en la oscuridad como intrusas o como invitadas?
—Estás equivocado, sí tenías pasta de militante —dijo Carlitos—. Si tuviera que defender ideas contrarias a las mías, me saldrían rebuznos o gruñidos o píos.
—¿Qué es lo que haces en La Crónica? —dijo Santiago—. ¿Qué es lo que hacemos a diario, Carlitos?
Santos Vivero levantó la mano, había escuchado las intervenciones con una expresión de suave desasosiego, y antes de hablar cerró los ojos y tosió como si todavía dudara.
—La tortilla se volteó en el último minuto —dijo Santiago—. Parecía que los apristas estaban en contra, que no habría huelga. Quizá todo hubiera sido diferente entonces, yo no hubiera entrado a La Crónica, Carlitos.
Él pensaba, compañeros y camaradas, que lo fundamental en estos momentos no era la lucha por la reforma universitaria, sino la lucha contra la dictadura. Y una manera eficaz de luchar por las libertades públicas, la liberación de los presos, el retorno de los desterrados, la legalización de los partidos, era, compañeros y camaradas, forjando la alianza obrero-estudiantil, o, como había dicho un gran filósofo, entre trabajadores manuales e intelectuales.
—Si citas a Haya de la Torre otra vez, te leo el Manifiesto comunista —dijo Washington—. Lo tengo aquí.
—Pareces una puta vieja que recuerda su juventud, Zavalita —dijo Carlitos—. En eso tampoco nos parecemos. Lo que me ocurrió de muchacho se me borró y estoy seguro que lo más importante me pasará mañana. Tú parece que hubieras dejado de vivir cuando tenías dieciocho años.
—No lo interrumpas que se puede arrepentir —susurró Héctor—. ¿No ves que está a favor de la huelga?
Sí, ésta podía ser una buena oportunidad, porque los compañeros tranviarios estaban demostrando valentía y combatividad, y su sindicato no estaba copado por los amarillos. Los delegados no debían seguir ciegamente a las bases, debían mostrarles el rumbo: despertarlas, compañeros y camaradas, empujarlas a la acción.
—Después de Santos Vivero, los apristas comenzaron a hablar de nuevo, y nosotros de nuevo —dijo Santiago—. Salimos de la academia de billar de acuerdo y esa noche la Federación aprobó una huelga indefinida de solidaridad con los tranviarios. Caí preso exactamente diez días después, Carlitos.
—Fue tu bautizo de fuego —dijo Carlitos—. Mejor dicho, tu partida de defunción, Zavalita.