IX

 

O SEA que hubiera sido mejor para ti quedarte en la casa, no ir a Pucallpa —dice Santiago.

—Sí, mucho mejor —dice Ambrosio—. Pero quién iba a saber, niño.

Pero qué bonito que habla, gritó Trifulcio. Había ralos aplausos en la plaza, una maquinita, algunos vivas. Desde la escalerilla de la tribuna, Trifulcio veía a la muchedumbre rizándose como el mar bajo la lluvia. Le ardían las manos pero seguía aplaudiendo.

—Primero, quién te mandó gritar Viva el Apra a la embajada de Colombia —dijo Ludovico—. Segundo, quiénes son tus compinches. Y tercero, dónde están tus compinches. De una vez, Trinidad López.

—Y a propósito —dice Santiago—. ¿Por qué te fuiste de la casa?

—Asiento Landa, ya hemos estado parados bastante rato en el Te Deum —dijo don Fermín—. Asiento, don Emilio.

—Ya estaba cansado de trabajar para los demás —dice Ambrosio—. Quería probar por mi cuenta, niño.

A ratos gritaba viva-don-Emilio-Arévalo, a ratos viva-el-general-Odría, a ratos Arévalo-Odría. Desde la tribuna le habían hecho gestos, dicho no lo interrumpas mientras habla, requintado entre dientes, pero Trifulcio no obedecía: era el primero en aplaudir, el último en dejar de hacerlo.

—Me siento ahorcado con esta pechera —dijo el senador Landa—. No soy para andar de etiqueta. Yo soy un campesino, qué diablos.

—Ya, Trinidad López —dijo Hipólito—. Quién te mandó, quiénes son y dónde están. De una vez.

—Yo creía que mi viejo te despidió —dice Santiago.

—Ya sé por qué no le aceptó a Odría la senaduría por Lima, Fermín —dijo el senador Arévalo—. Por no ponerse frac ni tongo.

—Qué ocurrencia, al contrario —dice Ambrosio—. Me pidió que siguiera con él y yo no quise. Vea qué equivocación, niño.

A ratos se acercaba a la baranda de la tribuna, encaraba a la muchedumbre con los brazos en alto, ¡tres hurras por Emilio Arévalo!, y él mismo rugía ¡rra!, ¡tres hurras por el general Odría!, y estentóreamente ¡rrarrarrá!

—El Parlamento está bien para los que no tienen nada que hacer —dijo don Fermín—. Para ustedes, los terratenientes.

—Ya me calenté, Trinidad López —dijo Hipólito—. Ahora sí que me calenté, Trinidad.

—Sólo me metí en esta macana porque el Presidente insistió para que encabezara la lista de Chiclayo —dijo el senador Landa—. Pero ya me estoy arrepintiendo. Voy a tener que descuidar Olave. Esta maldita pechera.

—¿Cómo supiste que el viejo se murió? —dice Santiago.

—No seas farsante, la senaduría te ha rejuvenecido diez años —dijo don Fermín—. Y no puedes quejarte, en unas elecciones como éstas se es candidato con gusto.

—Por el periódico, niño —dice Ambrosio—. No se imagina la pena que me dio. Porque qué gran hombre fue su papá.

Ahora la plaza hervía de cantos, murmullos y vítores. Pero, al estallar en el micro, la voz de don Emilio Arévalo apagaba los ruidos: caía sobre la plaza desde el techo de la alcaldía, el campanario, las palmeras, la glorieta. Hasta en la Ermita de la Beata había colocado Trifulcio un parlante.

—Alto ahí, las elecciones serían fáciles para Landa, que corrió solo —dijo el senador Arévalo—. Pero en mi departamento hubo dos listas, y ganar me ha costado la broma de medio millón de soles.

—Ya viste, Hipólito se calentó y te dio —dijo Ludovico—. Quién, quiénes, dónde. Antes que Hipólito se caliente de nuevo, Trinidad.

—No tengo la culpa de que la otra lista por Chiclayo tuviera firmas apristas —se rió el senador Landa—. La tachó el Jurado Electoral, no yo.

¿Y qué se hicieron las banderas?, dijo de pronto Trifulcio, los ojos llenos de asombro. Él tenía la suya prendida en la camisa, como una flor. La arrancó con una mano, la mostró a la multitud en un gesto desafiante. Unas cuantas banderitas se elevaron sobre los sombrerones de paja y los cucuruchos de papel que muchos se habían fabricado para protegerse del sol. ¿Dónde estaban las otras, para qué se creían que eran, por qué no las sacaban? Calla negro, dijo el que daba las órdenes, todo está saliendo bien. Y Trifulcio: se empujaron el trago pero se olvidaron de las banderitas, don. Y el que daba las órdenes: déjalos, todo está muy bien. Y Trifulcio: sólo que la ingratitud de éstos da cólera, don.

—¿De qué enfermedad se murió su papá, niño? —dice Ambrosio.

—A Landa estos trajines electorales lo han rejuvenecido, pero a mí me han sacado canas —dijo el senador Arévalo—. Basta de elecciones. Esta noche cinco polvos.

—Del corazón —dice Santiago—. O de los colerones que le di.

—¿Cinco? —se rió el senador Landa—. Cómo te va a quedar el culo, Emilio.

—Y ahora Hipólito se arrechó —dijo Ludovico—. Ay mamita, ahora sí que te llegó, Trinidad.

—No diga eso, niño —dice Ambrosio—. Si don Fermín lo quería tanto. Siempre decía el flaco es al que quiero más.

Solemne, marcial, la voz de don Emilio Arévalo flotaba sobre la plaza, invadía las calles terrosas, se perdía en los sembríos. Estaba en mangas de camisa, accionaba y su anillo relampagueaba junto a la cara de Trifulcio. Levantaba la voz, ¿se había puesto furioso? Miró a la multitud: caras quietas, ojos enrojecidos de alcohol, aburrimiento o calor, bocas fumando o bostezando. ¿Se había calentado porque no lo estaban escuchando?

—Tanto codearte con la chusma en la campaña electoral, te has contagiado —dijo el senador Arévalo—. No hagas esos chistes cuando discursees en el Senado, Landa.

—Tanto, que sufrió una barbaridad cuando usted se escapó de la casa, niño —dice Ambrosio.

—Bueno, el gringo me ha dado sus quejas, se trata de eso —dijo don Fermín—. Que ya pasaron las elecciones, que hace mala impresión a su gobierno que siga preso el candidato de la oposición. Esos gringos formalistas, ya saben.

—Iba cada día donde su tío Clodomiro a preguntarle por usted —dice Ambrosio—. Qué sabes del flaco, cómo está el flaco.

Pero, de pronto, don Emilio dejó de gritar y sonrió y habló como si estuviera contento. Sonreía, su voz era suave, movía la mano, parecía que arrastrara una muleta y el toro pasara besándole el cuerpo. La gente de la tribuna sonreía, y Trifulcio, aliviado, sonrió también.

—Ya no hay razón para que siga preso, lo van a soltar en cualquier momento —dijo el senador Arévalo—. ¿No se lo dijo al embajador, Fermín?

—Vaya, te pusiste a hablar —dijo Ludovico—. O sea que no te gustan los golpes sino los cariños de Hipólito. ¿Que qué dices, Trinidad?

—Y también a la pensión de Barranco donde usted vivía —dice Ambrosio—. Y a la dueña qué hace mi hijo, cómo está mi hijo.

—No entiendo a los gringos de mierda —dijo el senador Landa—. Le pareció muy bien que se encarcelara a Montagne antes de las elecciones y ahora le parece mal. Nos mandan embajadores de circo, éstos.

—¿Iba a la pensión a preguntar por mí? —dice Santiago.

—Claro que se lo dije, pero anoche hablé con Espina y tiene escrúpulos —dijo don Fermín—. Que hay que esperar, que si se suelta a Montagne ahora podrá pensarse que se lo encarceló para que Odría ganara las elecciones sin competidor, que fue mentira lo de la conspiración.

—¿Que tú eres el brazo derecho de Haya de la Torre? —dijo Ludovico—. ¿Que tú eres el verdadero jefe máximo del Apra y Haya de la Torre tu cholito, Trinidad?

—Claro, niño, todo el tiempo —dice Ambrosio—. Le pasaba plata a la dueña de la pensión para que no le contara a usted.

—Espina es un cojudo sin remedio —dijo el senador Landa—. Por lo visto se cree que alguien se tragó el cuentanazo de la conspiración. Hasta mi sirvienta sabe que a Montagne lo encerraron para que dejara el campo libre a Odría.

—No nos vas a tomar el pelo así, papacito —dijo Hipólito—. ¿Estás queriendo que te zampe el huevo a la boca o qué, Trinidad?

—El señor creía que usted se enojaría si se enteraba —dice Ambrosio.

—La verdad es que apresar a Montagne fue una metida de pata —dijo el senador Arévalo—. No sé por qué aceptaron que hubiera un candidato de oposición si a última hora iban a dar marcha atrás y a encarcelarlo. La culpa la tienen los consejeros políticos. Arbeláez, el idiota de Ferro, incluso usted, Fermín.

—Ya ve cuánto lo quería su papá, niño —dice Ambrosio.

—Las cosas no salieron como se esperaba, don Emilio —dijo don Fermín—. Nos podíamos llevar un chasco con Montagne. Además, yo no fui partidario de que se lo encarcelara. En fin, ahora hay que tratar de componer las cosas.

Ahora gritaba, sus manos eran dos aspas, y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto se rompió ¡viva el Perú! Una salva de aplausos en la tribuna, una salva en la plaza. Trifulcio agitaba su banderita, viva-don-Emilio-Arévalo, ahora sí muchas banderas asomaron sobre las cabezas, viva-el-general-Odría, ahora sí. Los parlantes roncaron un segundo, luego inundaron la plaza con el Himno Nacional.

—Yo le di mi opinión a Espina cuando me anunció que iba a detener a Montagne con el pretexto de una conspiración —dijo don Fermín—. No se lo va a tragar nadie, va a perjudicar al General, ¿acaso no tenemos gente segura en el Jurado Electoral, en las mesas? Pero Espina es un imbécil, sin ningún tacto político.

—Así que el jefe máximo, así que mil apristas van a asaltar la Prefectura para rescatarte —dijo Ludovico—. Así que crees que haciéndote el loco nos vas a cojudear, Trinidad.

—No me crea un curioso, pero ¿por qué se escapó de la casa esa vez, niño? —dijo Ambrosio—. ¿No estaba bien donde sus papás?

Don Emilio Arévalo estaba sudando; estrechaba las manos que convergían hacia él de todos lados, se limpiaba la frente, sonreía, saludaba, abrazaba a la gente de la tribuna, y la armazón de madera se bamboleaba, mientras don Emilio venía hacia la escalerilla. Ahora te tocaba a ti, Trifulcio.

—Demasiado bien, por eso me fui —dice Santiago—. Era tan puro y tan cojudo que me fregaba tener la vida tan fácil y ser un niño decente.

—Lo curioso es que la idea de encarcelarlo no fue del Serrano —dijo don Fermín—. Ni de Arbeláez ni de Ferro. El que los convenció, el que se empeñó fue Bermúdez.

—Tan puro y tan cojudo que creía que jodiéndome un poco me haría hombrecito, Ambrosio —dice Santiago.

—Que todo eso fue obra de un directorcito de gobierno, de un empleadito, tampoco me lo trago —dijo el senador Landa—. Eso lo inventó el Serrano Espina para echarle la pelota a alguien si las cosas salían mal.

Trifulcio estaba ahí, al pie de la escalerilla, defendiendo a codazos su sitio, escupiéndose las manos, la mirada fanáticamente incrustada en las piernas de don Emilio que se acercaban mezcladas con otras, el cuerpo tenso, los pies bien apoyados en la tierra: a él, le tocaba a él.

—Lo tienes que creer porque es la verdad —dijo don Fermín—. Y no lo basurees mucho. Como quien no quiere la cosa, ese empleadito se está convirtiendo en hombre de confianza del General.

—Ahí lo tienes, Hipólito, te lo regalo —dijo Ludovico—. Quítale las locuras al jefe máximo de una vez.

—¿Entonces no se fue porque tenía distintas ideas políticas que su papá? —dice Ambrosio.

—Le cree todo, lo considera infalible —dijo don Fermín—. Cuando Bermúdez opina, Ferro, Arbeláez, Espina y hasta yo nos vamos al diablo, no existimos. Se vio cuando lo de Montagne.

—El pobre no tenía ideas políticas —dice Santiago—. Sólo intereses políticos, Ambrosio.

Trifulcio dio un salto, las piernas estaban ya en el último escalón, dio un empellón, dos, y se agachó y ya iba a alzarlo. No, no amigo, dijo un don Emilio risueño y modesto y sorprendido, muchas gracias pero, y Trifulcio lo soltó, retrocedió, confuso, los ojos abriéndose y cerrándose, ¿pero, pero?, y don Emilio pareció también confuso, y en el grupo apiñado en torno a él hubo codazos, cuchicheos.

—La verdad es que, aun cuando no sea infalible, tiene cojones —dijo el senador Arévalo—. En año y medio nos borró del mapa a los apristas y a los comunistas y pudimos llamar a elecciones.

—¿Sigues siendo el jefe máximo del Apra, papacito? —dijo Ludovico—. Bueno, muy bien. Sigue, Hipólito.

—Lo de Montagne fue así —dijo don Fermín—. Un buen día Bermúdez desapareció de Lima y volvió a las dos semanas. He recorrido medio país, General, si Montagne llega de candidato a las elecciones, usted pierde.

Qué esperas, imbécil, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio disparó una mirada angustiada a don Emilio, que hizo un signo de rápido o apúrate. La cabeza de Trifulcio se agachó velozmente, atravesó el horcón que formaban las piernas, alzó a don Emilio como una pluma.

—Eso era un disparate —dijo el senador Landa—. Montagne no iba a ganar jamás. No tenía dinero para una buena campaña, nosotros controlábamos todo el aparato electoral.

—¿Y por qué te parecía tan gran hombre mi viejo? —dice Santiago.

—Pero los apristas iban a votar por él, todos los enemigos del régimen iban a votar por él —dijo don Fermín—. Bermúdez lo convenció. Si voy en estas condiciones, pierdo. En fin, así fue, por eso lo metieron preso.

—Porque era, pues, niño —dice Ambrosio—. Tan inteligente y tan caballero y tan todo, pues.

Oía aplausos y vítores mientras avanzaba con su carga a cuestas, rodeado de Téllez, de Urondo, del capataz y del que daba las órdenes, también él gritando Arévalo-Odría, seguro, tranquilo, sujetando bien las piernas, sintiendo en sus pelos los dedos de don Emilio, viendo la otra mano que agradecía y estrechaba las manos que se le tendían.

—Ya déjalo, Hipólito —dijo Ludovico—. No ves que ya lo soñaste.

—A mí no me parecía un gran hombre, sino un canalla —dice Santiago—. Y lo odiaba.

—Está truqueando —dijo Hipólito—. Y te lo voy a demostrar.

El Himno Nacional había terminado cuando acabaron de dar la vuelta a la plaza. Hubo un redoble de tambor, un silencio, y comenzó una marinera. Entre las cabezas y los puestos de refrescos y de viandas, Trifulcio divisó una pareja que bailaba: ya, llévalo a la camioneta, negro. A la camioneta, don.

—Lo mejor será que hablemos con él —dijo el senador Arévalo—. Usted le cuenta su charla con el embajador, Fermín, y nosotros le diremos ya se acabaron las elecciones, el pobre Montagne no es un peligro para nadie, suéltelo y ese gesto le ganará simpatía. A Odría hay que trabajarlo así.

—Niño, niño —dice Ambrosio—. Cómo va a decir eso de él, niño.

—Cómo conoces la psicología del cholo, senador —dijo el senador Landa.

—Ya ves que no está truqueando —dijo Ludovico—. Suéltalo ya.

—Pero ya no lo odio, ahora que está muerto ya no —dice Santiago—. Lo fue, pero sin saberlo, sin quererlo. Y, además, en este país hay canallas para regalar, y él creo que lo pagó, Ambrosio.

Ya bájalo, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio se agachó: vio que los pies de don Emilio tocaban el suelo, vio sus manos que sacudían el pantalón. Entró en la camioneta y tras él Téllez, Urondo y el capataz. Trifulcio se sentó adelante. Un grupo de hombres y mujeres miraban, boquiabiertos. Riéndose, sacando la cabeza por la ventanilla, Trifulcio les gritó: ¡viva don Emilio Arévalo!

—No sabía que Bermúdez tenía tanta influencia en Palacio —dijo el senador Landa—. ¿Cierto que tiene una querida que es bailarina o algo así?

—Está bien, Ludovico, menos bulla —dijo Hipólito—. Ya lo solté.

—Le acaba de poner una casita en San Miguel —sonrió don Fermín—. A esa que era querida de Muelle.

—¿Y también te parecía un gran hombre ése con el que trabajaste antes de ser chofer de mi viejo? —dice Santiago.

—¿A la Musa? —dijo el senador Landa—. Caracoles, una señora mujer. ¿Ésa es la querida de Bermúdez? Es un pájaro de alto vuelo, para ponerla en una jaula hay que tener bien forrados los bolsillos.

—Ya lo creo que se te pasó, mierda —dijo Ludovico—. Échale agua, haz algo, no te quedes ahí.

—Tan de alto vuelo que lo dejó a Muelle en la tumba —se rió don Fermín—. Y maricona, y se droga.

—¿Don Cayo? —dice Ambrosio—. Nunca, niño, él no tenía ni para comenzar con su papá.

—No se pasó, está vivo —dijo Hipólito—. De qué te asustas, no le dejé ni un arañón, ni un moretón. Se soñó de susto, Ludovico.

—Quién no es maricón en estos tiempos, quién no se droga ahora en Lima —dijo el senador Landa—. Nos estamos civilizando ¿no?

—¿No te daba vergüenza trabajar con ese hijo de puta? —dice Santiago.

—Quedamos en eso, veremos a Odría mañana —dijo el senador Arévalo—. Hoy le han puesto la banda presidencial y hay que dejarlo que se pase el día mirándose al espejo y gozando.

—Por qué me iba a dar —dice Ambrosio—. Yo no sabía que don Cayo se iba a portar mal con su papá. Si en esa época eran tan amigos, niño.

Cuando llegaron a la casa-hacienda y bajó de la camioneta, Trifulcio no fue a pedir de comer, sino al riachuelo a mojarse la cabeza, la cara y los brazos. Después se tendió en el patio de atrás, bajo el alero de la desmotadora. Le ardían las manos y la garganta, estaba cansado y contento. Ahí mismo se quedó dormido.

—El sujeto ese, señor Lozano, el Trinidad López ese —dijo Ludovico—. Sí, de repente se nos loqueó.

—¿Te encontraste con ella en la calle? —dijo Queta—. ¿La que era sirvienta de Bola de Oro, la que se acostaba contigo? ¿Ésa de la que te enamoraste?

—Me alegro que hiciera soltar a Montagne, don Cayo —dijo don Fermín—. Los enemigos del régimen se estaban aprovechando de este pretexto para decir que las elecciones fueron una farsa.

—¿Cómo que se loqueó? —dijo el señor Lozano—. ¿Habló o no habló?

—Es verdad que fueron, entre usted y yo lo podemos reconocer —dijo Cayo Bermúdez—. Apresar al único candidato opositor no fue la mejor solución, pero no hubo más remedio. Se trataba de que el General saliera elegido ¿no?

—¿Te contó que se había muerto su marido, que se había muerto su hijo? —dijo Queta—. ¿Que andaba buscando trabajo?

Lo despertaron las voces del capataz, de Urondo y de Téllez. Se sentaron a su lado, le invitaron un cigarrillo, conversaron. ¿Había salido bien la manifestación de Grocio Prado, no? Sí, había salido bien. ¿Más gente hubo en la de Chincha, no? Sí, más. ¿Ganaría las elecciones don Emilio? Claro que ganaría. Y Trifulcio: ¿si don Emilio se iba a Lima de senador a él lo despedirían? No hombre, lo contratarían, dijo el capataz. Y Urondo: te quedarás con nosotros, ya verás. Todavía hacía calor, el sol del atardecer coloreaba el algodonal, la casa-hacienda, las piedras.

—Habló, pero locuras, señor Lozano —dijo Ludovico—. Que era el segundo jefe máximo, que era el primer jefe máximo. Que los apristas iban a venir a rescatarlo con cañones. Se loqueó, palabra.

—¿Y le dijiste hay una casita en San Miguel donde buscan empleada? —dijo Queta—. ¿Y la llevaste donde Hortensia?

—¿De veras piensa que Odría hubiera sido derrotado por Montagne? —dijo don Fermín.

—Más bien di que los cojudeó —dijo el señor Lozano—. Ah, par de inútiles. Y encima tontos.

—O sea que es Amalia, la que comenzó a trabajar el lunes —dijo Queta—. O sea que eres más tonto de lo que pareces. ¿Se te ocurre que eso no se va a saber?

—Montagne o cualquier otro opositor, ganaba —dijo Cayo Bermúdez—. ¿No conoce a los peruanos, don Fermín? Somos acomplejados, nos gusta apoyar al débil, al que no está en el poder.

—Nada de eso, señor Lozano —dijo Hipólito—. Ni inútiles ni tontos. Venga a verlo cómo lo dejamos y verá.

—¿Que le hiciste jurar que no le diría a Hortensia que tú le pasaste el dato? —dijo Queta—. ¿Que le hiciste creer que Cayo Mierda la botaría si sabía que te conocía?

En eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y ahí venía el que daba las órdenes. Cruzó el patio, se paró frente a ellos, apuntó con el dedo a Trifulcio: la cartera de don Emilio, hijo de puta.

—Es una lástima que no le aceptara usted la senaduría —dijo Cayo Bermúdez—. El Presidente tenía la esperanza de que usted fuera el vocero de la mayoría en el Parlamento, don Fermín.

—¿La cartera, que yo le saqué la? —Trifulcio se levantó, se golpeó el pecho—. ¿Yo, don, yo?

—Pedazo de imbéciles —dijo el señor Lozano—. ¿Y por qué no lo llevaron a la enfermería, pedazo de imbéciles?

—¿Robas al que te da de comer? —dijo el que daba las órdenes—. ¿Al que te da trabajo siendo ladrón conocido?

—No conoces a las mujeres —dijo Queta—. Un día le contará a Hortensia que te conoce, que tú la llevaste a San Miguel. Un día Hortensia se lo contará a Cayo Mierda, un día él a Bola de Oro. Y ese día te matarán, Ambrosio.

Trifulcio se había arrodillado, había comenzado a jurar y a lloriquear. Pero el que daba las órdenes no se dejó conmover: lo mandaba preso de nuevo, delincuente, hampón conocido, la cartera de una vez. Y en eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y salió don Emilio: qué pasaba aquí.

—Lo llevamos pero no quisieron recibirlo, señor Lozano —dijo Ludovico—. Que no aceptaban la responsabilidad, que sólo si usted da la orden por escrito.

—Ya conversamos de eso, don Cayo —dijo don Fermín—. Yo encantado de servir al Presidente. Pero una senaduría es entregarse de lleno a la política y yo no puedo.

—Yo no voy a decir nada, yo nunca digo nada —dijo Queta—. A mí no me importa nada de nada. Te vas a joder, pero no por mí.

—¿Tampoco aceptaría una embajada? —dijo Cayo Bermúdez—. El General está tan agradecido por toda la colaboración que usted le ha prestado y quiere demostrárselo. ¿No le interesaría, don Fermín?

—Mire cómo me está ofendiendo, don Emilio —dijo Trifulcio—. Mire la barbaridad de que me acusa. Hasta me ha hecho llorar, don Emilio.

—Ni pensarlo —dijo don Fermín, riéndose—. No tengo pasta de parlamentario ni de diplomático, don Cayo.

—Yo no fui, señor —dijo Hipólito—. Se loqueó solito, se tiró de bruces solito, señor. Apenas lo tocamos, créame señor Lozano.

—No ha sido él, hombre —dijo don Emilio al que daba las órdenes—. Sería algún cholito de la manifestación. ¿Tú no serías tan perro de robarme a mí, no, Trifulcio?

—Lo va a herir al General con tanto desinterés, don Fermín —dijo Cayo Bermúdez.

—Antes me dejaría cortar la mano, don Emilio —dijo Trifulcio.

—Ustedes armaron esta complicación —dijo el señor Lozano—. Y ustedes solitos la van a desarmar, so carajos.

—Nada de desinterés, se equivoca —dijo don Fermín—. Ya habrá ocasión de que Odría me retribuya mis servicios. Ya ve, como usted es tan franco conmigo, yo lo mismo con usted, don Cayo.

—Lo van a sacar calladitos, se lo van a llevar con cuidadito —dijo el señor Lozano—, lo van a dejar por alguna parte. Y si alguien los ve se joden, y encima los jodo yo. ¿Entendido?

Ah, zambo latero, dijo don Emilio. Y se fue a la casa-hacienda con el que daba las órdenes, y Urondo y el capataz también se fueron, al poco rato. Te habían mentado la madre a su gusto, Trifulcio, se reía Téllez.

—Usted siempre me anda invitando y yo quisiera corresponderle —dijo Cayo Bermúdez—. Me gustaría invitarlo a comer a mi casa una de estas noches, don Fermín.

—Ese hombre que me insultó no sabía a qué se exponía —dijo Trifulcio.

—Ya está, señor —dijo Ludovico—. Lo sacamos, lo llevamos, lo dejamos y nadie nos vio.

—¿No le sacaste la cartera? —dijo Téllez—. A mí tú no me engañas, Trifulcio.

—Cuando usted quiera —dijo don Fermín—. Con mucho gusto, don Cayo.

—Se la saqué pero a él no le constaba —dijo Trifulcio—. ¿Vamos esta noche al pueblo?

—En la puerta del San Juan de Dios, señor Lozano —dijo Hipólito—. Nadie nos vio.

—He tomado una casita en San Miguel, cerca del Bertoloto —dijo Cayo Bermúdez—. Y, además, bueno, no sé si sabrá, don Fermín.

—¿A quién, de qué me hablan? —dijo el señor Lozano—. ¿Todavía no se han olvidado, so carajos?

—¿Cuánta plata había en la cartera, Trifulcio? —dijo Téllez.

—Bueno, había oído algo, sí —dijo don Fermín—. Ya sabe las cotorras que son los limeños, don Cayo.

—No seas tan preguntón —dijo Trifulcio—. Conténtate con que te pague los tragos esta noche.

—Ah bueno, ah pero claro —dijo Ludovico—. A nadie, de nada. Ya nos olvidamos de todo, señor.

—Soy un provinciano, a pesar del año y medio en Lima todavía no sé las costumbres de acá —dijo Cayo Bermúdez—. Francamente, me sentía un poco cortado. Temía que usted no aceptara ir a mi casa, don Fermín.

—Yo también, señor Lozano, palabra que me olvidé —dijo Hipólito—. Quién era Trinidad López, nunca lo vi, nunca existió. ¿Ya ve, señor? Ya me olvidé.

Téllez y Urondo, borrachos ya, cabeceaban en la banca de madera de la chingana, pero, a pesar de las cervezas y del calor, Trifulcio seguía despierto. Por los agujeros de la pared se divisaba la placita arenosa blanqueada por el sol, el rancho donde entraban los votantes. Trifulcio miraba a los guardias parados frente al rancho. En el transcurso de la mañana habían venido un par de veces a tomar una cerveza y ahora estaban allá, con sus uniformes verdes. Por sobre las cabezas de Téllez y Urondo se veía una lengua de playa, un mar con manchones de algas brillando. Habían visto partir las barcas, las habían visto disolverse en el cielo del horizonte. Habían comido cebiche fresco y pescado frito con papas cocidas y tomado cerveza, mucha cerveza.

—¿Me ha creído usted un fraile, un tonto? —dijo don Fermín—. Vamos, don Cayo. Me parece magnífico que haya hecho una conquista así. Encantado de ir a comer con ustedes, cuantas veces quieran.

Trifulcio vio el terral, vio la camioneta roja. Atravesó la placita entre perros que ladraban, frenó ante la chingana, bajó el que daba las órdenes. ¿Había votado mucha gente ya? Muchísima, toda la mañana habían estado entrando y saliendo. Tenía botas, pantalón de montar, una camisa sin botones: no quería verlos borrachos, que no tomaran más. Y Trifulcio: pero ahí había un par de cachacos, don. No te preocupes, dijo el que daba las órdenes. Subió a la camioneta y desapareció entre ladridos y una nube de polvo.

—Después de todo, usted es algo culpable —dijo Cayo Bermúdez—. ¿Se acuerda esa noche, en el Embassy?

Los que salían de votar se acercaban a la chingana, la dueña los atajaba en la puerta: cerrado por elecciones, no se atendía. ¿Y por qué no estaba cerrado para ésos? La vieja no les daba explicaciones: fuera o llamaba a los cachacos. Los tipos se iban, requintando.

—Claro que me acuerdo —se rió don Fermín—. Pero nunca me imaginé que iba a quedar flechado por la Musa, don Cayo.

La sombra de los ranchos de la placita era ya más larga que los manchones de sol, cuando volvió a aparecer la camioneta roja, ahora cargada de hombres. Trifulcio miró hacia el rancho: un grupo de votantes observaba la camioneta con curiosidad, los dos guardias también miraban acá. Listo, apuraba el que daba las órdenes a los hombres que saltaban al suelo, de una vez. Ya iría a cerrarse la votación, ya estarían sellando las ánforas.

—Ya sé por qué lo hiciste, infeliz —dijo don Fermín—. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba.

Trifulcio, Téllez y Urondo salieron de la chingana, se pusieron al frente de los hombres de la camioneta. No eran más de quince y Trifulcio los reconoció: tipos de la desmotadora, peones, los dos sirvientes de la casa-hacienda. Zapatones de domingo, pantalones de tocuyo, sombrerotes. Tenían los ojos ardiendo, olían a alcohol.

—Qué le parece este Cayo —dijo el coronel Espina—. Yo creía que no hacía otra cosa que trabajar día y noche, y vea usted lo que se consiguió. ¿Linda hembra, no, don Fermín?

Avanzaron en pelotón por la placita, y los que estaban en la puerta del rancho comenzaron a codearse y a apartarse. Los dos guardias les salieron al encuentro.

—Sino por el anónimo que me mandó contándome lo de tu mujer —dijo don Fermín—. No por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.

—Aquí se ha estado haciendo trampa —dijo el que daba las órdenes—. Venimos a protestar.

—A mí me dejó asombrado —dijo el coronel Espina—. Carajo, el tranquilo de Cayo con tamaña hembra. ¿Increíble, no, don Fermín?

—No permitimos que haya fraude —dijo Téllez—. ¡Viva el general Odría, viva don Emilio Arévalo!

—Estamos aquí para cuidar el orden —dijo uno de los guardias—. No tenemos nada que ver con la votación. Protesten con los de las mesas.

—¡Viva! —gritaban los hombres—. ¡Arévalo-Odría!

—Lo gracioso es que yo le daba consejos —dijo el coronel Espina—. No trabajes tanto, goza un poco de la vida. Y vea usted con la que salió, don Fermín.

La gente se había acercado, mezclado con ellos, y los miraba y miraba a los guardias y se reía. Y, entonces, en la puerta del rancho surgió un hombrecito que miró a Trifulcio asustado: ¿qué bulla era ésta? Tenía saco y corbata, anteojos y un bigotito sudado.

—Despejen, despejen —dijo, con voz temblona—. Ya se cerró la votación, ya son las seis. Guardias, que se retire esta gente.

—Creías que te iba a despedir por lo que me enteré del asunto de tu mujer —dijo don Fermín—. Creíste que haciendo eso me tenías del pescuezo. También tú querías chantajearme, infeliz.

—Dicen que ha habido trampa, señor —dijo uno de los guardias.

—Dicen que vienen a protestar, doctor —dijo el otro.

—Y yo le pregunté cuándo vas a traer a tu mujer de Chincha —dijo el coronel Espina—. Nunca, se quedará en Chincha, nomás. Fíjese cómo se ha avivado el provinciano de Cayo, don Fermín.

—Es cierto, quieren hacer trampa —dijo un tipo que salió del rancho—. Quieren robarle la elección a don Emilio Arévalo.

—Oiga, qué le pasa —el hombrecito había abierto los ojos como platos—. ¿Usted acaso no controló la votación como representante de la lista Arévalo? ¿De qué trampa habla si ni siquiera hemos contado los votos?

—Basta, basta —dijo don Fermín—. Déjate de llorar. ¿No fue así, no pensaste eso, no lo hiciste por eso?

—No permitimos —dijo el que daba las órdenes—. Vamos adentro.

—Después de todo, tiene derecho a divertirse —dijo el coronel Espina—. Espero que al General no le parezca mal esto de que se eche una querida, así, tan abiertamente.

Trifulcio cogió al hombrecito de las solapas y con suavidad lo retiró de la puerta. Lo vio ponerse amarillo, lo sintió temblar. Entró al rancho, detrás de Téllez, de Urondo y del que daba las órdenes. Adentro, un jovencito en overol se paró y gritó ¡aquí no se puede entrar, policía, policía! Téllez le dio un empujón y el joven se fue al suelo gritando ¡policía, policía! Trifulcio lo levantó, lo sentó en una silla: quietecito, calladito, hombre. Téllez y Urondo cargaron las ánforas y salieron a la calle. El hombrecito miraba aterrado a Trifulcio: era un delito, iban a ir a la cárcel, y se le deshacía la voz.

—Cállate, a ti te ha pagado Mendizábal —dijo Téllez.

—Cállate si no quieres que te callen —dijo Urondo.

—No vamos a permitir que haya fraude —dijo a los guardias el que daba las órdenes—. Estamos llevando las ánforas al Jurado Departamental.

—Aunque no creo, porque nada de lo que hace Cayo le parece mal —dijo el coronel Espina—. Dice que el mejor servicio que he prestado al país ha sido desenterrar a Cayo de la provincia y traerlo a trabajar conmigo. Lo tiene en el bolsillo al General, don Fermín.

—Bueno, está bien —dijo don Fermín—. No llores más, infeliz.

En la camioneta, Trifulcio se sentó adelante. Vio por la ventanilla que en la puerta del rancho el hombrecito y el muchacho de overol discutían con los guardias. La gente los miraba, unos señalaban la camioneta, otros se reían.

—Bueno, no querías chantajearme sino ayudarme —dijo don Fermín—. Harás lo que yo te diga, bueno, me obedecerás. Pero basta, ya no llores más.

—¿Y para esto tanta espera? —dijo Trifulcio—. Si sólo había ahí dos tipos del señor Mendizábal. Los otros eran mirones, nomás.

—No te desprecio, no te odio —dijo don Fermín—. Está bien, me tienes respeto, lo hiciste por mí. Para que yo no sufriera, bueno. No eres un infeliz, está bien.

—Mendizábal se creía muy seguro —dijo Urondo—. Como éstas son sus tierras, creyó que iba a barrer con los votos. Pero se ensartó.

—Está bien, está bien —repetía don Fermín.