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El papa de los barrios bajos

El Rev. José Maria Di Paola, un sacerdote joven con barba y pelo largo, se ponía nervioso mientras improvisaba un altar hecho con cajas de cerveza y trozos de madera. Estaba preparando una misa en la calle, en una de las esquinas más duras de uno de los barrios bajos más violentos de la ciudad, la Villa 21-24, un gueto de Buenos Aires que crecía rápidamente, en donde mantenía la parroquia local. Pero su invitado especial, el arzobispo Jorge Mario Bergoglio, estaba demorado. El joven sacerdote se empezó a preocupar.

Los barrios pobres de Buenos Aires se conocen como villas miseria. La mayoría de los residentes son gente pobre trabajadora. Sus barrios producen un total escalofriante de asesinatos cada año, pocos de los cuales alguna vez se resuelven. Para ver un claro ejemplo de la profunda división social que representan las villas en la sociedad argentina, simplemente observen el dispositivo de GPS típico en el tablero de los autos locales: están diseñados para advertir a los conductores, “atención, se está acercando a un área peligrosa”, si deambulan muy cerca de una villa.

No había mucho que el joven sacerdote pudiera hacer aquella tarde del año 2000. El arzobispo había insistido en ir solo al servicio en autobús o a pie.

Finalmente, el padre Di Paola vio una figura que salía impasiblemente de una de las pequeñas viviendas de ladrillos del gueto. “¡Lo lograste!”, exclamó el joven sacerdote.

El arzobispo se disculpó por su retraso. En realidad había llegado temprano, le explicó, y había decidido pasear por las callejuelas y compartir unos mates (un té amargo local que se bebe en una calabaza) con los residentes de la villa.

Trece años más tarde, el sacerdote aun se maravilla con ese recuerdo. “La gente quedó alucinada”, recuerda. El arzobispo “iba y venía por las callejuelas bendiciendo los hogares, callejuelas a las que la mayoría de la gente que no es de la villa no entraría por lo peligrosas que son”.

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Son muchas las facetas del cardenal conocido en Buenos Aires simplemente como “Bergoglio” y ahora conocido por el mundo como papa Francisco. Está el clérigo de carrera y el conservador doctrinal fiel, si bien cuidadoso. Está el hombre cuya carrera se cruzó con el descenso de Argentina a una sangrienta “Guerra Sucia” y el restablecimiento de una democracia frágil que casi se desplomó con los disturbios violentos de 2001.

Y está el jesuita. La orden de sacerdotes con mentalidad intelectual a la que el papa Francisco pertenece, se fundó hace medio milenio pero nunca, hasta ahora, había producido un papa. La orden se define por una historia de exploración de los límites geográficos como también de los límites intelectuales del mundo, ya sea en los viajes a las cortes de la China y el Japón imperiales, durante el siglo XVI, o los viajes no menos peligrosos a los barrios pobres de Buenos Aires y otras ciudades latinoamericanas en las décadas más recientes.

De hecho, el lugar en donde comenzar el viaje para comprender al nuevo papa es aquel en donde él mismo puso tanta atención como arzobispo de esta desperdigada ciudad de casi tres millones: las villas de la ciudad. Luego de su elevación al papado, la gente de aquí rápidamente lo apodó “el Papa Villero”, el Papa de los barrios bajos.

La Villa 21-24, la más grande de la ciudad, se remonta a la década de 1940, cuando uno de los varios desplomes económicos de la Argentina llevó a las familias rurales a la capital en busca de trabajo y comida. En la década de 1970, una dictadura militar que estaba al mando eliminó a muchas familias por la fuerza, pero el gueto en expansión floreció nuevamente con la llegada de inmigrantes provenientes del país vecino incluso más pobre que Argentina, Paraguay. Hoy en día, la mayoría de las 40.000 o más personas que viven en la Villa 21-24 afirman tener raíces paraguayas.

En un extremo, la Villa 21-24 está apretujada alrededor de una vía del tren, que parece imposible que un tren pueda pasar sin derribar algunos tugurios. Hay jaurías de perros vagabundos en las calles, definidas por charcos de barro gris de pedernal. Hay muchos santuarios pequeños, llamados ermitas, que dan testimonio de la fe y el sufrimiento. Una de ellas, cerca de las vías del tren, recuerda a un recién nacido sin vida que fue encontrado abandonado allí. Contiene votivos, vírgenes y una foto del niño fallecido.

Un paseo por la villa ofrece una clase magistral sobre el problema social más flagrante de América Latina: la profunda diferencia económica entre los ricos y los pobres. Como muchos de sus vecinos, Argentina es el hogar de una clase enorme y poco educada de sirvientes y trabajadores de la construcción que están fundamentalmente excluidos de la sociedad más amplia. Las villas que ellos llaman hogar existen como un mundo paralelo violento y empobrecido, con sus propios códigos y normas. Es difícil conseguir escuelas, hospitales, protección policial y, a veces, incluso agua.

Hace cinco décadas, a raíz del Concilio Vaticano Segundo, surgió un movimiento para llevar el evangelio a los barrios marginales. Los curas villeros, o curas de los barrios marginales, comenzaron a vivir y a trabajar en los barrios más desdichados de la ciudad.

Mientras la Argentina giraba bruscamente hacia un período de crisis política, sin embargo, este movimiento se politizó. La llegada de los curas villeros a los guetos de Buenos Aires coincidió con la profunda y sangrienta brecha ideológica en la política latinoamericana posterior a la Revolución Cubana de 1959. Algunos sacerdotes activistas cayeron bajo sospecha de trabajar con las guerrillas marxistas. Los sacerdotes fueron secuestrados y asesinados. Ésta fue la era de la Guerra Sucia de Argentina, caracterizada por los escuadrones de la muerte organizados por el estado y la desaparición de aproximadamente 10.000 personas.

El padre Bergoglio, que condujo a los jesuitas argentinos durante la mayor parte de esa época difícil, consideró que la naturaleza políticamente cargada de los esfuerzos de los activistas representaba un peligro para la Iglesia, por lo que encauzó a los jesuitas lejos del trabajo social hacia una búsqueda filosófica y de culto. Pero hacia 1990, la estabilidad política regresó, y el padre Bergoglio, primer obispo auxiliar de Buenos Aires, que luego comenzó en 1998 como arzobispo, empezó a ubicar el trabajo de los curas villeros en los guetos en el centro de la arquidiócesis que conducía.

La gente que lo conoce dice que el factor clave en su transformación fue simplemente el fin de las políticas de la Guerra Fría. La época de la Guerra Sucia llegó y se fue, pero los guetos permanecieron. El foco que el padre Bergoglio puso en los barrios marginales y su apoyo como mentor de los sacerdotes de la villa, del padre Di Paola por ejemplo, ofrecen un retrato de su idea de “Iglesia pobre al servicio de los pobres”, la cual finalmente llevaría a Roma.

“Los pobres son el tesoro de la Iglesia y hay que cuidarlos; y si no tenemos esta visión, construiremos una Iglesia mediocre, tibia y sin fuerza”, escribió en su libro Sobre el Cielo y la Tierra en 2010. “Y añado algo más: ese compromiso tiene que ser cuerpo a cuerpo”, escribió. Al describir la “obligación de establecer contacto con el necesitado”, dijo: “A mí me cuesta horrores ir a una cárcel porque es muy duro lo que se ve allí. Pero voy igual, porque el Señor quiere que esté cuerpo a cuerpo con el necesitado, con el pobre, con el doliente” .

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Cuando el padre Bergoglio se convirtió en arzobispo, era un hombre esbelto de unos 62 años con una reputación en la arquidiócesis por alterar el status quo negándose a andar en autos con chofer y rehusándose a otras ventajas. Duplicó la cantidad de sacerdotes asignados a los barrios bajos en un momento en que la cantidad de sacerdotes de los que disponía iba en descenso. Les dio instrucciones de salir a los barrios, en lugar de quedarse dentro de las iglesias. Los disuadió de buscar citas en Roma, que a veces se consideran esenciales para ascender en la carrera eclesiástica. Donde no había iglesias, alentaba a los sacerdotes a celebrar misa afuera, en las calles, lo que exasperaba a muchos tradicionalistas.

Estos sacerdotes erigieron escuelas y hogares para los ancianos y los niños cuyos padres no podía cuidarlos. Las iglesias hicieron funcionar una versión de Boy Scouts y Girl Scouts de la villa llamada los Exploradores. Para abordar las consecuencias del paco, una forma económica y adictiva de cocaína que en los últimos años ha asolado los barrios bajos, la arquidiócesis abrió centros de rehabilitación.

Hubo éxitos. En su escritorio de la arquidiócesis, el cardenal Bergoglio tenía fotos del antes y después de un adicto al paco de 47 años de edad, residente de la Villa 21-24, Juan José, quien había dejado las drogas luego de haber asistido a un centro de rehabilitación gestionado por la iglesia. En la foto del “antes”, Juan José aparece como un vagabundo de aspecto esquelético, con barba y un jarro de lata en las manos. En la foto del “después” está afeitado, sonriente y se ve que ha aumentado unos 14 kilogramos.

El arzobispo obtuvo las fotos porque le lavó y besó los pies a Juan José en 2008. En la Iglesia Católica, los sacerdotes lavan los pies de 12 feligreses durante una misa especial que se celebra justo antes de Pascua y que representa el lavado de los pies que realizó Jesús a sus doce apóstoles en la Última Cena.

Los gestos como éste hicieron que muchos villeros se sintieran uno con su arzobispo. “Él es nuestro papa”, dice Sadi Benítez, una mujer que llegó a la Villa 21-24 desde Paraguay en la década de 1990 y crió cuatro niños allí. “Se fue a Roma con los mismos zapatos embarrados con los que caminaba por aquí con nosotros”.

Se le llenan los ojos de lágrimas cuando describe cómo el arzobispo se sentaba a hablar con sus hijos en los eventos de la parroquia, y ella le atribuye el que la ayudara a guiar a sus hijos fuera del ambiente de las drogas y la violencia. Una de sus hijas, que tiene 16, salta de un pequeño sofá y exclama: “Lloramos cuando dijeron que era él. ¡Tenemos un papa! ¡Un Papa Villero!”.

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El protegido del padre Bergoglio, el padre Di Paola, estaba a cargo de la pequeña Iglesia de la Virgen de Caacupé ubicada en la entrada de la agitada Villa 21-24. La decisión del padre Bergoglio de enviarlo allí en 1997 ejemplifica el enfoque del futuro papa en cuanto a la evangelización de los barrios marginales y a cultivar sus sacerdotes.

Se conocieron a mediados de los años 90, cuando el padre Bergoglio era obispo auxiliar de Buenos Aires. En aquel entonces, el padre Di Paola era un joven sacerdote en conflicto consigo mismo por el dilema de seguir su vocación religiosa y su deseo de formar una familia. Se tomó un año sabático para trabajar en una fábrica de zapatos. En lo personal, creía que no regresaría al sacerdocio. Pero el padre Bergoglio le insistió a su alumno que se mantuviera en contacto.

Y el padre Di Paola lo hizo. Estaba viviendo como laico y tenía novia, pero de todos modos se sentía llamado a hacer el trabajo sacerdotal. Incluso en la fábrica de zapatos, dijo, a menudo actuaba más como sacerdote que como trabajador.

Una vez al mes el padre Di Paola tomaba el autobús hacia la arquidiócesis luego de su turno en la fábrica y se encontraba con el padre Bergoglio, quien vivía en una pequeña habitación de la arquidiócesis y era la única persona que permanecía en el edificio por la noche.

Se quedaban hablando hasta tarde. “Bergoglio no me transmitía un mensaje particular”, recuerda. “Yo estaba atravesando una crisis. Y lo más importante era que me ayudaba sin pedirme nada a cambio, y me daba el espacio para que tomara mis propias decisiones”.

Gracias a esas conversaciones, el padre Di Paola llegó a la conclusión de que, de hecho, su objetivo era ser sacerdote. “La gente me pregunta, ‘¿por qué valora tanto a Bergoglio?’ Porque lo conocí no por medio de la organización de las misas o algo así, sino en un momento muy importante de mi vida. Él simplemente me escuchaba”, dice. “Me ayudó a reflexionar sobre los temas que sacaba a colación con él”.

“Cuando decidí volver, le dije a Bergoglio: no me trates con compasión”, expresó el padre Di Paola. “Mandame a los peores lugares”.

Eso fue lo que hizo el padre Bergoglio. Primero asignó al padre Di Paola a la fría y abarrotada cárcel de Devoto de Buenos Aires. Y cuando otro sacerdote asignado a la iglesia de la Villa 21-24 renunció, el arzobispo le dio a su protegido el difícil trabajo de manejar la pequeña parroquia de allí.

En aquel entonces, era muy peligroso caminar de una manzana a otra. Las bandas apuñalaban o les disparaban a los intrusos que cruzaban su territorio. Entre Navidad y las Vísperas de Año Nuevo en 1997, el año en que el padre Di Paola llegó, hubo cinco homicidios en Villa 21-24. Ninguno salió en los diarios. “Miré a mi alrededor y pensé, tenemos que hacer algo”, dice. “No podemos dejar que esto siga así”.

El padre Di Paola tramó un plan para revitalizar la Villa 21-24. Era la versión de libro de texto de la técnica del padre Bergoglio de utilizar gestos simples para ayudar a generar cambios más grandes. El joven sacerdote decidió traer una nueva imagen de la tocaya de su pequeña iglesia al barrio, la Virgen nacional paraguaya, Nuestra Señora de Caacupé. Desde México hasta Brasil, cada país latinoamericano posee una Virgen nacional que se venera tanto como a Jesús. A Nuestra Señora de Caacupé de Paraguay se le atribuye la salvación de un creyente del siglo XVI de una inundación. El padre Di Paola pensó que como muchos de los residentes de Villa 21-24 compartían la descendencia paraguaya, tal vez una estatua de la Virgen de Caacupé los uniría y eliminaría parte de la violencia entre las bandas.

Con el financiamiento de la arquidiócesis, envió a un grupo de la villa en una peregrinación a Paraguay para buscar un ícono nuevo de la Virgen de Caacupé para reemplazar la réplica local de su iglesia. Este ícono retrata a una María mestiza, de piel oscura y el cabello largo y oscuro característico de los nativos de América del Sur. Viste una lujosa túnica azul, adornada con flores tropicales y está de pie encima de un globo terráqueo, que hace equilibro sobre un cuarto de luna. Con la nueva Virgen, el padre Di Paola planeaba rebautizar la iglesia de la villa.

Mientras el grupo estaba en Paraguay buscando la Virgen, el sacerdote empezó a caminar por las calles de la villa (algo que sólo un sacerdote puede hacer sin riesgos) para contarle a la gente que la Virgen estaba viajando desde Paraguay hacia el barrio. Mientras tanto, creó una red de contactos. También generó entusiasmo acerca del evento que tenía algo de significado para todos.

Se organizó una ceremonia de bienvenida espectacular para la Virgen recién llegada. Entró a la villa suspendida en una balsa de bambú, por una corriente que fluía por el barrio. Se reunió una multitud que ovacionaba. Y el padre Bergoglio celebró una misa para el ícono, no en el barrio, sino en la gran catedral del centro de Buenos Aires. Los niños del barrio marginal se subieron a los bancos de madera, que tienen un respaldo alto y siglos de antigüedad, y que por lo general ocupa la gente de la elite de Argentina. El futuro papa bromeó acerca de la escena: “¡miren qué lejos han llegado los niños de la villa!”.

Después de la misa, la procesión comenzó la larga caminata de regreso al barrio. Pocos se dieron cuenta, pero el padre Bergoglio se había metido entre ellos. “Casi a mitad de camino, me di cuenta de que estaba en el grupo con nosotros, con un poncho”, dice el padre Di Paola. “Hace cosas sin armar demasiado alboroto”.

Muchos residentes dicen que la llegada de la Virgen contribuyó a que disminuyeran las rivalidades encarnizadas entre las bandas dentro de la Villa 21-24. Otros factores ayudaron, por supuesto, en especial el dinero enviado por el gobierno para pavimentar las calles y mejorar el abastecimiento de agua. Pero la Virgen fomentó un sentimiento de identidad compartida, muchos dicen.

Con el éxito llegaron nuevos problemas. A los traficantes de drogas locales no les gustaron algunos de los cambios. En 2009, una epidemia de paco impulsó a los sacerdotes a llamar a una conferencia de prensa con el objetivo de presionar al gobierno para que se comprometiera con el problema. Algunas noches más tarde, cuando el padre Di Paola andaba en bicicleta por la villa, un hombre lo llamó por su nombre.

“Pensé que me iba a pedir que lo bendijera, algo que la gente pide mucho”, dice. “Frené y me acerqué a él, y me dijo ‘Rajáte de acá, porque vas a ser boleta’”. La frase que utiliza, “vas a ser boleta”, corresponde a la jerga local y significa tener los días contados porque lo van a matar, una frase muy utilizada durante la dictadura.

El padre Di Paola le contó esto a su mentor, el padre Bergoglio. Según lo recuerda el padre Di Paola, el arzobispo le dijo al joven: “‘Si alguien tiene que morir, preferiría ser yo’. Me lo dijo en privado. No lo dijo en ningún otro lugar para parecer grande. Me lo dijo a mí”.

Al día siguiente, el arzobispo celebró una misa en la Plaza central de Mayo, una amplia manzana adyacente al Palacio Presidencial y a la catedral donde le había dado la bienvenida a la estatua de la Virgen de la villa. Los equipos de la televisión se reunieron para transmitir la homilía. El cardenal dio un discurso duro en el que denunció las amenazas de los traficantes de drogas hacia el padre Di Paola, a quien elevó al nuevo cargo de vicario de todos los barrios bajos.

Discretamente, el arzobispo Bergoglio le ofreció al padre Di Paola trasladarlo cuando él quisiera. Y, al final, el joven sacerdote se marchó en 2010, a otra villa, ya que las amenazas continuaban. Dos sacerdotes cercanos al padre Di Paola y al cardenal Bergoglio permanecen en la villa para continuar con el trabajo.

Y cada año, el 8 de diciembre, el día en que la Iglesia celebra la Fiesta de la Inmaculada Concepción, los fieles cargan la estatua de la Virgen por la Villa 21-24 en una procesión que dura horas, para llegar a cada rincón de la villa. La procesión es un verdadero símbolo de cómo ahora, al menos, se puede caminar libremente de una cuadra a la otra en Villa 21-24. El padre Di Paola dice: “Traer la Virgen aquí fue la plataforma para todo lo que vino después”.

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Es en los lugares como Villa 21-24 donde el futuro de la Iglesia Católica bien puede estar determinado. Sigue siendo un barrio bajo peligroso, y no todos son católicos. Pero resulta fácil ver pruebas de la fe católica. Los retratos de los sacerdotes que trabajaron en estos barrios en las últimas décadas están pintados junto a los grafiti. Y el año pasado la Iglesia confirmó cerca de 500 adultos nuevos en el catolicismo, junto con cerca de mil niños, en la Villa 21-24.

Para muchos católicos, es una estadística prometedora. A nivel mundial, las regiones más pobres de muchos países emergentes ahora se ubican en el frente de la búsqueda de la Iglesia para desacelerar o revertir la disminución de fieles. África, el continente más pobre, se encuentra entre lo únicos lugares en donde la fe va en aumento. América Latina, donde decenas de millones todavía viven en o debajo del límite de pobreza en guetos como la Villa 21-24, es el lugar donde ahora vive la mayoría de los católicos del mundo.

El catolicismo romano enfrenta grandes desafíos en los barrios bajos como éste. En primer lugar, las iglesias protestantes evangelistas, con su método más emocional y menos doctrinal y sus predicadores populistas, tienen una popularidad que va en aumento en muchas de las mismas áreas. En las favelas de Brasil, por ejemplo, hay pequeñas misiones desparramadas de las Asambleas de Dios y de otros grupos evangelistas nacionales y estadounidenses.

Algo distinto está pasando en Villa 21-24. La pequeña parroquia de cal de la Virgen de Caacupé de la villa es un centro de la vida barrial con mucho trajín. Murales coloridos que representan escenas religiosas y a la Virgen de piel oscura adornan las paredes. Una torre de radio roja y blanca se levanta detrás de la iglesia, donde un grupo de jóvenes apoyados por los sacerdotes transmiten música y noticias a la villa desde un transmisor de baja potencia.

“Nos sentimos muy vinculados con el viejo movimiento de los curas villeros de algunos años atrás, sus exigencias, pero también sabemos que los desafíos de hoy son diferentes”, dice el padre Di Paola. “Nunca se hubieran imaginado que el paco, o las drogas, resultarían el problema principal”, dice. “Esta es una época nueva, con desafíos nuevos”.

Los desafíos se manifiestan claramente en el barrio de Bajo Flores, en la periferia de la ciudad. En un centro de tratamiento manejado por la Iglesia, Sebastián Bella de 26 años ha estado sin consumir paco por un año y trata de mantenerse limpio aprendiendo carpintería. Es un hombre pequeño con cabello corto y la cabeza cubierta con cortes y cicatrices. Su padre fue asesinado cuando él tenía cuatro años y su madre, cuenta el Sr. Bella, trafica paco. Tres de sus hermanos están presos por tráfico de drogas. La madre de sus dos hijos, de 4 y 6 años de edad, es adicta. Se levanta la remera para mostrar una cicatriz, producto de la herida de una puñalada, que se volvió violeta y gruesa, y que ocupa todo su pecho y le desgarra una tetilla y varios tatuajes.

Durante años, cuenta el Sr. Bella, se ha encontrado con frecuencia con uno de los sacerdotes del Bajo Flores, el padre Gustavo Carrara. Dice que comenzó a tratar de dejar el paco con la ayuda del padre Carrara luego de una noche particularmente mala en 2010. Había estado afuera drogándose con su mejor amigo cuando se encontraron con unos rivales. Le dieron once disparos a su amigo. Las ambulancias no entran en las villas, así que el Sr. Bella trató de llevar a su amigo al límite de la villa donde una pudiera ir a buscarlo. Murió en brazos del Sr. Bella.

“El padre Gustavo siempre aparecía cuando estaba a punto de hacer algo malo o cuando estaba drogado, y solía decirle ‘¿qué tenés en mi contra?’”, cuenta. “Unas pocas veces, Gustavo me llevó a la parroquia. Dejaron que me bañara. Me dio ropa”, dice. “Gustavo es una persona muy dócil, pero me habló con firmeza. Escuché a un padre. Nunca había tenido uno. Y ahí comenzó”.

Los sacerdotes, dice el Sr. Bella, “me abrieron los ojos”. Describe que vio al nuevo papa, cuando todavía era cardenal, visitando las veredas y las casas de la villa. “Se ve a sí mismo como cualquier otro ser humano. Eso es lo que hace que todo esto sea posible”.