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Un chico, una abuela y un llamado

Una mañana de primavera, temprano, en el barrio de Flores de la clase trabajadora de Buenos Aires, un Jorge Bergoglio de 17 años salió para encontrarse con unos amigos en la estación del tren. Era un muchacho que se tomaba muy en serio la fe y, mientras pasaba por la parroquia de su familia, San José de Flores, se sintió obligado a entrar.

La iglesia, uno de los puntos de referencia más antiguos de la comunidad, estaba oscura cuando entró. Pero Jorge vio a un sacerdote desconocido que caminaba hasta el último confesionario y sintió la necesidad de seguirlo.

“No sé qué me pasó, pero sentí como si algo me agarró y me arrastró hacia adentro”, recordó más tarde. Mientras se confesaba, se sintió inundado por un sentimiento nuevo de que quería, y necesitaba, ser sacerdote”.

“Me pasó algo raro”, dijo. “No sé qué fue, pero me cambió la vida… Me agarró con la guardia baja”. El sacerdote murió al año siguiente de leucemia.

Cuando Jorge terminó, decidió no ir a ver a sus amigos. Por el contrario, volvió a su casa con una nueva y firme convicción. Sería sacerdote.

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Nacido el 17 de diciembre de 1936, Jorge era el mayor de cinco hijos de una familia muy religiosa.

Su padre, Mario José Bergoglio, había nacido en Piamonte, Italia, y se había mudado a la Argentina con los abuelos de Jorge, Giovanni Bergoglio y Rosa Vassalo en 1929. Durante décadas, los miembros de la familia Bergoglio se habían ganado la vida como agricultores y enólogos alrededor de Asti, en la región fértil de Piamonte en Italia. Giovanni y Rosa habían sido habitantes de ciudad y, luego de establecerse en la bulliciosa cuidad de Turín durante los primeros años de su vida matrimonial, regresaron a Asti para manejar una tienda en el centro de la ciudad.

Llevaban una vida de clase media tan digna como se podía desear en aquel entonces, pero Italia ardía debido a sus conflictos internos, ya que había salido de la Primera Guerra Mundial en 1920 con inflación, deudas, un desempleo paralizante y escasez de alimentos. El régimen fascista de Benito Mussolini, que se había establecido con firmeza en 1925, había intentado reavivar el empleo con su fuerte intervención en la industria y, como resultado, la popularidad del dictador alcanzó su esplendor en 1929. Pero la Gran Depresión aplastó a Italia, como a otros países, incluso mientras el régimen gastaba pródigamente en operaciones imperialistas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los valles exuberantes de vino y los bosques de Piamonte finalmente se convirtieron en el punto de apoyo de los choques sangrientos entre las fuerzas fascistas y nazis contra las bandas de italianos partisanos.

“En aquella época, esto era un campo de batalla”, dice Delmo Bergoglio, un primo lejano del nuevo papa, de 75 años de edad, que todavía es agricultor en el pueblo de Portacomaro Stazione. “Recuerdo que los fascistas hacían incursiones en los bosques cercanos a nuestra casa en las colinas, en busca de partisanos”.

Los abuelos de Jorge vendieron todas sus pertenencias para mudarse al Nuevo Mundo. Eran los últimos de los 900 pasajeros que bajaron de la tercera clase de un barco llamado Guilio Cesare (Julio César); su abuela Rosa vestía un tapado forrado con piel de zorro, a pesar del caluroso día de verano en Buenos Aires. El dinero de la familia estaba cosido adentro del forro.

La familia fue directamente a Entre Ríos, una provincia ubicada al norte de Buenos Aires en donde los tíos abuelos de Jorge tenían una empresa de pavimentación exitosa y vivían en un “palacio”, un edificio de cuatro plantas donde cada rama de la familia tenía su propio piso. Fue la primera casa de la ciudad de Paraná en tener ascensor.

Pero la empresa cerró tres años después de que los abuelos de Jorge llegaran, lo que obligó a la familia a vender sus bienes, incluida la casa. Mario se convirtió en vendedor puerta a puerta para ayudar a recaudar fondos para un nuevo negocio de almacén y se mudó a Buenos Aires, donde conoció a la madre de Jorge, Regina, en la iglesia.

Durante la infancia de Jorge, su familia, que rezaba el rosario todas las noches, compartía una casa típica de clase media, a unas cuadras de la de sus abuelos en el barrio de la clase trabajadora. Tuvieron un segundo hijo apenas 13 meses después de tenerlo a Jorge, y luchaban para arreglárselas con dos niños, por lo que todas las mañanas, la abuela iba a buscar a Jorge y lo llevaba a su casa para pasar el día.

Su padre, quien se distanció de su infancia en Italia, solo hablaba español en la casa, entonces fue en lo de su abuela donde Jorge aprendió a rezar y hablar su piamontés nativo. “Ella influyó mucho en mi fe”, recordaba en una entrevista radial en 2012. “Me relataba historias de santos y todo eso”. Su abuelo le contaba historias sobre la Primera Guerra Mundial.

Los Bergoglio eran una familia muy unida. Jorge solía escuchar ópera en la radio con su madre los sábados a la tarde, o ir al cine local a mirar películas italianas o argentinas. A veces miraban tres seguidas, y los padres les explicaban las películas a los niños.

El padre de Jorge jugaba al baloncesto en el club atlético San Lorenzo, donde Jorge crecería mirando partidos de fútbol con su madre y se haría hincha. Después de que Jorge fue elegido papa, el equipo de San Lorenzo usó camisetas recién impresas con su cara para el siguiente partido.

La historia de los Bergoglio fue la típica de su época. Argentina era una de las naciones más ricas del mundo, con un ingreso per-cápita más alto que los de Canadá y Australia, y atraía a millones de inmigrantes. Buenos Aires era más grande que París, San Pablo y la Ciudad de México, una versión de Europa en el extremo austral de las Américas, con avenidas anchas, barrios de adoquines arbolados y magníficos palacios de gobierno grecorromanos, construidos por inmigrantes de Italia, España y otros países.

Jorge Bergoglio era el producto de Buenos Aires, un porteño, como se le llama a la gente de la ciudad portuaria de Sudamérica. Con los años, les confió a sus amigos que extrañaba Buenos Aires cuando estaba en Roma, y generalmente corría a casa después de las reuniones del Vaticano. Incluso el día en que lo nombraron papa, se lo escuchaba nostálgico cuando llamó a Buenos Aires para hablar con una de las autoras de su biografía y le preguntó si había escuchado la noticia.

La zona de Flores se desarrollaba rápidamente alrededor de la casa de un piso de los Bergoglio, mientras Buenos Aires sufría una transformación industrial y la gente se mudaba a la ciudad en busca de trabajo. La iglesia de San José y una escuela católica estaban ubicadas en el centro de la comunidad.

Las monjas de la escuela en donde Jorge asistió al jardín de infantes y tomó su primera comunión recuerdan a un muchachito de ojos claros al que pocas veces se lo veía sin una pelota de fútbol. Cuando iba de visita, más tarde durante su carrera, les gastaba bromas a las monjas más ancianas. Marta Rubino, la madre superiora actual de la escuela, contó que solía preguntarle a una monja que ya tenía cerca de 101 años, “¿Cómo era yo cuando era chico?” y luego hacía como que no la escuchaba, hasta que ella gritaba “¡ERAS UN DEMONIO!”, lo suficientemente fuerte para que todos escucharan “y se descostillaban de risa”.

Al final, una comunidad de bajos recursos llamada Bajo Flores se desarrollaría cerca de la casa de la infancia de Jorge y aparecerían otras en la ciudad. La brecha evidente entre los ricos y los pobres le preocupaba. En 1970, Jorge viajaría a México como sacerdote jesuita y por primera vez vería urbanizaciones cercadas con rejas. “Me sorprendió ver a un grupo segregado del resto de la sociedad de esa manera”, diría más tarde.

Esto fue lo que le dio forma a sus programas como obispo, y hablaba de ello a menudo en sus homilías. “A pesar del crecimiento económico, todavía tenemos una distribución de las riquezas muy injusta”, dijo en 2005. “Las políticas del gobierno deberían tender hacia un crecimiento económico y una distribución justa de las rentas, para que el desarrollo del país coincida con la calidad de vida de sus habitantes”.

Cuando Jorge tenía 13, su padre lo puso a trabajar fregando pisos en una fábrica de pantis. Durante los años de escuela secundaria, se pasaba las tardes estudiando química en una escuela industrial y las mañanas como asistente en un laboratorio.

Su jefe allí, una paraguaya simpatizante comunista llamada Esther Ballestrino de Careaga, le enseñó el valor de hacer las cosas como se debe. “Cuando le entregaba una prueba de laboratorio, me decía: ‘Che… hiciste esto demasiado rápido. ¿Seguro que lo hiciste con la dosis mínima?’ Y le respondía: ‘No, pero seguro que los resultados de la dosis más alta van a ser prácticamente iguales’. Y ella me contestaba: ‘No, tenés que hacer las cosas bien’”.

Años más tarde, durante la dictadura militar en Argentina, el régimen secuestró a la hija y al yerno de la Sra. Ballestrino. Finalmente, también la secuestraron a ella junto con dos monjas francesas, y las asesinaron. Jorge les dijo a los biógrafos, cuando lo nombraron cardenal: “La quería mucho… realmente le debo mucho a esa mujer”.

El valor de la dedicación sería una lección que Jorge llevaría consigo a lo largo de sus años como docente y líder de la iglesia. En su biografía, recuerda que lo habían invitado a visitar a una familia en los años 70, en la que el padre, un ranchero conservador, siempre se enfrentaba con el hijo, un radical en ciernes. Cuando le contaron acerca de sus problemas, el sacerdote les dijo: “Ambos se han olvidado de los calambres”. Entonces le preguntaron a qué se refería y él señaló al padre y le dijo: “Los calambres en las piernas de tu padre”, y volviéndose al hijo, “y de tu abuelo, por tener que levantarse todas las mañanas a las 4 a.m. a ordeñar las vacas”.

Explicó. La dedicación “nos saca del filosofar estéril. El padre se había entregado a la clase dirigente y el hijo a otra ideología, porque ambos se habían olvidado de la dedicación. Ésta nos abre las puertas a la realidad”.

Asimismo, como sacerdote, a Jorge le gustaba recordar que Dios no creó al hombre sólo para el trabajo. Dijo que cuando confiesa siempre pregunta a los hombres si se toman el tiempo para jugar con sus hijos.

“A menudo nos preguntamos qué clase de mundo les vamos a dejar a nuestros hijos”, dijo una vez. “También nos tendríamos que preguntar: ¿qué clase de hijos le dejamos al mundo?”

Jorge siguió trabajando para la Sra. Ballestrino incluso después de haber sentido el llamado sacerdotal. Cuando era adolescente, salía con sus amigos a bailar tango, y tenía una novia que iba con ellos. Al final terminó con ella porque descubrió su vocación religiosa.

Aún así, durante mucho tiempo, Jorge no compartió con nadie sus planes de dedicar su vida a la Iglesia. Describió los últimos años de su adolescencia como “una crisis de maduración” que lo llevaba “en algunos momentos a la soledad”.

Cuando finalmente reveló su decisión a la familia, hubo diversas opiniones. Su padre estaba encantado. “Lo único que me preguntó fue si estaba realmente seguro de mi decisión”, Jorge relataba después en su biografía El jesuita. La madre era más cauta. “Me dijo: ‘Tendrías que esperar un poco. Sos el mayor. Seguí trabajando, terminá la escuela’”, comentó. “La verdad, la vieja se puso como loca”.

Él atribuye las reacciones diferentes de sus padres a sus propias experiencias: su padre inmigrante estaba acostumbrado a los cambios. Su madre tomó la decisión como algo que le arrebataban a ella.

Durante años, Regina no aceptó la decisión de su hijo, y cuando finalmente ingresó al seminario en Buenos Aires a la edad de 21 años, se negó a acompañarlo al seminario de Villa Devoto, en Buenos Aires, que en aquel momento estaba a cargo de los Jesuitas. “No estábamos peleados, es solo que yo iba a casa, pero ella no iba al seminario”, dijo. “Por supuesto, ella era una mujer religiosa, una católica practicante. Pero creía que todo había pasado muy rápido”.

La reacción de su abuela fue la que más le agradó. Le dijo que si Dios lo había llamado, era una bendición. Pero agregó de manera crucial, “por favor, no te olvides de que las puertas de la casa están siempre abiertas y nadie te va a juzgar si decidís volver”.

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El hombre que sería papa también tuvo sus propias dudas. Cuando era seminarista, una vez “me deslumbró una piba que conocí en un casamiento de un tío”, según el libro publicado en 2010, Sobre el Cielo y la Tierra, que escribió junto con un rabino.

“Me sorprendió su belleza, su luz intelectual… y, bueno, anduve boleado un buen tiempo, me daba vueltas en la cabeza”, escribió. “Cuando volví al seminario después del casamiento, no pude rezar a lo largo de toda una semana porque cuando me predisponía a hacerlo, aparecía la chica en mi cabeza. Tuve que volver a pensar qué hacía. Todavía era libre porque era seminarista, podía volverme a casa y chau”.

“Tuve que pensar la opción otra vez”, agregó. “Volví a elegir —o a dejarme elegir— el camino religioso”.

Después de que lo nombraran papa, una mujer llamada Amalia Damonte, que vivía en su vieja cuadra de Flores, les dijo a los periodistas que ella también, una vez, llamó su atención cuando eran apenas unos niños y mucho antes de que él ingresara al seminario. Según la Sra. Damonte, una vez él le declaró su amor en una carta y le dibujó la casa en la que vivirían cuando se casaran. Le escribió que si ella no lo amaba, se haría cura.

No había estado mucho tiempo en el seminario cuando decidió que quería ser jesuita. Fundada en el siglo XVI por San Ignacio, un soldado y aventurero vasco, la Orden de los Jesuitas tiene una reputación bien merecida como soldados de infantería de la Iglesia, con la misión de servir al papa viajando por el mundo para difundir las enseñanzas de Jesucristo. La bula pontificia que instituyó la constitución de la orden en 1540 comenzó con un movimiento militar, que llamaba a los aspirantes a Jesuitas a luchar por Dios y la Iglesia, a “servir como un soldado de Dios… para la defensa y la propagación de la fe y para el progreso de las almas en la vida y doctrina cristiana”.

Los Jesuitas, que hacen un voto de pobreza, castidad y obediencia, estaban entre los primeros misioneros europeos que llegaron a América Latina. Desde el principio, cumplieron un rol fundamental en la educación, preparando rigurosamente las mejores mentes católicas de la era para debatir las nuevas ideas que en aquel momento sacudían la Iglesia. Hoy es la orden católica más grande del mundo, con cerca de 17.000 sacerdotes, y se los considera los mejores educadores de la Iglesia Católica: administran escuelas y universidades en todo el mundo, como la Universidad de Georgetown en Washington, D.C.

Los Jesuitas hacen un voto especial privado de permanecer en la tropa y evitar el arribismo eclesiástico, lo que hace que sea raro que se conviertan en obispos, e incluso más inusual en papa, aunque a veces se convierten en prelados cuando se les solicita que lo hagan. A una edad más avanzada, como arzobispo de Buenos Aires, Jorge disuadió el uso de un sistema jerárquico de recompensa para sus sacerdotes, aunque él había ascendido de rango en la Iglesia.

Pero primero y principal, los Jesuitas son una orden misionera. Este fue el espíritu que atrajo a Jorge, quien luego escribió que lo había cautivado la posición de los Jesuitas como el grupo de vanguardia de la Iglesia y su orientación hacia el trabajo misionero. Durante la primera época de la globalización en los siglos XVI y XVII, los Jesuitas se convirtieron en excelentes lingüistas, al dominar lenguas desde el tibetano hasta el guaraní, en busca de almas desde China hasta Paraguay. Vivían en el límite entre el dogma tradicional de la Iglesia y su relación a veces difícil con el mundo en desarrollo. Por su parte, Jorge pensaba irse a Japón, donde los Jesuitas han mantenido durante mucho tiempo una importante presencia.

Pero nunca lo logró. Cuando tenía 21, a Jorge le diagnosticaron una infección pulmonar y quistes, por lo que le tuvieron que extraer parte de un pulmón. La enfermedad le produjo un dolor constante. Finalmente sintió tranquilidad gracias a una monja que le dijo que con su sufrimiento imitaba a Jesús. “El dolor no es una virtud en sí misma, pero puede convertirse en una, según como lo manejás”, dijo él.

La enfermedad y la recuperación fueron tan malas como para alejar a Jorge de sus sueños de embarcarse en una misión en el exterior. “Quería irse lejos, a África, a Asia”, dice su hermana menor, y la única que le queda, María Elena. “Pero los Jesuitas no lo dejaron, por su problema en los pulmones. Estuvo muy enfermo, casi se muere”.

Al final, cumplió su deseo de ser misionero en el trabajo, en su hogar. En el año 2000, en una homilía a los catequistas, les predicó: “¿Nos vamos a quedar en casa? ¿Nos vamos a quedar en la parroquia, encerrados?… ¡Catequistas, a las calles! Vayan a difundir el catecismo, a buscar, llamen a las puertas. ¡Llamen a los corazones!”

Mientras Jorge se iba haciendo mayor, uno de sus temas más recurrentes era la advertencia de que la Iglesia no se tiene que ensimismar, aislar de la gente. “La tentación los puede convencer de que el ámbito de su acción debe reducirse a lo interecleciástico, y llevarlos a poner demasiada atención en el templo y sus alrededores”, les dijo a los catequistas. Pero instó a los que lo escuchaban a “dejar nuestro camino habitual y ver qué está pasando al costado de éste, en los límites, en la periferia… Cristo sabía cómo diferenciarse de los rabinos de su tiempo porque sus enseñanzas y su ministerio no se limitaban a la avenida del templo. Por el contrario, Él hizo su propio camino, salió al encuentro de la vida de la gente”.

El Rev. Rafael Velasco, rector de la Universidad Católica de Córdoba en Argentina, administrada por jesuitas, dijo que esto se remonta a la formación jesuita de Jorge. “Nosotros los jesuitas nos definimos como contemplativos en acción”, dijo. El padre Velasco confiesa que no le resultó especialmente grato el hecho de que un jesuita sea papa, aunque cree que Francisco será excelente. Los Jesuitas estuvieron en la vanguardia de la Contrarreforma del catolicismo, y luchaban contra las incursiones de las iglesias protestantes de Europa recientemente revitalizadas, y ahora, un jesuita lidera la Iglesia en un momento en el que ésta vuelve a ser atacada. En América Latina y en otras fortalezas en teoría católicas, los cristianos ecuménicos están dando grandes pasos, mientras que en Europa, muchos católicos lo son solo de nombre y han perdido la fe, ya que la fe se ha vuelto irrelevante para muchos en el mundo moderno.

Ese es el mundo por el que el primer papa jesuita de la Iglesia debe navegar. “Siempre fuimos llamados a trabajar en la frontera”, dice el padre Velasco.

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Mientras se recuperaba de la cirugía, Jorge se lanzó a otras iniciativas jesuitas en su camino al sacerdocio. Entre ellas, la tarea docente en el Colegio de la Inmaculada Concepción en Santa Fe, una ciudad en el norte de Argentina, y luego en el Colegio del Salvador en Buenos Aires, a los veintitantos años.

Como profesor, adoptó una postura de apertura al asegurarse de que sus alumnos estuvieran expuestos al mundo entero. Una corriente constante de visitas, que incluían políticos locales, líderes de gremios y médicos, entraban y salían en tropel de las aulas para hablar sobre sus visiones del mundo, incluso cuando ello significaba causar algún problema.

“En una época en la que nadie hablaba de educación sexual, nosotros teníamos charlas directas con doctores, y como éramos chicos, les preguntábamos todo”, dice Jorge Milia, un ex alumno de Santa Fe, que ahora es editor de un diario provincial. También recuerda que el joven aspirante a sacerdote fomentó su interés en la obra de Federico García Lorca, el famoso autor modernista al que mataron en la Guerra Civil Española y cuya poesía se caracterizaba por una naturaleza erótica, en una época en la que otros profesores lo hubieran prohibido.

Otra visita fue la de la difunta autora María Esther de Miguel, quien había escrito el libro de cuentos titulado Los que comimos a Solís. Hacía referencia al destino de uno de los primeros Conquistadores, Juan Díaz de Solís, el explorador español que descubrió el extenso estuario del Río de la Plata, que alguna vez se llamó el Mar de Solís. Este explorador fue el primer europeo en pisar tierra argentina antes de que fuera asesinado por los aborígenes locales, que luego se comieron al infortunado explorador mientras sus compañeros de tripulación los miraban sin poder hacer nada.

“Era genial, nos encontrábamos frente a frente con la vanguardia de los escritores argentinos”, dice el Sr. Milia, quien le ha hablado o escrito al menos una vez al mes a su antiguo profesor desde entonces. “Fue una experiencia muy enriquecedora que nos impulsaba a escribir”.

Ahora que su antiguo profesor es el nuevo pontífice, el Sr. Milia cree que ya no habrá más de esas llamadas y cartas. “Estoy triste porque no creo que compartamos más esas llamadas por teléfono mensuales”, dijo.

Un fan de la literatura que cita a escritores con frecuencia, la visita a su clase más distinguida fue la de uno de sus preferidos, Jorge Luis Borges, el ahora fallecido escritor argentino reconocido como uno de los principales escritores de relatos del mundo. Admiraba a Borges por ser un hombre “que puede hablar de cualquier cosa” y “sapiencial”, que significa sabio, en especial sabiduría relacionada con Dios.

El hecho de que Borges fuera agnóstico no afectaba la opinión del sacerdote sobre el escritor. Jorge posteriormente les diría a sus biógrafos: “Borges tiene la genialidad de poder hablar sobre cualquier tema sin tomar partido”.

El Sr. Milia recuerda que el Sr. Borges les enseñó a los estudiantes durante varios días y luego escribió un prólogo para un libro con sus relatos, lo que abrió una brecha entre la secundaria y la universidad católica local, que se enorgullecía de su programa literario conocido a nivel nacional. “Las relaciones entre la Universidad Católica y los Jesuitas se deterioraron cuando se enteraron de que nosotros lo teníamos a Borges”, dice el Sr. Milia. “Se quejaron de que era como que la Filarmónica de Berlín tocara en la fiesta de cumpleaños de un niño. Pero Borges lo pasaba bien”.

Jorge retomó sus estudios de teología en 1967 y obtuvo un título del Colegio de San José de Argentina. Se ordenó sacerdote dos años más tarde, justo antes de cumplir los 33.

Para ese entonces, por fin, tenía la aprobación de su madre, hace memoria. “Recuerdo verla arrodillada ante mí al final de la ceremonia de ordenación sacerdotal, pidiéndome la bendición”.