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El camino hacia el poder

El hotel para sacerdotes Domus Internationalis Paulus VI, llamado así en honor al “Papa peregrino” del catolicismo, de los años 60, es un lugar modesto. Está ubicado en un palazzo de piedra que data de los siglos XVI y XVII y en donde alguna vez funcionó un colegio jesuita. Los pisos son de mármol, pero las habitaciones están escasamente amobladas. Las comidas se sirven en un salón estilo cafetería en donde hay grandes pinturas con escenas bíblicas.

Lo que llevó al padre Jorge a hospedarse en el Domus, su alojamiento preferido durante sus visitas al Vaticano, fue la ubicación. Emplazado en el corazón de Roma, cerca de las calles secundarias más transitadas y de los cafés más concurridos, el hotel se encuentra al otro lado del río Tiber y a una distancia considerable de la Ciudad del Vaticano. Eso le permitió hacer largas caminatas por las piazzas y puentes de adoquines, pasar cerca de los vendedores ambulantes, los artistas callejeros y las multitudes de turistas, cuando se dirigía a la Congregación General, las deliberaciones secretas que se realizan dentro de la Ciudad del Vaticano los días previos al inicio del cónclave el 11 de marzo. Con un abrigo oscuro que le cubría la cruz pectoral, se mezclaba entre la multitud. No llevaba puesto el capelo cardenalicio, el sombrero rojo que usan los cardenales, sino que dejaba que su ralo cabello blanco se agitara con la lluvia y el viento.

Aunque el público no se percató demasiado de la presencia del Cardenal Bergoglio, su nombre estaba en boca de un grupo reducido de cardenales que habían llegado a Roma desde distintas partes del mundo para elegir al nuevo papa. A pesar de que había ganado apoyo en 2005, en 2013, definitivamente no era un candidato que sobresaliera. Había cerca de una docena de candidatos más destacados considerados papabili, o “papables”, a los que se los promocionaba en los titulares de todo el mundo como posibles sucesores del papa Benedicto. A estos hombres, entre los que se encontraban los cardenales Timothy Dolan de New York y Angelo Scola de Milan, los acompañaban asistentes y periodistas. Se convirtieron rápidamente en las estrellas de la ciudad, iban a cenas suntuosas con otros cardenales y besaban bebés en las misas frente a un montón de cámaras de televisión. Se destacaban sus vestimentas carmesí, las cruces pectorales de oro y sus considerables comitivas.

Los cardenales italianos entraban y salían de los confines amurallados de la Ciudad del Vaticano en Mercedes negros azabache con las placas de la Santa Sede, conducidos por choferes. Cuando pasaban por alguna de las mejores trattorias de la ciudad, los saludaban llamándolos “Su Eminencia”. Los norteamericanos daban vueltas por Roma en camionetas blancas y se hospedaban en el extenso terrritorio que ocupa el Pontificio Colegio Norteamericano, un seminario enclavado en un cerro, un poco más arriba que el Vaticano. Dentro de la Sala del Sinodo de la Congregación General, sin embargo, los cardenales se perdían en la masa de tonalidad rojiza que formaba la reunión. Erigido en el período de posguerra, el espacio se distingue del resto de la arquitectura Vaticana por su falta de majestuosidad. El interior, de un beige uniforme, resulta tan estéril como la sala de conferencias de una universidad pública.

Ocho años antes, cuando se reunieron en la misma sala luego de la muerte de Juan Pablo II, los príncipes de la Iglesia buscaban, principalmente, un candidato que pudiera garantizar la continuidad doctrinal del papa polaco fallecido. Pero la renuncia de Benedicto había abierto la puerta a un torbellino de discusiones inusualmente francas. Esta vez, los cardenales no tenían ningún papa por cuya muerte lamentarse y no se preocuparon demasiado acerca de cómo preservar su legado.

Por el contrario, las deliberaciones se concentraron rápidamente en los desafíos más grandes a los que se enfrentaba la Iglesia: el aumento de las tendencias seculares en Europa y Estados Unidos, la necesidad de abordar el cambio en la demografía del catolicismo hacia el hemisferio sur y la disfuncionalidad de la burocracia del Vaticano que había quedado atrapada en el escándalo por no hacer nada para resolver estos problemas.

Los cardenales veteranos que habían votado al cardenal Bergoglio en 2005 vieron la oportunidad para sacar a flote su candidatura. Sus primeros partidarios, una coalición de cardenales de América Latica, como también de África y Europa, lo veían como un foráneo consumado. Nunca había trabajado en la Curia Romana, el órgano de gobierno del Vaticano, y criticaba la desconexión aparente que había entre Roma y las diócesis remotas. El desafío era que el cardenal Bergoglio obtuviera los 77 votos que necesitaba, que representaban los dos tercios del cónclave, para convertirse en papa. Necesitaría el apoyo de muchos sectores diferentes, incluido el del llamado bloque Ratzingeriano, los hombres que ya estaban formando filas detrás de dos candidatos estrechamente relacionados con el papa emérito alemán.

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En los años previos a la renuncia del papa Benedicto, el pontífice había posicionado a dos príncipes de la Iglesia como posibles sucesores. En junio de 2010, transfirió al cardenal canadiense Marc Ouellet de la arquidiócesis de Quebec al Vaticano, para que administrara la Congregación para los Obispos, la oficina de la Curia que examina y aconseja al papa sobre la selección de los obispos a nivel mundial. El nombramiento de obispos se encuentra entre uno de los poderes administrativos más importantes del papa. Los obispos son su puente hacia el resto del mundo, para cuidar a sus rebaños locales e implementar las directivas de Roma. El movimiento del cardenal Ouellet, por consiguiente, aseguraba que los cardenales de cada rincón del planeta lucharían para llamar su atención.

Un año después, el papa Benedicto nombró al cardenal Angelo Scola arzobispo de Milán. No solo estaba entre las arquidiócesis más grandes del catolicismo, sino que Milán también tenía una reputación de siglos de antigüedad como un escalón previo al papado. Los predecesores del cardenal Scola de Milán iban desde el cardenal Giovanni Battista Motini, que se convirtió en Pablo VI en 1963, hasta el cardenal Giuliano Angelo Medici, al que eligieron como Papa Pío IV en 1559.

Ambos adherían a la escuela de pensamiento del papa Benedicto. Cuando eran sacerdotes jóvenes, habían trabajado en “Communio”, el boletín teológico cofundado por el entonces padre Ratzinger como reacción a las fuerzas liberadoras desencadenadas por el Concilio Vaticano Segundo. En tanto antiguos miembros de “Communio”, se los veía como firmes opositores de las tendencias seculares, que probablemente no buscarían adaptar las enseñanzas de la Iglesia a la vida moderna.

Los nombres de los cardenales Scola y Ouellet eran los que generalmente surgían en las discusiones entre cardenales, en las cenas privadas. Tales reuniones se habían convertido en una necesidad primaria para los cardenales que buscaran un ambiente íntimo para tantear el terreno con respecto a sus colegas, previamente al cónclave. Todos los cardenales que ingresan a la Congregación General deben jurar no revelar nunca los procedimientos de ésta. Ni aún así los cardenales consideran la Congregación un lugar donde bajar la guardia. El clima dentro de la Sala de reunión del Sinodo se prestaba para un debate abierto acerca del futuro de la Iglesia. Sin embargo, el foro era demasiado formal, y permeable, para tratar el delicado asunto de los candidatos efectivos. Cuando los cardenales votan a un papa potencial, apoyan a un hombre al que consideran ser el mejor capacitado para servir como pastor espiritual de 1,2 mil millones de católicos. Pero también eligen a su próximo jefe. Esa, en parte, es la razón por la que los cardenales votan de forma anónima en la Capilla Sixtina, modifican la caligrafía y queman los votos. No quieren que quede constancia de que votaron en contra de un futuro papa.

Las cenas privadas, por consiguiente, se consideran un cónclave dentro del cónclave, un espacio aparentemente informal que sirve, de hecho, como un terreno de prueba decisivo para las candidaturas. “Todas las noches es algo distinto”, dice el cardenal de Chicago Francis George. “Entonces hay varias conversaciones diferentes al mismo tiempo”.

Con 76 años de edad, el cardenal George camina con una cojera pronunciada y ha perdido casi todo su cabello. Aun así, el oriundo de Chicago tiene buen ojo para el arte de la política. Su conocimiento del sistema político de Italia, lleno de intrigas, desde las maquinaciones de los Demócratas Cristianos de la posguerra, hasta las payasadas más recientes de Silvio Berlusconi, no es para nada superficial. Al entrar en el cónclave de 2013, el segundo en el que ha participado el cardenal George, sus colegas lo consideraban en general como uno de los pocos cardenales que cumpliría un papel influyente. Como tal, permaneció sin emitir comentario acerca de su paradero a la hora de la cena. En el caso de una cena en particular, afirmó no recordar absolutamente nada de lo que había hecho esa noche.

El 5 de marzo, después de una larga jornada de discursos en la Congregación, un grupo de cardenales llegó al Pontificio Colegio Norteamericano al amparo de la noche y los condujeron a través de pasillos largos y silenciosos hasta un par de puertas dobles, tapizadas con cuero carmesí. Del otro lado se encontraba la Sala Roja.

Llamada así en honor a la sala de estar del Vaticano donde los prelados de siglos anteriores alguna vez esperaron la noticia de si los habían nombrado cardenales o no, la Sala Roja del colegio exhibía el Catolicismo norteamericano a los invitados. Una araña que emitía un brillo trémulo iluminaba un salón adornado con pilastras de mármol rojo y pinturas al óleo que representaban a eminencias difuntas como Richard J. Cushing de Boston y Jonh D. O’Hara de Filadelfia, cardenales que dominaron la Iglesia en los Estados Unidos del período posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Ante estos retratos, algunos de los clérigos más importantes del mundo angloparlante se recostaban en sofás de terciopelo. La variedad del grupo incluía desde los cardenales George Pell de Sydney y Thomas Collins de Toronto, hasta norteamericanos como los cardenales Daniel DiNardo de Galveston-Houston y el cardenal Timothy Dolan de Nueva York, quien alguna vez fue el rector del Colegio Norteamericano.

Los cardenales norteamericanos constituyen un grupo importante en las elecciones papales. Administran arquidiócesis que se encuentran dentro de los donantes más grandes a la Iglesia Católica y al papado. Y como un bloque potencial de votos dentro del cónclave, los norteamericanos son muy poderosos porque solo los cardenales de Italia los superan en cantidad, dice el cardenal británico Cormac Murphy-O’Connor, que participó de la cena. A menudo son incluso más influyentes, porque los italianos suelen estar divididos acerca de a quién apoyar.

Sentados a una larga mesa de banquete, los cardenales comenzaron a discutir media docena de candidatos papales. Se sirvieron platos con sopa. Se sopesaron las candidaturas de los cardenales Ouellet y Scola. Luego, alguien mencionó en la conversación el nombre del cardenal Bergoglio. “Comenzaron a lanzar su nombre al ruedo: ¿Será este el hombre?”, recuerda el cardenal Murphy-O’Connor.

El nombre no generó mucho bullicio entre los norteamericanos y sus invitados. Mientras la noche transcurría y las copas de vino tinto y blanco comenzaban a circular, quedó claro que los norteamericanos, esta vez, no pensaban lo mismo acerca de los aspirantes a papa. “Me pareció que los cardenales norteamericanos estaban bastante divididos acerca de hacia a dónde dirigirse”, dice el cardenal Murphy-O’Connor, quien no ingresó al cónclave ya que supera el límite de edad para votar de 80 años.

Algunos príncipes de la Iglesia creían que el cardenal Bergoglio, a sus 76, probablemente era demasiado mayor para convertirse en papa, especialmente después de que Benedicto XVI haya atribuido específicamente a su edad y fragilidad los motivos de su renuncia. “Pensábamos esto: el nuevo papa tiene que ser vigoroso y, por lo tanto, probablemente menor”, dice el cardenal George. “Y allí tienes a un hombre que no es joven. Tiene 76 años. La pregunta es: ¿todavía tiene el vigor?”

Dos días después de la cena, sin embargo, algo hizo clic. Y sucedió en el transcurso de cuatro minutos, la duración del discurso del cardenal Bergoglio cuando fue su turno de dirigirse a la Congregación General. El 7 de marzo, el argentino desplegó una hoja que tenía unas notas escritas con su letra pequeña y firme. Era una lista con viñetas.

Muchos cardenales habían concentrado sus discursos en problemas específicos, ya fueran las estrategias para la evangelización o los informes de progreso de las finanzas del Vaticano. El cardenal Bergoglio, sin embargo, quería hablar del gran problema que todos obviaban: el futuro a largo plazo de la Iglesia y la historia reciente de fracasos.

Desde el comienzo, el papado de Benedicto había estado enfocado en reforzar la identidad del catolicismo, en especial en Europa, su hogar histórico. En medio del colapso de la influencia y los seguidores de la Iglesia en Europa, el pontífice alemán había llamado a los católicos a agacharse y cultivar una “minoría creativa” que se comprometiera a adoptar la doctrina de manera tal que le permitiera resistir la fuerza de las corrientes seculares del continente. Ese mensaje, sin embargo, quedó a la sombra de la explosión de las acusaciones de abuso sexual por toda Europa y las luchas internas incontrolables de las autoridades en el Vaticano.

Las notas en la hoja del cardenal Bergoglio estaban escritas en su español nativo. Y podría simplemente haberlas expresado en español, ya que 19 de los cardenales votantes en el cónclave provenían de países hispanoparlantes y un equipo de traductores del Vaticano estaba disponible para proporcionar interpretación simultánea en al menos otros cuatro idiomas.

Pero habló en italiano, el idioma que los cardenales usan con mayor frecuencia dentro de la Ciudad del Vaticano y la lengua madre de los 28 cardenales italianos en edad de votar, que eran más que los de cualquier otra nación. Quería que lo entendieran, fuerte y claro. Los líderes de la Iglesia Católica, nosotros mismos, advirtió el cardenal Bergoglio, nos hemos concentrado demasiado en nuestra vida interior. La Iglesia se miraba el ombligo. La Iglesia era demasiado autorreferente.

“Cuando la Iglesia es autorreferente”, dijo, “sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual”.

El Catolicismo Romano, dijo, necesita cambiar su foco hacia lo externo, hacia el mundo que está más allá de las paredes de la Ciudad del Vaticano, hacia afuera. El nuevo papa “debe ser un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de la dulce y confortadora alegría de evangelizar”.

La palabra que utilizó, periferia en italiano, literalmente se traduce como “la periferia” o “el límite”. Pero para los oídos italianos, el término periferia también está cargado con una connotación socioeconómica muy fuerte. Es en la periferia de las ciudades italianas, y de la mayoría de las de Europa, donde vive la clase obrera pobre, muchos de cuyos miembros son inmigrantes. El cardenal dijo que la misión central de la Iglesia no era el autoexamen, sino acercarse a los problemas diarios del rebaño mundial, muchos de los cuales luchan contra la pobreza y las humillaciones producto de las injusticias socioeconómicas.

Los cardenales alemanes Reinhard Marx de Munich y Walter Kasper, un veterano del Vaticano, se irguieron. También los cardenales Cipriani Thorne de Lima y Jaime Lucas Ortega y Alamino de La Havana, quien inmediatamente le pidió al papa las notas de su discurso. Durante días habían escuchado discursos sobre “la nueva evangelización”, un término de los papas anteriores que muchos cardenales utilizaban para hacer honor a su memoria, aunque no había consenso sobre qué significaba realmente. De repente, escuchaban a alguien que les hablaba de la justicia y de la dignidad humana. Y resultó simple, claro y renovador.

“Habla de una manera muy directa”, dice el cardenal George. “Y entonces tal vez, más que el contenido, era simplemente un aviso de que aquí hay alguien que tiene autenticidad de manera tal que resulta un testigo maravilloso para el discipulado”.

Para el cardenal Cipriani Thorne de Lima, el discurso era un clásico de Bergoglio. Durante años, el peruano había escuchado a su compañero cardenal latinoamericano hacer observaciones similares. Y como muchos de aquellos discursos anteriores, su mensaje a la Congregación General transitaba un sendero muy angosto. Muchos cardenales, incluido Cripriani Thorne, eran fuertes oponentes de cualquier retórica que pareciera invitar a la lucha de clases. Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI habían condenado la teología de la liberación, las enseñanzas de los sacerdotes latinoamericanos que adoptaban el marxismo, y clérigos como Cipriani Thorne habían apoyado las medidas severas. Pero el mensaje de Bergoglio hacia los cardenales se ubicaba con destreza a un lado de esos riesgos ideológicos al fundamentar su mensaje en un llamado a modelar la Iglesia moderna siguiendo la humildad de sus orígenes.

“No relaciona esto con la ideología, digamos, con esto de los ricos en contra de los pobres”, dice el cardenal. “No, no, nada de eso. Él dice que el mismo Jesús nos trajo a este mundo para que fuéramos pobres, no para que tengamos este consumismo excesivo, esta gran brecha entre ricos y pobres”.

Lo que muchos pensaban que el cardenal Bergoglio ofrecía a la Iglesia, luego de una década de luchar por superar la crisis de abusos sexuales y los años de riñas internas por cuestiones como la liturgia, era una nueva narrativa. Relataba una historia del catolicismo moderno que no se concentraba tanto en sus complejos mecanismos internos, sino más en llegar a aquellos más necesitados.

“Hemos estado discutiendo intra-ecclesia”, dijo el cardenal Cipriani. El discurso del cardenal Bergoglio era un llamado a “dejar de dar vueltas” e “ir al grano: Es Jesús”.

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Para el domingo 10 de marzo, dos días antes del inicio del cónclave, una nueva narrativa se asía a los cardenales. El cardenal Bergoglio ahora era un aspirante e incluso el argentino comenzaba a sentir la presión de ser papable.

Esa noche, más tarde, el Rvdo. Thomas Rosica, un sacerdote canadiense, iba caminando por el borde de la Plaza Navona de Roma cuando se encontró con el cardenal Bergoglio que regresaba hacia el Domus. Las luces de la calle iluminaban las figuras de piedra contorsionadas de la Fuente de los Cuatro Ríos del siglo XVII de Gian Lorenzo Bernini. El sonido del agua que fluía acompañaba a los clérigos.

“Reza por mí”, dijo el cardenal Bergoglio, tomando la mano del sacerdote.

“¿Estás nervioso?”, le preguntó el padre Rosica.

“Un poco”, le respondió el cardenal.

El 12 de marzo, los cardenales ingresaron a la Capilla Sixtina. Uno por uno, realizaron un juramento en latín en el que prometían mantener en secreto los procedimientos dentro de la Capilla. Cada uno, al pronunciar el juramento, apoyaba una mano sobre el Evangelio y miraba de frente el fresco amenazador del Juicio Final de Michelangelo. En él, Jesucristo dirige a un ejército de ángeles que hacen pasar a los santos al Cielo y lanzan a los condenados al Infierno.

Momentos después, un maestro de ceremonias gritó “¡Extra Omnes!”, que en latín significa “todos afuera”, y las enormes puertas de la Capilla Sixtina se cerraron con un ruido sordo. Los cardenales estaban solos. La mirada del mundo ahora se concentraba en el humo escaso que saldría de la Capilla. Ese sería el único medio de comunicación de los cardenales hasta que hubieran finalizado. Luego de votar, se colocan los votos en un horno de hierro fundido. Se agregan productos químicos para hacer que salga fumata negra si los votos no logran elegir un papa o blanca, si lo hacen.

Esa noche se hizo la primera votación. Los cardenales Bergoglio, Scola y Ouellet, todos ellos obtuvieron una cantidad significativa de votos. El cardenal Sean O’Malley de Bostón también consiguió cierto apoyo. Pero no había un ganador absoluto. El humo negro ascendió y los cardenales suspendieron por el día.

El miércoles 13 de marzo, el apoyo al cardenal Scola comenzó a mermar. Aunque era italiano, el cardenal de Milán luchaba por atraer el apoyo de sus compatriotas. Eso dejó a los cardenales italianos divididos entre varios candidatos, mientras que algunos comenzaron a coaligarse en torno al cardenal Bergoglio. Cada ronda de votación era larga y meticulosa. Los miembros de otro bloque votante potencial, los cardenales “Ratzingerianos”, que eran cercanos a Benedicto XVI, también estaban divididos entre los cardenales Scola y Ouellet, los acólitos del papa anterior.

Primero, cada cardenal se acercaba al altar de la capilla e introducía su voto en una urna de plata, luego, los votos se contaban y leían en voz alta, uno por uno. Mientras el apoyo al argentino se hacía más fuerte, también lo hacía el sonido de su nombre, “¡Bergoglio!”, que se hacía eco en la alta Capilla.

En la última ronda de votación, la quinta del cónclave, cerca de las 5 p.m. del 13 de marzo, los bloques de la oposición se habían disuelto. El nombre del cardenal Bergoglio sonaba una y otra vez hasta que alcanzó el umbral de mayoría de dos tercios, con 77 votos. “Como la cosa se estaba poniendo peligrosa”, diría en broma más tarde el papa Francisco, el ya casi pontífice se inclinó en busca de consuelo hacia su amigo, el cardenal Claudio Hummes de São Paulo, que estaba sentado a su lado.

Cuando se alcanzó el número mágico, estallaron los aplausos bajo el techo de fresco de la Capilla Sixtina. El cardenal Hummes abrazó y besó a su amigo.

“No te olvides de los pobres”, le susurró al nuevo papa al oído.

Una multitud de cardenales llenos de buenos deseos convergió en torno al cardenal Bergoglio con abrazos de felicitaciones. Le hacían sugerencias acerca de posibles nombres que el nuevo Papa podía tomar. “Deberías llamarte Adrián”, dijo uno, en referencia al papa reformista del siglo XVI, Adrián VI. “Elige el nombre de Clemente XV, para remontarte a Clemente XIV” gritó otro. (Clemente XIV había expulsado a la Compañía de Jesús en 1773).

Pero las palabras del cardenal Hummes resonaban en el oído del padre Jorge. “E inmediatamente pensé en San Francisco de Asís”, dijo después. “Francisco era un hombre de paz, de pobreza, un hombre que amaba y protegía la creación”.

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Al día siguiente de la elección del papa Francisco, los cardenales regresaron al Aula de las Bendiciones, un espacio cavernoso con techo abovedado, ubicado justo detrás del famoso balcón de San Pedro. Durante el cónclave, el Aula de las Bendiciones se usaba como un vestuario comunitario gigante para los cardenales, ya que se encuentra al lado de la Capilla Sixtina.

Durante los dos días de votación, las sotanas carmesí que los cardenales visten cuando ingresan a la Capilla Sixtina habían estado dispuestas en mesas ubicadas en hileras a lo largo del pasillo, y etiquetadas cuidadosamente con el nombre de cada cardenal. Al igual que sus 114 colegas, el cardenal Bergoglio había caminado por el pasillo de piso de mármol y pasado frente a sus pilastras adornadas con oro, en busca de la estación de vestuario que estuviera etiquetada con su nombre. Sus vestimentas habían estado junto a las de los cardenales Hummes y Cipriani Thorne.

La mañana del jueves siguiente al día que fue elegido papa, sin embargo, el espacio para cambiarse del cardenal Bergoglio había desaparecido. “Bueno, perdimos a Bergoglio ”, bromeó el cardenal Hummes con el cardenal Cipriani Thorne, al notar el espacio vacío. El papa Francisco, debido a su cargo de mayor relevancia, se estaría cambiando para la misa en una habitación más señorial, supusieron los cardenales.

De repente, un grupo de encargados aparecieron en el pasillo cargando un conjunto de vestiduras blancas y frenaron al lado de los dos cardenales.

“‘¿Qué sucede?” preguntó el cardenal Cipriani Thorne.

“Se quiere vestir aquí”, respondió uno de los encargados.

Y un momento después, los cardenales fueron testigos de un suceso extraño en la historia del papado: El 265° sucesor de San Pedro se vestía para la misa ante sus ojos. El acto fue simple, pero significó una clara ruptura con la tradición. Durante siglos, los papas habían cultivado un aire etéreo para distinguir el cargo de Su Santidad del de los reyes, emperadores, presidentes y primeros ministros que gobernaban el mundo temporal. Los papas usaban la triregnum, una corona en forma de bulbo compuesta por tres tiaras, y se los paseaba por el Vaticano en la sedia gestatoria, un trono portátil transportado por un grupo de hombres a pie. Otros encargados llevaban los flabelos, abanicos gigantes hechos de plumas de avestruz, para mantener cómodos a los papas durante los veranos calurosos de Roma. Mientras tanto, el cuerpo del papa se ocultaba bajo múltiples capas de prendas, desde prendas ornamentadas hasta guantes de seda.

Los papas de las últimas décadas se han ido despojando gradualmente de algunos elementos de la vestimenta y ornamentos. Pablo VI se deshizo de los abanicos de plumas mientras que el papa Juan Pablo retiró la sedia gestatoria de servicio y optó por un “papamóvil” blanco, protegido con vidrios a prueba de balas, para movilizarse por la ciudad. Sin embargo, estos elementos ornamentales se reviven tan fácilmente como se los pone en desuso. El Papa Benedicto XVI desempolvó el camauro, un gorro de terciopelo carmesí decorado con armiño blanco, que era popular entre los papas del Renacimiento, para las salidas que realizaba en temperaturas muy bajas. También encargó un par de mocasines rojo rubí, lo que despertó los rumores de los fashionistas debido a su similitud con otros diseñados por Prada (no era así, según lo negaron con desdén los funcionarios del Vaticano).

El papa Francisco tomaba un camino austeramente distinto. Los primeros días de su papado, renunció a la limusina papal y tomó uno de los pequeños autobuses que conducían a los cardenales ida y vuelta a la Capilla Sixtina hasta sus alojamientos en la Casa Santa Marta, la casa de invitados del Vaticano. El día siguiente a su elección, el nuevo papa paró discretamente en el hotel Domus ubicado en el centro de Roma para buscar su equipaje y pagar la cuenta. El Anillo del Pescador, un anillo grabado que es el símbolo de la autoridad del papa, tradicionalmente era de oro precioso. El papa Francisco pidió que al suyo lo forjaran en plata enchapada en oro.

El papa Francisco también se reusó a mudarse a los apartamentos papales ubicados dentro del Palacio Apostólico y prefirió quedarse en la Casa Santa Marta. No es de extrañarse. El palacio ha sido durante mucho tiempo el centro de la corte pontificia, donde los cardenales y arzobispos se disputaban audiencias con el papa. Algunos papas han encontrado un respiro de las intrigas del palacio retirándose a las superficies doradas y los cuantiosos enseres de los apartamentos papales. Por esa razón, sin embargo, los apartamentos también son un lugar de profundo aislamiento. Al quedarse en la Casa Santa Marta, el papa Francisco podía mezclarse libremente con los invitados, partir el pan en compañía de caras nuevas y celebrar misa para el personal. La diferencia entre la residencia y el palacio, dice uno de los funcionarios más antiguos del Vaticano, “es una distancia de cinco minutos a pie, pero son mundos totalmente distintos”.

Ese estilo discreto, dicen los cardenales, forma parte del objetivo del papa Francisco de bajar a la tierra uno de los oficios más elevados.

“¡Ay, cómo me gustaría que la Iglesia fuera pobre y para los pobres!”, les dijo el papa Francisco a cientos de periodistas y sus familias cuando estaban reunidos en la Ciudad del Vaticano el 16 de marzo.

Los primeros gestos impresionaron. Pero la pregunta fundamental, en la mente tanto de los cardenales como de los católicos laicos, es si el primer papa del Nuevo Mundo de la historia logrará redefinir al papado o si el papado terminará redefiniéndolo a él. Aquellos que han observado el cargo desde un lugar cercano dicen que se encontrará con muchos obstáculos en el camino.

“Creo que no se siente cómodo al estar encerrado”, dijo el cardenal Cipriani Thorne. “Pero, en cierto modo, tiene que estar encerrado”.