10
CATALINA PASÓ LA NOCHE SIN DORMIR en su acogedora casita y a la mañana siguiente volvió al camino hacia la mina Madera. No muy lejos del complejo minero había dos hileras de viviendas, todas idénticas: pequeñas, cuadradas, con el techo a dos aguas, la puerta al frente con una ventanita a cada lado y un tubo de chimenea asomado en la parte de atrás. Catalina se guio por los sonidos de los niños que jugaban y encontró a varias mujeres agrupadas, envueltas en sus ropas de abrigo, escardando y desmalezando un huerto comunitario invernal que había detrás de las viviendas. Sorprendidas al ver a su visitante, dejaron de trabajar para hablar con ella. La mayoría había vivido en las casas de Sanders desde que él las había construido.
—Era algo mejor, comparado con lo que teníamos en Virginia City. Allá tuvimos que construir la nuestra.
—Por lo menos, esas eran nuestras —dijo otra—. No teníamos que pagar renta.
—Estamos más cerca. Los hombres llegan fácilmente a pie. La mina está allí, por el camino.
Sí, compraban en el almacén de la compañía, pero el huerto las ayudaba. La mayor parte de lo cultivado ya lo habían usado o recogido: calabacines, puerros, zanahorias y repollos, acelgas y cebollas. Esperaban que alcanzara para sobrevivir los meses del invierno.
—La caminata al pueblo es dura bajo la nieve.
Qué difícil debía ser para estas mujeres arreglárselas con lo poco que sus esposos ganaban.
—Veo a muchos hombres entrar y salir de la cantina de Beck y de las otras cantinas.
Una mujer se encogió de hombros.
—Mi esposo es más feliz con uno o dos tragos en la barriga.
—Algunos no paran con uno o dos —dijo otra mientras metía la azada en la tierra dura.
Las mujeres dijeron que la mayoría de los hombres que trabajaban en la mina Madera eran solteros. Luego de pagar el alquiler y unas pocas provisiones, bebían y apostaban el resto de su salario. En algunas casas, había seis hombres viviendo juntos. No había muchas familias y solo algunos de los niños asistían a las clases de Sally Thacker. Sin educación, Catalina sabía que los niños terminarían en la mina; las niñas, casadas con mineros.
Después del último accidente, varios hombres habían intentado escabullirse en la noche.
—No llegaron lejos. Los hombres de Sanders los persiguieron y los obligaron a regresar. Los apalearon mucho.
—Pero no tanto como para que no pudieran trabajar. —La mujer golpeó más fuerte la tierra con su azada—. Le debían dinero al almacén de la compañía. Igual que el resto de nosotros.
Catalina fue a la tienda de Sanders cuando volvió al pueblo. Todo era más caro que en la de Aday: las legumbres secas y la cebada, la harina y el azúcar, el percal y los botones. Tuvo un mejor concepto de Nabor después de ver los precios de las botas, los vaqueros, los abrigos y los guantes del almacén de la minera Madera. Nabor había tratado de estafarla, pero hasta sus precios alterados eran inferiores a los que cobraba Sanders.
Varias mujeres fueron a visitarla a la mañana siguiente; las tres eran las esposas de los hombres más adinerados del pueblo. Se mostraron interesadas en los sombreros de Catalina, pero estaban más ansiosas de contarle lo que opinaban sus esposos sobre la Voz y su editora.
—¡John estaba furioso! —Lucy Wynham, la esposa del panadero, manoseó una pluma de faisán—. Piensa que las mujeres no deben saber lo que sucede en una cantina y que ninguna dama de verdad escribiría sobre eso. —Se le escapó una risa disgustada—. Como si las mujeres fueran ciegas y sordas y no lo supieran ya.
Vinnie MacIntosh, la esposa del sepulturero, miró por la ventana de Catalina.
—¡Pobre de ti, querida! ¡Puedes ver la mayor parte de la calle Campo desde aquí!
—Un asiento en primera fila para todos los acontecimientos. —Camila Deets, la esposa de uno de los carniceros del pueblo, sacudió la cabeza—. Nosotros vivimos en Galway, pero incluso desde ahí arriba puedo oír los salones de fandango todas las noches.
—Iván dijo que usted suena muy parecida a City. —Vinnie sonrió—. La gente esperaba que la Voz saliera cuando él...
—Gracias. —Catalina aceptó sus palabras como un elogio. Un poco sorprendida por el entusiasmo de las mujeres, les ofreció té—. No estoy segura de que haya una nueva publicación.
—¡No puede renunciar! ¡Apenas empezó!
Si escribía sobre lo que había visto en la mina y cómo había recopilado los detalles, ¿qué problemas podría causarles a esas pobres mujeres que vivían en la hilera de casas, o a las viudas de Willow Creek? Pero si no escribía al respecto, ¿cómo lograría cambiar algo? Casi deseó no haber comenzado nunca.
—Todas ustedes parecen encantadas con lo que tenía que decir, ¿pero acaso servirá de algo? Las mujeres no votan, y lo único que conseguí fue enfadar a los hombres. —Levantó varias notas que le habían pasado por debajo de la puerta.
Camila tomó una y la leyó en voz alta:
—Las mujeres son como los niños. Deben ser vistas, pero no escuchadas. —Resopló—. A menos que diga algo con lo que un hombre está de acuerdo.
—Es probable que John haya escrito eso. —Lucy suspiró—. Es exactamente lo que dice cada vez que hago la más mínima pregunta sobre cualquier cosa.
Vinnie tocó el brazo de Catalina.
—Iván dijo que era la primera cosa honesta que leía desde que City... murió. Se preguntaba si usted empezaría a mirar más allá de la calle Campo.
—Dos días atrás, fui al camino a Willow Creek; luego, a una colina desde donde pude ver la mina Madera. Ayer fui a la hilera de casas. —¿Qué podía hacer ella para ayudar a esas pobres mujeres?
—El Hoyo de la Escoria. —Camila frunció el ceño—. Así lo llaman los mineros.
Vinnie tomó un sombrero y lo volteó, mirándolo desde todos los ángulos.
—Nos preguntábamos por qué su tienda estuvo cerrada los últimos dos días.
Catalina había vuelto cansada y deprimida. Sin poder dormir, pasó varias horas haciendo sombreros y pensando en la cruel ironía de tratar de vender cosas encantadoras a esas pobres mujeres que nunca podrían pagarlas. Pensó en las fiestas a las que había asistido en Boston, a los tés de las tardes y a las reuniones de verano en las que había bailado y se había reído. ¿Qué beneficio había logrado, incluso con sus pequeñas rebeliones? ¿Lo había hecho por el bien de los demás, o era simplemente una manera de contrariar a su padrastro?
—Calvada necesita muchas mejoras. —Camila Deets se probó uno de los sombreros que Catalina había hecho la noche anterior—. ¡Este es divino! —Lo ajustó—. Estoy segura de que usted podría sugerir cambios, considerando que viene del Este, un lugar civilizado. ¿Tiene un espejo? —Catalina le trajo uno pequeño del cuarto de atrás—. Perfecto. —Decidió Camila, admirando su reflejo—. Me lo llevaré. No veo la hora de usarlo para la iglesia el domingo.
Deseosa de obtener más información, Catalina les ofreció té a las damas y las sirvió con su fino juego de porcelana Minton roja y dorada. Su madre le había regalado un juego completo, pero ella solo tenía espacio para algunas cosas especiales en su baúl Saratoga. Aunque estos pequeños lujos compartidos estaban fuera de lugar en Calvada, se dio cuenta de hasta qué punto habían animado el día a sus nuevas amigas.
Vinnie también compró un sombrero antes de irse.
La puerta volvió a abrirse poco después de que se fueron y Morgan Sanders entró con una de las mujeres que se sentaba con Fiona Hawthorne cada domingo. No era mucho mayor que Catalina, y tenía el cabello oscuro y los ojos marrones.
—Catalina, le presento a Monique Beaulieu, una conocida mía. Monique, ella es Catalina Walsh.
La joven se mantuvo atrás, callada, tensa, y le dio la impresión a Catalina de que no había deseado entrar en la tienda. Dando un paso adelante, Catalina extendió su mano.
—Enchantée, mademoiselle.
Morgan pareció sorprendido y complacido.
—Habla francés.
—Mi madre insistió que lo hiciera, aunque son muy pocas las oportunidades que he tenido de usarlo. —Le sonrió a Monique, pero la muchacha evitó sus ojos y, en cambio, miró los sombreros alrededor.
—Esta señorita es amiga mía. —Él sonrió—. Una palomita que acogí bajo mi ala.
Aliviada de que dejaría de mostrarse interesado en ella, Catalina les recomendó que curiosearan por la tienda. Se dirigió a Monique en francés:
—Puedo mostrarle los modelos. Solo tiene que decirme cuáles son sus preferencias. —Sacó un libro de diseños de un cajón del escritorio.
Morgan miró la imprenta tapada con la tela a cuadros y se rio entre dientes. Catalina había decidido mantenerla cubierta durante las horas de la mañana, mientras atendía la tienda.
—¿Ya abandonó el negocio?
—Un negocio sostendrá al otro. —¿Por qué no ser atrevida?— ¿Le gustaría comprar espacio publicitario?
—La mina no necesita publicidad, Catalina.
Ella no aprobaba que él usara su nombre de pila, mucho menos de la manera en que lo hacía. Tampoco lo hizo Monique Beaulieu.
—Supongo que tampoco el almacén de la compañía. —Cuando él entrecerró los ojos, ella le ofreció una sonrisa inocente—. Sin embargo, está haciendo campaña para el puesto de alcalde, ¿verdad?
Él se rio.
—Lord Baco tiene menos que ofrecer que yo.
—Así que leyó la Voz.
—Me resulta bastante gracioso. Valió los dos centavos que pagué por él. —Sostuvo la mirada de Catalina por un momento; luego, miró a Monique—. ¿Ya te decidiste? —Ella negó con la cabeza y siguió mirando el libro. Catalina se hacía preguntas sobre ella; cómo terminó la encantadora joven en un prostíbulo.
Sintió los ojos de Morgan fijos en ella y levantó la cabeza.
—Me complace saber que valió el precio. Quizás deba aumentarlo para que esté parejo con el Clarín. —Le molestaba la poca atención que él le prestaba a Monique.
—Por cierto, concuerdo con la evaluación que hizo de Matías Beck. Ese canalla. Uno de mis hombres fue a escuchar su discurso. Parece que Beck tiene pensado traer más mujeres a Calvada.
Su tono de voz no dejó lugar a dudas de qué clase de mujeres estaba hablando. Monique levantó la cabeza y lo miró.
Avergonzada, Catalina no supo qué decir.
Monique cerró el libro con firmeza.
—Quisiera irme, Morgan. Aquí no hay nada…
—Todavía no. —Morgan la interrumpió y miró fijamente a Catalina—. Una mujer puede brindar gran consuelo a un hombre.
Quizás Morgan Sanders se casaría con Monique. Catalina esperaba que lo hiciera. Pero aún quería respuestas de parte del hombre. Sus recientes caminatas por los alrededores de Calvada le habían abierto los ojos.
—El camino a la mina Madera fue mejorado el año pasado, pero parece que se le dedicó muy poca atención a Campos Elíseos.
Él desestimó sus preocupaciones.
—La calle Campo siempre es un desastre en invierno.
—El invierno llega todos los años, señor.
Él sonrió como si ella fuera una niña.
—¿Qué propondría usted? ¿Adoquines? Esto no es Boston, querida mía.
—Usted hace sacar montañas de piedras, grava y arena de su mina. Parte de todo eso podría usarse para mejorar la calle principal de Calvada.
—Sabe poco sobre construcción de caminos, Catalina.
—Supongo que los hombres que mejoraron su camino sí saben.
Monique se puso de pie y deslizó su mano sobre el brazo de Morgan. Dijo algo en un susurro bajo. Él no pareció contento, pero no objetó. Inclinó la cabeza hacia Catalina.
—Quizás pague un aviso publicitario. Eso la ayudaría a permanecer en el negocio, ¿verdad? Hablaremos luego.
Catalina deseó no haberlo sugerido.
Matías vio a Morgan Sanders y a una de las muñequitas de Fiona Hawthorne saliendo de la casa de Catalina. ¿Se habría dado cuenta ella de que la chica era una prostituta? Como había tan pocas mujeres disponibles en el pueblo, los hombres a veces tomaban como esposa a una palomita mancillada. Las demás mujeres raras veces las aceptaban. A City lo fastidiaba que, a pesar de que Fiona Hawthorne había dado más dinero para construir la iglesia que cualquier otra persona del pueblo, las mujeres siguieran sin mirarla; mucho menos le dirigieran la palabra. Con qué facilidad juzgaban a su propio sexo, sin pensar qué circunstancias podrían obligar a una mujer a vender su propio cuerpo. ¿Les habría pedido Catalina a Sanders y a la muñequita de Fiona que salieran de su tienda?
Más importante aún era saber por qué Sanders había expuesto a Catalina a semejante situación. El hombre le había echado el ojo desde que la joven había llegado al pueblo. Ella sería una estupenda esposa para el dueño de una mina y la madre del hijo que él quería que heredara su imperio. Algunos dirían que eran una buena pareja. Teniendo en cuenta lo rico que era el hombre y lo pobre que era ella, podía llegar a verse tentada.
¿Comprendía Catalina las aguas turbias en las que se estaba metiendo? Imaginar a Catalina con Sanders le contrajo el estómago.
Sonia decía que Catalina no quería casarse. Con nadie. Jamás. De hecho, su editorial mostraba cierta inclinación por el movimiento antialcohólico. ¿También era sufragista? Por cierto, él deseaba saberlo. No hablaban desde que había salido la Voz. Quizás era hora de que lo hicieran. ¿Y por qué no ahora?
Matías llamó a su puerta. Cuando ella la abrió, suspiró, resignada. Difícilmente era la mirada que él desearía ver en su rostro.
—¿Puedo entrar?
—Supongo que vino a reprenderme por lo que escribí sobre usted y su evento social de la temporada. —Ella se alejó, dejando que la puerta se abriera sola.
—Yo no soy el que usted vio persiguiendo a una de las chicas de Fiona por la calle Campo. Es posible que ese hombre quiera comprarle un billete en la próxima diligencia para expulsarla del pueblo.
—¿Por qué está aquí, señor Beck?
—He venido a completar algunas piezas de la historia.
Ella frunció el ceño y puso una cara seria y consternada.
—¿Qué piezas?
—El whisky afloja las lenguas y hace que los hombres hablen de lo que realmente están pasando.
Entornó los ojos en gesto de fastidio.
—Qué tonterías, señor Beck. ¿Qué clase de pócima mágica está tratando de venderme? —Resolló—. Apuesto a que mi charla con una taza de café de por medio consiguió más información que su método de “la casa invita los tragos”.
¿Qué información? Quería reclamar él.
—Usted todavía no conoce Calvada, milady.
—Es sorprendente lo que aprendí en mis largas caminatas, abriendo los ojos, los oídos y escuchando. —Levantó la vista y lo miró—. Por ejemplo, se rumorea que en su discurso de campaña usted prometió traer más mujeres. ¿Es cierto eso? ¿Novias por encargo?
Él se sonrojó.
—Tengo planes de contratar señoritas para que sirvan las mesas y atiendan los cuartos del hotel. —Hizo una mueca al decir la última parte, sabiendo que podía ser malinterpretado—. Tender las camas, esa clase de cosas. —Apretó los dientes, diciéndose a sí mismo que cerrara la boca. Catalina lo miró.
Cuando ella no dijo nada, decidió que era el momento de llegar al objetivo de su visita.
—Vine a darle un pequeño consejo que no ha solicitado: demasiadas verdades de una sola vez pueden hacer más daño que ayudar.
—Siempre he creído que la verdad es el gran nivelador.
—No siempre. Desgraciadamente. —Había combatido en una guerra en la que los dos bandos creían que tenían la razón y, a su ver, casi nada había cambiado, además de los diez mil hombres que habían muerto a ambos lados de la línea Mason-Dixon. Los Estados Unidos de América aún no estaban unificados y los hombres seguían siendo iguales solo al nacer y al morir, pero en ningún otro hecho intermedio—. Admiro su pasión, pero mientras rastrilla entre el fango, tenga cuidado de no caerse y ahogarse. —¿Entendería la advertencia sin que él tuviera que explicarla con nombre y apellido?
—Si se refiere a Morgan Sanders, le aseguro que hay muchos hombres como él en el Este. Mi padrastro quería que me casara con el hijo de uno de ellos. Yo lo rechacé.
Decirle que no a un muchacho era más fácil que rechazar a un hombre como Sanders. Matías no pudo resistirse a preguntar:
—¿Es por eso que la mandaron al Oeste, señorita Walsh?
—El haberme opuesto a contraer matrimonio fue solo uno de mis delitos.
Quería conocer la lista, pero se concentró en un asunto que podría revelar lo que ella pensaba.
—Parece bastante firme en cuanto al matrimonio.
—La mujer tiene muy pocos derechos como para perderlos por un esposo.
—Morgan Sanders tratará de hacerla cambiar de opinión. —Y si lo hacía, también procuraría destruir su espíritu.
—Eso podría llegar a preocuparme si encontrara al hombre mínimamente atractivo. —Sus ojos parpadearon como si se arrepintiera de haber revelado tanto.
El ánimo de Matías mejoró.
—¿En serio? —dijo arrastrando las palabras y con una ligera sonrisa—. Me alivia escuchar eso.
Ella desvió la mirada y se metió detrás de su escritorio como si necesitara una barrera entre ambos.
—¿Deseaba alguna otra cosa, señor Beck? —Su tono era calmado y serio.
—Sí. —Matías la recorrió despacio con la mirada, llegó a los sorprendidos ojos de ella y sonrió—. Pero este no es el momento.
Scribe se despatarró en el sofá, exhausto.
—Me enteré de que Sanders, y después Matías la visitaron. ¿Seguimos en el negocio, o ya la disuadieron?
Catalina le ofreció un bizcochito de la pastelería de Wynham.
—Oh, vosotros, hombres de poca fe. Sí. Seguimos en el negocio. Cuanto antes la Voz sirva para ganar dinero, más rápido podré dejar de hacer sombreros. He estado trabajando en otro editorial sobre el otro candidato a la alcaldía.
—¿Sanders? —Scribe se atragantó y tosió.
—¿Quién otro podría ser? —Le dio una palmada en la espalda.
—Eso es jugarse demasiado el pellejo. Debería tener cuidado con lo que escribe sobre él.
Ella se enfureció.
—¿Qué clase de periódico estamos publicando si no analizamos objetivamente a cada candidato?
—Solo hay dos.
—Lamentablemente. —Juntó sus papeles—. No permitiré que me desanimen unos hombres disgustados y unas notas asquerosas.
—Y no ganará para mantenerse ni podrá pagarme lo suficiente para que deje de lavar copas, a menos que imprima más periódicos y suba el precio a cinco centavos, como Bickerson. Y disponga de anuncios publicitarios y pedidos de impresión.
—Ya hablé con la mayoría de los comerciantes de la calle Campo. Ninguno quiere hacer negocios conmigo. Aunque Morgan Sanders sí se mostró interesado.
—Ay, no. ¡No! Él no necesita publicidad. —Le echó el ojo al último bizcochito—. ¿Se va a comer ese?
Catalina extendió el plato para que él pudiera agarrarlo.
—Se lo ofrecí. Desearía no haberlo hecho, pero necesitamos el dinero. —Miró el editorial que había escrito—. Aunque tal vez cambie de parecer después del próximo ejemplar.
—Dudo que le interese pagar por publicidad. Está interesado en usted. Pagó su cena la primera noche y quiso tenerla allá arriba, en su casa lujosa.
Catalina levantó los brazos, exasperada.
—¿Acaso todo el mundo está al tanto de mis asuntos? —Sacudió la cabeza—. Además, ya tiene una amiguita. —El hombre la inquietaba, pero no de la misma manera que lo hacía Matías Beck—. Si viene, le diré que cambié de parecer. Si le permito publicitar en mi periódico, parecería que la Voz está tomando partido en la elección.
—Ofrézcale a Matías el mismo acuerdo.
Cuando Matías Beck la miró esa misma tarde, se sintió como si estuviera haciéndole un reclamo.
—Oh, no. —Catalina recordó la estampida de sensaciones que habían recorrido su cuerpo—. Creo que lo dejaré tranquilo.
Catalina le envió una nota a Morgan Sanders acerca de su decisión. Él le mandó su respuesta.
Como desee, pero no siempre le resultará tan fácil decirme que no, Catalina. Quedo de usted su dedicado admirador.
Morgan
Aunque no pudo dormir esa noche, no desistió del curso que había decidido seguir a la mañana siguiente.
—¿Qué pasa ahora? —Los gritos venían de la barra. Matías y Henry habían estado conversando acerca de su investigación sobre los hombres de Calvada, calculando si tenían los votos suficientes para ganar la elección sin los mineros de Madera. Matías calculó que había gastado en vano mucho tiempo y dinero.
Reconoció la voz de Herr. ¿De qué se estaba quejando el barbero esta vez?
—¡Tienes que ver esto! —Herr se abrió paso entre el gentío y le puso la Voz frente a su nariz—. ¡Hablando de agallas!
EL ALCALDE MORGAN SANDERS
¿Hombre para el pueblo o para sí mismo?
Matías se lo arrancó de la mano y leyó:
...un imperio construido sobre el trabajo de los mineros que reciben salarios bajos y promesas de viviendas... seis hombres amontonados en una casucha fría... accidentes mineros... las viudas que viven en la pobreza a la vera del camino Willow Creek... propone la expansión de los límites del pueblo para introducir más impuestos con el objetivo de pagar un puente más ancho al sur y un camino para beneficiar a la mina Madera... pero la mina de Sanders estará justo después del límite, aprovechando los frutos de los impuestos municipales sin tener que pagarlos...
Matías sintió un escalofrío en la espalda, y después un calor subió de repente por atrás y lo inundó.
—¡Oye! ¿Adónde vas con mi periódico? —gritó Herr cuando Matías chocó contra las puertas batientes al salir y cruzó la calle a zancadas. La nieve había llegado esa mañana, pero la tierra aún no estaba dura. Dio dos pasos largos y entró a la oficina de Catalina Walsh. Ella se sobresaltó al verlo y se pinchó con la aguja que estaba usando para coser una rosa repollada a un sombrero. Emitiendo un grito ahogado de dolor, lo miró enojada.
—Por favor, señor Beck. ¿Es esa la manera de entrar a un lugar? —Sacudió la mano y chupó el punto de sangre. Dejó cuidadosamente a un lado el sombrero y se levantó—. ¿Cuál es el problema? Parece que perdió la capacidad de hablar.
A él no le gustaba lo que sentía cada vez que se acercaba a ella.
—Usted y yo tenemos que hablar.
Ella frunció el ceño y su nariz se arrugó. Al mirar hacia abajo, lanzó un grito.
—¡Mire lo que acaba de traer al entrar!
Matías miró sus botas embarradas y las pisadas que había dejado en su umbral. Levantó el periódico.
El aire siseó entre los dientes apretados de Catalina cuando señaló la puerta con su dedo ensangrentado.
—¡Afuera! ¡Ahora! ¡Váyase! —Cuando él no se movió, avanzó hacia él con tanta furia que Matías dio un paso atrás antes de pararse en firme. Arrugó el periódico en el puño de su mano delante de la cara de ella, quien lo apartó de un manotazo—. ¡No hablaré con usted hasta que salga y limpie el barro de sus botas! —Agarró el periódico y se lo arrojó.
Maldiciendo, Matías salió. Se raspó las botas y pateó el poste, haciendo traquetear la acera como para que la nieve saliera disparada hacia la calle. Volvió a entrar en la pequeña oficina y la vio venir desde la habitación de atrás con un balde de agua y un trapeador de cuerda. Apoyó el balde en el piso con un golpe violento.
—Le conviene no tratar de golpearme con eso.
—No me tiente. ¡Toda mi tienda apesta a estiércol! —Bombeó el trapeador arriba y abajo en el agua.
—¡Seguro que sí! ¡Usted ha decidido lanzarse de cabeza a una mina llena de él!
Al escucharlo gritar, se encogió de miedo y derramó agua sobre el lodo que él había traído.
—Vaya a ocuparse de sus propios asuntos y déjeme manejar los míos.
Matías le arrebató el trapeador de las manos.
—¡Usted me va a escuchar! Esto es serio, Cata.
—No me llamo Cata. —Agarró el trapeador—. ¡Démelo!
—¡Ah, me gustaría dárselo! —Matías lo soltó mecánicamente—. Me retracto, milady —dijo con los dientes apretados—. Señorita Walsh. —La miró con desdén—. Bostoniana altanera, qué dolor de...
—¡Retírese, señor! —Rígida como un pino, Catalina se paró con una mano apoyada en la cadera y sostuvo firme el trapeador como un rifle durante el descanso de un desfile. Soltó una bocanada de aire y aflojó los músculos—. ¿O le gustaría tomar una tranquilizante taza de té, señor Beck? —Su tono era lo suficientemente dulce como para hacer que le dolieran los dientes.
—Solo si puede echarle un buen whisky de Kentucky.
—El único agregado alcohólico que tengo está en ese estante.
—Entonces, declinaré el té y me conformaré con un rato de conversación. —Estaba harto de jugar—. ¡Siéntese!
Catalina se sacudió, pero se mantuvo firme.
—No hace falta que grite. —No se movió hasta que él dio un paso al frente; entonces, se sentó en el sofá con elegancia, entrelazando recatadamente las manos sobre su regazo—. Adelante, dígame lo que ya sé. El señor Sanders se disgustará con mi editorial.
—¿Disgustarse? Eso se queda corto.
—Simplemente escribí lo que él compartió conmigo y lo que he observado con mis dos ojos.
—¡Usted tiene el sentido común de un conejo!
Ella apretó los labios.
—¿Ha visto cómo viven sus mineros? ¿Y lo que les sucede a sus viudas cuando los hombres mueren aplastados bajo una tonelada de piedras o por una carga de dinamita que explota cerca?
—Lo sé. Lo he visto. —Él y Henry trabajaban en un plan para hacer algo al respecto sin convertir el pueblo entero en una zona de combate.
—¿Y los precios en el almacén de su minera?
—Sí. —Encorvándose, él recogió la Voz y la puso frente a sus ojos—. ¿Qué cree que ha logrado con esto?
—Abordé los problemas en relación directa con su idoneidad como alcalde. Si las promesas del pasado no llegaron a nada, ¿qué confianza habría que depositar en la retórica actual del señor Sanders? —Le dirigió una mirada fría—. O en la suya, si vamos al caso.
—Por la abstinencia, ¿verdad?
—Dudo que las mujeres recibirían algún derecho si su primer acto fuera confiscarles el licor a los hombres.
En ese sentido, era astuta. Él solo deseaba que fuera más sensata en otros aspectos.
—Hay solamente dos personas en esta elección...
—Y no estoy segura de cuál de los dos es peor. —Enderezó los hombros—. Sanders contrata hombres por menos de lo que valen, y luego ellos gastan sus sueldos de hambre bebiendo en su cantina o apostando en sus mesas de naipes.
Sacudido por su crítica, no se defendió. Ella tenía razón y esa era la causa por la que había determinado un nuevo rumbo, aunque era demasiado pronto para contárselo a alguien.
—Y ahora agregará mujeres... —Su tono era jocoso y su expresión, atenta.
Matías no podía dejar pasar eso.
—Los hombres se portan mejor cuando hay mujeres alrededor. —Ella se rio de manera despectiva. Furioso, él siguió adelante—. Estas señoritas repartirán las cartas y trabajarán detrás de la barra. No son…
—¿Palomas mancilladas? —Arqueó las cejas, desafiante.
—No. No lo son. Y habrá reglas. Nada de... —Dudaba cómo decirlo sin decirlo.
—¿Fraternizar con la clientela? —Catalina inclinó su mentón y lo examinó seriamente—. Y piensa que habrá menos riñas, menos insultos, que se terminarán los disparos en las calles.
—Exactamente.
Ella analizó su idea.
—Y este es el método con el que va a mantener la ley y el orden.
Por lo menos, estaba escuchándolo.
—Uno de ellos.
Catalina se alisó la falda y se puso de pie.
—Bueno, creo que es una idea muy interesante, señor Beck. Realmente, lo es.
Él no confió en su tono de voz ni en su sonrisa felina.
—Me alegro mucho de que lo apruebe, milady. —Se preguntó qué clase de editorial prepararía al respecto.
—Apruebo cualquier cosa que mejore este pueblo. —Se paró frente a él—. ¿Hemos terminado ya?
Oh, no, señorita. En absoluto..
—Acepte un consejo amistoso de mi parte y escriba sobre alguna otra cosa que no sea la elección. Todos conocen a Sanders. Y me conocen a mí. El día de la elección nos dirá quién hará los cambios y de qué tipo. —Se dio vuelta hacia la puerta.
—¿Y sobre qué, si se puede saber, le gustaría a usted que yo escribiera?
Exasperado, Matías la miró frente a frente.
—Escriba sobre las funciones de la iglesia y las reuniones del consejo. Informe los matrimonios, los nacimientos, las defunciones. Escriba sobre la moda del Este. ¡Hable de los sabañones, las conservas y los niños! Pero use la cabeza. Deje que los hombres manejen las cosas.
Ella emitió un sonido débil, como si estuviera considerando su discurso.
—Supongo que, según su opinión, Stu Bickerson es un buen periodista para Calvada.
Ahí lo atrapó. Stu Bickerson era un campesino ignorante y Sanders lo tenía metido en el bolsillo.
Catalina parecía tan relajada ahora, que hasta su expresión se suavizó.
—Me conmueve su preocupación, señor Beck. Lo digo sinceramente. Teniendo en cuenta lo que escribí sobre usted, me sorprende que se preocupe por mí y que no forme una comisión para que me humillen y me metan en la próxima diligencia que parta del pueblo. Quédese tranquilo. Supongo que Morgan tomará tan en serio lo que escribí sobre él, como lo hizo usted cuando leyó el primer ejemplar.
Morgan. Odiaba oír el nombre de él en sus labios.
—Esperemos que sí, por su bien. —Sus ojos parpadearon. Ella no ignoraba tanto los riesgos que corría como fingía hacerlo, lo cual le daba más motivos a él para preocuparse. El valor podía ser imprudente, y la imprudencia traía consecuencias.
—Espero que el señor Sanders lea cada palabra y sienta la convicción de cambiar. —Catalina parecía seria y ligeramente optimista—. Entonces, cumplirá sus promesas originales, aumentará los salarios de los hombres, mejorará sus cabañas y ayudará a esas pobres viudas, además de añadir vigas para evitar futuros derrumbes. Quizás incluso baje los precios del almacén de su compañía, por lo menos para que sean como los de Nabor Aday.
El enojo se apoderó de Matías. ¡Y él que había pensado que ella tenía algo de sentido común!
—¿Qué? ¿Usted cree que puede redimir al hombre?
—No hablaba de su alma, pero ahora que lo menciona, los milagros pueden suceder. Ningún hombre está por encima de la redención. Bueno, quizás usted.
Matías se rio sin ganas.
—Eso me han dicho. —Caminó hacia la puerta y la dejó abierta al salir.