12
CATALINA SE SORPRENDIÓ CUANDO Vinnie y Camila fueron de visita la tarde siguiente. No había esperado que ninguna mujer de la iglesia la buscara después de la zurra verbal del reverendo Thacker. Ellas no lo mencionaron, sino que hablaron de cosas mundanas y comunes. Cuando estaban saliendo, Camila se dio vuelta hacia ella.
—James leyó tu periódico el domingo, después de la iglesia. Tu editorial, “Ángeles de la guarda”, lo hizo reír hasta las lágrimas. Solo quería que lo supieras. —Le dio un beso en la mejilla a Catalina—. No todos los hombres están en tu contra.
Al cerrar la puerta, Catalina apoyó la frente contra ella. Sus emociones estaban demasiado a flor de piel como para encarar a cualquier cliente. Volteó el cartel, se sentó en la oficina delantera y continuó con la lectura de las libretas y los diarios de su tío. Un suave crujido y unas pisadas apuradas le llamaron la atención. Otra nota que le pasaban por debajo de la puerta. Había recibido suficientes para toda una vida. Eran tan desagradables que las quemaba. Levantó el papel doblado. Como los demás, el mensaje era corto y mal escrito, pero este le aceleró el pulso.
Katalina:
Abrá una riunion del cindicato esta noche bajo el puente sur. Penzé qe podría qerer estar enterada.
Unamigo
Catalina abrió la puerta rápidamente y miró hacia afuera. ¿Era Nellie O’Toole la que iba hacia el extremo norte del pueblo? Catalina cerró la puerta sabiendo que esto era demasiado importante para desestimarlo. No podía mandar a Scribe y arriesgarse a que lo lastimaran. Todos sabían que trabajaba con ella en la Voz. Y no podía ir ella misma, a menos que...
Golpearon a la puerta y se sobresaltó. Con el corazón palpitante, pensó en Matías Beck parado en su umbral la noche anterior. Todo su cuerpo se sofocó al recordar ese beso.
—¿Catalina? Discúlpame por lo de anoche.
¡Scribe! Abrió la puerta. Parecía tener resaca y su estado era lamentable. Cuando comenzó a disculparse otra vez, lo agarró del brazo y lo arrastró hacia adentro, midiéndolo mentalmente mientras cerraba la puerta detrás de él. No era mucho más alto que ella, y de aspecto juvenil y delgado. Ella tenía un abrigo de hombre y una vieja gorra plana que había encontrado entre las cosas de su tío.
—¡Necesito tu ropa!
—¿Qué? —Dio un paso atrás, mirándola como si se hubiera vuelto loca—. ¿Para qué?
—Hay una reunión. Tengo que ir, pero no pueden saber que estoy presente. —Lo empujó para que pasara a su departamento—. Puedes envolverte con una manta hasta que yo regrese. No te quedes parado ahí. ¡Date prisa!
Se puso terco.
—Iré yo.
—Todos saben que trabajas para mí. No discutas. —Le hizo un gesto con la mano para que se moviera y cerró la puerta del departamento—. Si llego suficientemente temprano, puedo esconderme. Nunca sabrán que estuve ahí.
—¿Esconderte? ¿Dónde es esta reunión? ¿Cómo te esconderás?
—¡No te preocupes! Solo dame tu pantalón y tu camisa. —Podía escucharlo murmurando al otro lado de la puerta—. Tienes un minuto, Scribe, o entraré allí. —Oyó un ruido sordo—. ¿Estás bien?
Scribe apareció envuelto en una frazada azul con el rostro rojo y el cabello oscuro parado como plumas nuevas. Tratando de no reírse, ella se movió rápido y cerró la puerta. Se quitó la falda y la blusa y se puso el pantalón vaquero de Scribe y su camisa de lana a cuadros. Se puso la gorra plana y metió dentro de ella su pelo rojo. Cuando salió, Scribe estaba sentado en el sofá con las rodillas juntas, los hombros encorvados y el ceño fruncido. Ella se rio con nerviosismo.
—¿Cómo me veo? —Se dio vuelta.
—Horrible.
—Con tal de que no me parezca a mí misma. ¿Se ve algo de cabello rojo?
—No. Esta es una mala idea.
—Bueno, regresa a mi habitación, cierra la puerta y quédate ahí. —Apagó la lámpara sobre su escritorio—. Te prometo que tendré mucho cuidado.
Ni bien Scribe se quedó encerrado en su departamento, Catalina salió con sigilo por la puerta delantera. El salón de fandango estaba en su apogeo. Igual que la cantina de Beck. Encorvando los hombros, fingió un andar inestable para cruzar la calle Campo; luego, se dirigió al camino a la mina Madera. El puente Sur estaba a un kilómetro y medio afuera del pueblo. Afortunadamente, la luna llena iluminaba su camino.
Cuando vio el puente, se metió en el bosque abriéndose camino con cuidado entre los pinos escuálidos. Tres hombres iban por el camino. Podía escucharlos hablando mientras cruzaban el puente y caminaban hacia el pueblo. Pasó por debajo del puente y se escondió detrás de una columna. Había estado caliente en la larga caminata, pero el frío rápidamente se filtró a través de las capas de ropa. Acurrucándose dentro de su abrigo, deseó tener puestos un par de guantes. Incluso los finos de ante habrían sido mejor que nada.
Uno por uno, los pasos fueron acercándose; la grava se deslizaba a medida que llegaban los hombres. Encendían cerillas, pero no lámparas. Catalina no se asomó a mirar desde atrás de la columna. Sabía que no podría ver sus rostros, pero distinguía voces. Eran cinco hombres. Unas botas sonaron sobre el puente y otro hombre se sumó a ellos al fondo del barranco.
—Lamento llegar tarde. —La voz del hombre era gruesa, con un marcado acento irlandés. Fue él quien habló. Ella no podía entender todo lo que decía por la correntada, pero sí lo suficiente. Hablaban de la mina Madera y de Morgan Sanders.
—Llevaremos capuchas cuando nos acerquemos a él. Le echaremos una frazada encima y haremos una fiesta. Él será la piñata. —El hombre tenía una risa fría—. Nada de palos, solo puñetazos. Queremos dejarlo muy lastimado y asustarlo. No matarlo. ¿Entienden?
Catalina cerró los ojos y respiró despacio y sin hacer ruido, con los labios separados. Sintió que algo rozó la parte descubierta de su cuello y su corazón se paralizó; luego, palpitó aún más rápido cuando sintió que iba y venía y trepó hasta su quijada. ¡Una araña! Siguió moviéndose por su frente hasta la gorra. Uno de los hombres encendió un fósforo y ella vio unos ojos pequeños y redondos brillando en la oscuridad. ¡Una rata! Otro hombre maldijo y le lanzó una piedra. El roedor escapó y desapareció detrás de ella.
Oyó que mencionaban su nombre y prestó más atención.
—Ella se pondrá de nuestro lado, muchachos. Ha visitado el Hoyo de la Escoria y ha conocido a algunas mujeres. Uno de nuestros miembros más poéticos está trabajando en una carta apasionada, llena de corazones y flores, para explicar nuestros nobles principios. Para cuando termine de presentar la coalición de los mineros, la sobrinita de City Walsh nos convertirá en héroes.
Si mencionaron algún nombre, Catalina no pudo escucharlo por los fuertes sonidos del arroyo o por los latidos de su propio corazón.
—A la dama seguro que no le gusta Beck.
—Queremos que Sanders sea el alcalde. Cuando terminemos con él, hará lo que le digamos.
—¿Y si no lo hace?
—En ese caso, lo matamos.
—¡Un momento! Yo no me uní a la coalición para cometer un asesinato.
Se hizo un silencio durante unos segundos; entonces, el cabecilla habló:
—No llegaremos a eso, McNabb. Pero queremos que Sanders crea que sí.
La reunión se dispersó. Catalina se quedó adonde estaba mientras las voces masculinas se desvanecían a medida que los hombres subían la cuesta para llegar al camino y seguir hacia el pueblo o al Hoyo de la Escoria. Dos hombres se quedaron debajo del puente.
—¿Qué piensas? ¿Podemos confiar en él?
—McNabb no tiene agallas para esto.
—Se dejará convencer. Ayer estuvo en casa de Nelly O’Toole.
—¿Haciendo qué?
—Quiere ocupar el lugar de Sean.
Volvieron a bajar la voz. Catalina adelantó su cuerpo unos centímetros.
—Tú trabajas con McNabb. Ocúpate de que haya otro derrumbe. Nada demasiado grave. Pero asegúrate de que no logre salir. —El otro hombre habló en voz baja y el primero gruñó—. Hay que hacerlo. No podemos correr riesgos.
Los pasos de los hombres crujieron cuando subieron la ladera y cruzaron el puente. El corazón de Catalina latía tan rápido que sentía que se desmayaría. Esperó unos minutos más; entonces, se escabulló de su escondite. Se quitó rápidamente la gorra, se sacudió la espalda y el torso y dio un salto. Escuchó un chillido débil. La luz de la luna que se colaba a través de los árboles junto al río no le brindaba suficiente claridad para poder ver. Agachándose, salió de abajo del puente, trepó la ladera y miró por encima de los tablones gruesos. Había un hombre de pie al otro lado. Él sacó algo de su bolsillo. Lo observó mientras enrollaba un cigarrillo y lo metía entre sus labios. Cuando encendió el fósforo con la uña del pulgar, ella vio claramente su rostro. La llama murió enseguida y dejó el resplandor brillante de la punta roja de su cigarrillo cada vez que el hombre inhalaba. Se quedó un rato fumando; luego, tiró la colilla al arroyo y se encaminó hacia el pueblo.
¿Era este el cabecilla, o el subordinado a quien se le había ordenado matar a McNabb? Lo habría seguido para ver adónde iba, pero sabía que tenía que llegar a Willow Creek y avisarle a Nellie O’Toole que la vida de su amigo corría peligro.
Catalina sabía que recordaría el rostro de ese hombre. Lo buscaría entre la multitud de hombres que deambulaban por la calle Campo después de que sonaban los pitidos.
La vida nocturna de Calvada estaba en su apogeo a la hora que Catalina regresó al pueblo. Le había contado todo a Nellie y la mujer le aseguró que le advertiría a tiempo a McNabb. Exhausta, helada hasta los huesos a pesar de la caminata, buscó la manera de cruzar la calle Campo. Los hombres reunidos en la entrada de la cantina de Beck hablaban en voz alta y reían. Unos gritos les llamaron la atención y se desviaron para observar a dos hombres que peleaban con los puños frente a Rocker Box. Apenas le dieron la espalda, Catalina corrió al otro lado de la calle. Cuando llegó a la acera, caminó a una velocidad normal mientras pasaba por el salón de fandango y se deslizó rápidamente en su casa. Jadeante y con el corazón latiendo fuertemente, Catalina apoyó la frente contra la puerta, tratando de recuperar el aliento.
Alguien le tapó la boca con una mano. Aterrada, intentó gritar, pero el sonido fue sofocado. Se retorció, corcoveó y pateó para liberarse. Él la levantó del suelo y la alejó de la puerta. Ella clavó sus uñas en la mano del hombre y mordió la parte carnosa de su pulgar.
Él profirió un gruñido de dolor.
—Se defiende con rodillas, codos, dientes y uñas, ¿verdad?
¡Beck! Dejó de pelear y se dobló, exhausta. Cambiándola de lugar, él deslizó el cerrojo antes de soltarla.
La luz del farol destacó la figura de Scribe en la puerta de atrás. Todavía estaba envuelto en la manta azul.
—No le haga daño. ¡Se lo advierto! No está hablando. ¿Por qué no está hablando? —Entró en la oficina delantera—. ¿Qué está haciendo?
—Está disfrutando momentáneamente el silencio. —Beck sacudió la mano lastimada y la miró fijamente. Cuando intentó pasar junto a él, la atrapó del brazo y le dio vuelta—. ¿Dónde ha estado vestida de esa manera?
Catalina tembló violentamente, sus dientes empezaron a castañetear.
Scribe habló por ella:
—Ya se lo dije. Fue a una reunión.
Matías la estudió más calmado.
—Qué clase de reunión es lo que quiero saber.
—¿Puedo sentarme, por favor? —Las piernas de Catalina flaquearon.
Matías la condujo al departamento y acercó una silla a la estufa. Su expresión cambió cuando observó bien el rostro de ella.
—Quédese quieta. —Miró a Scribe antes de abrir la puerta de atrás—. Vigílala bien.
Scribe se sentó en su cama con la cabeza inclinada y subió las rodillas hasta su barbilla. Se veía tan ridículo, que Catalina empezó a reír tontamente y no pudo detenerse. Scribe la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué es tan gracioso?
—Nada. ¡Absolutamente nada! —Se tapó la boca intentando controlarse nuevamente.
—¿Me devolverás mi ropa ahora? —Cuando él abrió exageradamente los ojos, ella se dio cuenta de que tenía la mitad de los botones abiertos. Dando un grito ahogado, agarró su blusa y su falda y huyó a la oficina delantera. Se quitó la ropa de él y se puso la propia antes de recordar cerrar la puerta. Afortunadamente, él fue lo suficientemente caballero como para mirar hacia otro lado. Luego de lanzarle los pantalones y la camisa, ella se puso a caminar de un lado al otro.
—Estoy decente. Cuéntame lo que pasó.
Con frío y todavía temblando, ella se sentó de nuevo junto a la estufa.
—Ponte las botas, Scribe.
Él lo hizo y se sentó en su cama.
La puerta de atrás se abrió abruptamente, Catalina se sobresaltó y estuvo a punto de caer hacia atrás contra el librero.
Matías torció la boca con sarcasmo.
—Está un poquito nerviosa, ¿verdad? —Los miró a los dos, molesto, y le lanzó un bulto a Scribe—. Supongo que llegué demasiado tarde. —Puso una botella de coñac sobre la mesa de Catalina—. Puedes devolver esa ropa a tu habitación.
Scribe se levantó.
—¡No lo dejaré a solas con ella! No es apropiado.
—Sí, bueno, no fue precisamente apropiado encontrarte semidesnudo en su cama.
—Ahora, espere un minuto —protestó Scribe en voz alta—. ¡Se lo expliqué!
—No sigas. —Matías miró a Catalina y sonrió con suficiencia—. Esta es la segunda vez que los atrapo en una situación comprometedora. —Con los ojos todavía fijos en ella, sacudió la cabeza—. La señorita Walsh estará bien, sir Galahad. Ahora, sal de aquí y déjame hablar con ella. —Cuando Scribe no se movió, Matías le lanzó una mirada que lo galvanizó.
Catalina volvió a hundirse en su silla. Ahora estaba bastante abrigada, pero todavía tiritaba violentamente.
Matías le quitó el corcho a la botella.
—Parece que necesita una copita de coñac.
—No, gracias.
—Es medicinal, y usted está medio congelada.
—Me estoy descongelando rápido.
Él soltó una risita.
—Té caliente, entonces. —Hundió la tetera en el balde con agua fresca que había junto a la puerta.
—Estoy bien. Ya puede irse.
—No hasta que me diga adónde fue.
Todo su cuerpo se sacudió cuando Matías le puso una mano en el hombro. Se paró y se alejó de él. La habitación parecía más pequeña que el día anterior. Mientras la estudiaba, sus ojos se entrecerraron.
—Usted está todo menos bien, y yo no me iré hasta que obtenga algunas respuestas.
Ella sacudió la cabeza y volvió a sentarse para luego levantarse rápidamente, nerviosa.
—Confíe en mí, Catalina. —Lo dijo con tal delicadeza y convicción, que ella sintió ganas de contarle todo. Él había estado aquí más tiempo y conocía al pueblo mejor que la mayoría. Esperó callado, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Ella siempre se había considerado buena para juzgar el carácter, pero él era el dueño de una cantina, un especulador. Lo miró, estudiándolo. Él le devolvió la mirada como si no tuviera nada que esconder.
—La reunión fue debajo del puente Sur.
Él llenó la tetera y la puso sobre la estufa. Un músculo se tensó en su mandíbula.
—¿Hablaron los hombres de una coalición?
Ella se quedó helada y empezó a desconfiar.
—¿Cómo lo supo? La persona que dejó la nota dijo que era una reunión secreta. Y usted no es ningún minero.
—En una cantina hay pocos secretos. —Parecía disgustado—. Usted suelta las lenguas con el té. Según he visto yo, el whisky funciona mejor y más rápido. City había escuchado rumores y estaba investigando un poco cuando fue asesinado.
La boca de Catalina tembló y apretó fuerte los labios. ¿Estaba tratando de asustarla? ¡Ya se había asustado bastante!
La tetera silbó y su cuerpo se estremeció. Matías usó una de sus tazas Minton rojas y doradas, la puso sobre un platito y se la acercó como una ofrenda. Sus manos estaban firmes. Las suyas temblaban tanto que las retiró y las metió debajo de sus brazos cruzados.
—No puedo darme el lujo de reemplazarlas.
—Es esto o coñac, milady. —Su tono era suave, bromista. Dejó el platito a un lado y le dio la taza.
Ella le sonrió, desalentada. El té estaba fuerte y la fortaleció.
—Este es un pueblo espantoso, Matías. —Las lágrimas le ardían—. Usted tenía razón sobre el estiércol y los pozos profundos. Las ratas que corretean por aquí son mucho más grandes y más malvadas que las que se dan un festín con la basura de los callejones.
Él parecía sombrío.
—¿Qué escuchó?
Sintió la tentación de contarle todo, pero sabía lo que le aconsejaría. No lo publique. Evitando mirarlo a los ojos, encogió los hombros un instante.
—No mucho. —Sus mejillas se encendieron por la mentira.
—¿Hablaban de una huelga?
—No. —Ella podía sentir su frustración. Terminó el té y dejó la taza en el plato con sumo cuidado—. Gracias. Me siento mucho mejor ahora. Puede irse.
—Todavía está temblando.
—Tengo frío. Ya entraré en calor.
—No está temblando por eso. Usted tiene miedo. Es una Walsh, de eso no hay duda. Siempre buscando problemas.
De repente, Catalina se enojó de una manera inexplicable y se inclinó hacia adelante.
—No fui a buscar problemas. Fui en busca de información.
Cuando se levantó, Matías la agarró de la muñeca.
—Y encontró ambas cosas, ¿verdad? —La sujetó firmemente, sin lastimarla—. Puedo sentirlo en su pulso.
Ella se liberó de un tirón, su contacto la inquietaba demasiado. Se esforzó por encontrar excusas.
—Fue una caminata larga y tenebrosa para volver, y oí algo entre los arbustos. Quizás haya sido un oso.
—¿Por qué no lo intenta otra vez? Puedo pasar aquí toda la noche.
—Mencionaron a Morgan Sanders. —Trató de restarle importancia.
—Lo mencionaron. —El tono de Matías era más seco que la arena del desierto—. Estoy seguro de que les gustaría matarlo. —Ahora sonaba enojado—. No tiene que preocuparse por él. Está bien armado y muy protegido.
Ella giró rápidamente y fue hacia la puerta delantera. Empezó a abrirla con la intención de ordenarle que se fuera. Él apoyó la mano contra la puerta.
—¿Cuál es el plan?
Se apartó de él. Caminando de un lado al otro, lo miró furiosa. Si no le decía algo, no se iría nunca.
—Asustar a Sanders. Lo suficiente para que les dé lo que quieren. Uno no estuvo de acuerdo. —No le dijo por qué.
—Tengo una curiosidad. —Matías se veía furioso, pero habló con tranquilidad, en un tono de voz controlado—. ¿Dónde estaba usted mientras hablaban de todo esto?
—Debajo del puente. Al lado de una columna. Donde no podían verme. —Recordó la araña que caminó por encima de ella y se estremeció.
Matías maldijo en voz baja.
—¿Tiene alguna idea de lo que le habrían hecho si la hubieran atrapado en ese lugar?
—Creo que sí. —¿Tenía que sonar tan infantil y asustada?
Matías se dio vuelta y se pasó una mano por el cabello. La enfrentó con el ceño fruncido.
—¿Qué hay del que no estuvo de acuerdo con el plan?
—Ya me ocupé de que le adviertan sobre la... —Dejó de hablar.
—La amenaza de que lo matarán. ¿Eso es lo que estaba ocultando? —Maldijo otra vez—. ¿Qué hizo, Cata? ¿Subió al campamento de los mineros y llamó puerta por puerta tratando de avisarle?
—No. —Demasiado tarde pensó en el peligro que significaba para Nellie. Su boca tembló—. Fui a ver a alguien que lo conoce. Esa persona le avisará a tiempo. —No podía ver a Matías a través de sus propias lágrimas—. ¡Tenía que hacer algo!
—Tranquila. —Sus brazos la rodearon—. Shhh... —La acercó a él y, delicadamente, apoyó su barbilla sobre su cabeza—. Todo va a estar bien.
—¡No, no lo estará! —Su cuerpo fue entrando en calor mientras él le pasaba las manos por la espalda. ¿Era su corazón el que latía tan fuerte, o el de él? Debía alejarse.
—Por favor, venga al hotel y quédese unos días. Quiero asegurarme de que esté a salvo.
—No lo creo. —Recogió su chal del sofá y se envolvió con él, mientras vigilaba cada movimiento de Matías.
Su expresión se volvió burlona.
—Ah, querida, todavía no confía en mí. Ya ha visto el cuarto. Ya vio cómo es la cerradura.
—Estoy más segura aquí.
La miró de la cabeza a los pies con una expresión demasiado mundana en sus ojos.
—Puede que tenga razón.
Se abrazó estrechamente a sí misma, precavida. Estaban solos, la única luz del cuarto venía de una lámpara. Ya no tenía frío.
—¿Qué quiere hacer, Catalina? —dijo suavemente.
—Sombreros. —El trabajo la serenaba y la ayudaba a pensar.
—Buena idea. —Sonó aliviado—. ¿Está segura de que estará bien?
Le sonrió con ironía.
—Soy más fuerte de lo que parezco, señor Beck.
—¿Me acompaña a la puerta? —dijo en un tono juguetón y seductor, con la boca curvada.
No quería acercarse demasiado a él.
—Echaré el cerrojo cuando usted esté al otro lado.
—Qué lástima. —Se rio por lo bajo y cruzó el departamento saliendo por la puerta de atrás.
Henry entró por las puertas batientes y se sentó. Matías levantó las cejas.
—¿Recién llegas? —Era pasada la medianoche.
—Acompañé a Charlotte a su casa. —Parecía exhausto pero relajado—. Las cosas van muy bien.
Matías se rio por lo bajo.
—Ya veo lo bien que van.
Henry lo miró con reprobación.
—Con la campaña.
City estaría feliz de ver que había entrado al juego, pero él dudaba que ganaría. No solo era por el desafío de City que había aceptado postularse para alcalde. Tenía el deseo de hacer de Calvada un lugar digno de llamarlo su hogar.
Henry no había pasado más que algunos días en Calvada, cuando señaló los hechos desalentadores. Calvada no estaba sobre la ruta principal a ninguna parte. Si la idea era que el pueblo sobreviviera, habría que desarrollar otras empresas, además de la minería, para que la gente siguiera subiendo la montaña y que los que ya vivían aquí quisieran quedarse. Matías había llegado a la misma conclusión. Si Henry hubiera venido como lo habían planeado originalmente, Matías ya habría vendido sus propiedades y estaría en Truckee o en Reno, Sacramento o Monterey. Pero algo había retrasado a Henry. En lugar de llegar en el verano, había venido en el otoño, y Catalina Walsh había viajado al pueblo en la misma diligencia.
Catalina Walsh podría terminar siendo para Matías el primer gran combate como el de la guerra, conocido como la batalla de Bull Run. En lugar de vender todo e irse a vivir a un lugar más refinado, ella se había mantenido firme como Robert E. Lee en Chancellorsville.
No debía vivir en la casa de City, no después de haber escuchado a escondidas la reunión de la coalición. No le había dicho el nombre del hombre cuya vida estaba en peligro. Debería haberla presionado más.
En cuanto Matías se fue, Catalina se sentó en el escritorio de su tío, encendió la lámpara y sacó sus materiales para escribir. No había tiempo que perder. Solo faltaban dos días para la elección. Le llevó menos de una hora terminar dos artículos: uno sobre la coalición de los mineros que ya no era secreta, incluidos los diabólicos planes de matar a un compañero minero por haberse atrevido a objetar el asesinato, y después un segundo, alentando a los hombres a votar por Matías Beck para alcalde.
El salón de fandango había enmudecido para cuando Catalina comenzó a abrir y cerrar los cajoncitos y componer los tipos hacia atrás en la bandeja para imprimir. Había observado a y trabajado lo suficientemente cerca de Scribe como para poner manos a la obra, aunque la frustraban su torpeza y su falta de rapidez. Lo que a Scribe le hubiera llevado una o dos horas a ella le tomó el resto de la noche. Cargó la tinta en el rollo, imprimió la primera página y la revisó. Gimiendo al ver los errores, pasó minutos preciosos ubicando las letras incorrectas, sacándolas hacia arriba con el punzón y reinsertándolas en el lugar correcto.
Había logrado imprimir cincuenta copias cuando alguien llamó a su puerta. Su corazón se aceleró, y después se calmó cuando resultó ser Scribe y no Matías Beck. Era casi el amanecer y estaba preocupado.
—¿Qué hizo él después que me fui anoche?
—Nada. Entra. Te necesito.
—Tienes puesta la misma ropa. ¿No dormiste anoche?
—Dormiré cuando termine el trabajo. —Hizo un gesto hacia la imprenta—. Tenemos que sacar el periódico.
Scribe levantó una copia y empezó a leer. Ella se la quitó de la mano.
—Léelo después, Scribe. No tenemos tiempo que perder. —Fue hacia el departamento de atrás—. Necesito refrescarme.
—¡Por todos los cielos! —Scribe golpeó su puerta con el puño —. No irá a publicar esto, ¿verdad?
Ella volvió a salir, enlazando mechones de cabello en su moño.
—Sí, lo haré.
—Si hubiera sabido a qué clase de reunión estaba yendo, ¡no la habría dejado salir por esa puerta!
—Entonces es bueno que no lo supieras. Deja de perder el tiempo, Scribe. Imprime más copias. —Las dejó en el escritorio para que secaran—. Escuché cada palabra con mis propios oídos. Cuanto antes lo sepan todos, mejor. Guardar silencio nos hace culpables. —Agarró su chal, ahora preocupada por Nelly O’Toole. ¿Habría podido avisarle a McNabb? ¿Advertir a McNabb habría puesto a Nellie en peligro? Catalina tenía que saberlo—. No es solamente la vida del señor Sanders la que está en peligro.
—¿Adónde vas?
—A ver a alguien. No te quedes parado ahí. Todas las copias que imprimas en la próxima hora, distribúyelas. No me importa si las regalas. Pero asegúrate de que esos periódicos lleguen a las manos de la gente.
—¿Y si no lo hago?
Se quedó parada en la puerta.
—Lo harás porque sabes que es lo que City Walsh habría querido que hicieras.
Nellie O’Toole y sus dos hijos se habían ido. Catalina no sabía si sentirse aliviada o más preocupada aún. Esos hombres sabían que McNabb visitaba a Nellie. ¿Y si fueron inmediatamente después de que Catalina habló con ella? ¿Y si...?
—¿Señorita Walsh? —Cuando Catalina se volteó, una mujer joven salió de la casucha—. Nellie se fue. —La mujer no era mucho mayor que Catalina, pero estaba delgada y se veía muy cansada. Tenía el ojo izquierdo hinchado y la mejilla negra y azul—. Se marchó unos minutos después de que usted se fue. Yo me quedé con sus pequeños hasta que volvió con Ian McNabb. Todos se han ido.
—¿Quién la lastimó?
—Mejor no se lo digo. Andaban buscando a Nellie. Les dije que se fue hace varios días. Dijeron que mentía. —Se tocó la mejilla—. Les dije a Nellie y a Ian que no me dijeran adónde iban. Si no lo sé, no lo puedo decir. Mejor así.
—Lo lamento tanto, señora...
—Ina Bea Cummings, señorita.
—Me temo que es por mi culpa. Lamento tanto que la hayan lastimado. Debería volver conmigo al pueblo. Le haré lugar...
—Ay, no, señorita. Estoy más segura aquí. Además, tengo que pensar en Elvira Haines y Tweedie Witt. Nos cuidamos unas a otras. Tenemos amigos que ayudan siempre que pueden. Espero que usted también, señorita Walsh. Los hombres que vinieron buscando a Nellie querían saber quién le avisó. Yo no sabía que fue usted hasta que la vi subiendo la colina ahora mismo. Tengo miedo por usted, señorita Walsh. La estarán buscando. Lo sabe, ¿verdad?
Para el mediodía, todos en el pueblo lo sabrían. Todo lo que ella sabía estaba en la Voz.