15

CATALINA SE DESPERTÓ CON la boca seca y dolor de cabeza. Se debatió entre taparse con las mantas hasta la cabeza y quedarse en la cama, pero recordó que Tweedie Witt iría a trabajar. Catalina se levantó aprisa, completó su higiene matutina y se vistió. Se puso los calcetines de lana y unas botas y recogió el par que Sonia le había prestado. Cuando abrió la puerta, dio un brinco hacia atrás en el instante en que la silla de Iván se inclinó y el ruso aterrizó dentro de su habitación como una tortuga patas arriba con sus brazos y piernas dando vueltas.

Tratando de no reírse, Catalina se agachó para ayudar al pobre hombre.

—¿Está bien?

Iván farfulló palabrotas en ruso, logró rodar fuera de la silla y se arrastró al pasillo. Aún murmurando, se puso de pie con el rostro enrojecido y dijo con un estruendo:

—La próxima vez, ¡avíseme un poquito antes!

Ella salió, cerró la puerta con llave y se dirigió a la escalera.

Iván la alcanzó.

—¿Adónde cree que va?

—A la cafetería de Sonia. A desayunar.

Con el ceño fruncido, caminó, siguiéndole el paso.

—Ayer, Matías casi me come vivo. Hoy seré su sombra.

Después de desayunar, Catalina fue al carretero a encargarle otra manija para la imprenta. Patrick Flynt dijo que podía hacer una, pero no estaba seguro de si debía hacerla porque se había enterado de que ella ya tenía suficientes problemas y no quería facilitarle los medios para causarse más. Ella dijo que, si la ayudaba, pondría un anuncio publicitario gratuito en el próximo ejemplar de la Voz.

De ahí, Catalina caminó casi un kilómetro a las afueras del pueblo hasta la Maderera Rudger y preguntó por el vidrio.

Carl Rudger sonrió contento cuando la vio.

—No disfrutaba tanto de leer el periódico desde que a City Walsh...

—¿Le reventaron la cabeza? —se entrometió Iván y el señor Rudger lo miró boquiabierto, consternado de que hubiera sido tan directo. Iván lo fulminó con la mirada, sin remordimiento—. No la ayude. Ella necesita quedarse quieta en el hotel.

Catalina palmeó el brazo de Iván.

—No se preocupe por la actitud horrible de Iván. El pobre hombre se cayó de cabeza esta mañana.

Iván frunció el entrecejo.

El señor Rudger tenía vidrio en el depósito e instalaría la ventana para fines del día, al costo.

—Ya era hora de que alguien publicara la verdad, aunque sea una mujer la que lo hace.

—Gracias por ese voto de confianza —dijo Catalina irónicamente.

—Pero le pido que no escriba sobre mí en la Voz.

Ella se rio.

—No haga nada que pueda llamarme la atención.

Rudger se rio con ella.

Mientras volvían al pueblo, el humor de Iván se avinagró aún más.

—¿Ya terminamos? ¿O tiene planes de ir a tomar el té a algún lado?

—Le vendría bien una buena taza. El de yerbabuena sirve para la frustración, la ansiedad y la fatiga.

—¡Lo que me vendría bien es un trago!

Catalina eligió la tela menos costosa de la tienda de Aday, pero Nabor subió tanto el precio que ella se dio cuenta de que no quería que fuera su clienta. Apenada, Abbie se mantuvo ocupada con las latas de conservas. Catalina le agradeció a Nabor por su tiempo y se fue. Prefería cortar uno de sus vestidos para hacer las cortinas que comprarle tela a Nabor Aday. Había oído que pronto abriría una nueva tienda al otro lado del pueblo, pero, en este momento, solo tenía esta opción. Catalina esperó a que pasaran varias carretas y hombres a caballo; luego, descendió a la calle fangosa.

—¿Adónde va ahora?

—Al almacén de la minera Madera.

Él la agarró del brazo.

—¡Ah, no, no lo hará!

—Suélteme, Iván. —Cuando no la soltó, ella se paró a la mitad de la calle—. No creo que desee que haga un escándalo. —Frunciendo el ceño, la soltó.

Catalina pasó de largo por el bar del Cuervo y la cantina Caballo de Hierro, y entró al almacén de Sanders. Los clientes se quedaron helados. Igual que ella cuando vio a Morgan Sanders parado en la parte de atrás, enfrascado en una conversación con el encargado. Iván pronunció una palabrota. Dudosa, Catalina se armó de valor y caminó entre las hileras de mesas hasta que llegó a una que tenía rollos de telas con una selección más grande que la de Aday. El encargado notó su presencia. Cuando los ojos de ella se encontraron fugazmente con los suyos, enseguida desvió la mirada. Morgan era el que estaba hablando, diciéndole lo que debía pedir: más frijoles, menos azúcar. Cuando el encargado la miró de nuevo, Morgan echó un vistazo hacia atrás por encima de su hombro. Su expresión irritada cambió inmediatamente a una sorprendida.

Tenso, Iván se acercó.

—Vamos. —Sujetó a Catalina del brazo y puso la otra mano sobre su Smith & Wesson.

Catalina levantó la vista hacia él.

—Por favor, no haga nada tonto.

—¿Usted me dice eso a mí?

Morgan se abrió paso entre las mesas y se acercó a ella. Catalina notó que él también llevaba colgada un arma a la cadera. Los otros clientes se movieron despacio, fingiendo no mirar mientras lo hacían. Morgan ignoró a Iván y la saludó inclinando la cabeza.

—Buenos días, Catalina.

—Buenos días, señor Sanders. —Aunque su cuerpo estaba tenso, habló con calma. Pasó sus dedos por un percal florido y lo encontró de mejor calidad que el que tenía Nabor. Morgan esperaba en silencio, como si fuera el empleado y no el dueño de la tienda.

—¿Cuánto cuestan cuatro metros de esto? —Mantuvo controlado el tono de voz, relajado.

—Puede tener todo lo que quiera gratis, junto con mis disculpas.

Su tono de voz no le dejó dudas de que hablaba con sinceridad. Parecía cansado, como si no hubiera dormido en un largo tiempo. ¿Cómo podía, sabiendo que algunos de sus propios hombres habían estado conspirando para matarlo?

—Disculpas aceptadas, Morgan. —Sin pensarlo, le tendió su mano—. Gracias por su amable oferta, pero lo correcto es que pague por la tela.

Sus dedos se cerraron firmemente alrededor de los de ella.

—Como guste. —Mencionó un precio inferior a la mitad de lo que Nabor había exigido.

—¿Eso es lo que normalmente les cobra a sus clientes? —Cuando no respondió, ella sugirió un precio justo—. Es lo que la mayoría de las personas puede pagar y, aun así, puede generarle una ganancia. —Él parpadeó y una sonrisa apenas visible rozó sus labios. Asintió con la cabeza y le hizo una seña a uno de los empleados.

En lugar de irse, Morgan se quedó mientras el joven medía y cortaba la tela.

—Ayer puso en aprietos a Matías. Vino a mi casa buscándola a usted.

—Oh. —¿Buscándola a ella o una pelea? — Fui a visitar a una amiga.

Los ojos de Morgan se entrecerraron ligeramente.

—¿Alguien relacionado con la historia de su periódico?

—Alguien que conocí hace poco y que necesita trabajar. —Lo miró a los ojos y los halló cordiales, no fríos—. Es una mujer viuda. Su esposo murió en el accidente minero de Madera del año pasado. Ha pasado unos momentos muy difíciles y vive en una casucha con corrientes de aire por Willow Creek. —Se fijó a propósito en su chaqueta de buena confección, en su camisa y su corbata, luego bajó la vista hasta el ancho cinturón de cuero y los amplios pantalones negros—. Es la primera vez que lo veo armado.

—Lo consideré prudente.

¿Todo esto era culpa de ella?

—Lamento sus dificultades, Morgan. Supe que algunos hombres abandonaron el pueblo.

Su expresión se endureció.

—Sí. Tenía sospechas sobre algunos.

—Me alegra que esos planes hayan fracasado.

Él torció la boca.

—Debe ser la única persona del pueblo que diría algo así.

¿Por qué no decirle lo que pensaba?

—Todos esos malos sentimientos podrían cambiar, Morgan. —Cuando él alzó apenas las cejas, ella siguió adelante—: Quizás haya perdido la elección, pero sigue siendo un líder en este pueblo. Podría ser un mejor dirigente. —Escuchó que Iván aspiraba aire entre los dientes—. Tiene los recursos para hacer muchísimo bien al pueblo de Calvada.

—¿En serio?

—Usted sabe que sí.

El empleado dobló la tela, la enrolló en papel marrón y la ató con un cordel. Ella le dio las gracias y le entregó las monedas. Las personas andaban discretamente por la tienda.

Morgan inclinó la cabeza.

—¿Puedo acompañarla afuera?

Catalina se rio en voz baja.

—¿Esa es la manera amigable de decir que quiere que me meta en mis propios asuntos y que espera que no regrese más?

—Usted se arriesga, Catalina. —Su tono de voz no manifestó animosidad mientras caminaba con ella.

—Las personas lo valen, Morgan. —Cuando se pararon afuera en la acera, ella lo miró—. Usted lo vale. —Le dio la mano.

Morgan la tomó y la levantó para besársela.

—Usted también, Catalina.

—¿Ya terminó? —Ella podía sentir el vapor caliente que venía de Iván mientras caminaban de regreso al hotel.

—Apenas estoy empezando.

Llevó menos de una hora que todo el pueblo se enterara de que Catalina Walsh le había dado la mano a Sanders y que él se la había besado. Todos los hombres hablaban de eso en el bar.

—El tipo es rico. Nombra a una mujer que no quiera casarse con un hombre rico.

Matías tenía intenciones de hablar con ella sobre el asunto, pero en ese momento estaba ocupado organizando los muy necesarios servicios municipales. Había esperado tener problemas con Sanders por la transición de los fondos del pueblo, pero recibió los documentos en cajas en su despacho poco después de la elección. De inmediato, Henry Call se puso a sacar los archivos y a revisarlos con ojos de abogado. Todo parecía en orden. Las mujeres comenzaron a responder a los anuncios de Matías en Sacramento y San Francisco, pero no llegarían hasta que las nieves invernales se derritieran. Para entonces, algunos servicios ya estarían en marcha.

Había cumplido su principal promesa de campaña al contratar a un comisario. Axel Borgeson debía llegar esta semana. Matías pensaba asignarle la habitación frente a la de Catalina hasta que la casita junto a la cárcel fuera reconstruida.

Sin comisario, el pueblo se había desbocado, los hombres resolvían los problemas con golpes o amenazas y, a veces, usaban sus armas. Matías, Brady e Iván siempre se ocupaban de cualquier conflicto que hubiera en la cantina, y dejaban que los demás propietarios de comercios de la calle Campo siguieran la misma norma. Desde que Catalina llegó, no había habido noche sin algún alboroto. La verdad es que Matías se sentiría aliviado cuando Axel Borgeson caminara por las calles de Calvada con la estrella en su pecho. El hombre era duro y tenía experiencia.

El día que se esperaba el arribo de Borgeson, naturalmente, Catalina estaba en la plataforma para darle la bienvenida. Y no podría haber estado más complacida si hubiera sido el presidente Ulysses S. Grant el que llegaba al pueblo. Se lanzó de lleno con una lista de los problemas de Calvada, nada que Matías no le hubiera dicho ya a Borgeson en su carta, pero el hombre se mostró muy atento. Luego, Catalina le dijo que le gustaría entrevistarlo para la Voz y él respondió que no había mejor momento para hacerlo que el presente. Con una sonrisa acogedora, ella lo invitó a tomar un café con una porción de pastel de manzana en la cafetería de Sonia.

La quijada de Matías se puso rígida. Notó que a ella le había gustado el hombre desde el primer encuentro. Y la mirada de Borgeson era un poco demasiado cálida para su gusto. Él giró su mirada hacia Iván, quien había acompañado a Catalina a la estación.

—¿Este caballero es su galán, señorita Walsh?

Iván soltó un bufido grosero.

—¡No!

—Bueno, Iván —susurró Catalina, dirigiéndole una mirada dolida al gran ruso con unos ojos brillantes de picardía—. ¡Ay! Es mi grillete y mi cadena. —Miró a Matías—. El señor Beck me ha encarcelado...

—Es custodia preventiva —corrigió Matías—. Iván es su guardaespaldas.

Borgeson sonrió.

—Bueno, Iván puede tomarse el día libre. La señorita Walsh está a salvo conmigo. Yo también tengo preguntas que hacer. ¿Puedo?

Catalina no dudó en tomarlo del brazo delicadamente.

—Encantada, comisario Borgeson.

—Llámeme Axel, por favor.

Iván miró a Matías y sonrió socarronamente.

—No está perdiendo ni un minuto.

—¿Y tú crees que yo sí? —gruñó Matías, contemplando a la pareja que se fue caminando por la acera. Borgeson había dejado el equipaje a cargo de él.

Iván se rio entre dientes.

—Supongo que ahora que Axel está en el pueblo y vive al otro lado del pasillo de la dama, yo puedo volver a sacar a los alborotadores de la cantina.

Catalina tampoco había perdido tiempo. Tenía todo empacado y listo para mudarse de vuelta a su casa. Flynt había hecho una manija nueva para la imprenta y Rudger había colocado ventanas nuevas, con sus marcos. Incluso había añadido contraventanas, jardineras y una nueva capa de pintura amarilla. Ahora, la casa de City parecía un narciso rodeado por un montón de lodo. Ella había instalado las persianas y colgado las cortinas.

Al verla reírse con Borgeson, sintió que una ráfaga de calor le recorrió el cuerpo. Encontraría tiempo para hablar con ella tan pronto como les asignara sus deberes a los seis nuevos empleados municipales.

No fue Catalina quien abrió la puerta de su cuarto en el hotel, más tarde, ese mismo día.

—Ah, hola, alcalde Beck. ¿Cómo está hoy?

—Bien. —Él se quedó parado y confundido en el pasillo—. ¿Quién es usted?

—Tweedie Witt. Trabajo con Catalina. Nunca he estado en un hotel tan encantador...

—¿Dónde está Catalina? —Él notó las cosas que faltaban en la habitación.

—Enfrente, en la oficina del periódico. Carl Rudger y Patrick Flynt mudaron sus cosas esta mañana.

—¿Ah, sí? —Molesto, Matías cruzó la calle. No se tomó la molestia de golpear la puerta, y ella apenas lo miró.

—No tengo tiempo para discutir. Estoy tratando de sacar otro ejemplar del periódico.

Matías se esmeró por tener paciencia.

—Según lo que yo recuerdo, íbamos a hablar de cuándo podrías mudarte aquí y cuándo volverías a publicar.

Ella apenas levantó la vista de lo que estaba escribiendo.

—Soy una mujer libre. No es tu decisión. Pero ahora que Axel está en el pueblo, estaré segura en mi propia casa.

—¿Eso crees? ¿Axel se mudará a vivir contigo?

Ella irguió la cabeza al oír eso.

—Por supuesto que no. Y, para que quede claro, tampoco estaba viviendo contigo.

—¡Estabas bajo mi techo!

—Una huésped de tu hotel. O, al menos, eso dijiste. —Resopló—. Estoy mucho más segura aquí.

Casi deseó no haber contratado a Axel Borgeson.

—En verdad deberías quedarte un tiempo más en el hotel.

—Sé razonable, Matías. Todas mis cosas ya están aquí. Ya no debes seguir preocupándote por mí. —Le dedicó una sonrisa ingenua—. Sabes que todo el mundo querrá leer acerca del nuevo comisario.

Ahora, Morgan Sanders le preocupaba menos que Axel Borgeson.

—Está bien. Escribe las noticias y publícalas, pero no te mudarás todavía.

—Axel dijo que él me vigilará.

Ah, vaya que sí; Matías podía apostarlo. No le gustaba la sensación que tenía cada vez que Catalina pronunciaba el nombre del hombre.

—Estoy seguro de que a Axel nada le gustaría más, pero lo contraté para que limpie el pueblo, ¡no para que se concentre en una mujer descabellada!

Catalina bajó su lápiz y cruzó las manos sobre el escritorio.

—Sí, lo sé. Y tú sabes que yo no puedo pagar un cuarto en tu hotel, y me has dado el mejor. Piénsalo desde un punto de vista comercial. No es bueno que tu mejor habitación esté ocupada por un huésped que no paga.

—¿Por qué no dejas que yo me preocupe por mi propio negocio?

—¡Lo haré tan pronto como tú me dejes volver al mío! —Tomó su lápiz—. Ahora, por favor, vete y déjame concentrarme.

Matías supo que no tenía otra opción.

El siguiente ejemplar de la Voz salió impreso a ambos lados de la página, con dos avisos publicitarios, el de Flynt y el de Rudger, junto con un anuncio de la iglesia de que el servicio de Nochebuena tendría lugar a las diez de la noche y que el servicio navideño sería a la mañana siguiente. Matías se había enterado de que Catalina seguía asistiendo a los servicios a pesar de la reprimenda pública. Eso lo sorprendía, pero lo aliviaba. El periódico fue pregonado por todos los rincones del pueblo por James y Joseph, los dos hijos de Janet y John Mercer. La familia pasaba por un mal momento desde el cierre de la mina Jackrabbit. Catalina les pagó a los niños un centavo por cada periódico que vendieron y cada uno había ganado un dólar antes del mediodía. Era la paga de un buen día de salario en la mina Madera.

Matías compró uno de los primeros ejemplares. El titular decía: NUEVO COMISARIO EN EL PUEBLO. Ya se lo había imaginado. El artículo estaba lleno de las aventuras admirables de Axel. Él podía haber sido un espía durante la guerra, pero era obvio que ya no tenía nada que ocultar. Su entrenamiento, su experiencia, su dedicación a defender la ley, que incluía haber recibido un disparo, con detalles sobre cuándo, cómo y por qué. Catalina había hecho un trabajo minucioso. Su artículo era mejor lectura que una novela barata. Incluso había escrito el tranquilizador dato de que Borgeson era capaz de darle al ojo de un toro a cien metros de distancia con su rifle Winchester, y todo en el lapso de unos pocos segundos.

¿Cómo lo sabía ella?

Cuando Matías se lo preguntó, ella dijo que Axel había alquilado un carruaje y la había llevado fuera del pueblo para demostrárselo. Borgeson le había parecido un hombre callado, pero vaya que Catalina se las había arreglado para soltarle la lengua. Por otro lado, también había logrado sacarle secretos. Al parecer, otros parecían estar cayendo bajo sus encantos: Flynt, Rudgers, y quién podía olvidar al buen Morgan Sanders, más de diez años mayor y notablemente atrapado en la rutina. Catalina no quería casarse. Eso había dicho. Pero eso no cambiaría el parecer de Sanders. Ni el de Matías.

Catalina poseía el encanto y la agilidad mental de City. También tenía su propensión a alterar la paz. Por ahora, las cosas parecían marchar sobre ruedas, pero Matías sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que volviera a estar metida hasta el cuello en algún lío.