16
CON TODO DE VUELTA EN su casita acogedora, Catalina debería haberse sentido conforme. Ella y Tweedie pasaron la Nochebuena ayudando a Sonia y a Charlotte a servir las comidas a un torrente de hombres hambrientos y solos que estaban lejos del hogar y de sus familias. Algunos habían dejado atrás a sus esposas, con la esperanza de hacerse ricos y traerlas al Oeste en tren. Ahora no podían permitirse comprar un boleto de tren para volver a casa y mucho menos traer a la familia para estar con ellos. Catalina oyó al pasar una charla sobre colarse en el tren al Este.
Los entendía. Ella también extrañaba su casa. En Boston, las semanas previas a la Navidad y hasta el año nuevo solían ser frenéticas. Apenas había alguna noche en la cual no tuviera que asistir a alguna velada, baile o programa musical, muchos de los cuales se celebraban en la mansión Hyland-Pershing. Su abuelo, Charles Hyland, había sido famoso por abrir la finca para las espléndidas reuniones de las fiestas, y Lawrence Pershing había continuado esa tradición, en tanto que la madre de Catalina se lucía disponiendo todos los arreglos: cuartetos de cuerdas, pianistas, solistas, orquesta de cámara con soprano. La temporada había sido la época más emocionante del año. Los invitados llenaban el gran salón y el conservatorio. A Catalina la fascinaban esas noches. También le encantaba asistir a las cantatas de Navidad de la Antigua Iglesia del Sur. Una vez, después de escuchar que el juez hablaba despectivamente de los católicos irlandeses, se había escabullido de la finca y había ido en tranvía a la Catedral de la Santa Cruz solo para saber cómo era una misa solemne de Navidad. Cuando se enteró, el juez le prohibió asistir a todas las festividades del resto de la temporada. Un golpe devastador, pero uno que su madre había superado con carisma y manipulación. Su madre solía salvarla de los edictos del juez. Hasta el último.
Cuando terminó el trabajo en la cafetería de Sonia y los hombres se fueron a buscar consuelo en otra parte, las mujeres se sentaron en la cálida cocina. Sonia le ofreció a Catalina otro de sus elíxires especiales de café. Catalina se rio y dijo que, aunque era una tentación muy grande, ahora que sabía de qué se trataba, debía rechazarlo. Henry vino a sentarse un rato con Charlotte en el comedor, cerca de la estufa. Sonia se veía cansada y lista para retirarse. Catalina le obsequió un pañuelo bordado.
Los ojos de su amiga se llenaron de lágrimas.
—Bueno, ahora yo lamento no tener nada para ti.
—¿Cuántas comidas he recibido aquí?
—Y trabajaste por cada una.
—¿Quién se ocupó de que no perdiera los dedos de los pies por congelación?
—¿Quién te embriagó?
Catalina la abrazó.
—Silencio. Tú eres mi amiga verdadera, y te quiero mucho. —Se dio vuelta hacia Tweedie—. Será mejor que nos vayamos para que ella pueda descansar. —Tweedie le preguntó a Catalina si le molestaría que se quedara a pasar la noche con Charlotte e Ina Bea. Catalina comprendió y trató de no sentirse excluida. Las mujeres habían sido íntimas amigas mucho antes de que ella llegara al pueblo.
Su casita se sentía fría y solitaria. Catalina encendió el fuego en la estufa y volvió a leer la carta de su madre, la única que había recibido desde que salió de Boston. Catalina había llorado la primera vez que la leyó.
Mi querida Catalina:
Te pido perdón por no escribirte antes, y por enviar solo el dinero por los abanicos de plumas, los cuales son muy populares entre mis amigas. Las cartas donde describes el pueblo me dejaron considerables dudas, pero Lawrence recomendó que te diera tiempo, antes que comprensión. Creo que tenía razón. Ahora pareces establecida en tu nueva vida. Estás encontrando tu propio camino, que es lo que Lawrence dijo que harías. Sé cuánto confías en que Dios te protege y te guía. Y yo comparto esa fe.
Yo estoy bien. No tienes que preocuparte. Lawrence insiste en que permanezca confinada hasta que llegue el bebé, y que luego tome algunos meses de descanso. Es muy solícito y se anticipa a cada una de mis necesidades. Es cierto que extraño salir, pero las amistades me visitan aquí. El doctor Evans viene regularmente. Lawrence insiste y se queda cuando el doctor está conmigo. Me siento muy consentida, aunque hay veces que podría estar bien con menos atenciones.
Sonia Vanderstrom parece una verdadera amiga y una mujer de un carácter extraordinario. ¿Ya se han casado Charlotte Arnett y Henry Call? Quizás encuentres a alguien que se adapte a tu naturaleza, pues me resulta insoportable pensar que pasarás sola el resto de tu vida.
Envía más abanicos cuando los tengas. No le he contado a tu padrastro que me convertí en una vendedora. Él no lo aprobaría, pero es por una buena causa.
Por favor, mándame un ejemplar de la Voz. Considéralo mi pequeña rebeldía, ya que ambas sabemos lo que pensaría Lawrence de semejante empresa para una mujer. Eso no significa que estoy en desacuerdo con la decisión que él tomó por mí, ni que tú deberías considerar siquiera volver a Boston. Creo que estás donde Dios te ha puesto. Confía en el Señor con todo tu corazón, querida mía, y Él te guiará al camino que ha dispuesto para tu vida.
Con el amor de siempre, tu madre
Inquieta y sensible, Catalina no podía dormir por las guitarras, los acordeones, los zapateos y las risas de al lado. Las cantinas y el otro salón de baile calle abajo se escuchaban animados con la música y los clientes. Se sorprendió a sí misma golpeteando con el pie. Siempre le había fascinado bailar. La cantina de Beck sin duda estaba llena de gente como de costumbre. Brady estaría atareado en la barra, Iván atento a si había algún problema, Matías supervisando las mesas de juego. Pensar en él hacía que se le acelerara el pulso a Catalina. Recordar sus besos le hacía desear otro. ¡Bueno, de ninguna manera!
Tomó la Odisea de Homero, pero, después de leer tres veces la misma página, volvió a dejarlo a un costado. Se acercó a la ventana delantera y miró hacia afuera. Matías había salido y miraba hacia el otro lado de la calle. Catalina soltó apuradamente la cortina con el corazón palpitante. Se sintió acalorada de vergüenza y se preguntó si la habría visto mirando por la ventana nueva, buscándolo. Se apretó las mejillas calientes con sus manos frías.
Pasó el tiempo y él no vino. ¿Esperaba que lo hiciera? Completamente despierta, empezó otra carta para su madre. No podía contarle detalles inquietantes como la feroz reprimenda pública del reverendo Thacker. Tampoco podía mencionar que había ido al puente Sur para escuchar a escondidas sobre los planes para cometer un asesinato, o que Morgan Sanders había entrado violentamente a su oficina. Dándose por vencida, dejó a un lado sus artículos para escribir.
Estaba lista para apagar la lámpara y volver a la cama, cuando alguien llamó a su puerta con unos golpecitos. Axel solía detenerse cuando pasaba en sus rondas para ver cómo estaba, pero nunca lo hacía tan tarde. Abrió apenas la puerta para decirle que estaba bien y se encontró con Matías en la entrada. Sus emociones revolotearon como una bandada de golondrinas que levanta el vuelo: placer, dolor, miedo de que este fuera el único hombre que podría ser su perdición, así como Connor Walsh había sido la perdición de su madre. Toda la noche había estado a punto de desplomarse; verlo a él fue, sencillamente, demasiado. Rompió en llanto. Mortificada, trató de cerrar la puerta.
Matías entró dando un empujoncito.
—¿Cuál es el problema ahora?
—¡Ninguno! —Ella quería decir: Es Nochebuena, bobo, y estoy sola. Peor aún, él era el único hombre que hacía temblar sus rodillas—. ¡Solo vete! —¿Había algo peor que él la viera llorar como un bebé? Cuando oyó que él cerró la puerta, pensó que se había ido y lloró más fuerte. Entonces, él le tocó el hombro y ella dio un brinco—. ¿Por qué estás aquí todavía? —Sonaba tan vulnerable como se sentía y la frustraba tener tan poco control.
—Pasé por aquí porque pensé que esta podía ser una noche difícil para ti. —Habló suavemente, con una voz más ronca—. Tu primera Navidad lejos de casa.
Ella borró rápidamente sus lágrimas y levantó el mentón.
—Puedo arreglármelas sola.
—Ya veo lo bien que te las arreglas. —Se acercó más; una sonrisa compasiva curvaba su boca—. Es una pena que no tenga la receta del elíxir de café de Sonia. —Cuando ella se rio suavemente, él se sentó en el borde del escritorio—. Podría regresar y conseguirnos una botella de coñac...
Ella sabía que estaba bromeando, tratando de aligerar su estado de ánimo.
—Eres un sinvergüenza.
—Reformado. —Algo en su tono de voz la estremeció. Él le dio un pañuelo. Lo tomó y le dio las gracias—. Brady está haciéndose cargo.
—¿Haciéndose cargo de qué? —Nerviosa, revolvió los papeles, con el corazón palpitando fuerte, conteniendo la respiración. Esperaba que él no lo notara.
—De la cantina. —La observó detenidamente—. Le propuse el mismo acuerdo que Langnor me dio a mí. La mitad de la propiedad, y que pague el resto a lo largo del tiempo.
Catalina dejó de hacer lo que estaba haciendo y se quedó mirándolo.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué? —Él pareció sorprendido—. Pensé que te complacería saber la noticia. Incluso podría ser digna de un artículo en la Voz. —Su expresión y su tono de voz se volvieron un poco más duros—. No tan extenso como lo merecía el de Axel, desde luego, quien es tu héroe del momento y todo eso.
¿Qué tenía que ver Axel con esto? Arrojó los papeles al escritorio.
—¿Acaso no es la cantina lo que llena de dinero tus bolsillos? —preguntó ella con sarcasmo.
Matías frunció el entrecejo.
—¿Y el dinero te importa?
—No, pero creí que era lo más importante para ti.
Él se paró y caminó alrededor del escritorio. Sobresaltada, tomó aire y retrocedió.
—Tengo todo el dinero que necesito guardado y asegurado en un banco en Sacramento, y algo invertido aquí. La nueva tienda abrirá en una semana.
—¿Esa es tuya?
—Soy copropietario. Hay un tiempo para todas las cosas, y un tiempo para seguir adelante.
Ese anuncio cayó como una piedra en su estómago. Sintió que las lágrimas volvían a salir.
—¡Acabas de ser elegido alcalde! —Sintió furia y ganas de llorar al mismo tiempo—. ¡No puedes dejar el pueblo ahora!
Los ojos de él brillaron mientras recorrían el rostro de Catalina.
—Oh, no me iré.
Ella se movió inquieta mientras él la estudiaba.
—Bueno, esa es una buena noticia porque tienes mucho trabajo que hacer aquí. —Caminó hacia el sofá, y después cambió de idea. La puerta de la habitación de atrás estaba abierta. Debería haberla cerrado. De repente, la oficina delantera le pareció demasiado pequeña para dos personas, a pesar de que ella, Tweedie y Scribe trabajaban juntos allí casi todos los días.
—Ya estoy avanzando —dijo él arrastrando las palabras.
Deseó que él mirara otra cosa que no fuera ella.
—¿En qué sentido?
—Ya lo verás. No vine aquí para ser entrevistado. —Ladeó su boca—. ¿Qué te pone tan nerviosa, Catalina?
—Tú, si quieres saberlo.
—¿Por qué?
Ahí estaba esa pregunta otra vez, dicha en ese tono de voz bajo y burlón, como si él ya supiera la respuesta, aunque ella no.
—Deberías irte.
—Creo que deberíamos casarnos.
Ella abrió y cerró la boca como un pez a la orilla del agua.
—¿Qué? —Sintió un torrente de emociones completamente inapropiadas para la decisión que había tomado de permanecer soltera por el resto de su vida. Se recordó a sí misma todo lo que perdía la mujer cuando dejaba que un hombre le colocara un anillo en el dedo—. ¡No!
—¿Qué haría falta para que dijeras que sí? —Se acercó—. Dame una lista.
—¡No seas ridículo!
Él parecía extremadamente serio.
—¿Una casa?
Sintiendo una burbuja de pánico, Catalina retrocedió lentamente.
—Yo tengo una casa.
Cuando le tocó delicadamente el brazo, ella flaqueó. Presionada y agitada, habló rápidamente, defendiéndose a sí misma.
—¡Está bien! ¿Quieres una lista? —Le daría una que él nunca lograría terminar—. Junta y saca la basura del pueblo. Necesitamos un sistema municipal de distribución del agua. Y que las calles puedan cruzarse fácilmente en otoño y en invierno, ¡sin lodo ni baches enormes como para tragarse a un caballo y su jinete! Una escuela. ¡Un ayuntamiento para reuniones y eventos culturales, para que la gente pueda escuchar otra música que no sea banjos, guitarras, castañuelas y acordeones!
¿Qué más? Él seguía acercándose y ella no podía seguir retrocediendo sin caer en el sofá. Matías se paró frente a ella, tan cerca que podía sentir su calor y oler el delicioso aroma de almizcle de su cuerpo.
—Y si hago todo eso, te casarás conmigo.
No fue una pregunta. Ella tragó convulsivamente.
—Lo pensaré. —¡No debería sonar tan dócil en un momento como este!
—Ah, no, milady. Harás más que pensarlo. Lo cumplirás.
No podía respirar bien.
—Matías... —Su voz sonó rasposa, insegura, para nada como ella misma.
Matías la tomó en sus brazos y la besó. Por medio segundo, ella se apretó contra él y sintió que se derretía.
—Considéralo un acuerdo. —Él la miró con un resplandor de triunfo en sus ojos.
Ella entró en pánico.
—Espera un minuto. Todo lo que mencionaste en tu lista es para el pueblo. ¿Qué quieres tú de mí? —Cautivada por sus ojos, oscuros y penetrantes, no podía pensar. Avergonzada, sintió que las lágrimas volvían a surgir. Cuando Matías retrocedió, ella lo miró confundida y herida. ¿Se había estado burlando de ella?
—Siéntate antes de que te desmayes. —La tomó del brazo y la sentó en el sofá. Ella se hundió, su corsé le impedía tomar aire. Notó que él también respiraba con dificultad. ¿Cuál era su problema?
Mascullando para sí, Matías gruñó:
—¿Qué clase de tonto inventó el corsé?
—No lo sé. Pero debe haber odiado a las mujeres.
La risa de Matías rompió la tensión.
—¿Quieres que corte las cuerdas que te atan, cariño?
—Reformado, sí, como no.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Entonces será mejor que salga de aquí antes de que olvide que yo soy un caballero, y tú, una dama. —Se puso de pie y fue hacia la puerta—. Echa el cerrojo, por si cambio de idea. —La cerró firmemente al salir.
Catalina atravesó la habitación rápidamente y echó el cerrojo. Escuchó que Matías se reía al otro lado.
—Dulces sueños, Catalina.
Apoyó su frente y las palmas de las manos contra la puerta y cerró los ojos. Su madre le había dicho algo de que la pasión enturbia los pensamientos y que el amor no basta. Ahora, Catalina lo entendía. Le había encantado la sensación y el sabor de la boca de Matías. Le había fascinado sentir sus manos en ella con su cuerpo estrechándose contra el suyo.
Pero no podía casarse con Matías Beck ni con ningún otro. Sara, la criada de su madre, había perdido todos los derechos sobre los bienes que había aportado al matrimonio. Su esposo alcohólico y violento le había legado todo a un amigo y la había dejado en la indigencia. ¿Y qué decir de Abbie, quien no recibía un centavo para gastar en sí misma, luego de trabajar doce horas al día, seis días a la semana, para un esposo que se sentaba a su gusto en el cuarto de atrás y pasaba las noches en la cantina o jugando a los naipes? ¿Y Sonia, Charlotte y Tweedie, todas mujeres que habían venido al Oeste porque sus esposos habían contraído la fiebre del oro? No a todas las viudas les iba tan bien como a ellas. Muchas terminaban trabajando en salones de fandango, tabernas y burdeles.
Matías Beck era una tentación, pero no sucumbiría a él. Afortunadamente, no tenía que preocuparse. Él nunca podría terminar todas las cosas de esa lista. Pero se arrepentía de no haber añadido algunas más. ¡Un parque central, tal vez! Además, no lo había dicho en serio. ¿O sí? Ellos no podían estar juntos en la misma habitación por más de cinco minutos sin gritarse el uno al otro.
Oh, pero ese beso...
Catalina no lo sabía, pero, meses antes, Matías había hecho la misma lista que ella le había dado. Desde el instante en que ella empezó a enumerarla, presa del pánico y tratando de mantenerlo a raya, él supo que pensaban igual. Todos sabían lo que le faltaba a Calvada. Seguía siendo poco más que un turbulento campamento minero, pero él tenía una visión de lo que podía llegar a ser. City había encendido la llama. La llegada de Catalina había avivado ese fuego.
Matías no era un soñador. Aunque lograra todo lo que pretendía hacer, no era garantía de que el pueblo sobreviviría. Ya habían cerrado dos minas. Cada vez salía menos oro de Twin Peaks. Si la mina Madera se agotaba, el pueblo estaría acabado. Le parecía irónico que el futuro de Calvada aún estuviera en las manos de Morgan Sanders.
Catalina recibió un telegrama pocos días después de Navidad.
Madre e hijo gozan de buena salud. L.P.
El lodo de la calle Campo se congeló cuando las nieves de enero llegaron con vientos fuertes y bajas temperaturas, tornándola peligrosa de cruzar hasta el mediodía, después de que los caballos y las carretas lograban partir la tierra congelada. Cada mañana, Catalina salía con una escoba para derribar los carámbanos que colgaban como lanzas del techo de la acera. Los mineros desempleados, con sus rostros agrietados por el frío, holgazaneaban en las cantinas y en los salones de juego, mientras que otros seguían trabajando en las minas Twin Peaks y Madera, extrayendo plata de la ladera de la montaña. El hielo se conseguía con facilidad para las habitaciones frías donde los hombres se recuperaban del calor intenso que había dentro de los profundos túneles. Cuanto más cavaban, más cerca del infierno se sentían.
Catalina y Tweedie se quedaban adentro, cómodas y abrigadas, con una pila de leña afuera de la puerta trasera. Se mantenían ocupados: Tweedie haciendo abanicos, Catalina escribiendo artículos, Scribe componiendo los tipos y los niños Mercer vendiendo los periódicos; los habitantes de Calvada esperaban los nuevos ejemplares.
Durante sus rondas, Axel Borgeson se detenía de pasada todas las noches para ver cómo estaba Catalina. Él le agradaba, pero no sentía la atracción que la cautivaba cada vez que veía a Matías Beck ocupándose de sus deberes de alcalde. Beck parecía haber perdido el interés. Catalina se decía a sí misma que se sentía aliviada.
Cuando Catalina le pidió a Tweedie que fuera a la iglesia con ella, se resistió.
—Pa siempre decía que, si no tienes dinero, no eres bienvenido. —Catalina le aseguró que todos eran bienvenidos y que no había que dar por obligación. El primer domingo que Tweedie acompañó a Catalina, vio a Elvira Haines sentada en el banco del fondo, con Fiona Hawthorne y las otras “muñecas”. Tweedie contuvo la respiración y se quedó mirándola. Catalina se detuvo y saludó a las mujeres; todas, excepto Elvira, la ignoraron. El rostro de la joven estaba pálido y ceniciento y los ojos brillantes. Fiona puso suavemente su mano sobre la viuda y susurró algo. Elvira bajó la cabeza.
Otros que estaban cerca escucharon el saludo de Catalina antes de que ella y Tweedie avanzaran por el pasillo y se sentaran discretamente en un banco cerca del medio. Morgan Sanders entró un momento después y se sentó al otro lado. Tweedie echó un vistazo rápido y luego se echó hacia atrás, sorprendida.
—Supongo que sí dejan entrar a cualquiera aquí.
Cuando Sally Thacker fue al piano, todos se levantaron. Compartiendo himnarios, la congregación cantó los himnos escritos en un pizarrón. Catalina hizo el gesto de compartir el suyo, pero Tweedie se ruborizó y susurró:
—Solo escucharé.
El reverendo Thacker predicó durante casi una hora. Los platos de las ofrendas pasaron con ínfimas sumas de dinero y cantaron la doxología. Cuando Morgan interceptó a Catalina, Tweedie se deslizó alrededor de ellos y se apresuró para alcanzar a Ina Bea.
—Acepte un pequeño consejo de alguien que sabe lo que es ser rechazado: No le hable a Fiona Hawthrone ni a ninguna de las muñecas.
A Catalina le resultó sorprendente su hipocresía.
—Usted me presentó a Monique Beaulieu como amiga suya.
—Quería ver su reacción.
—No comprendo. ¿Fue una especie de prueba? ¿Ella lo sabía?
—Ella no importa. Usted sí.
Toda la conversación la ofendía.
—No debería usar a las personas, señor Sanders.
—Está olvidando lo que ella hace para para ganarse la vida, mi querida. Ella tiene su lugar. Aun cuando el hombre esté casado. —Caminó por el pasillo con ella—. El mundo tiene reglas, Catalina. Rómpalas, y el mundo la romperá a usted.
Ella sentía las miradas de curiosidad que les dirigían, los murmullos. Podía imaginar las especulaciones, las apuestas que estaban haciendo. Saludó a Sally. Morgan le dio la mano a Wilfred. Mientras descendían los escalones del frente, sintió que la mano de Morgan se apoyaba ligeramente sobre la parte baja de su espalda. Otros también lo notaron. Era un gesto posesivo y demasiado personal para que se sintiera cómoda.
—¿Puedo acompañarla a su casa, Catalina? Tengo mi carruaje y una manta de lana para mantenerla abrigada.
—No, gracias. Tweedie y yo iremos a la cafetería de Sonia.
Él se tocó el sombrero con una mirada socarrona.
—En otra oportunidad.
Mientras bajaban la colina, Catalina le preguntó a Tweedie si le había gustado la iglesia.
—Ese predicador es honesto y directo; no podría decir que entendí mucho de lo que dijo. Me suena a que ese Ezequiel tenía unos problemas tremendos. —Miró a Catalina, sus mejillas y la nariz estaban enrojecidas por el frío—. Me enojé cuando vi a Elvira. Nunca pensé que ella... terminaría donde está ahora. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. No es justo que haya tenido que terminar así.
Catalina no podría haber estado más de acuerdo con ella. Ojalá hubiera conocido antes a la viuda. Quizás podría haber encontrado alguna manera de ayudarla. Las mujeres tenían que unirse y ayudarse unas a otras en los momentos difíciles, especialmente en un lugar como Calvada.
Tweedie se limpió las lágrimas de las mejillas.
—No puedo decir que me agradó estar sentada en el mismo edificio que Sanders. —Miró a Catalina, perturbada—. ¿Qué te dijo?
—Nada importante.
—Será mejor que te cuides, Catalina.
La advertencia le sonó similar a lo que Sanders le había dicho.
Catalina y Tweedie se sentaron en la cocina de Sonia y comieron guiso de ciervo y pan de maíz; luego regresaron a casa. Catalina siempre pasaba los domingos en la tarde leyendo y Tweedie cosiendo. Esa tarde, la joven parecía pensativa.
—Te gusta leer, ¿cierto? Tienes tantos libros.
—La mayoría son los que dejó mi tío.
—Pa envió a mis hermanos a la escuela hasta el sexto grado.
Catalina dejó su libro a un costado.
—¿Y tú?
—Oh, no, jamás he estado en una escuela. Pa decía que no había ninguna razón para que una niña fuera.
No era la primera vez que Catalina escuchaba esto y siempre le provocaba una sensación de injusticia.
—¿Te gustaría aprender a leer, Tweedie?
—Pues, entiendo lo suficiente como para que no me engañen. —Echó un vistazo al libro que Catalina había dejado a un lado—. Pero ¿leer algo como eso? No soy tan inteligente como tú.
—Eres muy inteligente, Tweedie. Y, si quieres, yo puedo enseñarte a leer. —Cuando los ojos de Tweedie se iluminaron, Catalina sacó un papel y un lápiz—. No hay mejor momento que el presente. —Escribió el abecedario y le explicó cómo las letras representaban sonidos—. Una vez que aprendas cada una, podrás pronunciar palabras, armar oraciones y leer libros.
Tweedie hizo un gesto de desilusión.
—No sé si tenga tiempo o me interese lo suficiente.
—Solo necesitas un incentivo. —Catalina tomó su libro—. Yo estaba leyendo Ivanhoe, de sir Walter Scott. Comenzaré de nuevo y leeré en voz alta. Cuando termine, querrás leer libros. —Se levantó—. Pero déjame traer más leña primero.
Cuando salió por la puerta de atrás, vio a Scribe empujando una carretilla vacía por el callejón y una pila de leños recién acomodados contra su pared trasera.
—¡Scribe! ¡Bendito seas, muchacho! ¡Habrás estado horas en el bosque para cortar toda esta leña! Gracias, gracias.
Scribe parecía disgustado.
—No soy ningún muchacho. Y no la corté. Solo la entregué.
—Pero, entonces, ¿quién...?
—Matías.
Estremeciéndose, Catalina llenó sus brazos con la leña y volvió adentro. Mientras la apilaba cerca de la estufa, le dijo a Tweedie que necesitaba hablar con alguien. Se puso las botas, el abrigo y un sombrero y salió, cerrando de un golpe la puerta delantera. Caminó con dificultad por la nieve que le llegaba a la rodilla hasta la cantina de Beck. Entró en el vestíbulo del hotel con los pies fríos y el humor en ebullición.
—¿Puedo hablar con el señor Beck, por favor?
El empleado regresó un minuto después y dijo que él estaba en su oficina y que la puerta estaba abierta. Catalina llegó hasta el umbral.
—¿Señor Beck?
Matías se puso de pie y rodeó su escritorio.
—Me gustaba más cuando me decías Matías. —Su mirada burlona la recorrió alegremente—. ¿Te sientes más segura, ahora que Tweedie Witts vive contigo?
—Considerablemente.
—No pienses por un instante que ella logrará mantenerme alejado de ti.
Estuvo a punto de espetarle que no habían hablado en dos semanas. Él podría pensar que lo echaba de menos. Ahora que estaba parada en su puerta, deseó no haber venido. Debería haber enviado una nota, expresándole su recelo acerca de que él supliera cualquiera de sus necesidades.
—Te reembolsaré la leña.
—Es un regalo.
—Que no puedo aceptar. La gente hablaría.
Él se rio.
—Cariño, la gente ha estado hablando desde que bajaste de la diligencia. Y yo pagaré todo lo que necesites y quieras tan pronto como nos casemos.
Frustrada, Catalina entró a la habitación.
—No nos casaremos. Ya te lo dije. —El hombre parecía estar disfrutando su incomodidad.
—Ah, claro que nos casaremos, tan pronto como yo cumpla mi parte del trato. —Se apoyó contra el escritorio y cruzó los brazos—. San Francisco para nuestra luna de miel, creo. Estoy seguro de que debes echar de menos estar en una ciudad.
—Te la reembolsaré. —Catalina dio media vuelta sobre sus talones y se alejó por el pasillo. Carl Rudger vendía leña. A él le preguntaría cuánto le debía a Matías Beck. Estaba a mitad de camino hacia el depósito de madera cuando recordó que era domingo y que la maderera de Rudger estaría cerrada. Para cuando llegó a su casa, estaba congelada y exhausta.
—¿Dónde has estado? —Tweedie parecía desconcertada y preocupada.
Necesitando descongelarse, Catalina se hundió en una silla cerca de la estufa.
—Malgastando mi energía.