18
MATÍAS NO HABÍA VUELTO A UNA iglesia desde que salió de su casa para ir a la guerra, pero aún tenía la Biblia que su padre le había regalado cuando era niño y solía leerla frecuentemente entre las batallas. Cuando su padre lo maldijo, Matías la puso en el púlpito con la intención de dejarla, pero su madre lo llamó a gritos cuando estaba yéndose a caballo y la puso en la alforja. Consérvala por mi bien, Matías. Prométemelo.
Él cumplió esa promesa, aunque no la había abierto ni pisado una iglesia en los últimos diez años.
Ser expulsada de su familia, maltratada en público por el reverendo Thacker y afrontar críticas constantemente no había enfriado la fe de Catalina, en Dios ni en el género humano. Él se había enterado de su reunión con Morgan Sanders. Todo el pueblo lo sabía y hablaba de eso. La única que no estaba hablando era Catalina.
Matías se sentó en su cuarto, con una lámpara encendida, y hojeó su Biblia. En su niñez, había marcado pasajes en el Salmo 119, deseoso de ser como su devoto padre. «Abre mis ojos, para que vea las verdades maravillosas que hay en tus enseñanzas. [...] Líbrame de mentirme a mí mismo. [...] Ayúdame a abandonar mis caminos vergonzosos. [...] Creo en tus mandatos; ahora enséñame el buen juicio y dame conocimiento».
Había marcado otros pasajes, antes y durante la guerra. «Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu fiel dentro de mí».
Casi podía escuchar el consejo de su madre: Matías, perdona a tu padre, así como tú has sido perdonado por Dios.
Sabía que nunca estaría completamente en paz hasta que lo hiciera.
Tal vez lo ayudaría estar acompañado por seguidores de Cristo y estar en compañía de Catalina Walsh. Quizás era hora de que los perdidos buscaran compañerismo con los que habían sido alcanzados.
Matías se vistió con su mejor traje, chaleco, camisa blanca y corbata. Cuando repicó la campana del campanario, caminó colina arriba y llegó deliberadamente tarde. Se sentó en el último banco, al otro lado de Fiona Hawthorne y sus muñecas. Cuando ella lo miró, la saludó con una sonrisa y asintió con la cabeza. Ubicó a Catalina en la hilera de en medio, con Tweedie Witt sentada junto a ella, y se sorprendió al ver a Morgan Sanders sentado al otro lado del pasillo. ¿Estaba aquí Sanders por el mismo motivo que él, o solo estaba tratando de impresionar a la dama? Molesto, Matías trató de concentrarse en la homilía del reverendo Thacker. El hombre no era el tipo de orador que había sido el padre de Matías, pero estaba haciendo un buen trabajo predicando sobre las Bienaventuranzas.
Con sus pensamientos a la deriva, Matías pensó en su padre. ¿Se arrepentía de la maldición que había hecho recaer en su hijo? ¿Y qué de su madre? ¿Estaría dolida por él? Seguramente. ¿Oraba por él? No tenía duda. Tal vez debería escribirle. ¿Y contarle qué? ¿Que se había apartado de Dios, que tenía una cantina en un pueblo infernal en la Sierra Nevada y que ahora era alcalde? Eso difícilmente la consolaría.
Desháganse de su antigua manera de vivir, pónganse la nueva naturaleza.
Las palabras que había aprendido cuando era niño siempre volvían a él.
Henry Call y Charlotte Arnett estaban sentados hombro con hombro en el asiento de adelante. Se casarían la próxima semana. Matías oficiaría de padrino; Sonia sería la dama de honor. La pareja pasaría su noche de bodas en la habitación del hotel que había ocupado Catalina durante algunos días; partirían a la mañana siguiente hacia Sacramento, donde Henry se encargaría de la nueva oficina de Transportes Beck y Call. Matías cumpliría su compromiso de dos años con Calvada, terminaría los proyectos que se había propuesto para sí mismo y, Dios mediante, estaría casado con Catalina Walsh a fines de ese año. Miró la parte de atrás de su cabeza, unos suaves rizos rojos sueltos. Ten paciencia, Matías.
Thacker seguía hablando y hablando. Matías se reclinó hacia atrás y se cruzó de brazos. ¿Había pasado el hombre todo este tiempo vapuleando a Catalina? Con una mueca de dolor, supo que la culpa de eso era suya. Pensó que podía protegerla. Lo único que hizo fue herirla.
Sanders volvió a echarle un vistazo a Catalina. Ella no lo miró. ¿Qué había sucedido cuando ella lo invitó a tomar el té? No duró mucho, según lo que le dijeron.
El servicio terminó y Matías se puso de pie para el último himno. Lo conocía bien, lo cantó sin abrir el himnario y cosechó miradas sorprendidas de los feligreses que estaban cerca. El reverendo Thacker impartió la bendición, se reunió con su esposa y fue el primero en caminar por el pasillo para saludar a las personas en la puerta. Todos comenzaron a formarse en fila para salir de la iglesia. La mayoría lo notó y algunos se detuvieron para darle la bienvenida.
Catalina se levantó y habló con varias señoras. Claramente irritado, Morgan salió al pasillo. Mientras iba hacia la puerta, vio a Matías. Sus ojos se encontraron y le sostuvo la mirada. Cuando pasó junto a él, Matías dijo en voz baja:
—La dama es mía.
La expresión de Sanders se endureció, mientras una leve sonrisa de satisfacción curvaba sus labios.
—No estés tan seguro.
Matías esperó hasta que Catalina llegó al banco del fondo y, entonces, salió.
—Señorita Walsh. —Ella sabía que estaba parado allí, aunque hizo todo lo posible por aparentar que no lo había notado.
—Qué bueno verlo en la iglesia, señor Beck.
—Ha pasado mucho tiempo, pero es bueno estar de vuelta. —No había estado tan cerca de ella en semanas y, a partir de ahora, no seguiría manteniendo la distancia—. La boda es la próxima semana.
Los ojos de ella se abrieron de par en par y sus mejillas se sonrojaron.
—¿La boda?
Él sonrió ampliamente.
—No la nuestra, querida. —Ella podía aparentar estar calma y serena, pero había un torrente que corría bajo la superficie. Bien—. La de Henry y Charlotte. ¿Recuerdas?
El reverendo Thacker saludó a Matías con gusto.
—Por poco perdí el hilo de mis ideas cuando lo vi sentarse en el último banco. Sally y yo hemos orado por usted desde que llegamos a Calvada.
Catalina se escurrió y bajó los escalones del frente. Cuando Matías salió, la vio con Tweedie y varias otras damas. Afortunadamente, Sanders ya se había ido en su carruaje.
El cielo estaba despejado; el aire, aún fresco; la primavera, llegando con firmeza. Las personas se quedaron conversando; muchos trataron de involucrarlo en sus conversaciones. Catalina estaba yéndose. Matías se libró de una conversación, solo para ser interceptado por Nabor Aday, quien empezó a quejarse de los impuestos municipales. Matías se había enterado de cómo trataba el comerciante a Catalina.
—Quieres mejoras, Aday. Y las mejoras no son posibles sin costo.
—¡Aumentarlos un dólar es un atraco!
Matías se impacientó cuando perdió de vista a Catalina. Se acercó hasta casi pisar los dedos de los pies de Aday y bajó la voz para que Abbie Aday no pudiera oírlo.
—Tú dejas más de diez dólares por semana en las mesas de faro. Luego subes los precios al azar para que los demás paguen lo que pierdes.
Con el rostro enrojecido, Aday levantó su barbilla.
—¡Y yo voté por ti!
—Entonces, sabías exactamente lo que iba a pasar, porque yo expuse todos mis planes.
—Las mejoras no son para el pueblo —se mofó de él Nabor—. ¡Es por esa lista! Estás gastando el dinero que tanto nos cuesta ganar para conseguir a esa mujer.
¿Esa mujer? Matías quería agarrarlo por su escuálido cuello y sacudirlo.
—Tienes una ubicación privilegiada en el pueblo, pero te apuesto a que te irás a la quiebra en un año, Aday.
—¿Estás amenazándome?
—Solo digo la verdad. Ernest Walker trabaja mucho, paga un salario decente y cobra precios justos y consistentes a todo el mundo. ¿Dónde crees que preferirá comprar la gente?
Matías fue a la cafetería de Sonia, esperando encontrar ahí a Catalina. Todas las mesas estaban llenas, Charlotte e Ina Bea estaban ocupadas sirviendo la comida, aunque la segunda parecía no tener prisa por apartarse de la mesa de Axel Borgeson. Matías fue hasta la cocina. Catalina no estaba allí. Sonia lo miró fugazmente mientras ponía una sartén de panecillos frescos sobre un salvamanteles.
—Bueno, te ves espléndido vestido de punta en blanco. Charlotte e Ina Bea dijeron que estuviste en la iglesia hoy. —Se rio—. Si estás buscando a Catalina, probablemente esté en su casa. Tweedie dice que la mayoría de los domingos lee. Comió temprano. No la veré de nuevo por aquí hasta mañana.
Revisó el tocino volteando varias lonjas.
—¿Qué puedo servirte para desayunar? ¿Panqueques, huevos, tocino, salchicha?
—Sí.
Ella dejó escapar una risita.
—Tienes un lobo hambriento en tu barriga. —Lo observó—. Has avanzado mucho en las obras para el pueblo, Matías. Eso es bueno. Es raro que Catalina no haya escrito mucho sobre eso.
—Creo que está dejándole todo a Stu Bickerson.
—Tal vez yo debería hacerle algunas sugerencias sutiles.
—Sugiérele que hable conmigo aquí. No creo que quiera recibirme en su oficina.
—Cuéntame. —Sus ojos centellaron traviesamente—. ¿Y por qué sería eso? —Cuando no respondió, ella llenó un plato con comida y lo deslizó sobre la mesada hacia él. Ina Bea le dio los utensilios y una servilleta cuadriculada roja y blanca; después regresó al comedor con dos platos con tortitas de avena. Sonia sirvió café en una taza.
—¿Es una Biblia lo que tienes ahí? —Sonia echó un vistazo al gastado libro negro que había dejado sobre la mesada—. Es la primera vez que te veo con una Biblia. ¿Alguna vez la leíste?
—Me criaron con ella, tenía que memorizar partes enteras. Mi padre era un predicador.
—¡Vaya, me acabas de derribar de un soplido! —Le lanzó una mirada fría—. Tal vez deberías leerla con más detalle.
Él alzó su taza y miró furioso a Sonia por encima del borde.
—¿Qué estás tratando de decirme? ¡Dilo de una vez!
Ella se paró con las manos en la cintura.
—Basta con que haya una mujer hermosa frente a un hombre para que él olvide que la cabeza sirve para algo más que para dejar crecer el cabello. Habría sido mejor que tomaras en serio lo que dice Catalina sobre el matrimonio. —Carraspeó a propósito—. Yo no soy una mujer atractiva, pero en los últimos veinte años he tenido muchas propuestas para casarme, incluso el día en que mi esposo bajó a su sepultura. Y los he rechazado por los mismos motivos que Catalina.
—Ella no confía en mí.
—No hay razón para que lo haga, ¿verdad? —Sonia resopló y se dio vuelta hacia el tocino, sacando una docena de lonjas con una espátula y volteándolas.
—No, espera un minuto, Sonia...
Ella lo observó otra vez.
—Has estado tratando de cerrar la Voz desde que ella lo abrió. —Hizo un gesto con la mano—. Pero no se trata de ti. Es por las leyes. Catalina está enamorada de ti, Matías. No estoy segura de si ella lo sabe aún, pero está luchando con todas sus fuerzas contra eso. —Se rio fugazmente—. Y veo cuánto te gusta saberlo. Claro que te agrada. Eso te da ventaja, ¿cierto? El problema es que no conoces a Catalina Walsh en absoluto. Ella no es como Charlotte, Ina Bea ni como la mayoría de las mujeres que no esperan otra cosa que un esposo e hijos.
Matías había escuchado lo suficiente.
—Hablas como si yo estuviera intentando quitarle todo.
—¿No es así? Intentaste comprar la imprenta cuando llegó aquí, ¿verdad? —Apoyó ambas manos sobre la mesada de trabajo y lo fulminó con la mirada—. Si no la amas, déjala en paz. Si la amas, déjala ser la mujer que es. Encontrarás una buena descripción en tu Biblia. Proverbios 31, si recuerdo bien.
—La mujer virtuosa...
—Típico del hombre: fijarse en la mujer. Observa atentamente cómo era el esposo que tenía esa mujer. —Sacudió la cabeza—. Si alguna vez conociera un hombre que me tratara con esa clase de respeto, quizás volvería a casarme.
Aunque Catalina había decidido que nunca se vestiría de novia, amaba las bodas. Charlotte estaba encantadora, arreglada en un color durazno, y la mirada en el rostro de Henry cuando vio a su novia hizo que los ojos de Catalina se llenaran de lágrimas. Matías, de pies a cabeza un apuesto caballero sureño, permaneció parado, luciendo más alto que su amigo mientras el reverendo Thacker guiaba a Henry y a Charlotte a través de sus votos. Y ese beso dulce y casto al final, tan diferente del que Matías le había dado a ella.
Agitada, se enderezó en su asiento. Ese hombre le venía a la cabeza todo el tiempo. Era una fiebre de la que no podía librarse. Se sorprendió a sí misma observándolo mientras él acompañaba a los recién casados, ocupándose de que tuvieran todo lo que necesitaran. Ay, qué fácil sería permitir que el corazón dominara su mente, pero tenía demasiado que perder como para permitir que eso sucediera.
Sonia había hecho el pastel de bodas y Catalina se quedó con ella, ayudándola a servir a los invitados. Cuando la pareja cortó el pastel, Catalina no pudo evitar sentir una pizca de envidia, aunque solo fue un momento. Charlotte la abrazó efusivamente.
—Ay, estoy tan feliz que podría explotar. —Sus ojos estaban húmedos por las lágrimas.
—¿Se irán en la mañana?
—A primera hora. Te extrañaré, Catalina. Y a Sonia, a Ina Bea y a Tweedie. Tienen que venir a Sacramento a visitarnos.
Los músicos empezaron a tocar. Henry sacó a bailar a su esposa. Matías habló y la sobresaltó.
—Entonces, ¿qué piensas?
Sintiendo su corazón acelerado, no supo a qué se refería y pensó que era mejor no preguntar.
—Son muy felices. Sacramento será un lugar maravilloso para vivir. Escuché que a las granjas les va muy bien en los alrededores de la ciudad y en todo el Valle Central. Los mercados del Este estarán ansiosos de recibir los productos agrícolas y todo tendrá que ser transportado a las estaciones ferroviarias. Me enteré de que están trabajando en vagones refrigerados. —Siguió balbuceando sin parar—. Es un buen núcleo comercial para una compañía de transporte. —Parecía que no podía dejar de hablar.
—Sí, lo es. —Él la miró con una sonrisa burlona, haciéndola ruborizar. Ella miró hacia otra parte, molesta. —¿Has pensado qué harás si Calvada fracasa?
Sorprendida ante tal insinuación, ella levantó la vista.
—¿Si fracasa? ¿Eres el alcalde y piensas que el pueblo fracasará?
—Cuando el oro se termine, y se terminará, el pueblo morirá.
Ella no quería pensar en eso ni en lo que podía significar para la gente que vivía aquí.
—Los problemas de cada día son suficientes, sin tener la preocupación de lo que podría o no podría suceder mañana.
—Siempre es bueno tener un plan de contingencia. Supe que Tweedie se mudará con Ina Bea.
Ella no se atrevió a mirarlo. ¿Quién se lo había dicho?
—Supongo que tendré que echarles cerrojo a mi puerta delantera y a la de atrás todas las noches. Axel siempre se detiene a ver cómo estoy, y Scribe trabaja la mayoría de los días.
—Sí, lo sé. Pero estabas más segura con Tweedie viviendo contigo.
Su corazón martilleó y la cálida sensación de estar derritiéndose se deslizó por su cuerpo, recordándole un beso memorable. Sería mejor que nunca volviera a pensar en eso y, por cierto, no con Matías parado tan cerca de ella.
—Bueno, no se preocupe, señor Beck. No permitiré que nadie entre por mi puerta en la noche. —Él no dijo nada—. He oído buenos informes de los avances que están haciéndose en el pueblo. ¿Estaría dispuesto a reunirse conmigo a tomar algo en la cafetería de Sonia? —Su amiga le había preguntado por qué nunca escribía sobre lo que estaba logrando el nuevo alcalde. Era hora de que dejara sus sentimientos personales de lado e hiciera su labor como periodista.
Matías sonrió.
—Di el día y la hora, y será un placer para mí. —Su mirada era cálida—. Después de que hablemos, me gustaría mostrarte parte de las obras que se están realizando.
Catalina se sintió en terreno más firme.
—Espero que sea el ayuntamiento.
—Estará terminado a fines de esta semana. El ayuntamiento planea hacer una jornada de puertas abiertas, pero creo que la editora de la Voz debería hacer ese anuncio luego de que vea todo. El edificio también servirá como palacio de justicia hasta que tengamos suficiente dinero para construir y renovar otra cantina. —Le dirigió una sonrisa arrepentida—. Supongo que te gusta la idea de clausurar algunas más.
Ella se rio, sintiéndose a gusto.
—Sí, bueno, todavía quedará una docena entre las cuales los hombres pueden elegir.
—Apuesto a que las cerrarías todas, si pudieras.
Así que pensaba que ella era una militante de la abstinencia.
—No es una batalla que me proponga librar. Dudo que los hombres quisieran darles a las mujeres el derecho al voto si lo primero que ellas harían sería cerrar las cantinas.
Las cejas de Matías se alzaron.
—Una respuesta prudente de una mujer que no bebe. —La miró con una sonrisa pícara—. A excepción de una noche bastante memorable.
—¿Tienes que recordármelo? —Sabía que estaba bromeando—. A pesar de haber sido tentada, no he probado otro elíxir de los de Sonia desde entonces.
—Qué lástima. Esa noche tuvimos una buena charla, Catalina. Tenías la guardia baja.
Recordaba cada palabra que él había dicho, y que nunca se había sentido más cerca de un hombre. Pero ¿fue sabio? Mejor cambiar de tema por alguno más prudente.
—¿Realmente piensas que las minas podrían fallar?
—Tú escribiste sobre el cierre de la Jackrabbit. —No habló por un momento—. ¿Qué tiene Morgan Sanders que decir sobre la mina Madera?
Las noticias volaban en Calvada.
—No lo invité a tomar té para interrogarlo sobre Madera. —A veces se preguntaba si el pueblo necesitaba siquiera un periódico.
—¿Por qué no? ¿Tenían otras cosas de qué hablar?
Su tono de voz le indicó que no estaba contento por su conversación a solas con el propietario de la mina.
—Fue agradable verte en la iglesia el domingo pasado. —Ella sintió su enfado, pero no la presionó.
—La primera vez en mucho tiempo. Me trajo muchos recuerdos.
Buenos, esperaba ella, recordando lo que había dicho él sobre la última conversación que tuvo con su padre.
La boca de él se aplanó.
—Noté que has logrado que Morgan Sanders vaya a la iglesia.
—Él iba antes de que yo...
—No, no es así. Empezó la semana que llegaste al pueblo. Fue una gran noticia, pero todavía no estabas en ese rubro.
Con los labios entreabiertos, ella levantó la vista, y esta vez no tuvo ninguna duda.
—Estás enojado conmigo. Quería pedirle que comenzara un fondo para las viudas...
—Y pensaste que un té y un pastel de sidra lograrían... —Se detuvo—. En realidad, estoy celoso. Confías más en él que en mí.
—Bueno, ya no será así.
Los ojos de Matías resplandecieron.
—¿Intentó hacer algo?
—No. —Ella habló en un tono bajo e intenso—. ¿No te parece bastante hipócrita de tu parte ofenderte por mi bien cuando tú...? Olvídalo.
—También te cuesta olvidar ese beso, ¿verdad?
El calor se esparció por todo el cuerpo de Catalina. Vio que Henry los miraba.
—Creo que te requieren en otra parte.
—Si me disculpa, señorita Walsh.
Matías no volvió a acercarse a ella.
Catalina se dijo a sí misma que se alegraba de ello.
Ina Bea y Axel se fueron juntos de la recepción. Tweedie se fue un ratito después. Catalina ayudó a Sonia a cargar los platos y a poner los recipientes en dos carretillas y empujó una de regreso a la cafetería. Después de eso, Sonia la mandó a casa. Cuando llegó, Tweedie estaba sentada en el sofá y sus cosas estaban en un saco de arpillera junto a ella.
—Estaba esperándote. Gracias por todo lo que has hecho por mí, Catalina. Nunca podré devolverle el favor. Es que Ina Bea y yo pasamos momentos difíciles en Willow Creek, y nos hicimos buenas amigas...
—Lo entiendo —la interrumpió Catalina. La abrazó.
Tweedie se apartó con los ojos llenos de lágrimas. —Tendré la habitación para mí sola cuando Ina Bea esté trabajando. Podré trabajar mucho más...
—Sin gente entrando y saliendo todo el tiempo. —Catalina asintió. Sabía que Tweedie esperaba que Morgan Sanders fuera uno de los visitantes. Catalina temía que pudiera tener razón. Sin embargo, la naturaleza de su negocio era mantener la puerta abierta—. Me gustaría escribir un artículo sobre ti y tu negocio.
—Oh, ¿lo harías? ¡Eso sería fantástico!
—Con placer, Tweedie. Eres una mujer independiente. ¿Harás más abanicos para mandar al Este?
—Ah, no, no creo. Ya tengo más trabajo de costura del que puedo manejar. Espero que a tu madre no le moleste. —Se echó su bolsa de arpillera al hombro.
—Estoy segura de que le complacerá saber que te va tan bien. —Catalina abrió la puerta y la observó mientras se dirigía a la cafetería de Sonia. Vería a Tweedie todos los días cuando fuera a la cafetería a comer, pero no sería lo mismo.
Deprimida, Catalina se preparó una taza de té y se sentó en su escritorio a pellizcar una porción del pastel de bodas que Sonia le había dado para llevar a casa. El sol estaba poniéndose y el salón del fandango estaba comenzando a funcionar. ¿Cómo sería divertirse desenfrenadamente, tener la libertad de zapatear, bailar y cantar? Suspiró. A una dama no se le permitían tales lujos.
Axel golpeó la puerta a las nueve. Ella la entreabrió e intercambiaron unas pocas palabras antes de que él continuara con sus rondas. Catalina le puso el cerrojo a la puerta y entró a su departamento para prepararse para ir a la cama. El lugar se sentía vacío sin Tweedie. En cierto sentido, la juerga de al lado exacerbaba su soledad. Agarró Ivanhoe, recordando cuánto había embelesado a Tweedie el relato. Había aprendido rápidamente los rudimentos para leer. Catalina esperaba que siguiera aprendiendo por su cuenta.
Semidormida, Catalina oyó un ruido en la puerta de atrás. Con el corazón sobresaltado, escuchó atentamente, pero solo se trataba de resoplidos, rasguños y quejidos. Catalina se quitó las mantas de encima, encendió la lámpara y abrió la puerta con cautela. Había un perro desaliñado y moteado que la miraba con sus lastimeros ojos marrones. Ella lo había visto muchas veces dando vueltas por el pueblo. Parecía que no le pertenecía a nadie.
—Pobrecito. ¿Tienes hambre? —El perro movió su cola—. Bueno, espera justo ahí. —Revisando su pequeña alacena, abrió una lata de frijoles horneados y jamón.
El perro empezó a comer. Catalina le rascó detrás de las orejas y, luego, cerró la puerta y echó el cerrojo otra vez.
Cuando Catalina se levantó en la mañana, él todavía estaba allí.
Sonia le dijo a Catalina que bañara al perro en vinagre y lo frotara con un mejunje de romero picado, hinojo, avellano de bruja y aceite de eucalipto. El pobre animal se veía horrible con las orejas caídas, tiritando. Una vez que lo limpió de toda la suciedad y la mugre, y lo secó con una toalla, descubrió que el perro tenía un pelaje saludable color negro, castaño dorado y blanco. Él la miraba con adoración en sus ojos marrones; su hocico y sus mejillas eran blancos.
—Pareces un bandido. —Catalina lo rascó debajo de la barbilla—. Así es como te llamaré: Bandido.
Cuando Catalina se encaminó a la cafetería de Sonia, Bandido permaneció a su lado.
—Lo siento, amiguito peludo, pero no puedes entrar. Guardaré un poco de mi cena para ti.
Matías llegó unos minutos antes del horario fijado para la entrevista. Catalina tenía la intención de mantener la conversación enfocada en las mejoras municipales y le hacía una pregunta tras otra.
Él contempló su pila de notas con una sonrisa sarcástica.
—Lo que creí que sería una conversación agradable se siente como un interrogatorio.
—Solo hago mi trabajo. —Hurgó en su pequeña bolsa con cordones y puso una moneda de diez centavos sobre la mesa.
Los ojos de Matías se entrecerraron.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Pagando nuestro café. —Empujó su silla hacia atrás y se levantó antes de que él pudiera protestar—. Prometió mostrarme el ayuntamiento. ¿Vamos?
—Toda una profesional, ¿no es así? —comentó Matías secamente.
—Todo es por el pueblo, señor Beck.
Bandido se levantó cuando ella salió por la puerta. Matías arqueó una ceja.
—¿Un amigo nuevo? ¿Qué hiciste? ¿Darle de comer?
—Una lata de jamón y frijoles, y Sonia me da sobras.
Matías se rio.
—Nunca te librarás de él.
—No quiero librarme de él. Es un buen compañero.
—¿Por qué? ¿Porque te deja hablar?
Ella no pudo evitar sonreír.
—Eso es.
—¿O esperas mantener alejados a los visitantes?
—Eso también. —Catalina le dirigió una sonrisa pícara a Matías—. Es bastante protector. Esta mañana, por poco le arrancó un pedazo de pierna a Scribe cuando entró a la oficina sin llamar a la puerta.
—Gracias por la advertencia. —Matías sonrió con satisfacción—. Llevaré un hueso con carne cuando vaya de visita.
La cantina renovada se veía funcional, tanto para un palacio de justicia como para el ayuntamiento: hileras de asientos, dos mesas, el estrado del juez y la tribuna del jurado; todas piezas de mobiliario móviles. Catalina estaba impresionada por la obra. Matías habló de cómo se podían mover de lugar las cosas para servir múltiples propósitos, mientras en todo momento acariciaba la cabeza levantada de Bandido. El perro estaba sentado con la boca abierta en una sonrisa canina con la lengua de fuera.
Catalina lo observó, enfadada.
—¿Haciéndote amigo de mi guardián?
—Me pareció prudente. —Matías le dirigió una mirada burlona—. Parece que le caigo bien.
—Sobre gustos no hay nada escrito.
—No te pongas celosa.
Ella se rio.
—Es incorregible, señor Beck, pero ha hecho un buen trabajo por el pueblo. Mencionó un lugar para el edificio de la escuela.
—Al pie de la colina de la iglesia. Empezaremos a construirla el mes que viene.
—¿La escuela Mother Lode? —dijo ella secamente.
—Me parece un nombre apropiado. Y puse un anuncio solicitando una maestra. Lamentablemente, solo tenemos treinta niños en Calvada. Las personas se quejarán del costo por tan pocos.
—Habrá más niños cuando el pueblo crezca.
Él le sonrió.
—Espero que sí.
El corazón de Catalina se aceleró. Cuando salían del edificio, Gus Blather llamó a Catalina a gritos.
—He estado buscándola por todas partes, señorita Walsh. —Le entregó una hoja de papel amarillo—. Un telegrama de Sacramento. ¿De alguien llamado Amos Stearns? —Catalina le agradeció y abrió el papel doblado.
Llego. Diligencia 10 abril. Quisiera hablar de su mina. Amos Stearns.
Catalina dobló el mensaje y lo metió en su retículo. Blather seguía parado, esperando. Ella le dio las gracias nuevamente y dijo que no era necesaria una respuesta. Matías arqueó las cejas una vez que Blather se marchó.
—¿Buenas noticias?
—Espero que sí.
Catalina se reunió con Amos Stearns en la oficina de la diligencia. Cuando él descendió, cubierto de polvo y agotado, su rostro se iluminó.
—Qué placer verla otra vez, señorita Walsh. —Cussler le lanzó el maletín de viaje y él caminó a la par de Catalina. Ella le recomendó el hotel de Beck. Se dirigieron hacia allí por la acera—. Tengo el informe, señorita Walsh, y analizaré todo con usted lo antes posible. Esta noche, si está libre. Sé que es con poca anticipación.
—Sonia Vanderstrom abre para cenar a las cinco. —Le encantaría que pasara a buscarla por su casa para poder caminar juntos hasta la cafetería de Sonia. Levantó un dedo para señalar al otro lado de la calle y se quedó helada cuando vio pasar una carreta de Desperdicios Hall and Debree, con una pila de basura, tirada por cuatro caballos. ¿Cuándo había comenzado ese servicio?
—¿La Voz?
—Un periódico.
—¿Una mujer dirige un periódico? Los tiempos sí que están cambiando.
No podía estar segura de si él lo aprobaba o no.
—Sí, así es, y ya era hora de que lo hicieran.
Matías salió por las puertas batientes. Ella los presentó rápidamente, dijo que esperaba ver más tarde a Amos y cruzó la calle. Cuando miró hacia atrás, antes de entrar, los dos hombres estaban hablando. Abrió la puerta y Bandido saltó, rodeándola.
Scribe ya había compuesto los tipos para su columna sobre quehaceres domésticos.
—Sanders te mandó un mensaje. —No parecía contento por eso—. Está en tu escritorio.
Ella abrió el sobre.
Mi querida Catalina:
Me temo que la he incomodado con mi reciente declaración. ¿Puedo tener el placer de su compañía esta noche para cenar, para aclarar cualquier recelo que pueda tener? Pasaré a recogerla a las seis.
Un saludo cariñoso,
Morgan
Scribe estaba con el ceño fruncido en la imprenta.
—¿Una nota romántica?
—No. —Parecía más una citación. Se sentó en su escritorio y sacó sus materiales para escribir.
Estimado Morgan:
Gracias por su amable invitación, pero tengo un compromiso previo esta noche.
Catalina
Dobló y metió la nota en un sobre, lo cerró y escribió Sr. Morgan Sanders en el frente, y se la extendió a Scribe.
—¿Podrías, por favor, llevar esto...?
—¿Ahora hago recados para ti también?
—Lo siento, Scribe, pero no puedo ser yo quien la entregue.
Quitándose el delantal de un tirón, se lo arrebató de la mano y caminó hacia la puerta.
—Algunas personas no saben cuándo dejar las cosas como están. —Salió dando un portazo.
Cuando volvió, estaba aún más enojado.
—Me preguntó por cierto hombre que se encontró contigo en la estación de la diligencia.
¡Santo cielo! ¿Tenía a alguien vigilando cada uno de sus movimientos?
—¿Qué hombre? —Scribe se paró frente a su escritorio.
Ella se dio cuenta de que estaba celoso.
—Amos Stearns. Es uno de los tasadores con los que hablé en Sacramento.
—¿Tasador? ¿Está aquí por la mina de City?
Catalina desearía no haber dicho nada.
—Sí, pero todavía no sé qué tiene que decirme.
—Bueno, no habría viajado hasta aquí si tuviera malas noticias. Podría haber mandado un telegrama. —Se dirigió a la imprenta, y entonces se detuvo—. Hagas lo que hagas, ¡no le vendas esa mina a Sanders! —Scribe volvió a encajar en su lugar los renglones atados. Ambos trabajaron en silencio hasta que Scribe le puso tinta a la imprenta e hizo una copia para que ella la revisara—. ¿Entonces? ¿Puedo ir contigo y escuchar qué tiene que decir ese tasador?
Amos Stearns no pareció contento al ver que Scribe los acompañaría a cenar. Catalina le aseguró que cualquier cosa que tuviera que informar podía decirla frente a su amigo. El comedor de Sonia estaba lleno, como de costumbre, y los tres llamaron la atención cuando entraron por la puerta. Afortunadamente, había una mesa cerca del fondo. Ina Bea había reemplazado a Charlotte y les sirvió guiso de ciervo y panecillos recién horneados. Amos atacó su comida como un minero que había trabajado todo el día. Para ser un hombre delgado, tenía un gran apetito. Catalina no le hizo preguntas hasta que Ina Bea regresó con tres cuencos de budín de pan con pasas y salsa cremosa, y tazas con un delicioso café caliente.
—En cuanto al informe...
—Cobre. —Amos metió su cuchara en el cuenco—. Las muestras que usted llevó son ricas en cobre y vestigios de plata. Me gustaría examinar la mina mañana, si...
—Sí, por supuesto. —Catalina miró a Scribe.
Él la miró a su vez con los ojos bien abiertos y brillantes de entusiasmo.
—¡Tenemos una bonanza!
Catalina apretó fuertemente la muñeca de Scribe con una mano.
—Silencio.
Scribe miró alrededor y, entonces, inclinó su cuerpo hacia adelante con los ojos fijos en el tasador.
Catalina lo presionó.
—Estoy segura de que no es tan simple como encontrar cobre. Tiene que desenterrarlo de la montaña y procesarlo. Lo cual significa que se necesita equipo, suministros, hombres para trabajar. Se necesitan conocimientos y capacidad para gestionar...
Amos asintió.
—Encaremos las cosas una por vez, señorita Walsh. Mi padre fue superintendente de una mina de carbón en Kentucky. Después que mi madre murió, pasé más tiempo bajo tierra con él del que pasaba al aire libre. Completé mis estudios en la noche. La minería me fascina, siempre lo ha hecho. Me capacité dos años en el Instituto de Ingeniería Civil y Minera antes de venir a California. Si su mina muestra lo que creo que revelará, podemos hablar de si usted quiere mi ayuda o la de otra persona.
La actitud de Amos sorprendió a Catalina. En Sacramento le había parecido un hombre apacible y callado, pero ahora se le veía completamente seguro de sí mismo. La charla sobre geología le hacía brillar los ojos. Scribe parecía afiebrado. El corazón le dio un brinco al ver a Matías entrando por la puerta. Cuando recorrió el salón con la vista, ella supo que estaba buscándola. Sus miradas se encontraron y ella sintió un golpe de sensaciones en su estómago. Él atravesó el salón.
—Catalina. —La saludó casualmente, y se concentró en Amos—. Stearns. Espero que esté disfrutando su estadía en Calvada.
—Hace un tiempo que esperaba con ansias poder visitarla. —Le sonrió a Catalina.
Scribe levantó la vista hacia Matías y sonrió.
—Dice que la mina de City está repleta de cobre. Ay. —Le frunció el ceño a Catalina—. ¿Por qué me pateas?
De repente, varios hombres que había alrededor se mostraron interesados en su conversación.
—Eso no es lo que dijo el señor Stearns, Scribe.
—¡Claro que sí!
Inclinándose hacia él, masculló:
—Cierra la boca. No hagas que me arrepienta de haberte invitado. —Las conversaciones parecían haberse extinguido alrededor de ellos.
Matías estaba serio.
—Parece que su suerte está cambiando, Catalina. —Le dirigió otra mirada a Amos—. Si usted tiene los medios, será mejor que intervenga ahora, antes de que otro se entere de la noticia.
Ella sabía que se refería a Morgan Sanders.
—Creo que todos están precipitándose un poco.
—La minería no es cosa de mujeres.
Catalina se puso tensa.
—Dijiste lo mismo sobre dirigir un periódico.
—Dos proyectos muy diferentes, milady.
Ella no podía estar más de acuerdo, pero no tenía ninguna intención de reconocerlo en ese momento, no cuando estaba enfrentando su actitud despectiva sobre las capacidades de una mujer.
—Ya veremos.
Matías se rio por lo bajo.
—Estoy seguro de que lo harás. —Inclinó levemente la cabeza—. Te dejo continuar con tu expedición de reconocimiento. —Se reunió con Herr Neumann, Patrick Flint y Carl Rudger en una mesa delantera.
Cuando Scribe abrió su boca, Catalina lo interrumpió.
—No seguiremos hablando de esto en una cafetería para que todo el mundo escuche. —Fulminó con la mirada a su joven amigo. Se dirigió a Amos—: Podemos encontrarnos mañana temprano en la Caballeriza de Cole. Me ocuparé de alquilar una calesita.