2
CATALINA ENDEREZÓ SUS HOMBROS y siguió caminando por la acera. El estómago se le revolvía por el olor. Agotada y con todo el cuerpo dolorido, iba mirando furtivamente a su alrededor. Este pueblo habría de ser su nuevo hogar. Ay, Señor, ayúdame. Quizás las cosas se verían mejor después de una buena noche de sueño.
Las plumas rotas oscilaron frente a ella al pasar por una tienda de botas. El otro lado de la calle presumía tres cantinas: El bar del Cuervo, el Caballo de Hierro y Vaya Excavaciones. Había una tienda que anunciaba: «Una Cosa Oro Otra», la oficina de un tasador y una casita con un farol rojo en la ventana. Un hombre a caballo se quedó mirándola mientras pasaba y chocó contra dos hombres que cruzaban la calle. Estalló una pelea. Cuando pasó por la cantina Cabeza de Oso, oyó que alguien maltrataba el piano y echó un vistazo adentro. El lugar estaba repleto. Un hombre la divisó.
—¡Santo Josafat! ¡Miren eso! —Así lo hicieron. Empujaron sus sillas hacia atrás y golpearon los tacos de sus botas contra el piso de madera, como una estampida de bisontes cruzando las planicies.
Catalina siguió a toda prisa, tratando de ignorar el sonido de la puerta batiente que se abrió de repente, apenas pasó, y las voces masculinas que la seguían.
—¿De dónde vino?
—¡Del cielo!
—Tal vez Fiona ha traído una nueva muñequita.
—Tienes un cerebro de liebre, Cody. Esa es una dama.
Justo después de Cabeza de Oso había una edificación de tablillas de madera, bajita y en ruinas, que tenía dos ventanas tan mugrientas que Catalina no pudo ver adentro. Afortunadamente, la puerta parecía firme. Al mirar nerviosamente hacia atrás, confirmó que había una multitud cada vez más numerosa de hombres en la acera, todos mirando y hablando entre ellos. Se sintió como un zorro con una jauría de sabuesos listos para perseguirla. Catalina golpeó tres veces, rogando que el muchacho abriera con presteza la puerta para que pudiera entrar rápidamente.
No hubo respuesta. Ningún sonido de vida desde el interior.
—¡Él está adentro! —gritó un hombre.
Más hombres cruzaron la calle para ver de qué se trataba el alboroto. Catalina sintió que el pánico subía como una burbuja y volvió a golpear la puerta como un pájaro carpintero que martillaba un árbol para hacer un agujero. Apoyó una oreja contra la puerta y por poco cayó hacia adentro cuando esta se abrió de repente. Incorporándose rápidamente, se vio frente a un muchacho unos años más joven que ella, pero algunos centímetros más alto. Desgarbado, con las primeras señales de vello adolescente en el rostro y los ojos marrones enrojecidos, se tambaleó frente a ella, vestido nada más que con sus largos calzoncillos rojos. Abrió la boca, sorprendido. Parpadeó, se restregó la cara y volvió a fijar los ojos en ella.
—¿Señor Scribe? —dijo ella débilmente.
—¿Quién es usted?
—¡Eso es lo que todos queremos saber! —gritó un hombre.
Ahora enojada, Catalina giró y miró furiosa a la concentración de hombres.
—Regresen al bar, muchachos, y déjenme ocuparme de mis asuntos.
—Sí que es una dama, ¿verdad? —La mayoría se retiró.
Luego de recuperar el aliento, enfrentó al joven, quien se ruborizó por su estado de desnudez.
—¿A lo mejor podría ponerse algo más apropiado?
El rostro de él se puso rojo.
—¡Oh! ¡Disculpe! —Agarró un par de vaqueros con peto arrugados y, bruscamente, metió una pierna. Se apoyó contra un escritorio, metió ambas piernas en sus pantalones y los subió. Cuando ajustó los tirantes, el chasquido por poco lo tumbó.
Mortificada, Catalina se dio cuenta de que había visto todo el espectáculo sin parpadear.
Scribe hizo un amplio gesto de bienvenida.
—Pase y dígame quién es, cuándo llegó, qué puedo hacer por usted y de dónde viene.
—Soy Catalina Walsh, la sobrina de Casey Teague Walsh. He sido enviada desde Boston para reclamar la herencia.
Scribe se quedó mirándola un momento. Luego, sus hombros se hundieron.
—¡Eso es el colmo! El trabajo de toda la vida de City se va por el hoyo. —Agitó su mano para abarcar todo lo que se podía ver, la desgracia brotaba de su cuerpo saturado por el alcohol—. Es todo suyo, señorita Walsh.
Catalina entró, pasando por encima de la botella de whisky hecha añicos y del charco de lo poco que le quedaba antes de ser lanzada. Le dieron nauseas de nuevo. El lugar apestaba a whisky, a sudor masculino y al orinal lleno. Unos cajones de madera que rebosaban de papel estaban apilados contra una pared. El mobiliario de la habitación constaba de un sofá con una frazada arrugada, un gran escritorio de roble, una silla de pino con respaldo recto y una escupidera. En el rincón de atrás había una silueta enorme cubierta con una lona. Al fondo, había una puerta abierta a una segunda habitación; probablemente, un departamento pequeño. ¿Este iba a ser su hogar? Con la necesidad de aferrarse a algo, apretó el bolso de viaje que tenía delante de ella.
—¿Qué clase de negocio tenía mi tío?
—Ya no importa. No es trabajo para una mujer. —Scribe asintió en dirección a la puerta abierta—. ¿Quiere ver el resto del lugar? Todo lo que City tenía está ahí atrás.
Catalina siguió a Scribe a un cuarto frío, húmedo y polvoriento, con olor a tabaco y whisky. Su corazón se animó al ver una estantería llena de libros. La cama estaba sin hacer. No había sábanas: apenas un par de mantas indias y un orinal debajo, afortunadamente cerrado con una tapa a la medida. Un armario de tablones ásperos reveló una exigua colección de camisas, pantalones, un abrigo grueso, unas botas rasgadas y una vieja gorra Kerry de tweed. La estufa de leña, llena de cenizas, no generaba ni un indicio de calor. Había dos sillas de respaldo recto enfrentadas, con una mesita en medio sobre la que había un juego de solitario extendido. Las cacerolas sucias y los platos de latón se apilaban sobre la mesada manchada y había un balde de agua vacío junto a la puerta trasera.
—Hice que sepultaran a City con sus mejores galas y sus mejores botas. —Los ojos de Scribe se llenaron de lágrimas y desvió la vista, restregándose la nariz con el dorso de la mano. Se aclaró la garganta—. Quiero quedarme con la gorra. Si no le molesta.
Catalina la sacó del armario y se la entregó solemnemente. Intentó aparentar calma mientras miraba alrededor del cuarto deprimente que sería su hogar. Aunque Scribe estaba de pie frente a ella, se sentía vacío. Ella viviría aquí, sola. Sus ojos ardieron con lágrimas.
—Parece muerta de cansancio, señorita Walsh. —Scribe retiró una silla para ella—. ¿Por qué no toma asiento?
Catalina se sentó dejando caer su bolso de viaje al piso. Le tomó un momento encontrar su voz.
—¿Usted trabajaba para mi tío?
—City me acogió cuando yo tenía siete años. Me enseñó todo lo que sé.
—¿Cuántos años tiene, Scribe?
—Dieciséis. —La miró—. Usted no parece mucho mayor que yo.
Ella le dedicó una sonrisa débil; ciertamente, no pensaba decirle su edad.
—¿Qué sucedió con sus padres, si puedo preguntarle?
—No tengo nada que ocultar. Ma murió de fiebre. Pa en un accidente en la mina.
Un huérfano, y ella estaba desalojándolo del único hogar que había conocido. ¿Podían empeorar aún más las cosas?
—Lo lamento. —¿Por qué su tío no le había regalado su casa a Scribe?
—Fue hace mucho tiempo. Apenas los recuerdo —dijo Scribe, sin entender. Volvió a apartar la mirada con la boca fuertemente apretada. No tuvo que decir nada más. Catalina vio la tristeza grabada en su rostro juvenil. El tío que ella nunca conoció había sido la única familia que este muchachito había tenido.
—¿Scribe es su verdadero nombre?
—Es el único al que respondo.
—Como Wiley —murmuró ella.
Scribe lanzó una carcajada sorprendida.
—¿Dónde conoció a ese viejo bobo?
—En la diligencia. El señor Cussler lo recogió en el camino.
—Él tiene una mina por la zona, en alguna parte. —El muchacho parecía cansado y enfermo.
—Debí haber esperado hasta mañana, en lugar de importunarlo hoy. —Catalina se puso de pie y tomó el asa de carey de su bolso de viaje—. Me registraré en un hotel para pasar la noche y regresaré mañana temprano. —Se mordió el labio, agobiada por la culpa—. No quiero ser antipática, pero...
—Ya no puedo seguir viviendo aquí —terminó la frase por ella.
Ella parpadeó para sofocar las lágrimas.
—El señor Beck dijo que podría quedarse en su hotel.
—Espero que también me dé un empleo.
—Lamento mucho sacarlo de aquí, Scribe.
Él enderezó sus hombros.
—No se preocupe por mí. Me las arreglaré.
Hizo una pausa en la puerta y se volteó para mirar al joven parado con tristeza en la oficina delantera.
—Por favor, llámeme Catalina. Prácticamente, somos parientes. Espero que podamos sentarnos y conversar sobre mi tío. Nunca tuve el privilegio de conocerlo. Usted puede hablarme de él. —Ni siquiera sabía que tenía un tío, hasta que el juez le informó sobre la herencia inesperada.
Scribe la miró desoladamente.
—Yo no sé mucho más que cualquier otro. La mayoría de los hombres no hablan de qué eran antes de venir a California. Casi lo único que sé es que City llegó en el 49, como otros miles, en busca de oro. Trabajó en los arroyos durante un par de años. Contaba que no le gustó esa vida solitaria y matadora. Entonces, abrió un negocio aquí. Decía que un hombre debe tener un objetivo, o no vale nada. —Soltó una risa tierna y frágil—. Una cosa que a City le encantaba era un objetivo, y una buena pelea para acompañarlo.
Catalina sonrió. Tal vez sí tenía algo en común con City Walsh.
La barbilla de Scribe tembló.
—Yo estaba en la tienda, recogiendo algunas provisiones. Tenía que hablar con un amigo mío. Cuando regresé, encontré a City en el suelo, justo aquí. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la oficina delantera.
—Entonces, fue una muerte súbita.
—Tan súbita como puede ser un asesinato.
—¿Asesinato? —Ella se llevó una mano a la garganta.
—¿No lo sabía? —Maldijo en voz baja—. Bueno, ¿cómo podría saberlo? Lamento que se me haya escapado así. —Las emociones se apoderaron de su rostro: pena, ira, frustración, miedo.
—¿Atraparon al que lo hizo?
—No. —Su rostro joven se endureció por la ira—. ¡Si supiera quién lo hizo, haría algo! —La tristeza lo hizo parecer un niño otra vez—. Ya nadie habla del asunto. City se ganó algunos enemigos. Por lo menos, tenía un hombre en la mira, pero nunca dijo quién era. Decía que tenía que contar con toda la información antes de abrir la boca.
Catalina se sentía tan alterada como Scribe, aunque nunca había conocido a City Walsh.
—Debería haber ley y orden...
—Sí, claro, City decía lo mismo, pero no va a suceder por ahora. Las personas querían que se hiciera justicia, durante una semana. Un montón de gente hizo preguntas, pero nadie apareció con una respuesta, y nadie vio que alguien entrara ni saliera de aquí. —Scribe se pasó los dedos por su cabello sucio y enredado—. Como sea, la mayor parte del pueblo está ebria al anochecer... —Se sentó con los hombros encorvados—. Empacaré y la dejaré en paz mañana temprano.
Lo último que Catalina quería era desalojar a este pobre chico, pero ¿qué opción tenía? Esperaba que Matías Beck fuera un hombre de palabra.
—Gracias, Scribe. —Salió nuevamente a la acera, cerrando discretamente la puerta tras ella.
La música del piano salía de Cabeza de Oso, así como unos hombres conversando. Catalina enderezó sus hombros y se preparó para aguantar los comentarios.
Matías acompañó a Henry Call al interior de la cantina, a una mesa junto a la ventana del frente. El día anterior había estado impaciente por su llegada, ansioso por empezar a diseñar los planos para el proyecto que habían discutido en Sacramento. Un encuentro casual y el descontento común los habían reunido, ambos veteranos de la guerra. Pero, en este momento, le interesaba más lo que pudiera hacer la sobrina de City. Le hizo una seña a Brady, su cantinero, y luego miró afuera por la ventana.
—Está reuniendo a una multitud —comentó Henry—. No sé si este sea un lugar seguro para una joven como la señorita Walsh.
—No lo es.
Brady puso en la mesa una botella de whisky y dos vasos. Se agachó y miró afuera por la ventana. Soltó un silbido bajo.
—Me preguntaba qué estabas viendo. —Captó la mirada de Matías y regresó a la barra.
Scribe apareció en ropa interior. Matías dejó escapar una risa corta, esperando que la señorita Walsh se retirara. Pero ella se mantuvo firme. Se dio vuelta hacia los hombres y los encaró. Lo que fuera que les dijo, hizo que la mayoría regresara a Cabeza de Oso.
—Parece que la señorita Walsh puede cuidarse sola —comentó Henry.
—Lo dudo. —Matías la observó entrar a la casa—. ¿Qué sabes de ella?
—Casi tanto como tú.
—¿No habló contigo durante el viaje?
Henry se rio.
—Estabamos demasiado ocupados sujetándonos para seguir con vida. Ella le hizo preguntas a Wiley Baer sobre Calvada. Estaba bastante impactada cuando llegamos. Los disparos, tú imponiendo justicia en la calle...
La puerta de City se abrió, pero no era Scribe quien se marchaba. Catalina Walsh salió y caminó hacia la oficina de diligencias. Cuando la pasó y siguió de largo, Matías maldijo en voz baja.
—¿Irás a buscarla?
—Le ofrecí un lugar seguro. —Sirvió el whisky—. Algunas personas tienen que aprender a las malas. —Los hombres salían de las cantinas y la miraban boquiabiertos. ¿Y por qué no? ¿Acaso él no la observaba de la misma manera? Era una belleza y estaba tan fuera de lugar como una yegua purasangre entre una manada de caballos salvajes—. Te apuesto cinco dólares que mañana temprano volverá a la oficina de diligencias y comprará un billete para volver a casa.
Henry negó con la cabeza.
—No creo que se vaya pronto.
—¿Por qué dices eso?
—Solo es una corazonada. No creo que haya venido aquí por elección. La enviaron.
—Un telegrama, y su familia la hará volver a su casa. Probablemente pensaron que City era dueño de un hotel y que tenía una mina de oro.
—Pero ¿por qué enviarían a una mujer?
Una mujer sola, además. Esas cosas no se hacían. Eso inquietaba a Matías.
Henry la observó.
—No he estado aquí el tiempo suficiente para echar un vistazo, pero considero que a Calvada le vendría bien una dama como la señorita Walsh.
—Algún día. Ahora no. Calvada es poco más que un campamento minero, con todas las miserias que eso implica. —Matías se preguntó qué había hallado la joven en la casa de City. Scribe estaba de duelo desde la muerte del hombre y alguien le daba whisky para que ahogara sus penas. Podía imaginar el rostro de la joven cuando entró en esa casucha. Podía ver cuánto se habrían abierto esos increíbles ojos verdes, esa piel cremosa empalideciendo aún más, la pronta desilusión que apagó esos dulces labios. Si una noche en el hotel de Sanders no la hacía huir, unas pocas noches en esa casita entre la cantina y el salón de fandango lo lograrían. Estaría lista para vender y largarse de ese pueblo infernal. Había una sola parte de la propiedad de City que Matías quería, y le ofrecería a Catalina Walsh lo suficiente para mandarla a Sacramento o a San Francisco, donde algún empresario con iniciativa se casaría con ella.
Catalina Walsh había caminado lo suficiente para perderse de vista, a menos que él se despegara de la acera. Se tragó su whisky y se quedó donde estaba. Era terca, igual que su tío. A Matías le pareció curioso. City nunca había mencionado a ningún pariente; mucho menos a una sobrina en Boston. ¿Cómo terminó un inmigrante católico irlandés emparentado con una protestante bostoniana de las castas más altas? Era lo que ella parecía ser, desde los botines abotonados y el costoso atuendo de viaje, hasta ese ridículo sombrero que probablemente había costado más que el salario de todo un año de uno de los mineros de Sanders. Pero debía reconocer que también portaba un parecido notable con su amigo. ¿Así que City y esa muchacha eran parientes? Ahí había una historia, y nadie podía proporcionar los detalles excepto su alteza real, quien estaba caminando hacia un lugar donde no había forma de saber qué vería o escucharía.
Matías empezó a pararse y, luego, volvió a sentarse. Ella había dicho que no. Ya había tomado una decisión acerca de él. Él había visto antes esa mirada. Un músculo se puso rígido en su mandíbula mientras observaba el desfile de hombres que avanzaban por la acera. Matías reprimió el instinto protector que surgió en su interior. Ella no era responsabilidad suya. Por otra parte, City había sido uno de sus mejores amigos. Tendría que correr para alcanzarla, y ¿luego qué? ¿Arrojarla sobre sus hombros y traerla de regreso aquí?
Henry se rio entre dientes.
—Te afecta, ¿verdad? —Se puso serio—. ¿Es tan malo el Hotel Sanders?
—Probablemente conocerá al propietario minutos después de registrarse. —Sanders era soltero, como el 95% de los habitantes de Calvada, y en edad de buscar una esposa joven y hermosa que le diera un heredero para su imperio. A ella podía irle bien en ese lugar si Sanders se enteraba suficientemente pronto de su llegada. Y Matías apostaba a que lo haría.
Henry bebió un sorbo de su vaso y arqueó las cejas. —Buen whisky de Kentucky.
—Les doy a los hombres lo que pagan, nada de trucos raros ni barniz de ataúd. Es una de las razones por las que me va bien. —Hizo un gesto hacia la barra donde había una cola de hombres comprando bebidas. Las mesas donde jugaban al faro y al póquer estaban llenas—. El mejor whisky, mesas honorables, buenos cuartos.
—Lo único que te falta es un restaurante.
—Lo pensé seriamente, pero descarté la idea. —El negocio de Sonia Vanderstrom sufriría si abría uno, y él comía en su cafetería desde que había llegado al pueblo seis años atrás. Las buenas mujeres debían recibir ayuda, no ser estorbadas por una competencia innecesaria.
Lo que sea que encuentre tendrá que servir. ¿Qué había querido decir Catalina Walsh con esa frase? No sonaba a comentario improvisado de alguien que tenía otras perspectivas. ¿Qué haría una chica como esa para ganarse la vida en un pueblo como este? Los trabajos eran limitados para mujeres. Solo había un puñado de niños, así que no se necesitaba una maestra. La esposa del pastor les enseñaba a los pocos que había.
Si Herr hubiera sabido algo, Matías se habría enterado de ello en la cantina.
Matías estaba seguro de una cosa: City Walsh nunca le hubiera cedido su negocio a una mujer joven. Se preguntó por qué City no le había dejado todo a Scribe. El muchacho era lo más cercano a un hijo de lo que podría haber tenido. Por otro lado, City siempre tenía sus razones.
Había algo de City que Matías quería. Y tenía la intención de comprarla mañana. Al terminar su whisky, Matías dejó el vaso en la mesa.
—Vamos a registrarte, Henry. Luego podemos cenar y ya hablaremos de negocios mañana.
Matías cruzó la calle para ver cómo estaba Scribe. El chico contestó al segundo llamado a la puerta. El lugar era un lío peor de lo que Matías había esperado. Arreglar la casa podía resultar demasiado para una chica que parecía más acostumbrada a dar órdenes a los sirvientes que a hacer las cosas ella misma. Qué bien.
—Solo deja todo como está y ven. Tengo un cuarto y un trabajo para ti.
—Gracias. —Scribe sonó resignado más que agradecido.
—¿La señorita Walsh dijo algo sobre tus cualidades para los quehaceres domésticos?
—No. Pero sí dijo que somos prácticamente parientes.
El chico ya estaba enamorado de la muchacha.
—No te hagas ilusiones. —Matías abrió la puerta e hizo un gesto con la cabeza—. Vámonos, donjuán.
El extremo sur de Calvada no resultó mejor que el norte. Catalina había pasado una cantina tras otra, aunque, afortunadamente, también había visto una tienda, un almacén, una casa de baños, una mercería, una oficina de correo expreso, una botica, una hojalatería y una carnicería. Levantando su falda, buscó la manera de cruzar la calle enlodada hacia el Hotel Sanders. Hizo una mueca mientras raspaba sus botas de vestir antes de entrar. A su izquierda había una barra eclipsada por la enorme pintura de una mujer vestida con nada más que una sonrisa provocativa. Debajo de ella había dos mujeres sentadas, ambas con vestidos escandalosamente reveladores que llegaban a la altura de las rodillas y escotes bajos. Con el rostro encendido, Catalina rápidamente evitó mirarlas a los ojos. Por un instante se arrepintió de no haber aceptado el cuarto que le había ofrecido Matías Beck, y después supuso que su establecimiento sería muy parecido a este.
Un empleado joven y barbudo la miró atónito mientras ella se acercaba a la recepción.
—¿Tiene un cuarto disponible, señor?
—Tenemos. —Le echó un vistazo—. Tres dólares la noche. Y un dólar más por la cena. —Giró el registro hacia ella y dispuso una pluma y un tintero.
Estaba demasiado cansada y deprimida para objetar los precios.
—¿Sus cuartos tienen baño?
—No, señora, pero podemos hacer subir una bañera. Llevará un rato calentar el agua para llenarla, y tendrá un costo adicional.
—¿Cuánto más?
Él le echó un vistazo nuevamente.
—Un dólar.
Después de una semana en tren y tres días en una diligencia, deseaba el baño más que comida. Y si no usaba la casa de baños públicos en un pueblo sobrepoblado de hombres, ¿qué opción le quedaba? Tan pronto como Scribe saliera de su humilde casita y ella pudiera mudarse, compraría una bañera en la tienda.
El recepcionista leyó su nombre.
—¡Walsh! —Levantó las cejas—. ¿Está emparentada con City Walsh?
—Su sobrina.
Él se rio como si hubiera escuchado un chiste genial.
—¿La sobrina de City Walsh se quedará aquí? El señor Sanders querrá asignarle el mejor cuarto de la casa. Es probable que él mismo baje al pueblo a darle la bienvenida. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la izquierda—. El restaurante está al otro lado de esas puertas, pero no abre hasta las seis. ¿Tiene equipaje? —Chasqueó los dedos y un niño pequeño de piel oscura apareció y tomó su bolso de viaje.
El «mejor cuarto de la casa» no tenía chimenea: solo la cama, una cómoda, una lámpara de querosén y una silla al lado de una ventana, la cual brindaba una vista no muy inspiradora de la calle principal de Calvada. Vio que el niño cruzó la calle a toda velocidad y subió la colina, donde había una hilera de casas grandes. Al parecer, aun Calvada tenía un vecindario pudiente. Catalina corrió las cortinas, levantó su falda y sus enaguas, desató las cintas y se quitó el polisón. Parecía que el armazón deformado ya no tenía arreglo.
Cuando llegó la bañera, apenas tenía el tamaño como para sentarse en ella. Dos baldes de agua humeante la llenaron hasta la mitad. Al no ver una toalla ni un jabón, bajó las escaleras para pedirlos. Le cobró dos centavos por una toalla áspera y mugrienta, y diez centavos por una barra de jabón demasiado usada y sin fragancia. Cuando regresó a la habitación, el agua estaba fría. Con los dientes castañeteando, se paró en la bañera y se lavó rápidamente. Medianamente renovada, se puso ropa interior limpia, se vistió con una falda y una blusa abotonada. Ni siquiera la fetidez que subía de la calle logró eliminar su hambre.
Un caballero bien vestido estaba sentado junto a una mesa escondida en la esquina del fondo. Se puso de pie como si hubiera estado esperándola.
—Señorita Walsh, soy Morgan Sanders. Sería un honor que me permitiera ser su anfitrión esta noche. —Retiró una silla para que ella tomara asiento.
Sorprendida por su osadía, estuvo a punto de negarse, pero la curiosidad la hizo acercarse. Era tan alto como Matías Beck, no tan musculoso, más cerca de los cuarenta que de los treinta, tenía ojos oscuros y un cabello castaño claro que estaba encaneciendo en las sienes. La confianza que tenía en sí mismo rayaba en la arrogancia, lo que le recordó a otros hombres bien parecidos y más jóvenes que había conocido en Boston. Había rechazado más de una propuesta matrimonial porque consideraba repugnante esa actitud.
—Me han dicho que usted es el dueño de este hotel y de la mina Madera.
—Sí, lo soy, así como de otros negocios en el pueblo. —Torció su boca con sarcasmo—. Me enteré que conoció a Matías Beck apenas llegó.
—No fue el señor Beck quien me lo dijo. —No mencionó a Wiley y dejó que Sanders la ayudara a sentarse—. ¿Trata usted con tanta generosidad a todos sus huéspedes?
—No, no lo hago. —Ante un simple gesto de su mano apareció un mesero—. Champaña. En hielo. —La miró con una sonrisa cuando el mesero se fue—. Para celebrar su llegada. La sobrina de City Walsh. Puedo ver el parecido familiar. Fue un hombre muy respetado en nuestro pueblo. —Su expresión se volvió solemne—. Lamento su pérdida. Debe haber sido una gran pena para su familia.
—Nunca lo conocí. —Ni siquiera lo habían mencionado.
—Entonces, una pérdida aún mayor.
—Deduzco que era su amigo.
—Más que un amigo, un adversario cordial. No siempre estábamos de acuerdo, pero nos respetábamos mutuamente. Él se consideraba un hombre del pueblo, y yo poseo y manejo una gran operación minera en la que empleo a cien hombres. También soy dueño de un almacén y otras compañías lucrativas. Probablemente yo le recordaba a su tío a los ingleses imperialistas que dominaban Irlanda. City llegó a California en el 49. Yo llegué después, en el 65.
—¿Peleó usted en la guerra?
Él tibueó.
—No, pero abastecí de las mercancías necesarias al Ejército de la Unión.
Ella percibió que había algo más en esa frase.
—Ha logrado mucho en este lugar, señor Sanders.
—Sí, así es. Principalmente a través de la suerte y las capacidades que adquirí con el tiempo. Y sabiendo qué quiero en la vida.
Catalina había visto la misma mirada anteriormente. Los hombres parecían evaluar cuánto valía una mujer por su belleza.
—Es una joven muy encantadora, señorita Walsh. Imagino que habrá llamado bastante la atención desde que bajó de la diligencia. —El mesero regresó, destapó el corcho de la champaña y llenó dos copas de cristal con el vino espumante, antes de colocar la botella en una cubeta con hielo. A un movimiento de la barbilla de Sanders, el mesero se fue sin decir una palabra. Sanders levantó su copa para hacer un brindis—. Bienvenida a Calvada, señorita Walsh.
—Gracias, señor. —Cautelosa, apenas bebió un sorbo.
—No hay otra mujer como usted en mi pueblo.
¿Su pueblo?
—¿Y qué clase de mujer cree usted que soy, señor Sanders?
—Una dama con clase y educación. Instruida, muy probablemente, acostumbrada a las cosas más refinadas de la vida. Aunque me pregunto por qué una joven sería enviada a Calvada sin compañía a reclamar una herencia de un tío que nunca conoció.
Para ser un desconocido, sabía mucho sobre ella. Catalina no tenía ninguna intención de agregar más información. Sus asuntos eran solo de ella, después de todo.
Él esperó un momento y luego sonrió.
—Enérgica, además. Tiene el cabello rojo de su tío. Tal vez también tenga el mismo temperamento apasionado. —Levantó una ceja—. City tenía brío y convicciones, pero no siempre sentido común.
—¿Es por eso que fue asesinado?
Su pregunta pareció sorprenderlo. Él bebió su champaña.
—Nadie sabe por qué lo mataron. La suya no fue la primera muerte violenta en Calvada. Ni la última, me temo.
—Considerando su conglomerado de negocios, pensaría que te convendría traer aquí la ley y el orden.
Sanders se rio.
—City decía lo mismo. No somos Sacramento ni Placerville, señorita Walsh. Pero tampoco somos Bodie. Por estos lares, no hay muchos hombres que quieran ser alguaciles. La ley y el orden no son populares entre los hombres de pueblos como los nuestros. Pero la justicia suele imponerse.
—Según entiendo, la justicia no se impuso en el caso de mi tío.
—Es triste pero cierto. —Volvió a llamar al mesero y pidió carne de venado.
—Nunca he comido venado —dijo Catalina, molesta de que hubiera decidido por ella. Él dijo que lo disfrutaría. Su declaración sonó más a una orden que la confianza que tenía sobre el sabor del platillo.
La comida no estuvo a la altura de Hyland ni de Pershing, pero fue más que adecuada para satisfacer su hambre. Incluso aceptó una porción de pastel de postre. Morgan habló de muchas cosas, pero de ninguna en profundidad. Cada vez que le ofrecía más champaña, ella la rechazaba. Para cuando terminaron la cena, él se había acabado la botella, pero parecía tener escaso efecto en él.
—Este difícilmente parece ser un pueblo adecuado para una dama con su sensibilidad, Catalina. Puedo ofrecerle un precio justo por las propiedades de City, si tiene pensado irse.
Y si decía que sí, ¿adónde iría? ¿De regreso a Truckee? ¿Seguiría hasta Sacramento o a San Francisco? Dios parecía haberla dejado caer aquí mismo, en medio de este pueblo salvaje y confuso. Quizás Calvada era la penitencia por hacer de sí misma «una deshonra pública», según la opinión de su padrastro. No importaba la justificación sobre qué la había metido en tantos problemas. Si pudiera volver atrás en el tiempo, ¿tomaría las mismas decisiones?
Su madre tenía razón. Era impulsiva. Era apasionada.
Señor, hazme sabia. Ayúdame a aprender a decir la verdad en amor, no con ira.
—Gracias por el ofrecimiento, señor Sanders, pero me gustaría conocer más acerca de mi tío antes de tomar cualquier decisión. —Quería saber por qué Casey Teague Walsh le había dejado todo a su madre, una mujer que lo despreciaba.
Morgan Sanders se levantó.
—En ese caso, espero que usted y yo lleguemos a conocernos mejor. —Retiró su silla hacia atrás y la acompañó hasta la escalera, donde le deseó que pasara una noche reparadora.
La noche resultó cualquier cosa menos reparadora. La puerta del cuarto de al lado se abría y cerraba con regularidad. La lluvia caía a cántaros sobre el techo. Helada, Catalina se acurrucó debajo de las frazadas, subiéndolas sobre sus hombros y recordó la chimenea que había en su cuarto, en casa. Una de las sirvientas siempre la encendía temprano para que la habitación estuviera acogedora cuando Catalina entrara. Aquí no había ninguna chimenea. No había sonidos reconfortantes de calidez crepitante. Cuando finalmente se quedó dormida, soñó que iba aferrada a la puerta de una diligencia, colgada sobre un barranco.