20

EL MIÉRCOLES EN LA MAÑANA deslizaron otra nota debajo de la puerta de Catalina. Ella reconoció la letra.

Mi querida Catalina:

Hay una reunión importante de propietarios de minas esta tarde. Enviaré un carruaje a buscarla a las cinco, a menos que indique lo contrario.

Suyo,

Morgan

Catalina no dudó. Desde luego que quería asistir. Por supuesto que deseaba saber lo que estaba pasando. Estaba lista cuando el cochero vino a buscarla, pero cuestionó la ruta que había tomado cuando condujo hasta el límite del pueblo y dobló en Gomorra.

—¿Adónde me lleva?

—A la casa del señor Sanders. Solo tomé este camino porque el caballo volteó por aquí.

Entonces, ¿por qué estaba desacelerando el carruaje cuando llegó a la casa de Fiona Hawthorne? Catalina vio que Monique los miraba detenidamente desde una ventana de la planta alta. El cochero se quedó mirándola. Monique retrocedió y cerró la cortina de un tirón. Catalina inclinó su cuerpo hacia adelante.

—¿El señor Sanders le dijo que viniera por aquí?

—El jefe me dijo que la llevara a él, y el caballo apuntó al sur. Además, es bueno que las personas sepan dónde están paradas.

No sabía si se refería a Monique Beaulieu o a ella.

—Mi visita es estrictamente de negocios.

—No es asunto mío si no lo es. —Giró a la derecha en lo alto de la colina, donde vivían los dueños de las minas. La casa de Morgan era la más grande, una mansión de tres pisos, rodeada por una gran verja de hierro ornamentada. Dos hombres, obviamente sirvientes, trabajaban en el jardín.

El cochero se detuvo junto a la verja, bajó de un salto y le ofreció la mano. Ella subió los escalones y llamó a la puerta. Otro sirviente, un hombre chino, abrió. Hizo una reverencia y retrocedió cuando Morgan, vestido elegantemente, pasó por una entrada abovedada.

—Catalina. —Habló amigablemente y la recorrió de arriba abajo con la mirada apreciándola abiertamente. El sirviente cerró la puerta delantera detrás de ella y caminó hacia el vestíbulo sombreado, deslizando sus manos dentro de las mangas sueltas de su túnica de seda.

Cuando Morgan la escoltó a la entrada abovedada, Catalina echó un vistazo a las molduras de caoba que coronaban tres arcos: uno conducía a una escalera que llegaba al segundo piso, otro a un largo pasillo. El tercero llevaba a una sala bellamente amueblada con un sofá de madera de caoba veteada estilo imperio, tapizado en lujoso terciopelo azul labrado con flores de lis rosas; un sofá de nogal tallado recién lustrado y sus butacas; mesas con tablero de mármol y patas curvas; cortinajes de chintz; y cortinas de encaje. El espejo con marco dorado sobre la chimenea gregoriana y su rejilla de bronce en forma de pavorreal agrandaban el tamaño del salón. En el rincón, cerca de las ventanas, había un piano espléndido. Ella había visto viviendas más elaboradas en el Este, pero, para el nivel de Calvada, esta era una mansión con todos los adornos y lujos.

—¿Y bien? ¿Qué le parece mi casa?

—Es encantadora. —Y estaba silenciosa—. ¿Dónde están todos? Usted dijo que habría una reunión.

—La hubo. A las tres. La suspendimos hace una hora.

Su corazón palpitó de una manera singular y sintió un temor repentino. ¿Qué juego estaba jugando con ella? Catalina dio un paso atrás.

—Usted me hizo creer que...

—Dije que había una reunión que pensé que le parecería interesante. Conversaremos sobre todo eso durante la cena.

—No me gusta que me engañen, Morgan.

Se dio vuelta para irse, pero él atrapó su brazo y le dio la vuelta otra vez con sus ojos oscurecidos.

—Y a mí no me gusta que me despidan como a un colegial. —La empujó hacia una butaca y, prácticamente, la obligó a sentarse.

—¿Qué cree que está haciendo? —Intentó ponerse de pie, pero Morgan se paró frente a ella con una expresión tal que ella se hundió, aterrada.

—Pasaremos la noche juntos, usted y yo. Y, al final de ella, tendremos un acuerdo.

Algo en la sonrisa de él le contrajo el estómago. Su mente zumbaba. ¿Cuántas personas la habían visto entrar en su carruaje y ser conducida por la calle Campo?

—No debería estar aquí, en su casa, a solas con usted. Es sumamente indecoroso.

Él sonrió con satisfacción.

—Estuvimos solos cuando me invitó a tomar el té.

—La puerta delantera permaneció parcialmente abierta para que cualquiera que pasara por ahí pudiera ver que estábamos hablando. Debería tener una chaperona.

Morgan soltó una carcajada.

—¿Y quién sería? ¿Tweedie Witt? Se mudó a la cafetería de Sonia, ¿verdad? ¿Una pelea, quizás? ¿Porque me invitó a su santuario a tomar té con pastel?

A Catalina no le gustaba su tono y la enervaba la petulante satisfacción que emanaba de él.

La estudió.

—¿Me tiene miedo?

Ella tenía miedo, pero se sentía instintivamente restringida a reconocerlo. Morgan todavía no se había sentado. ¿Intentaría impedir que se fuera, si se presentaba la oportunidad? ¿Qué intenciones tenía? La gente ya la consideraba alguien no convencional. Si se corría la voz sobre esto, también pensarían que era inmoral.

Entrelazando las manos sobre su regazo, Catalina levantó el mentón y lo miró a los ojos. Tenía que mantenerse calmada o, al menos, aparentar estarlo.

—Este comportamiento no es digno de usted, Morgan.

—¿Eso piensa? ¿Habría venido si hubiera sabido que estaría solo?

—No. —Se levantó serenamente, esperando que él le permitiera marcharse—. Y debo irme ahora para preservar mi reputación.

—Qué curioso, viniendo de una joven a quien poco le ha importado lo convencional desde que se bajó de la diligencia. —Habló con frialdad, la cordialidad se desvaneció en sus ojos oscuros—. Usted y yo tenemos cosas que discutir. Asuntos que es mejor que los demás no escuchen.

Su corazón martilleaba. No se atrevía a avanzar hacia la puerta, pues eso la acercaría a él. Esforzándose por mantenerse en calma y pensar, se sentó y alisó su falda.

—Muy bien. ¿Qué desea discutir que lo ha hecho llegar a tales extremos?

Morgan se sentó al borde de la butaca, como preparado para levantarse si ella lo hacía.

—Me han dicho que Amos Stearns le trajo un informe sobre la mina de City.

Ella podía adivinar adónde quería llegar.

—¿Conoce al señor Stearns?

—No puedo decir que haya tenido el placer, pero Hollis y Pruitt son muy conocidos en Sacramento. ¿Qué le dijo? —Morgan se recostó en la butaca, aunque ella sentía que su tensión iba en aumento—. Vamos, hable, mi querida.

Catalina permaneció en silencio. Fue una ingenua al pensar que la visita amistosa con té y pastel de sidra influiría en este hombre. No quería decir nada, pero la conversación era preferible a la amenaza creciente que sentía por quedarse callada.

—Así es, el señor Stearns trajo un informe. Scribe se entusiasmó precipitadamente con las posibilidades. —Le dirigió una sonrisa tímida, sabiendo que él ya habría escuchado toda esa información—. Usted me ofreció comprar la mina cuando apenas llegué a Calvada. ¿Ya la ha visto?

—No, pero pensé que la concesión no valía nada. Y le ofrecí comprarla para ayudar a una pobre joven necesitada.

—¿En serio? ¿Por qué?

Los ojos de él se entrecerraron.

—No sea impertinente. No es apropiado de una dama. Hollis y Pruitt no habrían enviado a Stearns si no hubieran encontrado algo que valiera la pena ir a buscar. —Parecía divertido—. Siempre me pregunté por qué City no había abandonado la concesión, aunque ahora me pregunto todavía más por qué no la explotó. —Levantó las cejas—. ¿Le ha dicho Stearns cuánto vale la mina?

—El señor Stearns no mencionó el precio, pero sea cual sea, no tengo planes de venderla.

Morgan se burló.

—Ciertamente, usted no puede manejarla.

Una ráfaga de fuego se disparó dentro de ella. Estaba harta de que los hombres le dijeran qué podía y no podía hacer.

—¿Por qué no? —Siguió hablando en un tono amable, aunque la ira le caldeaba la sangre.

—No sea ridícula, Catalina. Es una dama.

Ella era una mujer y, al parecer, la mayoría de los hombres pensaba que las mujeres eran incapaces de hacer algo más que no fuera cocinar su comida, lavar su ropa, satisfacer todas sus necesidades y, a la vez, parir y cuidar a sus hijos.

—Todos dicen lo mismo, pero no me amedrentarán para que venda.

—Esa nunca fue mi intención. —Su mirada recorrió su rostro y bajó a su cuerpo—. Estoy mucho más interesado en usted que en la mina de City. Lo dejé en claro mucho tiempo antes de que se supiera que la mina de City podía valer algo. Pero si la tengo a usted, lo tendré todo, ¿no es así?

No debía demostrar miedo, aunque el miedo inundaba su cuerpo. ¿Hasta dónde llegaría este hombre para conseguir lo que quería?

—Dudo que así se comporte un caballero.

—Usted es muy joven, mi querida. Un caballero sabe lo que quiere, y yo la quiero a usted.

¿Por qué no ser directa? Ya que a él le parecía algo tan valioso.

—Usted no me quiere a mí. Quiere la mina de City.

—Subestima sus encantos. Yo me decidí por usted la primera noche, cuando cenamos juntos.

Cuando Morgan se levantó, ella reprimió el pánico. Unos pasos se acercaron por el pasillo y el chef canadiense del hotel de Morgan entró al salón con un plato de elegantes entremeses. Catalina tomó uno.

—¿Cerró el restaurante esta noche? —Esperaba demorar su partida haciéndole preguntas.

El chef sonrió.

—No, mademoiselle. Phillippe...

—Eso será todo, Louis. —Morgan hizo un gesto brusco con su cabeza para que se retirara. El hombre asintió y se retiró. Morgan la miró severamente—. Una dama nunca les dirige la palabra a los sirvientes.

—Quizás no sea la dama que usted creyó que era. —Tan pronto las palabras salieron de sus labios, deseó no haberlas dicho, porque él podría tomarlas de la manera equivocada.

Él rio entre dientes, claramente consciente de su inquietud y disfrutándola.

—Su inocencia es un deleite. Pasaremos juntos una noche placentera.

—¿Es una orden?

—Si tiene que serlo... —Él sirvió dos copas de vino tinto y le entregó una.

—Yo no bebo.

—Esta noche lo hará. Porque yo se lo ofrezco.

Catalina tomó aire, temblorosa, pero no aceptó la copa.

—Pruebe el vino. Le aseguro que es de la mejor calidad, lo compré en San Francisco y llegó hasta allí en barco desde Francia.

—No, gracias.

—Vaya hipócrita tan educada.

—¿Disculpe?

—Debería pedir disculpas. Me enteré de que una noche disfrutó el famoso elíxir de Sonia.

Se quedó boquiabierta, pero no le vio ningún sentido a defenderse a sí misma.

—Las personas se interesan demasiado en mi vida, señor Sanders. Especialmente usted. —Con tres mil hombres y menos de cien mujeres, era difícil mantener algo en privado, hasta cerrando con llave las puertas y bajando las persianas de las ventanas.

Morgan bebió sin prisa un sorbo de vino.

—Sé bastante sobre usted. Matías Beck entra y sale de su casa a toda hora. —Su boca se torció de manera desagradable—. ¿Acaso no es así?

Se ruborizó.

—No por los motivos que, obviamente, está insinuando. El señor Beck es más amigo de lo que usted está demostrando ser. —Mientras él dejaba a un costado su copa, ella aprovechó la oportunidad y corrió hacia la puerta. Ni siquiera había llegado a la entrada, cuando Morgan la atrapó del brazo y la giró para que quedara frente a él.

Tomó su mentón, mirándola ardientemente.

—No irá a ninguna parte.

Catalina dio un grito sofocado ante semejante trato. Realmente asustada, hizo un intento desesperado de fingir indignación.

—¡Suélteme! ¡Me está lastimando!

Él apretó más los dedos, acercándose a ella.

—Así que Beck es su amigo. No puedo evitar preguntarme qué tan cercana es su relación. —La llevó de nuevo a la butaca y la obligó a sentarse. Plantó sus manos en los apoyabrazos y se inclinó sobre ella—. Míreme, Catalina. ¡Dije que me mire! —Ella hizo lo que le ordenó, odiándose por ello—. ¿Todavía es virgen? —Se burló de ella, fingiendo preocupación al mirar su rostro. Se rio en voz baja y se incorporó—. Sí, lo es. —Rozó la mejilla de ella con sus dedos y el contacto la estremeció—. Tan suave. Tan pura. —Se apartó y se sentó nuevamente frente a ella, ahora completamente relajado, dominante—. Usted va a ser mi esposa. Lo decidí hace meses.

Tragó convulsivamente.

—Yo tengo voz y voto al respecto, y la respuesta es no.

—No le pregunté. —Morgan se rio de manera burlona—. Necesito una esposa, y usted está lista para el matrimonio. Quiero un hijo. Cásese conmigo y tendrá todo lo que una mujer podría desear. Recháceme, y haré correr la voz de que usted pasa su tiempo en Gomorra.

Su fría afirmación la perturbó.

—Estoy segura de que, si le hiciera la misma propuesta a la señorita Beaulieu, la encontraría más dispuesta.

—Monique sabe cuál es su lugar. —Torció la boca—. Seguirá siendo mi amante.

El sirviente chino se paró en la entrada.

—La cena está servida.

Morgan se puso de pie, nuevamente en el rol del anfitrión simpático.

—¿Vamos? —Cuando Catalina no se levantó, la hizo ponerse de pie bruscamente y susurró—: No ponga a prueba mi paciencia. —Cuando ella miró hacia la puerta, la empujó delante de él, antes de soltarla. Catalina siguió al sirviente, sintiendo la presencia amenazante de Morgan detrás de ella, impidiendo su huida.

Morgan la ayudó a sentarse. Después ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. La estudió por un momento en silencio, contemplativo, como si estuviera imaginando cómo esperaba que se desarrollara el resto de la noche. Ella agradecía la mesa de dos metros y medio que había entre ambos. Los cubiertos de plata dispuestos presagiaban cinco platos. Mientras servían la comida, Morgan sacudió su servilleta y la puso sobre su regazo. Catalina hizo lo mismo. El cuchillo para el plato principal parecía suficientemente afilado como arma.

El chef de Morgan ofreció el primer plato y les dijo que había preparado una suntuosa carne a la Wellington, con zanahorias confitadas y verduras de invierno tibias. Catalina rechazó el vino mientras ponían frente a ella hongos rellenos. Irritado, Morgan le dijo a Louis que le trajera a la dama un vaso de agua mineral. Cuando él tomó el cuchillo y el tenedor, ella inclinó la cabeza. ¡Señor, ayúdame! Levantó la cabeza y encontró a Morgan mirándola con humor sarcástico. Tocó los cubiertos antes de seleccionar el cuchillo. El primer bocado resucitó su apetito. No había comido desde el desayuno, demasiado atareada con el periódico para ir a la cafetería de Sonia. Después del entremés vino una ensalada verde con aliño dulce, seguida por el plato principal, que estaba ciertamente delicioso.

—Su chef se ha superado a sí mismo. —Recordó el filete de ciervo sobre cocido que había comido en el hotel.

—Nunca había visto a una dama con semejante apetito.

Ella sonrió porque había comido lo suficiente como para sentir que las varillas del corsé se le clavaban y, probablemente, lo suficiente para sentirse enferma. Si Morgan la tocaba, podía llegar a sorprenderlo de un modo que podría frustrar su ardor.

—Comerá de esta manera todos los días, querida mía.

No pudo evitar decir:

—Qué pena que tantos de sus empleados apenas puedan pagar dos simples comidas al día. —Cortó otro bocado pequeño—. ¿Le interesa comprar mi mina porque la suya se está agotando?

Morgan la fulminó con la mirada.

—Tiene una lengua afilada.

Catalina esperaba que el cuchillo que planeaba deslizar hacia su falda fuera mucho más afilado.

—La Jackrabbit cerró —le informó ella como si él no lo supiera ya—. Twin Peaks está dejando menos ganancias... —Arqueó una ceja.

—Le aseguro que la Madera todavía tiene mucho mineral por extraer.

Su vehemencia le indicó que había metido el dedo en la llaga. Por supuesto que estaría ansioso por comprar la mina de su tío, o encontrar la manera de controlarla. Morgan escarbaba su cena como si fuera un hombre acostumbrado a blandir un pico y una pala, en lugar de sentarse detrás de un escritorio en su hotel a darles órdenes a sus encargados.

Cuando Morgan se dirigió a Louis, ella se las arregló para ocultar el cuchillo entre los pliegues de su falda. Los platos restantes fueron retirados y sirvieron la tarta de arándanos. Morgan la rechazó. Era perturbador que la observara mientras comía, pero ella fingió que no le importaba. Cuando finalmente no pudo comer un bocado más, se limpió los labios y dobló la servilleta sobre el plato de porcelana fina y le dedicó toda su atención.

—No había tenido una cena de cinco platos desde que fui desterrada de Boston.

—Me alegra que la haya disfrutado. —Sonrió con suficiencia—. Ahora, ponga el cuchillo en la mesa, Catalina. Es de mala educación robar la platería.

Hizo lo que le dijo.

Morgan empujó su silla hacia atrás y se puso de pie. Cuando se acercó a ella y retiró su asiento, Catalina sintió un escalofrío de aprensión. Desesperada, dijo lo primero que se le ocurrió.

—Algún día, todo el mineral valioso será excavado, explotado y transportado fuera de la montaña. Entonces, ¿qué pasará con Calvada? —Podía asegurarle que su mansión quedaría como un monumento vacío a su arrogancia y a su orgullo: inútil, abandonado, deteriorándose, o demolido para edificar otras estructuras, en otro lugar. Entonces, ¿de qué le servirían todas sus maquinaciones?

Él se paró cerca.

—No me importa lo que suceda con Calvada. Habré vendido a un precio alto mucho antes de que el mineral se acabe. —Hizo un gesto con la cabeza: una orden para que lo precediera a salir de la sala. Apoyó su mano en la parte baja de su espalda cuando entraron al pasillo. Cuando se acercaban a la escalera, se puso tensa, lista para huir hacia la puerta, pero él la tomó firmemente del brazo y la giró hacia la escalera.

—¿Qué cree que está haciendo? —gritó ella, tratando de soltarse.

—Haré lo que he deseado hacer durante meses. Después de esta noche, sabrá que es mía. —La subió a la fuerza varios escalones.

Entonces, Catalina luchó con todas sus fuerzas. Logró librarse de sus brazos. Cuando él intentó sujetarla de la cintura y levantarla, ella arañó su cara con las uñas y estuvo a punto de lograr liberarse. Él la insultó y enterró los dedos en su cabello, mientras levantaba la mano para golpearla.

La escalera serpenteó bajo sus pies mientras ella gritaba.

Con la mano aún levantada, Morgan miró hacia arriba, alarmado, cuando el candelabro del techo traqueteó violentamente. Sus dedos se aflojaron y Catalina se soltó de un tirón, para caer tres escalones de rodillas. El sirviente gritó, pasó corriendo al lado de ella y abrió la puerta delantera de par en par. Catalina se arrastró hasta ponerse de pie, levantó su falda y huyó detrás de él.

Mientras bajaba corriendo los escalones delanteros, casi se cae otra vez. Se sujetó de la barandilla y trató de recuperar el equilibrio, pero la tierra misma estaba temblando. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Había habido una explosión en la Madera?

—¡Terremoto! —gritó alguien en la calle. El caballo de un carruaje que había estado pasando, ahora se encabritó en sus arreos.

—¡Catalina! —rugió Morgan con el rostro lívido mientras corría detrás de ella. La joven atravesó la verja empujándola. El caballo aterrado relinchó agudamente y volvió a encabritarse. Catalina corrió a toda velocidad y lo esquivó. Sus cascos cayeron pesadamente, bloqueando la persecución de Morgan.

El temblor no duró mucho, pero el caballo se hizo a un lado y casi volcó el carruaje contra la verja de hierro adornado que bordeaba el jardín delantero de Morgan. Morgan maldijo en voz alta.

—¡Controle a ese caballo!

Catalina llegó a la esquina. Respirando con dificultad, siguió más despacio con una mano apoyada contra su estómago. Mirando hacia atrás, vio que Morgan sujetaba las riendas del caballo con el rostro rígido y sus ojos negros de furia, fijos en ella.

Con el corazón palpitante, Catalina siguió caminando a toda prisa. Cuando llegó a la avenida París, sucumbió al miedo que había reprimido las últimas dos horas, alzó el dobladillo de su falda, y corrió.

Matías estaba parado afuera, en medio de la calle. El terremoto había sacudido los edificios y destrozado algunas ventanas; solo una construcción muy mal hecha se vino abajo al final de la calle. Vio que Catalina corría por la acera. ¿De dónde venía? Parecía aterrada. Abrió su puerta, entró corriendo y la cerró rápidamente.

Cruzó la calle y llamó a su puerta, preocupado. Ella no contestó. Ni siquiera miró a través de la cortina.

—¡Catalina! ¿Estás bien? ¿Hubo algún daño?

—Todo está bien. Gracias. —No sonaba bien. Se oía jadeante y asustada.

—Fue un terremoto. Ya terminó. Podría haber algunos temblores, pero menos severos. —Hizo una pausa—. ¿Estás segura de que todo está bien?

—Estoy muy bien. Excelente de verdad. —Tartamudeó.

Él trató de aligerar el momento. Apoyándose contra la puerta, habló en voz más suave.

—¿Qué te parece junio para una boda?

¡Vete!

Matías se enderezó. Nunca había escuchado ese tono estridente en ella. Bandido rasguñó la puerta.

—Será mejor que dejes entrar al perro.

—¿De qué perro estás hablando?

—Del que ladra.

—¡Todos los hombres de este pueblo ladran como locos! —La puerta apenas se abrió lo suficiente para dejar que Bandido se deslizara adentro; luego, se cerró firmemente. El cerrojo pasó de golpe.

Catalina no salió por la puerta delantera de su casa por tres días, aunque su lámpara ardió cada noche. Cada mañana, abría la puerta para dejar salir a Bandido, que pasaba el día marcando postes, olfateando en busca de ratas y aullándole a los violines del salón de fandango. Cuando Catalina abría la puerta cada noche, él se deslizaba adentro y no volvía a salir hasta el día siguiente.

Axel le contó a Matías que Morgan Sanders había estado ante su puerta la noche anterior.

—Escuché que Bandido estaba haciendo un escándalo y fui hasta allí a ver qué sucedía. —Sanders se había ido.

Ahora preocupado, Matías le preguntó a Sonia si la había visto.

—No desde que vino a desayunar el miércoles. Amos tampoco la ha visto. Dijo que llamó a su puerta y ella le dijo que le haría saber cuando estuviera lista para hablar de la mina. Mandé a Ina Bea para que viera cómo estaba. Hemos estado dándole de comer a Bandido. No sé qué ha comido ella. Tal vez esté trabajando en otro ejemplar de la Voz.

La última vez que Matías había visto a Catalina, ella iba corriendo por la acera como si el diablo la persiguiera. Supuso que estaba alterada por el terremoto. Ahora se preguntaba qué más podría haberle pasado ese día. Sin poder dormir, Matías decidió que si Catalina no aparecía por la iglesia, iría a golpearle la puerta otra vez, y si no la abría, la derribaría a patadas.

Matías se vistió temprano con sus mejores ropas. El letrero de «Cerrado» estaba colgado en su ventana. Había estado allí desde el miércoles en la tarde. Faltaba una hora y media para que comenzara el servicio en la iglesia. Sin poder esperar, se puso el sombrero, cruzó la calle y llamó a la puerta.

—¡Catalina! —No hubo respuesta. Cuando probó la puerta, se abrió. Su corazón se desplomó como un barómetro advirtiendo una tormenta cuando descubrió que la casa estaba vacía.

Cerró la puerta y subió la colina a zancadas, suplicando que estuviera en la iglesia. Sintió una oleada de alivio y, enseguida, que el pulso se le aceleró cuando la vio sentada en el templo. Gracias, Jesús. No estaba en su lugar habitual, sino cerca del fondo, a la derecha, cerca de uno de los ventanales altos. En el mismo lugar donde él se había sentado durante los últimos servicios. Su cabeza estaba agachada; sus ojos, cerrados. ¿Estaba orando o pensando? Mientras permanecía de pie, mirándola, un rayo de sol entró por la ventana y resplandeció sobre ella. Matías se sintió sacudido por la emoción. Si no la hubiera encontrado sentada en la iglesia, habría salido a buscarla.

Dejando escapar el aire lentamente, avanzó hacia el banco y se sentó junto a ella. El cuerpo de Catalina se estremeció levemente. No levantó la vista, pero abrió los ojos.

—Llegó temprano esta mañana, señor Beck.

—Así es, señorita Walsh. Espero no estar interrumpiendo sus oraciones.

—Hace rato que estoy aquí.

El reverendo Thacker apareció en el extremo del banco.

—Buenos días, señor Beck. Ambos llegaron temprano esta mañana. —Matías lo saludó. Sally se acercó por el pasillo con un jarrón lleno de narcisos de color amarillo brillante. Se detuvo y los saludó; se alejó con una vaga expresión de especulación. Acomodó el arreglo floral en el altar. El reverendo Thacker revolvió las notas que tenía en el púlpito; luego, habló con ella en voz baja y salieron por la puerta lateral a su despacho.

Catalina permanecía callada. Por más tiempo que necesitara para hablar, Matías esperaría. Los minutos pasaron y se sorprendió orando para que cualquier cosa que la preocupara tanto, Dios le diera una dirección clara. Ella suspiró largamente y lo miró, sus ojos verdes cristalinos eran como una pradera de montaña después de una lluvia.

—Me alegro de que estés aquí, Matías.

¿Estaba empezando a darse cuenta de que se pertenecían el uno al otro? Lo dudaba. Pero confiaba en él. Era un gran paso en la dirección correcta.

—¿Qué estuviste haciendo durante los últimos tres días? Tus amigas han estado preocupadas por ti. Yo he estado preocupado por ti.

Ella hizo un gesto.

—Lo siento. Estuve… —Encogió los hombros—. Estuve escribiendo. Pensando. Tomando decisiones.

La miró con una sonrisa irónica.

—Oh, oh.

Ella se rio en voz baja.

—Sí. Bueno. Ya sé qué hacer con la mina. —Habló con seguridad.

—¿Vender?

—No. —Lo miró otra vez con una sonrisa pícara que se burlaba de él—. Es solo una idea que tengo. Un experimento, si quieres llamarlo así.

Inmediatamente, él tuvo recelos.

—¿Te molestaría dar detalles?

—No aún. ¿Puedo reunirme contigo para hablar sobre alquilar el ayuntamiento?

Estaba llena de sorpresas. Esperaba que no fuera esa la única razón por la que se había sentado donde él solía hacerlo.

—Cuando quieras, milady. ¿En mi oficina o en la tuya?

—En la tuya. ¿Mañana a las diez en punto es adecuado para tu horario?

Qué formal. Cuánta seriedad. No importaba lo que hubiera en su agenda: encontraría el tiempo para ella.

—Sí.

Otros estaban entrando al santuario. Catalina parecía menos relajada. Miró por encima del hombro y sonrió a modo de saludo afectuoso. Al mirar hacia atrás, Matías vio que Fiona Hawthorne, Monique Beaulieu y otras tres mujeres se deslizaban en el último banco a la izquierda, más cerca de la puerta. Matías sintió que Catalina estaba tensa. Ella se dio vuelta y miró hacia adelante.

Morgan Sanders caminó por el pasillo. Matías supo que estaba buscando a Catalina cuando el hombre miró el banco vacío al otro lado de su asiento habitual y echó un vistazo alrededor. Su expresión se oscureció cuando vio dónde estaba sentada. Catalina no se movió. No respiraba. Matías sintió que su cuerpo temblaba. Miró a Sanders a los ojos y surgió una oleada caliente de sed de sangre en su interior. En lugar de entrar en la hilera y tomar asiento, Sanders caminó de regreso por el pasillo, le ordenó a alguien que se apartara de su camino y abandonó la iglesia. Matías oyó que Catalina exhaló en voz baja. Ella bajó la cabeza, pero no antes de que Matías notara cómo su rostro había empalidecido.

¿Qué le había hecho Sanders? Empezó a pararse con la intención de ir tras Sanders y averiguarlo, cuando Catalina puso una mano sobre su brazo. Dominando su ira, le tomó la mano y la encontró fría y temblorosa.

—¿Justifica una bala? —Su voz salió gélida y áspera. Ella no fingió haber entendido mal.

—No. Es menos tonto de lo que yo he sido. —Le dirigió una sonrisa—. Aunque quizás deba comprar un arma.

Matías sabía que lo había dicho con la intención de aliviar la tensión, pero su corazón latió más fuerte.

—¿Quieres mudarte de nuevo al hotel? Te garantizo que tendrás seguridad.

Su ánimo se relajó.

—Oh, no. No creo que sería una buena idea.

Matías la miró, herido.

—Creí que estabas empezando a confiar en mí, milady.

Catalina lo observó solemnemente.

—Confío en ti más que en ningún otro hombre de este pueblo, Matías. —Sostuvo su mirada durante unos segundos; luego retiró su mano de la de él y miró al reverendo Thacker, que les estaba dando la bienvenida a todos al servicio.