21

MATÍAS ESTABA PARADO EN LA ACERA, frente a su hotel, charlando con Henry, cuando vio salir a Catalina, deslumbrante en su fina vestimenta bostoniana. Media docena de hombres se quedaron mirándola como toros fulminados, incluido él. ¿Era su atuendo una señal de guerra, o su corazón estaba ablandándose? El perro venía con ella. Matías se consideraba afortunado de haberse hecho amigo del animal.

Catalina subió los escalones y los saludó a él y a Henry. Matías hizo un gesto con la cabeza hacia Bandido.

—Veo que trajiste a tu guardaespaldas.

—Ahora vete. —Le hizo un gesto con la mano al perro, y después le preguntó a Matías si estaba listo para hablar de negocios. Él la escoltó al interior del hotel. Su compañero se pegó a ella como un erizo—. Fuera, Bandido. —Lo miró y frunció el ceño, pero el animal se quedó a su lado. Bandido se había quedado en la casa cuando el cochero de Morgan Sanders recogió a Catalina. Qué lástima que el perro no la hubiera seguido. Morgan no lo habría dejado entrar, pero ese animal habría hecho un escándalo de haber percibido cualquier amenaza contra su ama.

Catalina lo intentó de nuevo.

—Ve afuera, Bandido. —El perro se echó, apoyó la cabeza sobre sus patas y la miró. Matías se rio.

Catalina lo miró, incómoda.

—Lo siento tanto. No hace mucho caso.

—Sabe dónde quiere estar. —Ella se sentó en el lugar que él le ofreció, con una mesa entre ambos, con un servicio de café recién dispuesto. Mientras se lo servía, él le preguntó si quería crema o azúcar. Ella rechazó ambos. Le entregó la taza y el platito; después se sirvió un café negro para sí. La postura rígida de Catalina le indicó que estaba nerviosa—. Mencionaste que querías usar el ayuntamiento.

—Sí. Para una reunión.

Él alzó las cejas a la espera de más detalles. Ella bebió un sorbo de café e ignoró el silencioso sondeo. Puso la taza en su platito y lo miró a los ojos.

—Tan pronto como tenga asegurado el salón, pondré un anuncio en la Voz.

Tal vez no confiaba en él tanto como él creía. Cada vez más curioso, hizo un nuevo intento.

—¿No me darás ninguna pista?

Ella pensó antes de responder.

—Se trata de la mina.

—Lo supuse. —Se dio cuenta de que ella dudaba si decirle algo más.

—Quiero presentar un nuevo emprendimiento para los mineros desempleados de la mina Jackrabbit. —Dejó la taza y el platito sobre la mesa—. Puede que el ayuntamiento no sea lo suficientemente grande. Es probable que todo el pueblo quiera venir a ver cómo me pongo en ridículo. Quizás debería preguntarle a Carl Rudger si podría organizar la reunión en su maderera.

Carl Rudger era soltero y estaría más que contento de hacer lo que fuera para complacer a Catalina, cosa que, indudablemente, ella sabía.

—Podrías, pero él tendría que cerrar su negocio para darte el espacio. A menos que realizaras una reunión nocturna, lo cual no sería prudente.

—Oh. No había pensado en eso. —Frunció el ceño—. No quiero que pierda dinero por mí. ¿Debería presentarme ante el concejo y defender mi caso?

—No estás en un juicio. —Qué ironía que Catalina pensara que debía solicitar permiso para usar el ayuntamiento que ella misma había inspirado. La dama no esperaba ningún favor. No obstante, el concejo querría cobrarle una tarifa por el alquiler. Y sería demasiado elevada para ella.

—Puedes hacer tu reunión en el ayuntamiento, Cata. Gratis. Si lo cuestionan, diles que vengan a hablar conmigo.

Catalina se rio suavemente.

—Oh, estoy segura de que habrá cuestionamientos. —Se encogió de hombros—. Y probablemente, muchos se reirán, también.

¿Reírse? Él quería ahorrarle la humillación pública.

—¿Cuál es tu idea, Catalina?

Ella lo miró con una sonrisa traviesa.

—Ven a la reunión y te enterarás de todo.

Le dio las gracias y se puso de pie. Nunca la había visto tan relajada y optimista.

—Consideré hablar del tema contigo, Matías, pero pensé que podrías intentar convencerme de que no lo hiciera.

Eso le dio una pausa.

—¿Debería hacerlo? —Caminaron a la par por el vestíbulo.

—Será mejor que escuches lo que pienso hacer con la mina al mismo tiempo que todos los demás.

Matías planeaba llegar temprano al lugar, sabiendo que habría una multitud.

Desde luego, tanto Amos como Scribe intentaron disuadirla de los planes que ella tenía para la mina. Al principio, le dieron consejos amables, como si le hablaran a una niña, pero pronto se involucraron en una discusión acalorada. Amos dijo que era un disparate. Scribe dijo algo peor. Ambos creían que provocaría un desastre.

—¡Bien podrías vendérsela a Sanders! —gruñó Scribe.

Los dos se turnaban para decirle que solo era una mujer que no sabía nada de minería ni de ningún negocio, de hecho, olvidando ambos, al parecer, que ella dirigía la Voz. Amos dijo que debería dejar que él organizara e hiciera las contrataciones. Catalina guardó silencio y los dejó vociferar, sabiendo que enfrentaría todos estos mismos argumentos e insultos en la reunión. Bien podría prepararse para el ataque.

Por fin, Scribe notó su silencio.

—¿No vas a decir nada?

—Sí. —Ella se puso de pie—. Gracias a los dos por sus fuertes opiniones. El hecho es que la mina me pertenece y yo puedo hacer con ella lo que considere conveniente. —Tanto Amos como Scribe abrieron la boca otra vez, pero ella levantó la mano—. Escuché sus opiniones durante la última hora. Ahora, tengan la cortesía de dejarme terminar una frase sin interrupción. —Tal vez parte de su enfado se había filtrado porque se quedaron callados.

—Scribe, te quiero como a un hermano menor, y tengo un gran respeto por usted, Amos. Pero ya tomé mi decisión. —El plan sí sonaba un tanto descabellado de la manera en que ellos lo habían presentado, pero ella creía que podía hacer mucho bien y ser sumamente exitoso. Solo que no tenían fe en ella. En realidad, ni en los hombres.

—Pueden permanecer a mi lado, o pueden marcharse. Respetaré cualquier decisión que tomen. —Les dijo cuándo y dónde sería la reunión, caminó hasta la puerta y la abrió—. Buen día, caballeros.

Salieron por la puerta como si un juez acabara de dictarles su condena a veinte años en una prisión en el desierto.

El siguiente ejemplar de la Voz tenía varios artículos bien escritos, incluyendo EL ZAPATERO ES IDEAL PARA EL PUESTO DE LA CIUDAD y su columna popular. Matías echó un vistazo a «Academia para solteros». El tema de esta semana eran las maneras adecuadas para cortejar a una dama. Pero lo que le llamó la atención a Matías fue el aviso de un cuarto de página: ...una reunión en el ayuntamiento el jueves a las dos de la tarde, tratará sobre una oportunidad nueva y fuera de lo común para hombres con experiencia en extracciones mineras... Bien podría haber ondeado un manto rojo frente al toro del pueblo, Morgan Sanders.

Los hombres comenzaron a dispararle preguntas a Matías.

—¿Qué quiere decir con fuera de lo común?

Ojalá Matías lo supiera.

—Quién sabe...

—¿Ella no te lo dijo?

—No, no me lo dijo.

—Te vas a casar con esa chica, ¿verdad? Te estás rompiendo el lomo para ganártela, ¿verdad? Deberías saber algo de lo que está pensando.

Matías se rio sin ganas.

—Aún no entiendo cómo funciona esa mente femenina.

Wiley Baer se abrió paso hasta la barra.

—A él no le interesa su mente, idiotas. —Le guiñó un ojo a Matías—. Es la mujer más atractiva de este lado de las Rocallosas.

—¡Y tiene la lengua de una avispa! —gritó alguien desde el fondo.

—Y mete la nariz en los asuntos de todo el mundo —rezongó Herr.

—¡Porque Stu Bickerson no tiene las agallas para publicar la verdad! —gritó una voz nueva desde atrás. Scribe.

—Como sea, ¿para qué quiere a los mineros?

Wiley observó a Brady llenando su copa por segunda vez.

—City tenía esa vieja concesión. Podría ser que ella termine con algo más que una imprenta Washington.

Los hombres empezaron a hablar todos al mismo tiempo. Wiley se tragó su whisky y se marchó caminando en zigzag entre la muchedumbre, mientras hacía adiós con una mano en alto, y salía por las puertas batientes. Matías dejó a los hombres parloteando y lo siguió afuera.

—¿Tú sabes algo de todo esto, Wiley?

—Tal vez sí. Tal vez no.

Axel se acercó caminando por la acera.

—¿Qué sucede? —Hizo un gesto con la barbilla hacia los hombres alborotados en la cantina de Brady.

—Están especulando sobre la reunión de Catalina en el ayuntamiento.

—Será interesante.

Interesante era una forma moderada de describir lo que probablemente se convertiría en una erupción volcánica.

Catalina esperaba en la oficina delantera, preguntándose si Amos y Scribe aparecerían. No había hablado con ellos desde su acalorado intercambio.

Revisando su reloj, Catalina vio que había llegado la hora. Sintió una súbita desesperación. Tal vez había puesto demasiadas esperanzas en sus amigos.

Nerviosa, se ajustó el sombrero una última vez y abrió la puerta. Amos y Scribe estaban afuera, bañados, peinados y pulcramente vestidos con su mejor ropa.

—Gracias a Dios —murmuró Catalina en voz baja.

Scribe se quedó boquiabierto mientras la miraba de arriba abajo. Amos pestañeó, se puso rojo y tartamudeó:

—Se... señorita Walsh... Está hermosa.

—Es la armadura de una mujer. —Catalina sonrió—. ¿Debo suponer que vinieron para acompañarme a la reunión?

—Sí. —Amos habló con sencillez, unas gotitas de transpiración asomaban en su frente. ¿Tan preocupado estaba por lo que pudiera suceder?

Scribe hizo una mueca.

—Ya vi el lugar, y podemos sacarte por la puerta de atrás si las cosas van mal.

¡Vaya palabras tranquilizadoras! Ella levantó el mentón en una demostración de valentía que distaba mucho de sentir.

—¿Nos vamos, caballeros?

Cuando Catalina vio la multitud en el ayuntamiento, su corazón entró en un ritmo de pánico. Quería huir. Quizás el salón todavía no había abierto y por eso había tantos hombres afuera. Estos se dieron vuelta cuando se aproximó por la acera. Se quedaron mirándola y abrieron paso para ella. Algunos se quitaron el sombrero y asintieron respetuosamente. Mientras se acercaba, vio las puertas abiertas de par en par; el salón estaba más atestado que en las noches en que había actuado una compañía de teatro itinerante. El salón apestaba a whisky y a sudor masculino. Con todos los asientos ocupados, los hombres llenaban los pasillos y estaban de pie junto a las paredes.

Catalina tragó saliva y se esforzó por tranquilizar a los caballos salvajes que galopaban en su pecho mientras avanzaba por el pasillo central con Amos delante de ella y Scribe detrás. Con el mentón en alto y los hombros erguidos, mantuvo los ojos fijos al frente mientras escuchaba los susurros de los hombres. Amos abrió la pequeña puerta del frente y ella pasó, subió al estrado y ocupó su lugar detrás de la mesa donde se sentaría un juez, si es que alguna vez alguno se perdiera y terminara en Calvada.

Catalina ordenó los formularios que había preparado y juntó las yemas de sus dedos sobre la mesa para evitar el temblor de sus manos. Respiró hondo y exhaló el aire lentamente; luego, dirigió la vista a la multitud de hombres que la miraban fijamente. Se le secó la boca. El estruendo de voces fue apagándose mientras esperaba que hicieran silencio, orando para que no pudieran ver cómo temblaba, para que su voz no se quebrara. Amos se paró a su derecha, Scribe a su izquierda, más centinelas que socios. Examinando la muchedumbre, reconoció a muchos de los hombres que había visto en el pueblo; la mayoría iba a las cantinas o pasaba el rato afuera del salón de fandango que estaba junto a su casita. No se dio cuenta de que buscaba a un hombre específico, hasta que vio a Matías parado al fondo del salón, cerca de la puerta. Él sonrió ligeramente y asintió. Por alguna razón que no quería analizar, su presencia la tranquilizaba.

—Caballeros, gracias por venir hoy. Presentaré un plan de negocios para la mina de mi tío. Les pido que se abstengan de todo comentario o pregunta hasta que haya terminado de hablar. —Hizo una pausa, esperando murmullos de conformidad. Todos se calmaron y la miraron fijamente.

—City Walsh tenía una mina que, por alguna razón, explotó apenas lo suficiente para mantener activo el derecho a la concesión. Yo tomé muestras de esa mina y las hice analizar en Sacramento, donde se las entregué a los tasadores Hollis, Pruitt y Stearns...

Las voces de los hombres retumbaron por lo bajo, alborotadas.

Catalina esperó hasta que se callaron.

—El señor Stearns entregó personalmente el informe, esperando examinar la mina él mismo, cosa que ha hecho. Ha confirmado la presencia de cobre, plata y una veta visible de oro...

El estruendo subió de volumen, algunos hablaban con entusiasmo entre sí. Otros hacían callar a los que murmuraban y susurraban. Algunos vociferaban preguntas. ¿Se la vendería a Sanders? ¿Stearns la compraría? ¿Estaría él al frente de la explotación minera? ¿Cuántos hombres necesitaba Stearns? Ella guardó silencio con las manos ligeramente entrecruzadas, esperando.

Un chiflido penetrante silenció a todo el mundo.

—¡Dejen hablar a la dama! —dijo Matías desde el fondo.

—Le agradezco, alcalde Beck. —Catalina continuó—: En respuesta a algunas de sus preguntas, caballeros, les aseguro que no la venderé. Tengo la intención de comenzar la explotación lo antes posible. El señor Stearns ha accedido a prestarme un capital inicial para empezar, dinero que nosotros devolveremos tan pronto como sea posible para que la mina esté libre de gravámenes y de todo endeudamiento.

—¿Quiénes son nosotros? —gritó alguien desde atrás—. ¿Usted y Stearns?

—¡Cállate! —le gritaron varios.

Cuando todo estuvo en calma otra vez, Catalina continuó:

—Tengo un plan mediante el cual, quienes trabajen en la mina, participarán de las ganancias. Los que estén de acuerdo con mi propuesta firmarán un contrato conmigo. Necesito hombres honestos, dispuestos a trabajar mucho y que me ayuden a desarrollar la explotación de la mina; quizás los que ahora se encuentran desempleados a causa del cierre de la mina Jackrabbit. Los hombres deben estar dispuestos a correr los mismos riesgos que yo en hacer de la mina de City Walsh una empresa rentable.

Catalina divisó a Wiley sentado cerca del frente. Lo miró a los ojos y él bajó la cabeza. Cuando él comenzó a deslizarse del asiento para salir del salón, ella habló impulsivamente.

—Wiley Baer, me gustaría que fueras el primero en inscribirte. —Él se detuvo y se dio vuelta para mirarla, sorprendido.

—¿Por qué Wiley?

—Wiley Baer ha estado trabajando en la minería desde el ’49 y sabe lo que hay en estas montañas mejor que la mayoría de los que estamos en este recinto. Él y City Walsh llegaron al Oeste en la misma caravana de carretas. Si no fuera por Wiley, mi tío no habría llegado a California. Mi tío le debía su vida a Wiley Baer.

Con la cabeza un poco más levantada, Wiley se sentó. Ella sonrió en agradecimiento.

—¿Cuántos hombres necesita? —gritó alguien.

—Veinte, para empezar. Y tendrán que estar dispuestos a trabajar para una mujer.

La mitad de los hombres se fueron hablando en voz alta, algunos riéndose, otros quejándose de las gruñonas que sabían todo sobre gastar el oro en ropa y sombreros elegantes, pero no sabían nada sobre cómo extraerlo. Catalina no se atrevía a mirar a Matías, imaginando su desdén o, peor aún, su diversión. Vio al cochero de Sanders empujando a los hombres que iban hacia la puerta para pasar, sin duda yendo a informarle a Morgan todo lo que ella había dicho. No importaba. Todo el mundo lo sabría muy pronto, porque ya había escrito su plan en detalle y tenía pensado publicarlo en el próximo ejemplar de la Voz.

A medida que la muchedumbre disminuía, los hombres que estaban afuera presionaron para entrar a hacer preguntas, suficientemente desesperados por trabajar como para escuchar sus respuestas. Todo lo que Amos y Scribe habían dicho unos días atrás estaba diciéndose de nuevo.

—¿Por qué deberíamos creer que usted cumplirá el contrato?

—Les doy mi palabra de honor.

Un hombre soltó una risa áspera.

—¿Qué honor? ¡Usted no cumplió su palabra!

Catalina se puso tensa. ¿De qué estaba hablando el hombre? Y entonces lo supo. Su mirada saltó hasta Matías y, rápidamente, la desvió. ¡Ciertamente, ese tema no iba a ser ventilado en público!

—No se casó con Beck.

—¡Que Dios lo ayude si lo hace! —gritó otro, y las carcajadas llegaron a continuación.

El rostro de Catalina estaba encendido. ¿Qué podía decir?

—Yo... Él... Nosotros...

—Él ya terminó su condenada lista, ¿cierto?

Los hombres rieron bulliciosamente.

—¿Dice que puede cumplir su palabra? Entonces, ¡cásese con Beck! —Se convirtió en un cántico—: ¡Cásese con Beck! ¡Cásese con Beck!

Catalina vio a Axel Borgeson, con la cara larga y listo para pelear, que se abría paso entre la multitud. Horrorizada, se dio cuenta de que, sin querer, podía llegar a convertirse en la causa de una pelea. Scribe la había sujetado del brazo y estaba diciéndole que tenían que salir por la puerta trasera. Se soltó bruscamente.

Un segundo chiflido penetrante captó la atención de todos. Matías Beck dejó su puesto en el fondo y caminó hacia ella. Los hombres retrocedieron como si él fuera Moisés dividiendo el mar Rojo y Catalina fuera la Tierra Prometida.

Catalina tragó saliva cuando él pasó la pequeña puerta y se dio vuelta para mirar a los hombres, parado como un escudo protector delante de ella.

—La señorita Walsh es una mujer de palabra. —Cuando se dio vuelta para mirarla, Catalina se sintió totalmente impactada por esa mirada reluciente que traslucía una diversión traviesa—. Cuando yo haya completado las obligaciones que he acordado, ella cumplirá la suya.

Catalina no se atrevió a discutir el punto en este momento.

—Los que estén interesados en la propuesta de la señorita Walsh deberían quedarse. El resto de ustedes, caballeros, puede irse.

Axel se unió y reiteró las mismas instrucciones, agitando la mano hacia varios de los quejosos para que salieran.

El salón se sintió vacío con los pocos hombres que quedaron. Solamente había once hombres, muchos menos de los que ella esperaba.

Matías se dio vuelta y habló en voz baja, que los demás no pudieron escuchar.

—¿Veinte hombres, dijiste? Lo siento, Catalina; creo que estás frente a tu cuadrilla. —Su expresión enigmática no le dio indicios de cuál era su opinión sobre su experimento. Él volvió a pasar por la pequeña puerta—. Buena suerte, caballeros. —Ella lo observó salir por la puerta.

Catalina explicó en detalle su plan. Cuando terminó, bajó del estrado, pasó por la puerta y le entregó a cada hombre un papel para que lo llenara.

—Si alguno no sabe leer o escribir, Amos y Scribe lo ayudará. —Sabía que había hombres demasiado orgullosos para reconocer su analfabetismo. Tomó un tiempo, pero reunió once papeles antes de que los hombres empezaran a salir en fila con Amos y Scribe. Sabía que Scribe iría a la cantina de Brady, donde todavía trabajaba medio día; los demás lo siguieron para pedir uno o dos tragos y hablar más con Amos.

Otro hombre estaba parado en las sombras, contra la pared del fondo. Caminó lentamente hacia el frente. Catalina se sintió impactada al reconocerlo cuando se quitó el sombrero. Lo había buscado durante meses y, finalmente, supuso que se había ido del pueblo.

—¿Puede darle empleo a uno más? —El tono era respetuoso, una voz falta de esperanza, sin el odio que tenía cuando ella lo escuchó conspirando un asesinato debajo del puente. Vio en sus ojos que él sabía que lo había reconocido. Cambiando de posición, él soltó el aliento—. Pensé que, tal vez, me recordaría.

¿Debía mentir para protegerse? El miedo era un amo terrible, y ella no sería esclava de él.

—Es un hombre difícil de olvidar. No lamento que las cosas no resultaran como las planeó. —Era raro que sintiera una calma inexplicable ahora que estaba cara a cara con él y mirándolo a los ojos. No parecía un monstruo.

Él ladeó la boca.

—Usted me impidió hacer algo que me habría enviado a la horca. —Giró el ala del sombrero en sus manos.

¿Confesaría algo más?

—¿Arrojó un ladrillo contra mi ventana?

—Sí, señorita. También pensé en incendiar su casa, pero no lo hice porque sabía que todo el pueblo se incendiaría. —Helada, Catalina solo pudo quedarse mirándolo. La confesión le costaba. Se daba cuenta de eso. Él suspiró y continuó hablando como si deseara purgarse de toda culpa—: Además, fue bueno que le advirtiera a McNabb. Era mi amigo. La ira le hace mal al hombre. No estoy orgulloso de lo que planeaba hacer ni de lo que hice. Los hombres dicen y hacen cosas tontas cuando están demasiado presionados. Usted no presionó, pero se llevó la peor parte de la ira acumulada contra el hombre que sí lo había hecho.

Morgan Sanders.

El hombre sujetó fuertemente su sombrero, como si fuera a ponérselo otra vez.

—No tiene ningún motivo para confiar en mí, señorita Walsh, y no la culpo si no lo hace. Pero pensé que debía decir la verdad y tratar de entrar al juego. Buen día, señorita. —Dando media vuelta, se puso el sombrero y caminó hacia la puerta.

La guerra seguía dentro de ella y ganó el susurro apacible.

—Espere un minuto, por favor. —Dio algunos pasos hacia él con las once hojas en su mano—. ¿Cuál es su nombre?

Los ojos de él parpadearon.

—¿Y si se lo digo?

¿Creía él que ella quería denunciarlo a Axel Borgeson? ¿Qué podía hacer el comisario?

—No se ha cometido ningún delito.

—El ladrillo.

—Está perdonado.

—Wyn Reese.

—¿Todavía trabaja para Morgan Sanders, señor Reese?

—Soy uno de sus capataces.

Si Wyn se hubiera propuesto matar a Sanders, ya podría haberlo hecho.

—¿Y ahora quiere trabajar para una mujer?

—No, señorita. Quiero trabajar para usted. Fue lo suficientemente lista para levantar el periódico de City y volver a dirigirlo. No fue una tarea fácil, y está cerca de sacar del negocio a Bickerson, por si no lo sabía. Ni siquiera City pudo hacerlo. Quizás sorprenda a todos con sus ideas de cómo operar una mina. —Se rio sin ganas—. Sé cómo Sanders maneja la suya. He participado en eso de mantener controladas las cosas y perdí las ganas de hacerlo. Sus hombres no viven mejor que los esclavos.

—¿Y usted?

—No mucho mejor que ellos, aunque no estoy endeudado. —Titubeó—. Sé que no confía en mí. Pero, si me da una oportunidad, me gustaría ponerme a trabajar para una explotación que se sostenga a sí misma, en lugar de poner todas las ganancias en el bolsillo de un hombre.

—¿Puede decirme un poco más sobre usted?

—Mis padres murieron cuando era niño. Sé que es una dama cristiana, señorita Walsh. Pero le digo: la fe me abandonó hace mucho tiempo. Mi abuelita me llevaba a la iglesia y fui creyente hasta que tuve la edad suficiente para irme al Norte; traté de llegar a ser algo en la vida. Trabajé en las fábricas; luego, vine al Oeste y terminé en las minas. —Sacudió la cabeza—. Es difícil creer que haya un Dios a quien le importan las personas, cuando uno trabaja para un demonio en el fondo del infierno.

Catalina comprendía el dolor y la desilusión. También sabía que aun la semilla más pequeña podía crecer hasta ser un árbol imponente.

—Teníamos once hombres, señor Reese. —Le tendió la mano—. Ahora tenemos doce.

«Los doce» que Catalina contrató empezaron a trabajar de inmediato, poniendo en práctica una combinación de experiencia y conocimientos. Matías se sorprendió y se preocupó cuando ella tomó al capataz principal de Morgan Sanders, Wyn Reese, un hombre fuerte como para matar a un puma con sus propios dientes. Cuando Sanders vio que le faltaba un capataz y que otros hombres que no estaban endeudados con él miraban con envidia el emprendimiento que repartía las utilidades, subió los salarios. El flujo de hombres que abandonaban la explotación minera de Sanders continuó, frenando el progreso de su mina, mientras que Catalina tenía una fila de hombres en reserva que querían unirse. Las aseveraciones proféticas de Stearns estaban demostrando ser ciertas; la mina de City Walsh era una bonanza. Todo lo que sabían Reese y los otros hombres lo aplicaban al trabajo y, cuanto más trabajaban, más dinero ganaban.

Stu Bickerson había asistido a la reunión del pueblo y acaparó a Catalina mientras salía. Ella había bautizado Civitas a la mina, pero Bickerson, que no tenía conocimientos de latín, escribió la palabra según su fonética en el titular del día siguiente: WALSH AVRE LA MINA CHIBITAZ. Matías se rio cuando lo leyó.

Catalina escribió rápidamente un editorial sobre la comunidad minera de Civitas y su visión acerca del reparto de utilidades para elevar el nivel de vida de los mineros, quienes traerían prosperidad a Calvada. No importó cuántas veces imprimió Civitas: Chibitaz fue el nombre que pegó. En el siguiente ejemplar del Clarín, Bickerson sostuvo que la hija del gran guerrero, el jefe Chibitaz, sacrificó su vida saltando desde un precipicio hacia el agua blanca y, de esa manera, puso fin a la guerra entre las tribus vecinas.

El domingo era el único día de la semana que Matías sabía que vería a Catalina. Ella había fijado una regla firme en la mina: El domingo es un día de descanso. No todos compartían su fe, solo algunos seguían su ejemplo de ir a la iglesia, pero la mayoría apreciaba el día libre.

La joven definitivamente tenía sus propias ideas y eran buenas. Nadie en el pueblo se sorprendió más que él cuando milady se puso una blusa abotonada, pantalones vaqueros y botas, para poder bajar al interior de la mina y ver personalmente lo que pasaba ahí abajo. Al parecer estaba interesada en cada trabajo, porque a los mineros les hacía cientos de preguntas y pasaba horas en compañía de Amos Stearns. Matías los había oído hablar en la cafetería de Sonia. ¡Cómo podía el hombre hablar sin cesar sobre el proceso minero del cobre y la plata! Las piedras eran su especialidad, y a Matías le irritaba contemplar cómo Catalina absorbía cada palabra.

Podía no saber mucho sobre minería, pero tenía un agudo sentido comercial. Ordenó medidas extra de seguridad, incluyendo vigas más fuertes que soportaran el túnel. Ordenó que cavaran una cámara fría y hacía bajar hielo para que los mineros pudieran tomar descansos para refrescarse del calor intenso. Puso avisos en San Francisco y Sacramento pidiendo un muy necesario médico. Cuando llegó Marcus Blackstone, doctor en medicina, ella acordó con él que atendería todas las necesidades de los empleados de la mina y de sus familias. Todos los gastos médicos eran pagados por la Empresa Minera Chibitaz de Calvada.

Los hombres se quejaron de que tales extravagancias reducirían sus ganancias. ¿Por qué las mujeres que no trabajaban tenían que recibir algún beneficio de los hombres que sí lo hacían? Catalina respondió con un apasionado editorial sobre los derechos que perdía la mujer cuando se casaba.

Algunos hombres esperaban que Catalina les proveyera una vivienda. Ella publicó que creía que cada minero estaba en condiciones de decidir cómo gastar su parte del dinero. No tenía intención de convertirse en arrendadora ni en propietaria de un almacén de ramos generales. Hizo una lista de comerciantes de Calvada en quienes se podía confiar por sus precios justos y que daban buen crédito, en caso de ser necesario. Matías se sintió complacido cuando vio que el almacén de ramos generales de Walker encabezaba la lista. Lo que más sorprendió a la mayoría masculina de Calvada: Catalina cumplió su palabra sobre el reparto de las utilidades.

Catalina Walsh trabajaba de sol a sol para enderezar al pueblo y transformarlo en una comunidad próspera. Matías sentía un deseo similar. Enamorarse de ella lo había sacudido y motivado. Ahora, se sorprendía admirando y respetando sus habilidades. Nunca había conocido a nadie con tanta pasión por hacer lo que creía correcto. Él había estado bromeando a medias cuando la obligó a hacer la lista. Ahora que estaba a punto de cumplirla, se sentía arrinconado por ella. No quería ganar la apuesta. Quería ganar el corazón de Catalina Walsh.

Ella le había dado esperanzas el día que se sentó junto a él en la iglesia y permitió que la tomara de la mano, ese único domingo en la mañana. Sea lo que fuere que hubiera sucedido entre ella y Morgan Sanders, había aceptado de buena manera su protección. Fue un avance en la dirección correcta.

La paciencia estaba resultando ser una temporada prolongada, llena de frustración. Él seguía cuidando a la dama, pero tenía cada vez más responsabilidades. Cuanto más trabajaba Matías, más cosas veía que necesitaban hacerse para que el pueblo fuera seguro y próspero. Dios mediante, podría concretar más de media docena de proyectos antes de que finalizara su mandato como alcalde. Entonces tendría que decidir si se mudaba a Sacramento o se quedaba en Calvada. Todo dependía de un proyecto que todavía le faltaba completar.

Matías pretendía calentar los pies fríos de Catalina.