23

ESA NOCHE, los miembros del ayuntamiento fueron a la oficina de Matías para otra reunión. Hall y Debree habían contratado a otro hombre, pero aún había mucha basura por limpiar atrás de los edificios. La grava seguiría llegando de la mina abandonada Jackrabbit. La mayoría de los fondos financieros del pueblo eran bien usados, pero el dinero se estaba terminando rápidamente y el progreso tendría que demorarse hasta que ingresara más.

Rudger estiró las piernas y se recostó hacia atrás en su silla.

—Está empezando a parecerse a un pueblo de verdad. —Kit Cole, el de la caballeriza, estuvo de acuerdo.

La reunión finalizó a las diez y Matías salió con ellos. Siguieron hablando un rato más en la acera. La lámpara de la oficina delantera de Catalina todavía estaba encendida. Matías se preguntó qué estaría haciendo. ¿Escribiendo otro editorial, o una columna de la academia para solteros? Tal vez, simplemente no podía dormir con el salón de fandango en pleno apogeo.

Los miembros del ayuntamiento seguían hablando. Matías vio que Axel se detuvo en la puerta de Catalina. Ella la abrió, hablaron brevemente, y el comisario siguió adelante. Matías se quedó mientras los miembros del ayuntamiento se fueron. La lámpara de Catalina se apagó. Se quedó un rato más, pensando en ella, tentado de ir a llamar a su puerta. No podía estar dormida aún, con todo el jaleo que venía de la puerta de al lado. Su puerta se abrió y ella se escurrió, llevaba puesta su capa. Se cubrió la cabeza con la capucha y comenzó a andar por la acera. Sus movimientos eran furtivos.

Matías masculló un insulto en voz baja. Ahí iba ella otra vez. Siempre en problemas. Descendiendo de la acera, Matías cruzó la calle y la siguió.

Catalina caminó aprisa por la acera, manteniendo la cabeza gacha. Cuando llegó al final de la calle Campo, dobló a la derecha hacia una calle que no tenían ningún letrero, pero a la que todos llamaban Gomorra. Las casuchas desvencijadas donde vivían las prostitutas se alineaban al lado derecho de la calle. Más allá, estaba la casa de dos plantas de Fiona Hawthorne, con una cerca de madera que rodeaba el jardín delantero.

El brutal asesinato de Morgan Sanders había reavivado el interés de Catalina por la muerte aún sin resolver de su tío. Durante un tiempo, había deseado hablar con Fiona sobre City y su relación. Finalmente, decidió que no podía postergarlo más. Tenía que averiguar cualquier cosa que pudiera ayudarla a entender a su tío y por qué alguien había querido matarlo.

Las ventanas de la planta alta y de abajo irradiaban una cálida bienvenida. Luego de un rápido vistazo alrededor, Catalina pasó apresuradamente por la verja y subió los escalones de adelante. Llamó con unos golpecitos suaves a la puerta. Aunque podía oír las voces de las mujeres, nadie respondió. Tragando su tensión nerviosa, volvió a llamar, esta vez, con firmeza.

La puerta se abrió y Monique Beaulieu apareció de pie ante ella, elegantemente vestida y peinada.

—¡Señorita Walsh!

Bonsoir, mademoiselle Beaulieu. —Catalina continuó en francés y le pidió hablar con la señora Hawthorne. Al seguir a Monique al interior del salón, Catalina inhaló el aroma de perfume. Reconoció a tres mujeres y saludó a cada una por su nombre, mientras Monique fue a cumplir el pedido. Catalina no sabía qué esperar del interior de un burdel, pero le pareció que el salón era bastante cómodo. Los fanales pintados y el fuego de la chimenea le daban a la sala una luminosidad acogedora. Paisajes enmarcados colgaban en las paredes blancas y una alfombra persa roja evocaba una riqueza poco común para Calvada.

Unos pasos apresurados se acercaron y Fiona Hawthorne apareció en la entrada.

—¿Qué está haciendo aquí, señorita Walsh?

—Disculpe por importunarla, señora Hawthorne, pero debo hablar con usted.

—Mira afuera, Carla, y fíjate si viene alguien. —Fiona le hizo un gesto a Catalina—. Debemos sacarla de aquí. Si alguien la ve, ¡su reputación quedará arruinada!

Catalina se rio con delicadeza.

—Mi reputación no es tan radiante, como parece pensar. No iré a ningún lado. —Se quitó la capa y la colgó en el perchero.

—Alguien está subiendo los escalones. —Carla cerró la cortina del frente—. Para Monique, creo.

—Venga conmigo. —Fiona caminó hasta el final del vestíbulo e hizo un gesto para que Catalina entrara al cuarto. Estaba amueblado con una gran cama de cobre, un armario de caoba y un gran sillón de angora marrón ubicado en un rincón, con una pequeña lámpara y un libro en una mesita al costado. La ventana con su cortina de encaje se abría a la noche negra detrás de la casa. Fiona parecía furiosa—. ¡Debería tener más sentido común, señorita Walsh! —Hizo un ademán con la mano hacia el sillón de angora que estaba en el rincón—. Siéntese y haga sus preguntas. No puedo prometer que las responderé todas.

Catalina se sentó al borde del sillón con las manos entrelazadas sobre sus rodillas.

—¿Usted sabía que mi tío tenía una mina?

—Sí.

Catalina esperó que le dijera algo más, pero Fiona se quedó callada.

—¿Sabe si él sabía cuánto valor tenía?

—Lo sabía. Lo supo demasiado tarde para que le importara. —Desvió la mirada—. La llamaba el Recuerdo Amargo.

—¿Recuerdo de qué?

—Usted debería dejar en paz algunas cosas.

—No puedo. No lo haré. Él es el único pariente de sangre que tengo, además de mi madre y mi medio hermano. Quiero saber todo de él. He leído sus libretas y diarios. Él la menciona a menudo. Creo que la amaba.

—Quizás. —Los ojos de Fiona se llenaron de tristeza y dolor—. Sea como fuere, no sé si City querría que usted conociera su historia.

—No me iré hasta conocerla.

Fiona observó su rostro y su expresión se suavizó.

—Supe quién era usted desde el momento en que la vi. Tiene el mismo cabello rojo de él y sus ojos verdes. Me pregunto qué le habría dicho él si hubiera tenido la oportunidad de conocerla cara a cara.

—Scribe y Matías dijeron que usted tuvo una relación más estrecha con mi tío que ninguna otra persona. Sally Thacker dijo que lloró el día que mi tío fue sepultado, y varias veces he visto rosas rojas silvestres en su tumba. Usted lo amaba, ¿verdad?

—Sí, lo amaba. Una vez, hablamos de casarnos. —Negando con la cabeza, miró hacia otro lado—. Me dijo que se habría casado conmigo si no fuera porque... —Cerró los ojos.

—¿Por qué?

Fiona la miró.

—Un impedimento.

—¿Un impedimento? —Cuando Fiona no dijo nada, Catalina decidió cambiar de dirección—. ¿Cómo lo conoció?

Fiona se rio sin ganas.

—Soy la dueña de un burdel, señorita Walsh. Una noche, Monique hizo esperar a City. A veces, ella juega ese juego con los hombres, creyéndose más importante para ellos de lo que realmente es. Él y yo hablamos y descubrimos que teníamos mucho en común. —Sonrió levemente—. Comienzos difíciles, finales trágicos, sobreviviendo lo mejor que pudimos. Nunca volvió a pedir por Monique. —Fiona se encontró con la mirada incrédula de Catalina—. Al contrario de lo que creen la mayoría de las buenas mujeres, los hombres no siempre vienen a un burdel buscando sexo.

—Oh.

Fiona hizo una mueca.

—Lo siento, señorita Walsh. Veo que la he avergonzado con esta conversación franca.

—No tanto como para hacer que me vaya.

—Podría decirle que se meta en sus propios asuntos.

—Mi tío es asunto mío. Y, considerando su relación con él, usted es lo más cercano a una tía que tendré en la vida.

Fiona se puso pálida.

—¡Nunca vuelva a decir eso! ¡Usted es una dama! ¡Mi relación con City difícilmente podría convertirme en parte de su familia! —Se levantó, agitada.

Ante la dureza de Fiona, Catalina sintió unas lágrimas brotar.

—Si él hubiera hecho lo correcto con usted, lo sería.

Fiona le lanzó una rápida mirada de enojo.

—City siempre hizo lo que consideraba correcto. —Apartó la cortina a un costado y miró hacia la oscuridad—. Sin importar el costo. —Volvió y se sentó frente a Catalina—. De acuerdo. Le contaré lo que sé.

Su tono de voz alertó a Catalina sobre las próximas revelaciones que podría encontrar difíciles de escuchar.

—City y yo llegamos a California en el ’49. Yo había perdido a mi marido. Él, a un hermano. La vida en los arroyos es difícil. City dejó la explotación y encontró trabajo en los campamentos mineros. Cuando llegó aquí, compró la imprenta. Ganó la concesión en una partida de póquer. City usaba la mina como escondite cada vez que escribía algo que causaba problemas.

—¿Cuán a menudo sucedía eso?

Fiona sonrió ligeramente.

—Más a menudo de lo que me agradaba. —Se quedó callada por un momento—. Wiley Baer llegó al pueblo en busca de trabajo. Ellos habían venido en la misma caravana de carretas. Wiley lo había sacado de un río y le había salvado la vida una vez. City lo llevó a la mina y le permitió trabajarla. Nunca extrajo mucho. —Negó con la cabeza—. Apenas lo suficiente para que la gente quisiera saber.

La mina secreta de Wiley.

—¿Cómo era mi tío?

—Compasivo y difícil; volátil a veces; mayormente tranquilo; un narrador de la verdad, leal...

Catalina se inclinó hacia adelante.

—¿Puede decirme por qué le dejó todo a mi madre? ¿Estaba pagando una penitencia por convencer a mi padre de que la dejara por las minas de oro?

—¿Una penitencia? —Fiona alzó el mentón—. ¿Eso es lo que le dijeron? ¿Que él la abandonó?

—¡Sí! Mi madre desafió a su padre cuando huyó para casarse con él. Ella había llevado una vida consentida. No sabía nada de cocinar, lavar ropa ni regatear precios, las cosas que tiene que hacer la esposa de un hombre pobre. Cuando se conoció la noticia de la fiebre del oro, su hermano lo convenció de marcharse a California. Mi madre tenía miedo de ir. Él la envió de regreso a su casa y le dijo que decidiera qué le importaba más. Ella le escribió unos días después, suplicándole...

—¿Su madre le escribió?

—Varias veces, pero nunca volvió a saber de él. Lo primero que supo fue de parte de mi tío, informándole que su esposo se había ahogado mientras cruzaba el río Missouri... —Catalina vaciló. Wiley Baer...

—¿Guardó luto por él? —preguntó Fiona, con un toque de burla en su voz.

—¡Sí! Se entristeció tanto que enfermó. Mi abuelo llamó a un médico. Fue entonces cuando descubrió que estaba embarazada. Después de que nací, mi abuelo le arregló un matrimonio con otro hombre, uno que él aprobaba. —Haciendo una pausa, Catalina se alisó la falda—. Mi primer recuerdo es de mi padrastro diciéndome que yo no era su hija y que nunca más volviera a llamarlo Papá. —Se rio entrecortadamente y sacudió la cabeza—. Mi cabello rojo y mi temperamento les recordaban a Connor Walsh, tanto a mi madre como a mi padrastro. Era el amor de su vida para mi madre y la pesadilla de mi padrastro.

Fiona parecía afligida.

—Oh, qué telarañas tejemos los mortales.

Confundida, Catalina levantó la mirada. ¿Por qué seguía apareciendo Wiley en su mente? ¿Qué había dicho Scribe en la mina de su tío? ¡Ah! Se rio en voz baja, nerviosa.

—Parece una extraña coincidencia que ambos hermanos hayan caído al río...

—Ambos hermanos llegaron a California.

—¿Ambos? —El corazón de Catalina empezó a latir fuerte.

—El hermano de City murió de neumonía después de que llegaron.

Catalina intentó asimilar lo que su corazón quería rechazar.

—Si mi padre se ahogó en el Missouri, ¿cómo es que dos hermanos terminaron en California?

Fiona tenía un aire de derrota.

—City me dijo que le escribió varias cartas a su esposa, y que nunca recibió respuesta.

Catalina sintió que la sangre se le escurría del rostro y presintió lo que venía, temerosa de creerlo.

—¿La esposa de City?

—Elizabeth Hyland Walsh.

—No... —Sintió que su corazón se rompía.

—City creía que su madre se había arrepentido de casarse. Imagino que su abuelo interceptó sus cartas. Él estuvo a punto de ahogarse en el Missouri. Wiley Baer le arrojó una cuerda y lo arrastró de nuevo hasta la barcaza. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea con la que tendría que vivir el resto de su vida. Le dijo a su hermano que escribiera una carta diciendo que se había ahogado. Como viuda, Elizabeth podría volver a casarse con alguien de su propia clase, alguien que pudiera hacerla feliz y darle la vida a la cual ella estaba acostumbrada. Pero, en su mente, él todavía tenía una esposa.

Catalina asimiló las palabras, entendiendo y sintiendo la profundidad de una pérdida que nunca había experimentado antes.

—City era Connor Walsh. Mi padre. —Agitada, Catalina se puso de pie—. Debería escribirle a mi madre.

—¿Por qué?

—¡Cree que él la abandonó! ¡Debería saber cuánto la amó!

—¿De qué serviría eso ahora? Si ella está contenta con su padrastro, ¿qué propósito tendría hacerlo? —Fiona habló suavemente—. Fue correcto que la herencia fuera para la familia, señorita Walsh.

Catalina se dio vuelta.

—Entonces, todo debería haber quedado para usted y para Scribe. Ustedes son su familia. ¡Usted significaba muchísimo para él, Fiona!

—Ay, querida. He estado haciéndome cargo de mí misma durante años. No necesitaba ninguna herencia. —Fiona se levantó e interrumpió el caminar de un lado a otro de Catalina—. En cuanto a Scribe, City se ocupó de su educación, le dio un oficio, lo trató como a un hijo. Por lo que oí, usted lo trata como a un hermano.

Unos pasos pesados cruzaron el piso en la planta alta, la puerta se abrió. Ni bien se cerró, Catalina escuchó un llanto. Miró interrogativamente a Fiona, preocupada.

—Elvira. —Se encogió de hombros—. Pocas mujeres eligen esta vida.

La garganta de Catalina se cerró, apretada y caliente.

—¿He respondido todas sus preguntas?

Ella asintió sin poder hablar. Fiona había contestado preguntas que ni siquiera sabía que tenía.

—Quisiera haberlo conocido. —Su voz se quebró.

—Puedo verlo en usted, Catalina. —Fiona levantó una mano—. Quédese aquí hasta que me asegure de que es seguro que se vaya. —Abrió la puerta y salió.

Catalina mantuvo la calma mientras la angustia contenida la asfixiaba. Cuando Fiona regresó, colocó la capa alrededor de Catalina y le subió la capucha.

—Mantenga cubierto su cabello y la cabeza gacha. —Con un dedo apoyado en sus labios, Fiona la condujo hasta la puerta delantera.

Catalina la abrazó.

—Quiero que seamos amigas. —Se aferró a ella—. Usted lo conoció...

Fiona la abrazó con fuerza un momento y después retrocedió. Tocó con ternura la mejilla de Catalina; tenía los ojos húmedos.

—Ahora, váyase, regrese adonde pertenece. —Le dio un empujoncito a Catalina para que avanzara—. Váyase de este lugar lo más rápido que pueda, y no vuelva jamás. —Fiona cerró la puerta con firmeza. Catalina escuchó que echó el cerrojo.

Estremeciéndose, Catalina bajó los escalones delanteros. Sentía débiles las piernas. Con la cabeza gacha, cruzó la calle y caminó aprisa hacia la calle Campo. Casi había llegado a la esquina, cuando tropezó con un hombre.

—¡Oh! —Retrocedió, alarmada.

—¿Qué estás haciendo en esta parte del pueblo?

¡Matías! Emitiendo un gemido, Catalina se metió en sus brazos como si fuera el lugar más natural donde estar cuando su mundo se había puesto de cabeza.

Matías abrazó fuerte a Catalina, su cuerpo temblaba por los sollozos, sus dedos sujetaban el frente de su camisa, aferrándose a él como si no pudiera mantenerse en pie sin su apoyo. Él tomó la parte posterior de su cabeza y susurró palabras de consuelo, plenamente consciente de que no podían quedarse en Gomorra, donde alguien podría verlos. Su propio corazón se rompía al escucharla.

—Déjame llevarte a casa, cariño. —La palabra afectuosa se le escapó y esperó que se apartara, pero se quedó acurrucada contra él. Retrocedió y deslizó un brazo por su cintura—. Tenemos que alejarnos de aquí, Catalina. —Ella trastabilló una vez, pero él la ayudó a mantener el paso hasta que doblaron la esquina a la calle Campo. Una cuadra más adelante, Matías vio a Axel revisando las puertas del almacén de Aday. Miró hacia ellos. Al hombre no se le escapaba nada.

Al abrir la puerta de su casita, dejó que se deslizara adentro y la siguió. Ella fue directamente al sofá y se desplomó. Cubriéndose el rostro, continuó llorando. Matías encendió la lámpara. Quería preguntar qué había sucedido para dejarla en este estado, pero sabía que en este momento no necesitaba un interrogatorio. Ver a Catalina llorando desconsoladamente lo conmocionaba. Quería hacer algo, cualquier cosa, para arreglar lo que estaba mal.

Probablemente, la dama querría un té. Matías entró a su departamento, agregó leña a la estufa y puso encima la tetera. Ella mantenía todo limpio y ordenado, los libros en hileras prolijas, la cama tendida, la bañera de latón en un rincón del fondo. Tomó un paño de cocina, lo llevó a la oficina delantera y lo dejó caer sobre su regazo. Murmurando un agradecimiento lloroso, se sonó la nariz. Se sentó junto a ella y puso una mano en su espalda. Sintió los sollozos desgarradores, la respiración entrecortada, el marcado latir de su corazón. Poco a poco, sus hombros dejaron de sacudirse y se desmadejó, exhausta.

Retirándose la capucha, Catalina lo miró con sus ojos enrojecidos y entristecidos.

—City Walsh era mi padre. —Se echó a llorar de nuevo y tuvo un ataque de hipo—. Discúlpame. —Hipó otra vez.

¿Era tan terrible la idea? ¿Se avergonzaba de City?

—Era un hombre bueno, Catalina.

—Todo lo que escuché sobre él desde que llegué a Calvada me hacía desear haberlo conocido. Y ahora, me duele aún más que nunca tuve la oportunidad. ¡Mi padre estaba vivo! Todos estos años... —Su boca tembló.

—¿Qué habrías hecho si lo hubieras sabido?

—¡Venir a California! —Intentó pararse y cayó hacia atrás—. ¡Él nunca supo que tenía una hija! Fiona dijo que supo quién era yo desde la primera vez que me vio. —Encogió los hombros y empezó a llorar nuevamente—. Entiendo por qué era una molestia para el juez.

—Cuéntame lo que dijo Fiona.

—Ay, Matías, es una historia larga...

—No iré a ninguna parte.

Catalina habló y Matías se empapó de su vida más que lo que había podido averiguar durante los meses que Catalina había estado en Calvada. Se enteró del escandaloso matrimonio de su madre con un irlandés rebelde y por qué él la había mandado de regreso a su casa.

Su madre le había hablado sobre Connor Thomas Walsh, el irlandés que había cautivado su corazón. Había estado tan enamorada de él, que hizo a un lado a su familia, sus amigos, su posición social y una vida de lujos para estar con él.

—Ella decía que yo era como mi padre. Rebelde, apasionada, que quería cambiar al mundo. Decía que su vida sería mucho más fácil sin mí. Y yo sabía que era cierto.

Matías sintió una oleada de ira y empatía. Ella era como City. No les hacía la vida fácil a quienes la amaban. Pero lo valía.

Catalina siguió contándole que Wiley había salvado a City, que City vio una manera de liberar a su esposa para que pudiera volver a casarse, su amor por Fiona y por qué nunca se casó con ella. Limpiándose las lágrimas de las mejillas, suspiró, agotada.

—Bueno, ciertamente he hablado hasta cansarte.

—Ha sido un honor para mí. —Matías se puso de pie.

Ella se enderezó, sus ojos expresivos lo derretían por dentro.

—¿Te vas?

—Solo a preparar té.

Ella se rio como una niña.

—Matías Beck haciendo té. Eso debería ser un titular.

Él le devolvió una gran sonrisa.

—Nadie lo creería.

Matías le trajo una taza y se sentó al borde del sofá, dejando un espacio entre ellos. Ella miró hacia arriba a través de sus pestañas y bebió un sorbo.

—Creo que te he dicho todo sobre mi vida. Bueno, casi. Fui expulsada de tres internados: del primero porque golpeé a una niña en la cara por decirme irlandesa tonta y del segundo porque discutí con un maestro. En el último, me acusaron de tener un “comportamiento impropio de una dama”.

Matías sofocó una sonrisa.

—Oh, y fui a un acto electoral con varias mujeres del movimiento sufragista. Ese fue el último acto rebelde que me aseguró un billete de ida al otro lado del país. El juez dijo que ojalá Casey hubiera llegado a las Islas Sándwich.

Matías se rio.

—Me alegro de que City no llegara más allá de Calvada. —Limpió una lágrima de su mejilla—. Todo lo que me contaste quedará en mí, Catalina.

—Te creo. —Sin embargo, parecía preocupada.

—¿Cuál es el problema?

Ella le dirigió una mirada inquisitiva y sus mejillas se ruborizaron.

—¿Por qué estabas allí? ¿En Gomorra?

Cuando la miró a los ojos, ella desvió la vista, avergonzada, y supo en qué estaba pensando.

—Te vi salir de tu oficina, vestida con la capa y prácticamente escurriéndote hacia los confines del pueblo. Pensé que lo mejor sería vigilarte. —Sonrió con ironía—. ¿Qué pensaste que estaba haciendo?

Ella encogió los hombros.

—Realmente, no es asunto mío.

Matías quería que las cosas fueran claras entre ellos.

—Hay una sola dama que quiero, y estoy mirándola en este momento.

Sus mejillas se sonrojaron y dejó escapar una risa suave y provocadora.

—Otra vez con eso, ¿verdad?

Él vio algo más en sus ojos de lo que ella desearía que él supiera.

Catalina sostenía la taza con las dos manos con la cabeza inclinada.

—A veces, el amor no basta. Y la pasión nubla la mente.

Él frunció el ceño.

—Suena a que estás citando a alguien.

—A mi madre.

¿Se habría dado cuenta de que acababa de decirle que lo amaba? Su pulso se aceleró.

—No eres tu madre, Catalina, y yo no soy City Walsh.

Ella bebió otro sorbo de té con la mirada hacia abajo. Él vio que estaba levantando sus defensas. Sabía que podía traspasar sus murallas ahora mismo. Tentado, Matías se levantó pues no quería que ninguno de los dos tuviera de qué arrepentirse después. Esta noche, ella estaba vulnerable, demasiado sensible para que la tocara.

—¿Sabía City cuán valiosa era la mina?

Catalina levantó la mirada, desconcertada.

—¿La mina? —Sus ojos se aclararon—. Sí. Él sabía que era valiosa.

—¿Por qué no la explotó?

—La llamaba el Recuerdo Amargo. —Dejó la taza a un lado—. Quizás le recordaba el motivo por el que abandonó a mi madre y vino al Oeste. Quería ser rico para poder darle la vida que ella había tenido. Como si eso fuera lo más importante para ella. Nunca supo cuánto lo amó, o que no pudo seguirlo porque estaba enferma y embarazada de su hija. —Se distanció por un momento, pensativa—. Mi padre dejó de buscar oro cuando su hermano murió. Ganó la concesión en un juego de naipes. Iba allá y trabajaba cuando uno de sus editoriales creaba problemas.

Matías se rio entre dientes.

—¡Claro! Desapareció unas cuantas veces, según recuerdo.

Ella sonrió.

—A menudo, yo también he tenido ganas de esconderme.

—Apostaría a que sí. —Él quería meter detrás de su oreja un rizo desviado de su cabellera roja.

Catalina lo miró a los ojos y apartó la vista.

—Cuando City se dio cuenta de lo que tenía, debe haber sido un cruel recordatorio del sueño que lo había traído a California. ¿De qué le servía el oro, cuando ya estaba muerto para la mujer que amaba? No podía resucitarse a sí mismo y recuperarla.

—Y su padre habría arreglado desde mucho antes un matrimonio que él consideraba adecuado. —Matías entendió.

—Ninguna cantidad de oro podía anular la decisión que había tomado. Puede que haya pensado que mi madre estaría felizmente casada de nuevo, con hijos... —Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas—. Qué enredos hacen los hombres cuando actúan como si fueran Dios.

—Hizo lo que creyó mejor para tu madre, Cata.

—¡Si solo hubiera regresado por ella! Si hubiera estado dispuesto a esperar un año. Yo habría nacido. Habríamos venido todos juntos a California.

—¿Estás segura de eso? ¿Habría estado dispuesta tu madre a padecer las dificultades de un viaje de cinco mil kilómetros, cruzando el país en una carreta con un bebé?

De pronto, frunció el ceño.

—Tal vez lo habría hecho.

Matías sabía que lo dudaba.

Catalina se quedó en silencio un momento.

—Supongo que no tiene sentido preguntármelo. ¿Y si...? ¿Si solo? Nunca lo sabremos, y desearlo es doloroso.

—Las cosas se resuelven según el plan de Dios. —Eso llamó la atención de ella. Torció su boca—. El rechazo de mi padre me llevó a recorrer el mundo. ¿Por qué terminé aquí? —Por ti, quería decir. Para estar aquí cuando tú llegaras.

Ella cerró los ojos.

—Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me mantendrá cerca.

El Salmo 27. Él conocía el versículo.

Abrió los ojos, lo miró y se rio.

—Míranos, citando la Escritura.

Matías amó la calidez que vio en sus ojos.

—Mi padre era predicador, pero fue mi madre quien me enseñó la Biblia. —Metió el rizo de cabello detrás de su oreja—. Nunca subestimes la importancia de la mujer que mece la cuna.