24
A LA MAÑANA SIGUIENTE, después de pedirle a Sonia que preparara una canasta para picnic, Matías golpeó la puerta de Catalina.
—¿Quieres salir del pueblo por algunas horas? Tengo un carruaje afuera.
—Oh. —Ella hizo una pausa—. Sí. Creo que me gustaría. Gracias. Iré a traer mi chal.
Sorprendido, Matías esperó en la oficina delantera.
—Pensé que dirías que no.
Catalina regresó con un sombrero que no combinaba con su vestido, señal certera de que había un problema en el horizonte. Ella se aseguró el sombrero en su cabeza y ató las cintas de seda bajo su mentón. Bandido apenas consiguió salir corriendo por la puerta antes de que ella la cerrara.
—Quiero conducir.
—Lo siento. No hay trato.
Rebelde, lo miró con furia.
—¿Por qué no? ¿Porque soy mujer?
—Porque te ves como si estuvieras a punto de explotar. Puedes llevar las riendas durante el camino de regreso, cuando te hayas calmado.
Lo sondeó y dejó escapar un suspiro sarcástico.
—Tienes razón.
—Es la primera vez que lo admites.
Ella se subió al carruaje antes de que pudiera ayudarla. Matías dio la vuelta y se sentó junto a ella.
—¿Malas noticias? —Agarró las riendas.
—Una carta de mi casa. —Parpadeando rápidamente y con las mejillas sonrojadas, se sentó rígida, con cada músculo de su cuerpo tenso por una furia que él sabía que no era hacia él. Su mente estaba en otra parte. Decidió mantenerse tranquilo mientras ella echaba humo. Se relajó y disfrutó de su compañía, a pesar de su estado de ánimo y su mente errante. El paseo hasta las afueras del pueblo le dio tiempo de sobra para fantasear acerca de posibilidades futuras. Los únicos sonidos que interrumpían el silencio eran el de los cascos del caballo, los susurros del viento y el canto de los pájaros.
Matías se desvió del camino. El interrogatorio de Axel, todo lo que había sabido a través de Fiona, y ahora la condenada carta le aseguraban que su objetivo personal tendría que esperar, pero, al menos estaba sentada junto a él. Detuvo el carruaje cerca de unos pinos y lo rodeó para ayudarla a bajar.
—¿Dónde estamos? —Apoyó las manos sobre sus hombros.
—A unos tres kilómetros fuera del pueblo. —La depositó de pie en el suelo, pero no la soltó. Cuando se miraron a los ojos, ella tomó aire suavemente y dio un paso atrás.
Matías la observó mientras quitaba los arreos y amarraba al caballo. Sacó la canasta de debajo del asiento y se acercó.
—Por aquí al paraíso, milady. —La guio por un sendero de venados hasta una enramada que tenía vista a los rápidos.
—Qué bello es este lugar. ¿Cómo lo encontraste? Está muy escondido.
Él había buscado un escondrijo privado donde pudieran conversar sin que los observaran ojos entrometidos.
—En estas montañas hay sitios como este por todas partes.
Cerrando los ojos, Catalina tomó aire.
—Huele divino.
—Muy distinto a Calvada, quieres decir.
—Definitivamente. —Lo miró con una sonrisa y sacó el mantel de la canasta. Lo abrió y lo extendió sobre la hierba, mientras Matías se quedó parado, mirando. La segunda sorpresa del día. En lugar de decirle que era inapropiado estar a solas con él, se encargó de la situación. Mientras la recorría con la mirada, vio el papel enrollado sobre la hierba.
—¿Qué es esto? —Se agachó para recogerlo.
—La carta que me entregó el señor Blather. De mi padrastro. El juez. —Sus ojos volvieron a destellar y Matías deseó no haberse entrometido—. ¡Adelante! ¡Léela!
Apenas había alcanzado a leer el saludo, cuando Catalina se la arrebató, la enrolló otra vez, la arrojó al suelo y la pisoteó.
—Aparentemente, mi madre le habló al juez sobre la mina y los planes que tengo. Dice que mis intenciones son admirables e insinúa que sería sensato analizar alternativas y propone enviar a Freddie, como si no hubiera otro, a manejar la mina.
Lágrimas calientes de enojo llenaron sus ojos y empezó a caminar de un lado a otro, furiosa.
—¡Que una mujer no esté casada no significa que sea incapaz de encargarse de sus propios asuntos! Por cierto, sintió que yo era capaz de hacerlo cuando me entregó el billete de ida del tren que me trajo aquí.
Temblando de ira, despotricó:
—Él quiere estar a cargo. Lamentablemente, tiene el derecho legal de hacerlo. Ah, me conoce lo suficiente para no decirlo con esas palabras, pero está todo allí, encubierto por su preocupación por mi bienestar y mi futuro. —Carraspeó—. Ahora se refiere a mí como su hija. ¡Soy tan hija suya como ese caballo es tu hermano!
Matías ocultó una sonrisa. Su pequeña generala parecía lista para la batalla.
—El juez dice que desea actuar para cuidar mis intereses. ¡Está más loco que una cabra! —Dio una patada—. Tengo ganas de decirle que convirtió en bígama a mi madre cuando se casó con ella. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. No, no puedo. —Catalina se desmadejó y se sentó sobre el mantel a cuadros—. No es justo.
Matías asimiló todo, pero quería saber una cosa.
—¿Quién es Freddie?
Catalina lo miró sorprendida.
—¿Eso es lo único que escuchaste?
—Oh, escuché todo. Solo quiero saber quién es él y qué es para ti.
—Alguien de quien nunca tendrás que preocuparte.
Le gustó la manera en que lo dijo, pero no había respondido la pregunta.
—¿Un viejo pretendiente que dejaste atrás?
—Frederick Taylor Underhill es el odioso hijo del dueño de una fábrica que piensa que no tiene nada de malo emplear a niños como obreros. ¿A quién le importa si nunca ven la luz del día? ¿A quién le importa si resultan aplastados por alguna máquina? ¡Ganar dinero es lo único que importa! —Evitó mirarlo—. Alguien con quien mi padrastro y mi madre querían que me casara. Freddie me propuso matrimonio una vez y le dije que no. ¡Rotundamente! ¿Y ahora mi padrastro insinúa que podría enviarlo aquí para que me ayude a ocuparme del negocio? Sé exactamente lo que está tramando.
Matías también lo sabía, y la idea lo irritaba.
—Supongo que podrías casarte con Freddie. De esa manera podrías seguir teniendo cierta autoridad sobre el funcionamiento de la mina.
Catalina lo miró boquiabierta.
—¡No puedes decirlo en serio! ¡No me casaría con Freddie aunque fuera el último hombre en el mundo y la única manera de aumentar la población!
Matías se rio, contento de escucharlo.
—Pobre Freddie.
—¡No es gracioso, Matías! Yo sé lo que haría. Lo mismo que hizo su padre en las fábricas que tiene. Los mineros no tendrán salarios decentes ni mucho menos una participación de las ganancias. Serán afortunados si les pagan para subsistir. ¡Terminarán viviendo en chozas y comprando provisiones en el almacén de la minera! ¡La Chibitaz terminaría siendo peor que la mina Madera!
Parecía angustiada por el futuro de sus empleados, sin un solo pensamiento por sus propias esperanzas y planes aplastados. Su corazón podía ser puro, pero estaba lista para la batalla.
—Publica tu versión de la historia. Una vez que los hombres la lean, no te culparán por lo que suceda.
—Están en todo su derecho de culparme si dejo que eso pase. —Sus ojos resplandecían un fuego verde—. ¡No lo haré! —Pateó una roca e hizo un gesto de dolor—. Ayyy... —Dando saltitos, rengueó hacia el mantel. Tenía puestos sus bonitos zapatos de cuero, en lugar de sus botas de minera. Se sentó y se agarró el pie—. ¿Pueden ponerse peor las cosas? Creo que me fracturé un dedo.
Matías se puso en cuclillas.
—Déjame revisarte.
—Oh, no, no lo hagas.
—Entonces, deja de lloriquear.
Se quitó el zapato y masajeó sus dedos.
—Es injusto, Matías. Las mujeres deberían tener algunos derechos. —Le lanzó una mirada fulminante—. Lamentablemente, los hombres redactan las leyes.
Matías estaba completamente seguro de que Catalina mandaría a volar a Freddie antes de que sacara sus dos pies de la diligencia.
—Con el tiempo, las mujeres como tú nos convencerán de hacer lo que está bien.
Catalina se rio.
—Y lo dice el hombre que no creía que una mujer podía dirigir un periódico.
—Mis disculpas a la dama. —Inclinó la cabeza—. Reconozco mi error.
—Nunca dejas de sorprenderme, Matías. —Desatando las cintas, se quitó el sombrero y lo arrojó a un costado. Con los ojos luminosos y encendidos, le sonrió, mientras una brisa suave revolvía los rizos de su cabello rojo.
Matías sintió un arranque de deseo.
—Verte en acción ha cambiado la opinión de varios hombres que conozco, ¿o no te diste cuenta de cuántos ponen manos a la obra cuando la dama envía sus órdenes desde allá arriba?
Ella sonrió de oreja a oreja.
—Es bastante agradable estar a cargo.
¿Cuándo no lo había estado?
—Si te portas bien, quizás te deje conducir cuando regresemos al pueblo.
—¿A qué te refieres con portarme bien?
¿Estaba coqueteándole? Se sentó y se estiró sobre su costado.
—¿Qué crees que le sucedería a cualquiera que viniera e intentara quitarte la mina?
Ella se quedó callada por un momento, recorriendo su cuerpo con la mirada. Cuando sus ojos se encontraron, él vio algo en los suyos que aceleró sus pulsaciones. Catalina pestañeó, ligeramente perturbada y después frunció el ceño.
—¿Qué dijiste?
Después de todo, la tarde aún tenía posibilidades.
—Hablábamos de Freddie y de la mina.
—Oh.
—Tus doce no permitirán que nadie te la quite.
—No, supongo que no lo harían. —Lo miró rápidamente y se ocupó con la comida—. Estoy muerta de hambre, ¿tú no? Deberíamos ver qué tipo de banquete nos preparó Sonia. —Presentó el pan recién horneado, el jamón en tajadas y envuelto en tela delgada, un envase con mantequilla, otro con pepinillos encurtidos y polvorones azucarados. Levantó una botella—. ¡Jugo de manzana! Sonia incluso empacó platos, vasos y un cuchillo.
La buena de Sonia, siempre tan casamentera. Catalina no parecía estar pensando qué más podía haber ideado su amiga para el día de hoy. Matías observó a Catalina mientras preparaba los emparedados. Puso uno frente a él como una ofrenda y llenó los vasos. Él bebió un sorbo y supo que eso no era jugo.
—Esto es delicioso. —Catalina ya había bebido un trago.
La muchacha había estado demasiado resguardada.
—Deberías tomar eso con calma. Es sidra.
Comieron en un silencio cómodo. Matías se dio cuenta de que su mente estaba trabajando otra vez. En algo serio. Esperaba que no fuera en la mina ni en Freddie. Ella terminó su emparedado y se deshizo de las migas que había sobre su falda. Tomó aire, entrelazó las manos y lo miró.
—Te debo una disculpa, Matías. Te he juzgado mal. Y no es que no hayas sido una molestia para mí. A veces, creo que disfrutas provocándome.
—¿Y tú no? —Mencionó varios editoriales. Ella parecía impenitente. Y distraída—. ¿Qué tienes en mente, milady? —Además de la mina y Freddie... y todo lo que acababa de enterarse por Fiona.
—Fue una sorpresa descubrir que tenemos tantos objetivos en común.
¿Por qué no ir directo al punto?
—Te refieres a nuestras listas. —Era hora de poner sus cartas sobre la mesa—. Calvada era una causa perdida para mí, y estaba listo para vender y mudarme. Y entonces, tú te bajaste de la diligencia.
—Oh.
Ahí estaba de nuevo esa mirada que derretía sus entrañas y le aceleraba el corazón.
—No jugué limpio la noche en que te obligué a hacer la lista, pero no me arrepiento.
—Fuiste bastante... avasallante. —Ella apartó la vista como si la intensidad de sus sentimientos la pusiera nerviosa—. Es cierto que me diste algo en qué pensar esa noche.
—¿En serio? —dijo él arrastrando las palabras, notando que se intensificaban los colores en sus mejillas, la oscuridad en los ojos de ella.
—Nunca tuve la intención de casarme. Porque nunca conocí a un hombre en el que pudiera confiar. —Alzó la cabeza lentamente—. Confío en ti, Matías.
Anonadado, Matías sentía como si hubiera estado jugando póquer de alto riesgo y acabara de ganar el pozo más grande de su vida. Entonces, su conversación anterior reapareció como un puñetazo. Sus ojos se entrecerraron
—Un momento. —Se incorporó, molesto—. ¿Este súbito cambio de actitud tiene algo que ver con el juez, Freddie y tu mina?
—¿Qué? ¡No! —Parecía espantada; después frunció el ceño y sus ojos pestañearon—. No lo había pensado.
¡Y él acababa de meterle la idea en la cabeza! Matías se levantó y se apartó.
—Solamente quería decir que... me...
Él se dio vuelta y la vio sentada allí, con las manos firmemente entrelazadas en su regazo.
—¿Tú qué?
—Me gustas.
—¿Te gusto?
Irritada, se dio vuelta.
—¡Lo dije como un halago!
—Gracias.
Catalina suspiró.
—Empiezo a entender cómo se sintió Freddie cuando lo dejé arrodillado en el rosedal.
Matías no estaba seguro de haber entendido correctamente.
—Entonces, ¿tú estás proponiéndome matrimonio a mí? ¿Es así? —Se rio ante la idea.
Ella se sonrojó, sus ojos eran feroces.
—Di mi palabra de verdad cuando te di la lista, y tú cumpliste tu parte del trato.
¡Lo había dicho en serio!
—¿Y esa sería tu única razón?
—Simplemente, me pareció justo que fuera yo quien lo trajera a colación, teniendo en cuenta lo que te hice pasar. —Sacudió la cabeza, claramente arrepentida de todo—. ¿Por qué estoy tratando siquiera de hablarte de esto? Mi madre me lo advirtió.
—¿Qué te advirtió?
—Que no permitiera que la pasión prevaleciera sobre la mente.
Matías se preguntaba si sabía lo que acababa de reconocer y, cuando ella levantó el mentón, vio que lo había hecho.
—Dilo, Cata.
—¿Que diga qué?
—Que me amas.
—¡Lo mucho que me ayudaría eso! —Vertió la botella de sidra en la hierba—. Sonia y sus ideas brillantes.
Matías sonrió de oreja a oreja.
—Ah, milady, acabas de darme un motivo para celebrar.
—¡Adelante! —Sus ojos titilaron con lágrimas—. ¡Ríete!
Levantó a Catalina y tomó tiernamente su rostro entre sus manos.
—Nos reiremos, cariño, hasta que los dos seamos viejos canosos y tengamos una docena de nietos. —La besó resueltamente—. La respuesta es sí. Me casaré contigo. —Sonrió y la besó otra vez. Cuando ella le correspondió, él no se detuvo hasta que ambos se quedaron sin aliento y temblando. Apoyó su frente contra la de ella—. Será mejor que empaquemos y volvamos al pueblo. —Ella dejó escapar un gemido suave que estuvo a punto de hacerlo cambiar de parecer—. No suenes tan decepcionada. Regresaremos. Ahora mismo vamos a buscar al reverendo Thacker y pondremos la fecha.
—A fines del verano...
—Ah, no. No vamos a esperar. Nos casaremos el primer día que la iglesia esté disponible.
Catalina se ruborizó. —El reverendo Thacker se hará preguntas por nuestra prisa.
—Sería el único. En Calvada, todos se preguntan por qué hemos tardado tanto.
Todo el pueblo acudió a la boda de Catalina y Matías, y todos hablaban mientras esperaban que la novia llegara al altar.
Matías siempre fue de atraer problemas.
¡Que el Señor Dios Todopoderoso, por favor, permita que esta unión se lleve a cabo!
Quizás cuando Beck esté a cargo de ella todos tengamos un poquito de paz por aquí.
Un hombre dijo que Calvada no sería lo que era, de no haber sido por la lista que Catalina Walsh le había dado a Matías. Otros añoraban los viejos tiempos, cuando había dieciocho cantinas, doce casuchas y tres burdeles uno detrás del otro, por no mencionar los tres salones de fandango donde los hombres podían zapatear hasta bien pasada la medianoche. Ahora, había solamente once cantinas, tres casas de dudosa reputación y quedaba un solo salón de baile.
—¡Si esa mujer se sale con la suya, la calle Campo tendrá una fila de tiendas y la mitad de la población serán mujeres!
Charlotte besó la mejilla de Catalina apenas entró por la puerta de la iglesia.
—Eres una novia hermosa. Estoy muy feliz por ti. —Ella caminó por el pasillo.
Sonia, su dama de honor, esperaba de pie y lucía regia de azul con su cabello rubio entrecano trenzado en una corona. Acarició la mejilla de Catalina.
—¿Estás lista, querida?
—Estoy más que lista.
Sonriendo, los ojos de Sonia se iluminaron mientras le apretaba la mano.
—Matías tendrá mucho trabajo contigo.
Cuando Catalina se paró al fondo del pasillo, Sally inició la marcha nupcial de Mendelssohn. Los bancos crujieron y un murmullo de sonidos llenó la iglesia mientras todos se ponían de pie. Catalina vio rostros de amigos a ambos lados del pasillo. Tweedie, Ina Bea y Axel, Carl Rudger, Kit Cole, la familia Mercer. Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver sus sonrisas alentadoras. Al frente, Scribe estaba parado junto a Henry Call. El muchacho parecía un hombre joven con su magnífico traje.
Armándose de valor, Catalina finalmente miró a Matías. Estaba devastadoramente apuesto con su traje oscuro y su camisa blanca. Tenía la mirada fija en ella y una expresión que no logró descifrar. Cuando llegó a él, le ofreció su brazo y ella deslizó unos dedos temblorosos en su lugar. Subieron juntos los dos escalones y se pararon frente al reverendo Thacker, quien vestía sus formales vestiduras negras.
La cruz se cernía en la pared detrás del altar, un recordatorio de dónde estaba ella. «Pues donde se reúnen dos o tres en mi nombre, yo estoy allí entre ellos». Jesús estaba dentro de esta iglesia.
El corazón de Catalina palpitaba fuertemente. Ay, Dios mío, ay, Dios. ¡Estoy a punto de hacer lo que juré que jamás haría! Matías bajó la mirada hacia ella. Catalina se preguntó cómo había llegado a estar de pie junto a él. Hago esto por Chibitaz y por los mineros. ¿No era verdad? Miró al hombre parado junto a ella. Lo amaba. ¿Cómo permití que sucediera? Ya no había salida, a menos que huyera y se humillara a sí misma. Y a Matías, a quien había llegado a respetar.
El reverendo Thacker no perdió tiempo en comenzar la ceremonia. Cada palabra que decía al describir el plan de Dios para el matrimonio sonaba maravillosamente romántica, hasta que recordó la advertencia de su madre. Guarda tu corazón, Catalina. Temía que ya había sido conquistado. Todas las jovencitas soñaban con casarse con el Príncipe Azul. Catalina también lo había hecho, hasta que tuvo la edad suficiente para saber a cuánto renunciaban las mujeres cuando decían Sí, acepto, y con qué facilidad el que hoy era un príncipe, mañana podía convertirse en un tirano.
Las dudas la asaltaban, pero ¿qué podía hacer ahora que estaba de pie frente al altar, con todo el pueblo observándola? La atención de Matías estaba puesta en el reverendo Thacker, y ella se sorprendió orando frenéticamente. Oh, Dios mío, por favor, que Matías sea el hombre que espero que sea. Dentro de media hora, ya no sería Catalina Walsh. Sería Catalina Beck, y Matías tendría derechos legales sobre todo lo que le pertenecía, y sobre su persona, también.
Cuando el reverendo Thacker llegó a los votos, Matías giró hacia ella. Temblando, ella lo miró, agradecida de tener el velo de gasa. Matías tomó suavemente su mano izquierda en la suya. No esperó la indicación del reverendo Thacker, sino que recitó los votos.
—Yo, Matías Josías Beck, te recibo a ti, Catalina Leonora Walsh, como mi legítima esposa. —Deslizó un anillo de oro en su dedo—. Para amarte y respetarte de hoy en adelante, en las buenas y en las malas, en la fortuna y la adversidad, en la salud y la enfermedad, hasta que la muerte nos separe. —Entonces, la miró con ojos resplandecientes, y su corazón se disparó—. De acuerdo con la santa ordenanza de Dios, así mismo, prometo serte fiel. —Levantó su mano y la besó.
La magnitud de los votos la estremeció.
La expresión de Matías se suavizó.
—Ah, Cata. —Lo dijo en voz tan baja que nadie pudo escuchar—. No te acobardes ahora.
La espalda de Catalina se puso rígida al oír esas palabras.
El reverendo Thacker se había volteado hacia ella y comenzó a indicarle que dijera sus votos. Catalina tragó con dificultad y habló en voz baja y trémula:
—Yo, Catalina Leonora Walsh, te recibo a ti, Matías Josías Beck, como mi esposo... para amarte y... respetarte... de ahora en adelante... en las buenas y en las malas, en la fortuna y la adversidad, en la salud y la enfermedad... para... —Avanzó tartamudeando, sabiendo que debería cumplir estos votos por el resto de su vida. Apenas lograba respirar por los fuertes latidos de su corazón—. Amarte... respetarte... y... —Se quedó en silencio y miró a Matías, cautelosa. Él permanecía inalterable, con una leve sonrisa tocando sus labios.
—Y obedecerte —repitió el reverendo Thacker.
Ella titubeó; luego, negó con la cabeza.
—No puedo decir eso.
Un murmullo de susurros se esparció por la congregación.
—Te lo dije, ¿verdad? —dijo un hombre en voz alta—. Me debes diez dólares.
Su acompañante balbuceó con voz sonora:
—Aún no terminó. —La gente los hizo callar.
Conmocionado, el reverendo Thacker se quedó mirando a Catalina. Tosió con nerviosismo.
—Debe decirlo, Catalina.
—No lo diré. —Se inclinó hacia adelante y susurró firmemente—: No puedo prometer ante Dios y todos estos testigos algo que sé que no podré cumplir.
Alguien cerca de la primera hilera dijo en voz alta:
—¡Dios, ayúdanos a todos! —Se oyeron gorjeos de risas, así como quejidos decepcionados.
El reverendo Thacker miró a Matías buscando su ayuda y su guía. Matías se encogió de hombros como si no estuviera sorprendido en absoluto ni ofendido por la negativa de ella.
—Simplemente, omita obedecerte, reverendo. —La miró con una gran sonrisa—. Deje que yo me ocupe de su naturaleza rebelde.
¿Qué quería decir con esa amenaza velada? Catalina sabía que él tendría el derecho a golpearla. Pero ¿lo haría? No podía creerlo de su parte, pero su expresión le dijo que había previsto que ella se resistiría y ya tenía un plan acerca de qué hacer al respecto. Terminó sus votos sin presentar más objeciones. El reverendo Thacker lanzó un suspiro de alivio que se escuchó.
—Matías —el reverendo Thacker asintió—, puedes besar a tu novia.
Matías levantó el velo. Por instinto, Catalina retrocedió un paso. Pasó un brazo alrededor de su cintura y la jaló apoyándola completamente contra él. Cuando ella abrió la boca para protestar, él ahuecó su mano detrás de su nuca y la besó. No fue el habitual beso casto, sino uno apasionado. Un jadeo audible se extendió por la congregación. Catalina forcejeó débilmente, y entonces se rindió mientras su cuerpo se calentaba y se aflojaba.
Ay, Mamá, ¿fue de esto que me advertiste?
Matías alzó la cabeza y la miró a los ojos, los suyos resplandecientes de júbilo y triunfo.
—¡Buena manera de hacerla callar, Beck! —gritaron algunos hombres desde el fondo. Otros se rieron. La mayoría estaba pasmada y en silencio.
Matías la giró para que mirara de frente a toda la congregación, con las manos firmemente puestas en su cintura para mantenerla en el lugar. Las mujeres miraban fijamente con los ojos bien abiertos. Los hombres reían entre dientes y se daban codazos unos a otros.
—D... damas y caballeros —tartamudeó el reverendo Thacker—, les presento al señor y a la señora Beck.
Todos se pusieron de pie y aplaudieron. Los hombres reían, las mujeres suspiraban. Cuando corrió la voz de que el acto era un hecho, se escucharon gritos y alaridos afuera. Alguien disparó algunos tiros al aire. Axel se encaminó hacia la puerta.
Riéndose, Matías afirmó su mano en el recodo de su brazo.
—Es un hecho consumado, milady. Ahora, nada de echarse atrás ni huir. —La hizo bajar los escalones y caminar rápido por el pasillo—. Es hora de saludar a la multitud.
Sonia había hecho un pastel de bodas de tres pisos. Las damas de la iglesia se aseguraron de que los caballetes y los tablones de las mesas quedaran cubiertos por los manteles, repletas de cazuelas, bizcochos, manzanas y uvas traídas de los mercados de Sacramento, frijoles en salsa de tomate y jamón. Abrumada por la generosidad del pueblo, Catalina dejó escapar algunas lágrimas, pero no tenía apetito. Comió una pequeña porción de cada cosa, y dejó su comida en el borde de un plato, esperando que nadie lo notara.
Matías la tomó de la mano por debajo de la mesa.
—Trata de no preocuparte, Cata. Vas a sobrevivir a esto.
¿Sobrevivir a qué? Ella odiaba sentirse tan vulnerable.
—¿Nos quedaremos esta noche en el hotel?
Matías le dirigió una mirada comprensiva.
—Iremos a casa a pasar nuestra noche de bodas.
—¿A casa? —El anuncio le provocó un revuelo en el estómago—. ¿En la oficina del periódico?
—Disfruta la fiesta, Catalina. Ya hablaremos de lo que viene.
La banda de fandango se presentó con un violín, una armónica, un banjo y un tambor. Matías atrapó a Catalina por la cintura y la sacó a bailar. Nunca había conocido esa faceta de Matías y se sorprendió, encantada. ¿Cuánto hacía que no bailaba?
Horas después, Matías se paró con ella en la escalinata de la iglesia y agradecieron a todos por la espléndida boda y la recepción, especialmente con tan poca antelación. Charlotte abrazó a Catalina al pie de los escalones. Se rio tontamente.
—Trata de no verte como si estuvieras yendo a la guillotina.
Sonia era la siguiente en la fila para desearle lo mejor.
—El matrimonio es lo que tú hagas de él, Catalina. Matías es un hombre bueno. Tú harás que sea mejor. —Retrocedió y acarició la mejilla de Catalina con la palma de su mano en un gesto maternal—. Sé valiente.
Algunas personas los siguieron por el camino de regreso al pueblo. En lugar de ir hacia la Voz y a su departamento, Matías dobló a la derecha. Caminaron varias cuadras y subieron una cuesta donde habían construido casas nuevas, cada una rodeada por mucho espacio. Él la levantó para subir los escalones y la cargó por el porche de una pequeña casa recién pintada de amarillo y blanco.
—Tu nuevo hogar, milady. —Abrió la puerta y la hizo girar en sus brazos para cruzar juntos el umbral. Volvió a dejarla de pie en medio del vestíbulo.
A la derecha, un espacioso portal conducía a una sala amueblada con un sofá, dos sillas acolchadas y una mesa baja frente a una chimenea de piedra. Al fondo estaba la biblioteca con la estantería y los libros de City Walsh. Incluso había cortinas de encaje que cubrían las ventanas del frente. A su izquierda había un comedor con una despensa atrás, que llevaba a la cocina, la cual tenía una nueva estufa y una nevera. Los armarios tenían olor a recién revestidos con aceite de linaza. Las repisas estaban vacías.
Apoyándose en el portal, Matías la observó.
—Puedes recoger lo que necesites en el almacén de Walker.
Ella se volteó a mirarlo, perpleja.
—No puedes haber hecho todo esto en una semana. Ni siquiera con dos buenas cuadrillas de obreros.
—Ha estado lista desde hace un tiempo.
—¿Qué quieres decir con un tiempo?
Matías se limitó a sonreír. Ella sintió que le brotaban lágrimas.
—Es mucho más de lo que esperaba...
—Lo sé. Pensaste que terminaríamos en el hotel.
Se sentía abrumada de que él hubiera puesto tanto interés en preparar un lugar para ellos.
Matías se incorporó y dio un paso atrás.
—Todavía no has visto las habitaciones de la planta alta.
Reuniendo el poco valor que le quedaba después de este día trascendental que le cambiaría la vida, lo siguió. Había dos pequeños dormitorios sin muebles y otro del tamaño suficiente para contener una cama matrimonial con una cabecera y pie de cama tallados, una cómoda con un gran espejo, el armario de su padre y su baúl Saratoga.
—¿Cuándo mudaron mis cosas aquí? —Se avergonzó por lo temblorosa que salió su voz.
—Después de la boda. Quería estar seguro de que no correrías a la caballeriza, te robarías un carruaje y huirías a Sacramento. —Se acercó a ella—. Nunca di por hecho que te tenía, Catalina, y no comenzaré ahora. —Lo dijo como si fuera otra promesa. Cuando pasó una mano sobre su hombro, una descarga de sensaciones intensas recorrió su cuerpo.
—Ay, Cata. —Matías tomó su rostro entre sus manos—. Te ves tan asustada. Por favor, confía en mí. No será tan malo como quizás hayas escuchado.
Ese era el problema.
—No me he enterado de nada. —Nadie le había dicho una palabra de lo que sucedería de ahí en adelante.
Matías frunció el ceño.
—¿Nada?
—Algunos temas nunca se mencionan. Mi madre decía...
—Olvídate de lo que decía tu madre. —Recorrió su rostro con la mirada y su expresión se enterneció—. Recuerda que Dios creó a Adán y Eva, y todo lo que viene a continuación es parte de su plan, no solo para procrear sino también para nuestro placer. —Volvió a besarla y se tomó su tiempo. Cuando levantó la cabeza, a ella le costaba respirar. Sus ojos estaban muy oscuros y sensuales mientras le quitaba las horquillas de su cabello. Ella pudo sentir que su cabello se soltaba y caía suavemente sobre su espalda. Él retrocedió y desabotonó el cuello alto—. ¿Qué crees que pensó Adán la primera vez que vio a Eva en todo su esplendor? —Matías sonrió con ironía—. Por supuesto que él no tuvo que lidiar con todos estos botones.
Catalina no sabía qué esperar, pero su ansiedad se desvaneció cuando Matías la inició tiernamente en la intimidad de la vida de casados. Cuando terminó, Matías se acostó al lado de ella, relajado y pasó una mano por su cuerpo, explorando cada curva.
—Eres una creación maravillosa, Catalina Beck.
¡Catalina Beck! Su nombre nuevo le causó un ligero sobresalto, pero el miedo a lo que podía perder ya no le parecía tan importante. Eso le dio una pausa para maravillarse del gran cambio que se había producido dentro de ella. Suspirando, miró a su esposo y sintió que este era solo el comienzo de nuevos descubrimientos.
—El día que fuimos de picnic, te observé cuando acariciabas al caballo del carruaje y me pregunté si me tratarías con la misma amabilidad.
—¿Como a un caballo? —Él se rio.
—Bueno, los hombres doman a los caballos, ¿no es así?
—Oh. —Él pensó en eso—. Supongo que algunos hombres tratan a las mujeres de esa manera.
Ella emitió un suave sonido de placer y se acurrucó contra él.
—Me alegro de que no seas uno de ellos.
—Me alegro de que hayas aprendido al menos eso de mí.
—He sido bastante crítica, ¿verdad?
—Ya que estamos confesando nuestros pecados, pensaba que eras una niña rica y consentida que se creía mejor que todos los demás. Pero, aun entonces, supe que terminaríamos juntos.
—¿En serio? —Ella también había sentido un tirón magnético hacia él aquel primer día, pero esa atracción había sido débil, en comparación con la de ahora.
—Te prometo que no aplastaré tu espíritu, Cata. ¿Por qué lo haría, cuando eso es lo que más amo de ti? —La besó en la frente como si fuera una niña.
Ah, por supuesto que lo amaba. Lo había amado incluso cuando era un canalla irritante que se burlaba de ella y la atormentaba. Lo había evitado porque sabía que se estaba enamorando de él. Bueno, que así fuera. Enamorarse no significaba dejar de tener sus propios pensamientos. ¿Verdad?
—No pongas esa cara tan abatida. —Matías apoyó su cabeza en su mano y limpió suavemente las lágrimas de sus mejillas—. No tienes idea del poder que tiene una buena mujer sobre un hombre. Tú me llevaste a pensar en la fe que yo creía haber perdido. —Se rio en voz baja—. Me hiciste volver a la iglesia. Y, si todo eso no es suficiente… —Tomó su mano, la besó en la palma y la presionó sobre su pecho. Ella podía sentir el fuerte latir de su corazón—. ¿Eso te hace sentir más segura?
Ella extendió sus dedos sobre los músculos grandes y firmes.
—Un poco.
Amaba la sensación que le producía su piel. Lo recorrió suavemente con su mano y él contuvo la respiración. Ciertamente, la mujer tenía poder. Pero ella no pudo evitar preguntarse cuánto duraría esta clase de ansia y de deseo luego de los votos matrimoniales.
Matías la besó apasionadamente.
—Te amo, Catalina. Tienes tu imprenta. Tienes tu mina. Nadie, ni siquiera tu esposo, te quitará nada. Pero espero que no sean los únicos motivos por los que te casaste conmigo.
Se ablandó al ver la expresión en sus ojos. Un hombre fuerte también podía ser vulnerable. Él la había manipulado, pero, por otra parte, no habría tenido éxito sin su cooperación.
—Otros motivos. —Fingió reflexionar ella—. Pues, supongo que hay algunos. —Deslizó los dedos por su cabello y bajó su cabeza, mientras levantaba la suya para besarlo.
Matías levantó la cabeza, le costaba respirar.
—¿Qué dices si hacemos una lista nueva? —La hizo rodar sobre su cuerpo—. Una que disfrutaremos hacer juntos.