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LOS QUE PENSARON QUE MATÍAS BECK mantendría confinada al hogar a lady Catalina, cocinando y limpiando, pronto vieron los nuevos ejemplares de la Voz. Por el contrario, ella renovó su fuego por las mejoras cívicas para hacer de Calvada un pueblo donde las personas puedan encontrar trabajo, casarse, tener hijos y vivir una buena vida. Los hombres se quejaron cuando lo leyeron. ¿Por qué las mujeres no podían dejar las cosas como estaban?

Con el auge de la mina Chibitaz, los hombres llegaron a montones al pueblo y, con ellos, los problemas. Catalina propuso contratar oficiales de policía adicionales para que ayudaran al comisario Borgeson a mantener la paz. Un comisario y un oficial de policía no bastan para manejar las fechorías de una población creciente de hombres solteros. Nos vendrían bien algunos oficiales más para mantener a raya a los hombres.

Los varones, alarmados, se abrieron paso hasta el bar.

—¿Qué quiere decir con eso de mantener a raya a los hombres? —¡Por supuesto que dos representantes de la ley eran suficientes para un pueblo de dos mil! A la mayoría le gustaba la proporción. ¿Por qué no dejar que los hombres resolvieran sus diferencias a puñetazos, en la calle?

Las reuniones del ayuntamiento comenzaron a atraer multitudes. Los hombres sabían que la dama estaría presente y las apuestas eran sobre quién ganaría la batalla de los sexos: Beck o su mujer. Hubo una gran consternación cuando los miembros del ayuntamiento llegaron a un mutuo acuerdo: contratarían a un nuevo oficial y se cobrarían multas y penalidades más severas de servicio a la comunidad a cualquiera que alterara la paz.

Scribe confeccionó el titular: BECK Y ESPOSA CAMBIAN EL RUMBO. Su primer editorial le valió que le partieran la nariz y una visita al consultorio del doctor Blackstone, donde conoció a la vivaz y bonita Millicent. Como el doctor estaba ausente, corrió por cuenta de su capaz hija de dieciséis años enderezar las cosas y, con un chasquido firme, lo hizo. Scribe estaba tan encandilado, que apenas dejó escapar un alarido. Ella le dio un paño para contener el flujo de sangre y le regaló una sonrisa que le puso la piel de gallina y le dieron ganas de seguirla a todas partes, como Bandido seguía a Catalina.

—Está todo el tiempo Millie esto y Millie aquello —le dijo Catalina a Matías, riéndose y sacudiendo la cabeza—. Está tan embobado que ayer tuvo que volver a componer dos renglones de tipos.

—El pobre chico está enamorado.

—Pobre chico. ¿Tú sufriste? —lo fastidió ella.

—¿Qué crees? —Matías le dedicó una sonrisa que la hizo desear que estuvieran en casa y no en la cafetería de Sonia. En las últimas semanas había aprendido mucho de lo placentero que podía ser el matrimonio. Incluso había empezado a pensar en cocinar y lavar la ropa de él, pero recobró la sensatez.

Matías miró su plato de tocino y huevos.

—¿Otra vez no estás comiendo?

Ella se encogió de hombros, sintiéndose ligeramente mareada.

—No tiene que preocuparse, señor Beck. Siempre estoy muerta de hambre al mediodía. —Cuando salieron de la cafetería, Matías la besó en la mejilla antes de que se desviaran, Matías a su oficina en el hotel y Catalina a la Voz primero y luego a Chibitaz.

Catalina se despertó en la oscuridad, desorientada y mareada. ¿Alguien estaba golpeando la puerta de su casa? Escuchó gritos. Maldiciendo, Matías se puso los pantalones y salió descalzo hacia la habitación delantera.

—¡Cálmate! —Catalina oyó que Axel hablaba rápido, pero no podía distinguir lo que decía. Estaba demasiado cansada como para que le importara, y casi había vuelto a dormirse cuando Matías regresó corriendo. Le quitó las mantas bruscamente y la levantó.

—¡Vístete! ¡Rápido!

Adormilada y confundida, Catalina se recostó sobre el borde de la cama.

—¿Qué pasó?

—¡La parte sudeste del pueblo está en llamas! ¡Y el fuego viene para acá!

Afuera de la casa reinaba un pandemonio. Los ojos de Catalina ardían por el humo. Tosiendo, tuvo que darse vuelta para tomar aire. Los gritos no hacían más que exacerbar la situación.

—¡El fuego está llegando rápido!

—¡Llenen baldes!

—¡De prisa!

—¡Salgan mientras puedan!

—¿Adónde vamos? ¡Ay, Dios, ayúdanos!

Las personas se gritaban unas a otras, entraban y salían corriendo de sus casas, arrastrando y cargando cuantas pertenencias podían en cada viaje y dejando todo en medio de la calle.

—¡Miren! ¡Ya puedo ver las llamas!

—¡El incendio viene hacia acá!

A varias puertas de la casa de Matías y Catalina, una casa se incendió y las brasas flotaron hacia el techo de la siguiente. La brisa nocturna, que solía ser agradable y bienvenida, ahora avivaba la conflagración. Todo estaba seco por el verano, un polvorín.

Matías cerró y aseguró el baúl de Catalina.

—¡Déjalo! —Catalina se ajustó una blusa con botones y se metió en una falda azul, no había tiempo para amarrar un corsé ni un polisón. Metió un pie en una de sus botas—. ¡Las libretas y los diarios de mi padre son más importantes!

Matías apiló dos cajas y se dirigió a la puerta delantera.

—¡Vamos, Cata! ¡Salgamos! —Cuando dejó caer las cajas en medio de la calle, se dio cuenta de que Catalina no lo había seguido afuera. Alarmado y furioso, volvió a entrar—. ¡Catalina! —La casa de al lado se incendió y no faltaría mucho para que la de ellos estuviera en llamas. Volvió a entrar corriendo y la encontró llenando una cesta de ropa sucia con libros—. ¿Qué crees que estás haciendo? ¡Tenemos que salir de aquí!

—Quiero los libros.

—¡Déjalos!

Cuando no salió, Matías la agarró del brazo. Ella se soltó de un tirón.

—¡No puedo dejarlos!

Sin molestarse en discutir, la levantó en sus brazos. A pesar de las protestas y de cómo intentaba escaparse, Matías la sacó de la casa. Cuando la puso de pie, ella trató de regresar. Atrapándola del brazo, la hizo girar y la contuvo en sus brazos para que ella viera que el techo se había incendiado. Su resistencia se debilitó.

—Todos los libros de mi padre. —Se apartó del calor cuando el costado de su casa se incendió—. Ay, Matías, nuestra hermosa casa... —Lloró—. Todo el trabajo que hiciste...

Matías la acercó a él y apoyó su mentón sobre su coronilla.

—Los libros se pueden comprar. La casa se puede reconstruir, cariño. A ti no puedo reemplazarte. —Ella se dio vuelta y pegó su cuerpo al de él, estremecida por los sollozos.

Las brasas encendidas flotaban por todas partes en el aire nocturno. Pronto, toda la cuadra de casitas estaría ardiendo. Al otro lado del camino, la gente seguía arrastrando afuera todo lo que pudieran salvar.

—No te muevas. Quiero asegurarme de que todos estén fuera de sus casas. —Matías apartó de él a Catalina y caminó por la calle.

Al primer grito de «¡Fuego!», muchos lograron sacar muebles, ollas y sartenes, sillas y provisiones. Un vecino le dijo a Matías que, los viernes por la noche, el tipo de al lado solía beber hasta quedar en estupor.

—No lo hemos visto aquí afuera. —Matías entró y encontró al hombre tirado en su cama, roncando. Cuando Matías no pudo despertarlo, levantó al hombre, se lo cargó al hombro y lo llevó hasta afuera. Dejando al borracho tendido en medio de la calle, Matías fue a ayudar a otros que lanzaban cosas frenéticamente a través de las puertas de sus casas.

Catalina no estaba donde Matías la había dejado. Maldiciendo, Matías miró alrededor.

¿Alguien ha visto a mi esposa? —Varios señalaron hacia el centro del pueblo. ¡Debió saber que no podía dejarla sola! El cielo hacia el este se veía iluminado por las llamas anaranjadas y amarillas, lo cual le indicó que la mitad del pueblo ya estaba perdido. Dondequiera que hubiera comenzado el incendio, Calvada pronto quedaría reducido a cenizas. Un incendio de esa magnitud no podía apagarse con baldes. ¡Necesitaría que Dios mandara una lluvia torrencial!

Matías sabía cuál sería el primer lugar al que Catalina iría y corrió bajando la colina hacia la calle Campo. Llegó sin aliento, pero allí estaba ella. Por la gracia de Dios, el edificio no se había incendiado.

Los comerciantes estaban sacando todo lo que podían de sus tiendas, antes de que las llamas les arrebataran todo. El techo del almacén de ramos generales de Aday estaba en llamas. Nabor estaba sacando un cajón de naranjas y le gritaba a Abbie por encima del hombro que se diera prisa. Ella apareció, cargando el peso de media docena de rollos de tela. Desplomándose, cayó de rodillas.

—¡Levántate, vaca perezosa! —Nabor la pateó en el costado—. Levántate y vuelve allí. Llena la carretilla. —Bajó su cajón, la levantó con fuerza y la empujó hacia la puerta, donde ya había una nube de humo—. ¡Apúrate!

Furioso, Matías dejó lo que estaba haciendo, pero Catalina ya estaba corriendo hacia la tienda.

—¡Abbie! ¡No entres ahí!

Bandido ladraba, pegado a ella, percibiendo problemas.

Matías pasó a zancadas al costado de Catalina.

—Ocúpate de los demás. —Cuando ella no se detuvo, Matías le bloqueó el paso—. ¡Yo me ocuparé de esto!

Bandido se acobardó por el tono de voz de Matías, escondió la cola y se retiró. Catalina no lo hizo.

—Donde tú vayas, yo voy, ¡y no perdamos tiempo discutiendo, porque ella volvió a entrar a la tienda! Ay, Señor... —Levantó sus faldas y corrió—. ¡Abbie!

Nabor levantó el cajón de naranjas y le gritó a su esposa que trajera los pantalones vaqueros que estaban en el fondo de la tienda. No vio a Matías hasta que fue demasiado tarde. Matías pateó las naranjas a un costado, agarró a Nabor de la nuca, lo hizo subir a la acera y lo lanzó volando a la tienda.

—¡Carga tu propia carretilla! —Lo siguió adentro—. ¡Catalina! —Ella salió con un brazo alrededor de Abbie—. ¡Ustedes dos quédense aquí afuera! Yo ayudaré a este patético ejemplo de hombre a llegar a sus preciosos vaqueros.

Cuando Nabor trató de escapar, Matías lo obligó a dar la vuelta y lo empujó.

—Los vaqueros, dijiste. ¡Ve a traerlos! Estoy detrás de ti. —Con los ojos muy abiertos por el miedo, ya fuera al fuego invasor o al que ardía en Matías, Nabor lanzó una pila de vaqueros Levi Strauss a una carretilla. Lograron llenar y sacar dos carretillas llenas de mercancías, antes de que se volviera demasiado peligroso volver a entrar en el almacén.

Matías agarró a Nabor del frente de su camisa.

—¡Si alguna vez veo, o me entero, que maltrataste a tu esposa, te mandaré de una patada al fin del mundo!

—Matías. —La voz de Catalina era lastimera—. El hotel se está incendiando.

—Lo vi. No hay nada que podamos hacer por él. —Antes de dirigirse a Nabor, Matías supo que el hotel sería una pérdida total. La cantina de Brady ya se había desplomado en las llamas y los pedazos carbonizados explotaban. Más allá en la calle, Sonia e Ina Bea estaban paradas afuera de la cafetería, contemplando cómo se quemaba. Se encaminó hacia allá, Catalina lo alcanzó y lo agarró de la mano. Cuando llegaron a donde estaban las mujeres, Catalina lo soltó y abrazó a Sonia, quien parecía bastante tranquila, a pesar de la escena de esperanzas perdidas frente a ella. Ina Bea y Tweedie estaban con ella.

—Gracias a Dios todas están bien. —Catalina soltó a Sonia.

Matías agarró su mano otra vez y la sostuvo firmemente, queriendo asegurarse de que no saliera corriendo a ver a alguien más, dejándolo frenético por la preocupación de dónde estaba.

—Me alegro de que todas estén a salvo e ilesas. Lamento lo de tu cafetería, Sonia.

—Olí el humo y vi el resplandor que venía del Hoyo de la Escoria. Una brisa venía de ese lado y supe que no tardaría mucho en llegar al pueblo. Pude sacar algunas cosas. —Hizo un ademán con la mano hacia la pila de cacerolas y sartenes y las cajas con provisiones. Se encogió de hombros—. Es el tercer incendio que vivo. —Se ciñó el chal alrededor de los hombros y sacudió la cabeza—. No hay nada que hacer más que empezar todo de nuevo.

—Nuestra casa desapareció. —Matías suspiró—. A veces se gana, a veces se pierde. —Casi todos los que estaban en medio de la calle Campo habían perdido algo esta noche—. Nos recuperaremos.

El viento cambió y el incendio devoró el barrio chino hasta los cimientos, incluyendo la nueva casa de Jian Lin Gong, que había construido con las ganancias de Chibitaz como uno de los socios originales, un especialista en explosivos. Les había cedido la lavandería a su esposa y a su hijo. Una parte del pueblo se había salvado, incluida la pequeña casa de City y el salón de fandango de Barrera. Pasarían horas hasta que supieran cuánto quedaba del pueblo, y cuántos habían muerto.

Matías oró pidiendo que lloviera, sabiendo que, aunque la lluvia llegara, sería demasiado tarde para salvar a Calvada.

El incendio arrasó la ladera de la montaña donde estaba la mina Chibitaz. Debido a que los árboles habían sido talados y usados para apuntalar los túneles subterráneos, se había eliminado suficiente maleza y árboles pequeños para que el fuego se extinguiera. Los hombres organizaron una fila y arrojaron paladas de tierra, formando un cortafuegos entre el edificio de la oficina y las cabañas de Amos Stearns, Wyn Reese y varios otros. Cuando el fuego volvió a cambiar, las cabañas se salvaron. El fuego se propagó entre la maleza y subió hasta una pendiente rocosa. Finalmente se apagó, dejando un paisaje ennegrecido a su paso.

Fue un milagro que nadie muriera en Calvada. La gente empezó a preguntar cómo había comenzado el incendio. No había habido ninguna tormenta eléctrica. Algunos pensaban que había nacido en el Hoyo de la Escoria.

El salón de fandango de Barrera, la casa de muñecas de Fiona Hawthorne y el almacén de ramos generales de Walker sobrevivieron, así como dos cantinas y la mayoría de las grandes casas de Riverview, incluida la de Morgan Sanders, que rápidamente se transformó en un refugio para los desposeídos. Aunque a Matías y a Catalina les ofrecieron el dormitorio principal, honor que sentían que se lo debían al alcalde, ella se negó a entrar.

—¡Prefiero vivir en una cantina que volver a entrar a esa casa alguna vez!

—¿Qué te parece el salón de fandango? —Matías le dijo que José Barrera había ofrecido refugio a tantos como pudiera albergar—. Seremos solo tú y yo y cincuenta hombres sobre el piso de madera, o sesenta, dependiendo de cuántos podamos apretujarnos juntos. —Matías se rio al ver su expresión horrorizada—. Le di las gracias por su amable ofrecimiento y le dije que ya tenemos hospedaje.

—¿En serio? ¿Dónde?

—Scribe ofreció la casa de City. —Bandido también era bienvenido, a menos que el perro prefiriera el exterior, donde podría buscar algún sabroso mapache o zarigüeya a la parrilla, cortesía del incendio de Calvada.

El departamento de atrás estaba impecable: todo estaba en su lugar, las sábanas y las mantas limpias, la cama estaba tendida. Catalina sonrió.

—O tú cambiaste de hábitos, Scribe, o Millicent Blackstone se hizo cargo.

Él sonrió levemente.

—Fue Millie.

Matías se rio entre dientes.

—Deberías casarte con esa jovencita antes de que otro vea cuánto vale.

Scribe se sonrojó. Parecía que la idea ya se le había ocurrido.

—Sí, bueno, estamos hablando de hacerlo este invierno. Ella tendrá diecisiete en diciembre, y cree que es un buen mes para una boda.

Catalina parecía sorprendida.

—Es tan joven.

—Ella sabe y hace lo que quiere, eso te lo aseguro. —Scribe se encogió de hombros.

Matías le sonrió a Catalina.

—Se parece a otra persona que conozco. —Le dio la mano a Scribe—. Felicitaciones. Es algo bueno, muchacho. La mejor decisión que puede tomar un hombre es casarse con una mujer inteligente. —Le guiñó un ojo a Catalina.

Axel Borgeson entró en la oficina de la Voz al día siguiente.

—¿Catalina? Necesito hablar contigo. —Ella lo siguió afuera—. Fiona me avisó que una de sus chicas está enferma y pide hablar contigo.

Catalina estaba confundida.

—¿Por qué no me mandó un mensajero?

—Me pidió que yo también vaya.

—¿Dijo por qué?

—Dijo que Monique sigue preguntando por ti. Que delira en francés. Y dijo algo sobre un asesinato en San Francisco. —Se encogió de hombros.

Catalina volvió adentro para decirle a Matías que la habían llamado y que no sabía cuánto tiempo se demoraría. Entonces, ella y Axel partieron hacia la casa de muñecas de Fiona Hawthorne.

Elvira Haines abrió la puerta. Mantuvo la cabeza gacha y dio un paso atrás, permitiéndoles entrar a la casa. Catalina se arrepentía de no haber encontrado una manera de rescatar a Elvira de esta vida. Elvira parecía agobiada por la vergüenza.

—Fiona está con Monique. Están arriba. La segunda puerta a la izquierda. —Se apartó sin levantar la cabeza—. Yo estaré en la cocina.

Monique se veía horrible, con los ojos hundidos, los labios secos y resquebrajados. Había una botella semivacía de láudano en la mesita de luz.

Fiona alzó la vista hacia Catalina, afectada por la pena. Sacudió la cabeza.

—El doctor Blackstone dijo que es algo maligno. No hay nada que se pueda hacer, salvo darle láudano.

Monique se quejó y se movió inquieta. La que alguna vez fuera una joven hermosa, parecía marchita y vieja con el rostro torcido. Miró a Catalina con ojos feroces. Habló en francés, y Catalina, entendiendo, retrocedió.

Axel la miró.

—¿Entiendes francés? ¿Qué dijo?

—“Yo lo maté. Le destrocé la cabeza. Y lo haría otra vez”.

Monique levantó la cabeza con ojos delirantes y escupió en francés a Catalina:

—Los mataría a todos si pudiera... —tradujo Catalina, mientras Fiona intentaba ofrecerle un sorbo de agua.

Monique se desplomó en la cama y sacudió la cabeza, ahora llorando como una niña destrozada.

—Creí que él me amaba... —Su pecho se sacudía por los sollozos—. ¡Lo hizo! —Nuevamente enojada, le lanzó una mirada fulminante a Fiona—. Él se habría casado conmigo si no hubieras interferido. —Maldijo a Fiona con una palabra que Catalina no pudo traducir, pero que sonó vil.

Fiona se enderezó y miró desde arriba a la joven agonizante.

Axel se acercó un paso, mirando atentamente a Fiona.

—¿Se refiere a usted y a Morgan Sanders?

—No lo creo. —Fiona se inclinó sobre Monique un momento y entonces retrocedió, comprendiendo—. Ay, no, Monique. Oh, tú no...

—Siempre me quiso a mí. No soportaba verlo entrar a tu habitación. —La respiración de Monique se hizo más irregular. Volvió a llorar como una niña—. Solo iba con Morgan para darle celos a él. Fui a verlo y se lo dije. Prometí que nunca lo haría otra vez.

Confundida, Catalina miró a Fiona. ¿De quién estaba hablando Monique? Sintió una premonición enfermiza.

Los hombros de Monique se sacudían mientras lloraba.

—Dijo que estaba bien. Dijo que él no tenía ningún derecho sobre mí. —Mirando furiosa a Fiona con ojos vidriosos, siguió hablando—: Yo lo hice. Yo lo golpeé.

Axel se adelantó, pero Fiona se metió entre él y la mujer moribunda.

—Mataste a City.

El rostro de Monique se retorció con odio.

—Sí, yo lo maté.

—¿Por qué? —gritó Fiona.

—Él me dio la espalda, como todos los demás. —Levantó la cabeza—. Lo golpeé con la manija de la imprenta que tanto amaba. —Se acostó sobre las almohadas con el cuerpo tembloroso—. ¡Yo lo amaba! Y luego lo odié. ¡Quería verlo muerto! ¡Los quiero a todos muertos! Todos me dieron la espalda...

Fiona huyó de la habitación, llorando. Las lágrimas inundaron los ojos de Catalina ante la confesión de Monique.

Axel se acercó a la cama.

—¿Usted mató a Morgan Sanders, señorita Beaulieu?

Monique lo miró, confundida. Sus labios agrietados dibujaron una sonrisa seductora que cambió por una de satisfacción, y su expresión fue distorsionada por la locura. La transformación aterradora hizo retroceder a Catalina.

—¿Monique? —dijo Axel otra vez—. ¿Qué pasó con Morgan Sanders?

Monique fulminó con la mirada a Catalina.

—Dijo que se casaría con usted. Seguía mandando su carruaje a buscarme cada vez que quería compañía. En un momento me dio la espalda y se sirvió una copa de vino. Agarré un atizador y lo golpeé.

—¿Qué está diciendo? —exigió Axel.

Il avait l’air tellement si surpris. —Monique se rio en voz baja y su cuerpo se relajó.

—¡Catalina!

—Ella mató a Morgan Sanders.

Axel frunció el ceño.

—¿Y qué hay de Wyn Reese? ¿Mintió por usted? Él dijo que estuvo con usted toda la noche.

—Eso creyó él. —Ella se rio tontamente—. Puse láudano en su whisky. Nunca supo que me fui. —Su rostro estaba blanco y sin expresión—. Ni siquiera se movió cuando volví a meterme en la cama con él. —A medida que su respiración se hacía más lenta, parecía encogerse en la cama.

Axel tomó del brazo a Catalina.

—Será mejor que nos vayamos.

—No puedo dejarla sola.

—Ella asesinó a tu padre. Mató a Morgan Sanders, y tal vez a otros, si se ha de creer su confesión.

—Lo que sea que haya hecho, Axel, sigue siendo un ser humano. —Catalina se sintió llena de una compasión incomprensible. Sin duda, aún ahora había esperanza para el alma torturada de Monique.

—Matías pedirá mi cabeza por traerte aquí, para empezar. No puedo dejarte aquí...

—Tú no me trajiste, Axel. Fui llamada a este lugar.

—No puedes salvar a todo el mundo, Catalina. —Salió discretamente de la habitación. Ni Fiona ni Elvira regresaron.

Monique giró la cabeza y miró a Catalina.

—Todos me dejan...

—Yo no me iré.

Escurrió un paño, se sentó en la silla que había ocupado Fiona y limpió la frente de Monique. El láudano había hecho efecto. ¿Podía ser alcanzada Monique en semejante estado? Sin importar lo que sucediera, Catalina supo lo que debía hacer. Inclinándose hacia adelante, habló dulcemente de la verdad al oído de Monique y oró pidiendo que la esperanza y la gracia salvadora que ella ofrecía alcanzaran a tiempo a la muchacha agonizante.

Con voz suave, Catalina oró en francés hasta que Monique rugió amargamente que odiaba a Dios y que no podía soportar escuchar una palabra más. Fue una noche larga y difícil porque Monique balbuceó incoherencias, lloró de dolor y luchó por su vida. En sus últimos momentos, una mirada de terror apareció en sus ojos. Antes de morir, lanzó un grito suave y se contrajo cuando sus pulmones expulsaron el aire. Llena de compasión, Catalina cerró los ojos, la cubrió con una sábana y apagó la lámpara.

Matías dobló en la esquina de Gomorra y vio que Catalina salía de la casa de Fiona Hawthorne.

—¡Cata! —Corrió hacia ella y la rodeó con sus brazos cuando la alcanzó—. Axel me contó lo de Monique.

—Ella se ha ido.

—Dios tenga misericordia. —Soltó el aire, aliviado de tener a su esposa en sus brazos—. Si hubiera vivido, habría sido juzgada por dos asesinatos y la hubieran ahorcado. —Sintió que Catalina temblaba, sin duda los efectos de lo que Monique le había confesado sobre City Walsh. La apartó unos centímetros de su cuerpo y la estudió—. Te ves exhausta y débil.

Ella se rio suavemente.

—Muchas gracias. —Sentía que se quedaría dormida parada—. Estaba tan perdida, Matías. No podía dejarla.

Él le metió un rizo de cabello detrás de una oreja.

—Axel dijo que estabas hablándole cuando él se fue.

—No sé si ella escuchó algo de lo que le dije.

—Hiciste lo que pudiste, amor.