26

LA CAMA DE CITY NO ESTABA hecha para dos. Matías estaba de costado con la cabeza levantada y un brazo alrededor de la cintura de Catalina. Ella se movió para acostarse de espaldas, pensativa.

—Me pregunto qué hizo que Monique fuera de la manera que era.

Él movió su mano a su cadera para asegurarla. Si no eran cuidadosos, ambos podían terminar rodando por el piso.

—Algunas personas se empeñan en hacer el mal, Cata. —Suspiró pesadamente—. Lo vi en la guerra. Algunos hombres amaban las batallas. Lo veías en sus ojos. Hay algo que se perdió. O se corrompió casi más allá de toda redención. —Como Morgan Sanders.

—Sus últimos momentos… —Catalina se estremeció—. Ella odiaba a Dios.

—Probablemente, culpaba a Dios. Suele ser el chivo expiatorio de las personas que echan a perder su vida. —¿Acaso él mismo no le había dado la espalda al Señor?

Catalina lo miró.

—Pero ¿tenía el alma herida, o la conciencia cauterizada?

Era una de las muchas cosas que Matías amaba de Catalina: Le importaban mucho las personas, incluso las que eran retorcidas y disfrutaban de la maldad.

—Solo Dios sabe.

Con un suspiro, se quedó mirando el techo. Cuando cerró los ojos, él creyó que se había quedado dormida. Entonces, volvió a hablar:

—Creo que hoy unas cien personas empacaron y salieron del pueblo.

—No puedes culparlos.

—Solo significa que la reconstrucción será más difícil. —No parecía contenta al decirlo. La reconstrucción sería una tarea monumental.

—Algunos preferirían empezar de nuevo en otra parte.

Catalina giró la cabeza hacia él.

—Lamento mucho lo de tu hotel, Matías.

Sus ojos eran como una pradera en primavera; su piel como la seda.

—Nuestro hotel —la corrigió—. El almacén de Walker sigue en pie, y soy dueño de la mitad de una floreciente empresa de transportes. —No quería contar sus pérdidas, no cuando tenía a su mayor bendición acostada junto a él.

—No estarás pensando en mudarte a Sacramento, ¿verdad?

—Todavía me falta un tiempo para terminar mi servicio de alcalde.

—Lo dices como si fuera una condena, más que un privilegio.

Matías se rio entre dientes.

—Depende de cómo lo mires. —Le encantaba la sensación de su esposa acurrucada contra él. Ella estaría mejor en una gran ciudad. Más segura, además. Con hombres buenos a cargo de Chibitaz, el funcionamiento continuaría sin complicaciones, aunque ella no estuviera aquí. Amos Stearns y Wyn Reese habían demostrado ser sumamente capaces y dignos de confianza.

El pueblo tendría que ser reconstruido desde los cimientos. Llevaría tiempo replantear los comercios y las casas. Lo más probable es que Calvada volvería a ser exactamente lo que era antes de que llegara Catalina. Axel dijo que se quedaría, pero sus dos oficiales se habían ido del pueblo en la caravana con los demás, y un hombre solo no podría evitar que el lugar recayera en el pueblo turbulento que había sido. Pero, ahora mismo, Matías tenía otras cosas en mente más importantes que cuánto le costaría recuperarse del incendio.

Catalina agarró la mano inquieta de su esposo.

—Tú eres el alcalde, Matías, y puedes hacer mucho bien. Cuanto antes empecemos, mejor.

Matías se quejó por dentro. Conociendo a su esposa, podía esperar grandes ideas.

—No queda mucho del pueblo para administrar, y hasta un alcalde tiene una noche libre. —Mordisqueó el lóbulo de su oreja.

Estremeciéndose, Catalina se apartó lo suficiente para mirarlo.

—Hay más que hacer ahora que nunca. El pueblo no son las edificaciones. ¡Es la gente!

Matías levantó el mentón de ella y buscó su garganta.

—Ya lo sé, cariño, pero Roma no se construyó en un día.

—No estamos hablando de Roma. —Lo alejó otra vez—. Hablamos de un pueblo minero que tendrá muchas tiendas de campaña hasta que se puedan construir las casas. Tú eres el hombre que debe ocuparse de que Calvada salga de esta crisis mejor que antes.

Catalina iba por buen camino. Matías había puesto una encrucijada por delante y sabía qué vertiente deseaba tomar.

—Hace unos meses, decías lo contrario sobre mis capacidades. —Él deslizó su mano por su muslo. Cuando ella exhaló suavemente, su pulso se disparó. El éxito era inminente.

—Matías... —Catalina puso una mano sobre su pecho desnudo—. Eso fue antes de que viera lo que puedes lograr. —Su boca estaba sobre su yugular—. Cuando tuviste la motivación...

Matías gimió y se rio.

—Mujer... —Rodeó su cintura y acercó a él su muslo—. Valoro la confianza que tienes en mí, pero... —Cuando ella echó su cabeza hacia atrás y lo miró, supo que su mente no estaba puesta en lo mismo que él. Los engranajes del fecundo cerebro de Catalina estaban en marcha de nuevo. Probablemente, ya tenía un plan de lo que podía deparar el futuro, Dios mediante, y si el río no crecía. ¡Una inundación! Era lo único que faltaba añadir a los desastres recientes, y no estaba fuera del ámbito de las posibilidades. Deslizando una mano sobre su cadera, lo intentó una vez más—. ¿Le negarás a tu esposo sus derechos si no organizo la reconstrucción del pueblo?

Pestañeó seductoramente, mirándolo.

—Supongo que podría hacer ese sacrificio si supiera que es por el bien de nuestros vecinos.

—¡Tú no juegas limpio! —Poniendo a prueba su determinación, la besó—. Yo podría ganar esta batalla, ¿verdad?

Sin aliento, Catalina puso firmemente una mano sobre su pecho.

—Compórtate, Matías.

—Me estoy comportando.

Ella se rio y respiró hondo.

—¡Basta! Ahora, escucha...

—Soy todo oídos.

—La Chibitaz sigue operando. Necesitaremos más hombres. Ellos traerán a sus familias.

—Si tienen familia. —Ella necesitaba recordar que pocos hombres tenían una esposa; mucho menos, hijos.

Ella prosiguió rápidamente:

—No todos los hombres que vendrán serán mineros. Algunos serán carpinteros, carreteros, leñadores, banqueros, comerciantes. Publicaremos anuncios...

Matías hizo un sonido de conformidad, escuchando solo a medias. Ella quitó las mantas y se levantó.

—¡Tiene una sola idea en la cabeza, señor Beck! —Mirándolo con el ceño fruncido, se envolvió en una manta—. ¡Debería haber reglas!

Matías alzó la cabeza y sonrió, impenitente. Ella se veía sonrojada y hermosa.

—Ay, no, cariño. No hay reglas en el amor ni en la guerra.

—Puedes dejar de mirarme así.

—¿Qué tiene de malo cómo miro a mi esposa? —Dio unas palmaditas al espacio vacío que había junto a él—. Podemos hablar en la mañana.

Catalina caminó hasta la vieja silla de City, cerca de la estufa. En la pared detrás de ella solía haber una biblioteca, la que él había mudado a su casa nueva. Recordó con cuánta desesperación había intentado Catalina salvar esos libros, y casi se arrepintió de no haber vuelto a entrar para rescatarlos de las llamas. Al menos, los diarios y las libretas de City estaban a salvo.

Catalina se sentó con las rodillas apretadas, abrazando la colcha que tenía alrededor de los hombros, su expresión era seria.

—Necesitamos un plan, Matías. El incendio fue un desastre terrible, pero también podría darnos la mejor oportunidad. Las montañas son tan bellas aquí arriba y además tenemos el río que trae agua fresca. Apenas tenemos un par de meses antes de que llegue el invierno. Podríamos diseñar un nuevo Calvada.

—¿Un nuevo Calvada?

—Podríamos presentar un plan a todos. ¡Piénsalo! La plaza del pueblo, una cuadrícula de calles con zanjas de desagües a ambos lados para que desvíen el agua de las lluvias y de los deshielos. Podríamos diseñar un sistema de distribución de agua para que no haya ninguna posibilidad de contaminación por las letrinas. La mina atraerá gente, montones de personas. Cuando lleguen, queremos que echen un vistazo y decidan que es un buen lugar para echar raíces, comenzar una familia...

Era una soñadora. Era una de las cosas que Matías amaba de su esposa: su espíritu optimista. Pero era necesario que enfrentara la realidad.

—Cuando el cobre y la plata se terminen, esas mismas personas se irán. Calvada está al final del camino, Cata. La mina Madera estaba agotándose, y ahora está cerrada por falta de dirección. La Jackrabbit está acabada. La mina Twin Peaks cerró. Calvada pasará de la bonanza a la ruina en los próximos años.

—No puedes saberlo.

—Es el ciclo natural de todo pueblo que crece rápido. La gente se irá. Las personas que tenían poco no quieren empezar de nuevo y tener menos aún. Quieren irse a Truckee, a Reno, a Placerville o a Sacramento, donde encontrarán trabajo. Muchos más volverían a su casa, si tuvieran el dinero para llegar. Cuando el pueblo muera, las edificaciones serán demolidas, los materiales reutilizables los cargarán en carretas y los llevarán a otra parte.

—Estás olvidándote de Chibitaz. Amos dijo que tiene cobre suficiente para durar años.

—Es la opinión de un hombre, que es joven e inexperto en la materia.

—Es geólogo, y se refería a la calidad del cobre que han extraído en los últimos meses.

—Y mañana podrían chocar con una pared de granito. Las minas son bonanza una semana y fracaso a la siguiente.

Catalina simplemente lo miró con esos ojos verdes llenos de confianza.

—El granito también es bueno. Se usa para construir estructuras duraderas.

—Como lápidas.

—¡Ay, Matías! —Claramente frustrada, se levantó y empezó a caminar de un lado a otro con la manta bien ajustada alrededor de su cuerpo—. Has estado aquí más tiempo que yo. ¡Debes tener algún sentimiento por este lugar!

—Sacramento es un núcleo comercial, y Henry y yo hemos planeado las rutas desde allí. California seguirá creciendo, y las mercancías necesitarán ser transportadas. Nunca fue mi plan quedarme aquí para siempre.

Ella se relajó en la silla de City.

—Pero debes sentir cierta lealtad por la gente de aquí.

—Sí, así es. Pero eso no significa que quiero que nos instalemos aquí en forma permanente. —Cuando los ojos de su esposa se llenaron de lágrimas, Matías se preocupó. La tenaz pequeña editora se había reblandecido mucho últimamente—. Dime con toda sinceridad: Cuando llegaste a Calvada, miraste alrededor y dijiste: “Este es el lugar donde quiero pasar el resto de mi vida”?

Ella se rio suavemente.

—No.

—Bien, ¿entonces?

—Durante el último año he visto lo que podría llegar a ser este pueblo.

—Cariño, no estoy diciendo que nos subiremos a la próxima diligencia ni que nos marcharemos al día siguiente que termine mi mandato como alcalde.

Catalina tomó aire agitadamente y se secó una lágrima. Otra vez tenía esa mirada perdida.

—Son las personas a quienes he llegado a querer, Matías. No soporto la idea de dejar a Sonia. Es la mejor amiga que he tenido en mi vida. Ina Bea se casará con Axel en los próximos meses. Scribe es lo más cercano a un hermano que tengo. Se casará con Millicent en Navidad, ¡y es probable que en enero tengan un bebé en camino! Quiero ver crecer a sus hijos. Y también están Wiley y Carl y Kit, Herr y el reverendo Thacker y su esposa, y otra docena de personas que son nuestros amigos. Y Fiona... —Lo miró a través de las lágrimas que desbordaban sus ojos—. Y Wyn y Elvira...

Matías vio cómo se quedaba sin energía. Bostezó y se hundió un poco. Estaba pálida, ojerosa, y parecía haber gastado todas sus palabras de esa noche. Suspirando, se levantó y volvió a la cama por iniciativa propia. Al meterse bajo las mantas, siguió mirándolo de frente.

—Usted me hace realmente feliz, señor Beck. —Deslizó su mano alrededor de él e irradió ondas de calor hacia su cuerpo, pero Scribe le había dicho a Matías que había encontrado a Catalina hecha un ovillo en el sofá, al mediodía. Parecía exhausta, y eso lo preocupaba. Ella solía palpitar vida.

Matías tuvo que contener su deseo. Ella necesitaba dormir.

—Date vuelta, cariño. —Cuando ella lo hizo, la acurrucó apretadamente contra él, como dos cucharas en un cajón—. Tal vez deberías ver al doctor. Para que se asegure de que estás bien. ¿Qué te parece?

Cuando no respondió, Matías se levantó un poco y la miró. ¡Ya se había dormido!

Pasó mucho tiempo antes de que él pudiera hacer lo mismo.

Pocos días después, la cafetería de Sonia se levantó de las cenizas como una enorme tienda de campaña, con mesas hechas con tablones y bancos para los clientes. Catalina y Matías se unieron a otros que habían perdido sus hogares. Ella estaba preocupada por Fiona.

—No la he visto desde el día en que murió Monique Beaulieu. Quiero asegurarme de que está bien. —Sabía que Matías valoraba la lealtad tanto como ella—. Y Elvira también, desde luego.

Él miró el plato intacto y frunció el ceño.

—¿Por qué no estás comiendo?

—No tengo hambre. —De hecho, se sintió mareada al ver la comida en el plato de él.

—¿Te sientes enferma? ¿Ya visitaste al doctor Blackstone?

—No, estoy bien. Seguramente es porque estoy agotada.

—Y no es para menos. —Sus ojos se iluminaron—. Anoche te sentías bien. —Sonrió—. Yo mismo estoy bastante cansado esta mañana.

Ella se ruborizó y le dirigió una mirada severa.

—Guarde silencio, señor Beck —susurró, pero él se rio por lo bajo. Catalina dobló su servilleta, la puso sobre la mesa y se levantó para irse.

Matías la agarró de la muñeca.

—Un beso antes de irte.

—¡No en público, por favor!

—El lugar está vacío y no te dejaré ir hasta que me obedezcas. —La miró con una sonrisa traviesa.

—Muy bien. —Se inclinó hacia él. Cerró los ojos y ella le plantó un beso en la frente y se fue rápidamente, mirándolo divertida por encima del hombro.

Cuando Catalina dobló en la esquina, vio a Wyn Reese en la puerta de la casa de Fiona.

—¡Wyn! ¿Qué haces en el pueblo?

Él giró rápidamente y su rostro se puso rojo.

—Señora Beck, no esperaba verla aquí. Solo quería pasar a ver y asegurarme...

—Fiona y Elvira son amigas mías.

—¿Lo son? —Arqueó levemente las cejas—. Bueno, me parece bien.

—Lamento tu pérdida, Wyn. —Parecía desconcertado, y ella continuó, ahora insegura—: Sé que tú y Monique eran... amigos. —Se ruborizó, sintiendo que había cometido un error. Él se veía incómodo.

—Algo parecido. —Sonó lúgubre—. Era problemática. La verdad es que yo esperaba que dirigiera su cariño hacia otro, porque... —Sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Levantó la vista a la ventana, abatido—. Yo... Será mejor que me vaya. Debería estar en la mina. —Torció la boca—. La jefa podría despedirme. —Inclinó la cabeza—. Buen día, señora Beck. —Retrocedió, se puso el sombrero y se fue caminando.

La puerta se abrió y Elvira se asomó.

—Ah. Señora Beck. Creí escuchar que llamaban a la puerta. —Vio a Wyn Reese alejándose y pareció desilusionada.

—¿Puedo entrar?

—Ay, no. Fiona dijo que no la deje entrar.

—Bueno, voy a entrar. —Catalina atravesó el umbral—. ¿Cómo está Fiona?

—Está afligida. —Elvira parecía una niña a punto de ser regañada—. Se culpa a sí misma por la muerte de City.

—Hablaré con ella. —Catalina comenzó a caminar por el pasillo hacia el cuarto de Fiona, pero tenía otro asunto en mente—. ¿Conoces a Wyn Reese, Elvira?

Elvira desvió la mirada.

—¿Por qué querría saberlo?

—Él estuvo aquí. Afuera.

—Ah, bueno, a veces viene. Monique les decía a las chicas que él era su pretendiente.

Catalina sintió un escalofrío al escuchar esas palabras.

—¿Conociste a Wyn aquí?

—Oh, no. Lo conocí antes de venir aquí. Él y mi esposo eran amigos. —Elvira levantó un hombro en un gesto desanimado—. Imagino lo que pensará de mí ahora que trabajo en un lugar como este. —Sus ojos se humedecieron y brillaron—. Nunca olvidaré la mirada en sus ojos la primera vez que me vio aquí. —Se llevó la punta de los dedos a los labios—. Nunca me había sentido tan avergonzada. —Pestañeó rápidamente—. Wyn trabaja en su mina, ¿verdad?

Catalina vio algo en los ojos de la joven que le dio a entender sentimientos que iban más allá de una amistad con el hombre.

—Es mi capataz. —Tenía la intención de subir a la Chibitaz inmediatamente después de hablar con Fiona. Posó una mano en el brazo de Elvira—. La vida puede cambiar en...

—Es demasiado tarde, señora Beck. Le agradezco que haya hablado conmigo. Nadie más lo hace. —Caminó hacia la entrada—. Ya sabe dónde está el cuarto de Fiona.

Fiona estaba pálida. No habían pasado ni dos minutos desde que Catalina había entrado en la habitación, cuando Fiona se echó a llorar.

—Es mi culpa que su padre esté muerto, Catalina.

Catalina se sentó y le tomó la mano.

—No podría haberlo sabido.

—Supe que era conflictiva desde el primer momento. Estaba asustada y, luego, se instaló y noté que había algo siniestro en ella, su arrogancia, su posesividad. Estuve pensando en aquellos días y recordé cómo estaba después de que City pasó esa primera noche conmigo. Estaba furiosa. Dijo algunas cosas hirientes. Pero nunca pensé... —Se llevó unos dedos temblorosos a las sienes—. Y luego Sanders. Las señales estaban ahí. Solo que no las vi. —Se apoyó en el respaldo; se veía agotada y deprimida—. Ya fue suficiente para mí. Venderé la casa y me iré de Calvada. Hay demasiados recuerdos aquí.

—¿Adónde irá, Fiona?

—A otro pueblo minero. —Sonrió desoladamente—. Y ¿quién sabe? Quizás hasta intente otro oficio.

—Espero que lo haga, y que así encuentre la felicidad. ¿Qué pasará con las otras mujeres?

—Las llevaré conmigo.

—¿Le molestaría si Elvira se quedara aquí?

Fiona dejó escapar una risa débil.

—Ojalá lo haga. No es muy buena para este trabajo. Se siente tan mal, que hace sentir culpables a los clientes. —Estudiando a Catalina, ladeó la cabeza—. ¿Por qué lo pregunta?

—Se me acaba de ocurrir una idea, pero no quiero hacer ninguna suposición ni darle falsas esperanzas a Elvira.

—Me siento responsable por ella. —Fiona caminó con Catalina hasta la puerta—. Calvada no ha sido lo mismo desde que usted llegó, Catalina. —Su sonrisa fue cariñosa—. Es como si hubiera continuado donde City lo dejó. Él habría estado tan orgulloso de usted.

Catalina sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¿Está segura de que no puede quedarse y empezar de nuevo aquí?

Fiona suspiró largamente.

—Las mujeres como yo no pueden librarse de su pasado si se quedan en el mismo lugar.

Catalina la abrazó.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por amar a mi padre.

—Eso era fácil. Lo difícil fue perderlo.

Apenas Catalina salió de la casa de Fiona, se fue a la caballeriza y alquiló un carruaje. Cuando llegó a la mina, Amos la puso al día sobre el negocio. Ella lo interrumpió y pidió ver a Wyn Reese por un asunto personal. Amos, claramente curioso, no hizo preguntas, sino que mandó a uno de los hombres al túnel para localizarlo.

Wyn entró a la oficina cubierto de polvo y con el rostro mugriento. Amos se excusó y los dejó solos. Wyn enfrentó a Catalina como si ella tuviera un rifle apuntando hacia su pecho.

—¿Me mandó a llamar, señora Beck?

Catalina sabía que estaba metiendo la nariz en sus asuntos, pero, a veces, esperar a que un hombre se decidiera era dejar pasar la oportunidad dada por Dios.

—¿Le importa lo suficiente Elvira Haines como para casarse con ella?

Él no habló por un momento; luego, exhaló apesadumbrado.

—Una vez la vi en el salón de Fiona y me miró como si yo fuera... no sé. —Se restregó el cuello—. Dudo que ella quiera tener algo que ver conmigo.

Catalina no pudo dominar su impaciencia.

—¡Wyn! ¿Le importa?

—Claro que me importa. Muchísimo. —Su rostro estaba rígido y atormentado—. Me importaba cuando Walter estaba vivo y la trataba mal. Hacía todo lo posible para mantenerlo alejado de la casa cuando él bebía, y...

—A partir de este momento, tiene el día libre. Consiga una muda de ropa limpia, vaya a los baños públicos y lávese. Que le corten el cabello y la barba. Luego, vaya y sáquela de la casa de Fiona.

—No sé si...

Yo lo sé. Y es una orden, señor Reese. —Cuando se quedó indeciso, ella suspiró, exasperada—. ¡Póngase en marcha!

Wyn parecía atónito; luego, se rio.

—Sí, señora. ¿Esto es lo que Matías soporta todos los días?

Catalina sonrió.

—El señor Beck da tanto como recibe, señor Reese. Ahora, vaya y rescate a su dama.

—Bueno, lo que sea que te causó molestias estomacales esta mañana, ya pasó. —Matías soltó una risita, mirando el plato vacío de Catalina. Había comido el filete, el puré de papas, la calabaza de verano y acababa de terminar una gran porción de pastel de manzana—. Comiste más que yo.

—¡Tenía hambre! —Terminó de beber su vaso alto de leche antes de contarle lo que había hecho a lo largo del día. Matías se apoyó en el respaldo con aspecto engreído y feliz, mientras la escuchaba hablar de Wyn Reese y Elvira. Se preguntó si ella se daría cuenta de lo irónico que era que la mujer que una vez se opuso tanto al matrimonio ahora hiciera de casamentera. Relajándose, ella le habló de los planes de Fiona Hawthorne para irse de Calvada.

—Ella te agrada, ¿verdad?

—Sí, me gusta. Al principio, cuando llegué, no quería hablarme porque le preocupaba perjudicar mi reputación, como si yo no me ocupara de eso por mi parte. Es amable y generosa. Si tuviera las habilidades que tiene Sonia, su vida sería muy distinta.

—Parece como si estuvieras a punto de echarte a llorar.

—Bueno, es que no quiero que se vaya, pero entiendo por qué debe hacerlo. —Catalina tragó con un nudo en la garganta, preguntándose por qué últimamente tenía las emociones tan a flor de piel. Todas las pérdidas desde el incendio, desde luego—. Está de duelo por mi padre; Matías, se echa la culpa de algo que no fue su culpa.

Matías apoyó una mano sobre la suya.

—Eran buenos amigos.

—Ah, eran mucho más que amigos. —Logró contener las lágrimas—. No sabría nada de mi padre si no fuera por ella. —Una lágrima se escapó. La limpió rápidamente—. No sé qué me pasa últimamente.

—Ha sido una temporada difícil, Cata. Trabajas desde temprano en la mañana hasta la noche.

—Igual que tú. Y no veo que se te llenen los ojos de lágrimas.

—Tengo mis momentos, pero soy hombre y no me está permitido demostrarlo. —Le habían dicho que era el hombre idóneo para el puesto de alcalde, pero había sido la crisis lo que le hizo ver cuánto le importaba la gente de Calvada—. ¿Se te acabaron las palabras, cariño? —dijo él en tono seductor, pero se veía serio.

—Estoy tan cansada que quizás deberías cargarme —dijo bromeando a medias.

—Quiero que mañana a primera hora veas al doctor.

Catalina lo aceptó apenas con un sonido.

—Hablo en serio, Cata. Mañana temprano. —La tomó de la mano para volver caminando a su casa, dejando que ella marcara el ritmo.

El doctor Blackstone habló brevemente con Catalina y llamó a su hija, explicándole que, aunque no iba a la facultad de Medicina por la distancia y el costo, ya sabía mucho, y lo que había aprendido en Sacramento serviría para Catalina. Perpleja, Catalina saludó a Millie cuando la muchacha se sentó en la otra silla, frente al escritorio del doctor.

Catalina ya sabía que Millie era inteligente y apasionada. Como Catalina, la muchacha leía todo lo que caía en sus manos, y el doctor tenía una cuantiosa biblioteca de libros de medicina.

Millie miró a su padre.

—¿Cuáles son los síntomas?

Él leyó las notas que había tomado sobre los síntomas de Catalina: náuseas durante las últimas dos semanas, que frecuentemente estaba exhausta y dormía siestas como nunca lo había hecho, y una sensibilidad extraña.

—¿Dónde?

Él se ruborizó.

—No lo dijo, y yo no lo pregunté.

—Bueno, creo que ya lo sé. —Millicent tocó su corpiño y la miró con una sonrisa—. Oh, no es necesario que esté tan preocupada, señora Beck. No tiene absolutamente nada malo que no se resuelva con el tiempo. —Su padre carraspeó, pero ella le estaba prestando toda su atención a Catalina—. ¡Está preñada! ¿No es maravilloso?

El doctor Blackstone frunció el ceño.

—Millie, esa es una palabra que no usamos.

—¿Por qué no? ¿Acaso un granjero dice que su vaca espera familia?

Catalina abrió la boca, y después la cerró.

—No se avergüence, Catalina. No es que usted y Matías hayan transgredido los mandamientos. Están casados y son personas sanas. No es para sorprenderse que hagan bebés.

Catalina seguía aturdida y sentía el rostro cada vez más acalorado, intentando asimilar la información, mientras Millie resoplaba ante la callada reprimenda de su padre de tener cuidado de no decir demasiado muy pronto. Entornando los ojos hacia arriba, Millicent se inclinó hacia Catalina.

—Es uno de los temas que las facultades de medicina descuidan por un ridículo sentido de delicadeza moral. ¡Santo cielo! Le pregunto a usted: ¿Qué es más natural que una mujer tenga un bebé? Es el acontecimiento más bendito de su vida. Espero que Scribe y yo tengamos una docena.

El doctor Blackstone tosió y se puso de pie.

—Dejaré que mi hija hable con usted, Catalina. Puede que sea joven, pero sabe mucho más sobre su estado que muchos hombres del campo de la medicina. Me ayudó a traer al mundo varios bebés mientras yo hacía las prácticas de medicina en Sacramento.

—Que es una de las razones por las que vinimos aquí —comentó Millicent secamente—. Las madres novatas no se oponían, pero había personas que pensaban que yo no debía saber nada sobre cómo se hacen los bebés y, menos aún, que fuera partera a mi edad. Yo era una especie de escándalo.

—Tú y yo tenemos mucho en común, Millie. —Catalina aprendió más sobre las cosas de la vida durante la hora que pasó con Millicent, que las que Matías le había enseñado desde que se habían casado. Cuando Millicent terminó de explicarle lo que sabía sobre el desarrollo del bebé, Catalina se había quedado sin habla, impresionada.

—¿No es maravilloso el plan de Dios? —Millicent tomó la mano de Catalina y la apretó—. Las mujeres tenemos el privilegio de traer vida al mundo. —Se rio como una niñita—. Por supuesto, los hombres hacen su partecita... así es que debemos ser agradecidas. Ellos aceptan más responsabilidad conforme crece el hijo. O es lo que uno espera.

—¿Por qué no desde el principio? —se preguntó Catalina en voz alta.

—¿Se imagina a un hombre ofreciéndose voluntariamente a cambiar pañales? —Millicent se rio de la idea—. Y ellos carecen de la capacidad para alimentar al bebé, ¿no es cierto? —Dio una palmadita sobre la mano de Catalina, como lo haría una mujer mayor con una mucho más joven—. Trate de no preocuparse. —Millicent podía estar muy segura de sí misma, pero el hecho de que le dijera a Catalina que no se preocupara solo hizo que se preocupara más—. ¡Pero ore pidiendo que no tenga mellizos la primera vez!

Ese comentario la dejó paralizada de miedo. Todavía estaba adaptándose a la idea de que esperaba un niño. ¿Qué diría la gente de esto, cuando ella había dejado en claro públicamente que tenía la intención de permanecer soltera? Su boca hizo una mueca.

Mientras volvía caminando a la oficina de la Voz, Catalina fluctuaba entre la euforia y el terror. A pesar del entusiasmo de Millicent, Catalina sabía que las mujeres morían dando a luz. Y se sentía mal preparada para ser una buena madre. ¿Qué diría Matías? ¿Querría esconderla como Lawrence Pershing había ocultado a su madre hasta que nació el hermanito de Catalina? Tenía demasiado trabajo pendiente, ¡y tenía que moverse por el pueblo y sus alrededores para hacerlo!

Matías y otros tres hombres estaban en la oficina delantera de la Voz, inspeccionando unos bocetos rudimentarios. Su marido levantó la vista y guiñó un ojo.

—¿Quieres echar un vistazo a lo que pusiste en marcha?

Distraída, se encogió de hombros.

—Creo que necesito acostarme. —Bandido saltó del sofá y la siguió al departamento. Cerró la puerta y se desplomó en la cama. Bandido subió de un brinco junto a ella y apoyó la cabeza sobre su regazo, entornando los ojos para poder mirarla con simpatía canina. ¿Sentiría el perro que ella estaba encinta? Acarició la cabeza de Bandido—. ¿Puedes? —Él levantó la cabeza con las orejas erguidas, curioso.

Los hombres hablaban en voz baja. La puerta del frente se abrió y se cerró. Matías entró al departamento.

—¿Qué dijo el doctor?

—Será mejor que te sientes. —Se puso pálido y ella vio el temor en sus ojos. Quiso calmar sus temores—. No estoy enferma.

—Entonces, ¿qué problema tienes?

—Nada. —Se ruborizó—. Estoy embarazada.

Matías se quedó helado, mirándola. Luego exhaló, aliviado.

—Gracias a Dios.

Al parecer, Matías había pensado que ella tenía alguna enfermedad espantosa y que le quedaba poco tiempo en este mundo. Esperó a que él asimilara más profundamente la noticia.

—Un bebé. —Él sonreía como si acabara de encontrar oro. Le agarró las manos, la alzó y la tomó en sus brazos, y hundió su rostro en la curva de su cuello—. ¡Alabado sea Dios! — Retirándose, tomó su rostro entre sus manos, sus ojos estaban llenos de gozo y una copiosa medida de orgullo masculino—. Tendremos que pensar en un nombre.

—Es un poco pronto, creo. No sabemos si es un niño o una niña. —Catalina no pudo evitar participar de su emoción.

—Algo fuerte para un varón. Daniel es un buen nombre. Y algo tierno y dulce para una niña...

Catalina levantó el mentón.

—Débora. —La profetisa, jueza y comandante militar bíblica—. Por otro lado, si tenemos otros...

—Si Dios quiere. —Matías acomodó un rizo detrás de su oreja—. Nos esforzaremos para eso.

—¿Les pondremos nombres con D, también? ¿Damaris, David, Dorcas...?

—Podríamos comenzar por el principio del alfabeto. Abigail, Adán.

Lo miró con el ceño fruncido.

—¿Cuántos hijos quieres?

—Tantos como nos dé Dios. —Sonrió con satisfacción—. Los sabios dicen que la mejor manera de manejar a una mujer es tenerla descalza y embarazada. —Cuando ella retrocedió, la atrajo hacia él—. No te preocupes. Me aseguraré de que tengas pantuflas, zapatos, botas, y haré todo lo posible...

—¡Ay, silencio! —Catalina se recostó hacia atrás, clavando su dedo en el centro del pecho de Matías—. No pienses que esto me mantendrá confinada en la casa y al servicio del hogar.

Él atrapó su dedo y lo mordió en la punta.

—¿Publicarás la noticia en la Voz, o tengo permiso para pararme en medio de la calle Campo y anunciarlo a todo el mundo?

Ella se sentía como si su sangre estuviera efervesciendo. ¡Un bebé!

—Supongo que podríamos hacer las dos cosas.

Al principio, las apuestas fueron sobre si el bebé sería niño o niña. Ahora, con su tamaño cada vez mayor, los hombres apostaban si tendría mellizos. Hasta los mineros habían elegido fechas y comenzaron un pozo para el ganador. Estar embarazada no impidió que Catalina siguiera yendo a la mina Chibitaz una vez por semana para reunirse con Amos Stearns, Wyn Reese, Jian Lin Gong y varios otros jefes operativos.

Esta mañana, Catalina había visto a un hombre subiendo la ladera empinada que había al otro lado de las oficinas de la mina. Cuando Wyn salió para ayudarla a subir la escalera, ella le preguntó sobre el visitante.

—Ese es el “Loco Klaus” Johannson. Saltó de un barco en San Francisco y vino a trabajar aquí. Dice que nuestras montañas le recuerdan a Suecia. Comenzó a trabajar en los turnos de la noche para tener los días libres. Tarda dos horas en subir allá arriba, y menos de diez minutos en bajar. He visto a hombres que hacen algunas cosas descabelladas por diversión, pero verlo bajar de esa montaña me parece una loca carrera hacia la muerte.

—Me gustaría ver lo que hace.

Catalina acababa de terminar la reunión, cuando uno de los empleados entró. El sueco había llegado a la cima.

—Tengo una silla y una manta listas para usted, señora Beck, para que esté cómoda y abrigada mientras mira.

No permaneció sentada mucho tiempo. Tomando aire, se paró en la barandilla mientras el Loco Klaus zigzagueaba a un lado y al otro por la pendiente blanca, levantando abanicos de nieve con cada giro brusco. A mitad de camino, se inclinó, metió los palos debajo de sus brazos y descendió disparado en la parte más escarpada, dirigiéndose a un montículo a una velocidad vertiginosa. Se elevó rápidamente en el aire lanzando un grito resonante de pura alegría, hizo una voltereta hacia atrás y aterrizó parado para ser aclamado por una docena de hombres que contemplaban el espectáculo. Girando su cuerpo hacia ambos lados, se deslizó velozmente los últimos treinta metros y se detuvo. Se quitó las tablas atadas a sus pies, las cargó sobre sus hombros y, nuevamente, emprendió la subida.

—Tiene tiempo para una vuelta más —le dijo Wyn—. Dice que esas cosas se llaman esquíes.

El corazón de Catalina aún estaba acelerado.

—¡Me sorprende que no haya hombres haciendo una cola para aprender a hacer eso! —Ella lo haría si no estuviera esperando un bebé.

—Lo hacen. Seis tontos están tallando y alisando las tablas...

Durante el regreso a casa, Catalina tuvo tiempo para pensar en el futuro de Chibitaz, en Calvada y en el Loco Klaus bajando de la montaña en esquíes. Matías estaba dirigiendo una reunión en la sala de su casa recientemente reconstruida. Todos los hombres se pusieron de pie cuando Catalina entró. Matías levantó un poco las cejas al mirarla.

—¿Buenas noticias?

—¡Oh, sí! —Se rio ella quitándose los guantes, mientras se dirigía a la cocina donde guardaba algunos materiales para escribir. Arrojó su capa sobre una silla y se puso a trabajar, escribiendo listas de cosas que tendrían que hacerse para poner en marcha el plan.

Unos minutos después, Matías se recostó contra el marco de la puerta, observándola.

—Parecías a punto de explotar cuando entraste por la puerta.

—Me siento a punto de explotar, pero Millie dice que todavía faltan unas semanas más.

—Los hombres tienen mucho dinero en juego por la fecha.

—Eso me han dicho. —Ella entornó los ojos—. Necesitan tener cosas mejores que hacer con su dinero que apostar. —Sonrió.

—Oh-oh. ¿En qué clase de plan alocado estás metiéndonos esta vez?

—Es solo una idea. —Dejó escapar una risita—. Un futuro alternativo para Calvada, si la mina cierra alguna vez.