5

LA LLUVIA HABÍA AMAINADO CUANDO Matías salió de la cafetería de Sonia. Después de dos días tormentosos, los caminos apenas estaban en condiciones transitables. Divisó a Catalina con las faldas levantadas por encima del barro, mientras trataba de cruzar la calle hacia la cafetería. Su capa se inclinaba y, con cada paso que daba, juntaba más barro y peso. Patinó y extendió las manos, tratando de recuperar el equilibrio, pero se resbaló y cayó sobre el polisón en su parte trasera en medio de la calle Campo. Cuando trató de levantarse, sus manos se hundieron hasta las muñecas en el lodo. Scribe, siempre en guardia por ella, voló raudamente por la acera para rescatarla. Brincó por el barro para ayudarla a levantarse, pero sus fervientes esfuerzos empeoraron la situación y la hicieron más entretenida. Riéndose por lo bajo, Matías contempló cómo el muchacho, accidentalmente, tiró el sombrero de Catalina. La brisa matinal lo hizo rodar por la calle, sobresaltando a un caballo que se encabritó y lo pisoteó. Una pluma solitaria se despidió cuando la rueda de una carreta la aplastó bajo el lodazal.

Decidido a ser su caballero de brillante armadura, Scribe trató de levantarla. Cuando sus manos se resbalaron bajo sus axilas, sus dedos se aventuraron un poco más, haciendo que su alteza se apartara bruscamente y profiriera un chillido escandalizado. Lo golpeó y lo empujó hacia atrás, mientras ella se levantaba a medias. Y ahí quedó tendido el chico, con los brazos y piernas abiertas.

Matías se rio. ¿Cómo podía no hacerlo? A pesar de la mirada feroz que ella le lanzó, no se detuvo. Podría haberla dejado sentada sobre su aristocrático trasero si una carreta no hubiera doblado en la esquina, prometiendo un desastre de otro tipo. Matías agarró la brida del caballo que iba adelante.

—Tranquilo, ya. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los dos que trataban de desatascarse de la calle—. Tenga cuidado de no pasar por encima de ellos. Arruinaría el espectáculo. —El conductor se rio y guio cuidadosamente a los caballos para esquivar a la pareja que forcejeaba por ponerse de pie.

Compadeciéndose, Matías caminó por la calle y se paró frente a ellos.

—¿Necesita una ayudita, milady? —Ver las sucias huellas digitales de Scribe en el corpiño de ella lo hizo sonreír abiertamente.

Con el rostro rojo, Catalina trató de levantarse otra vez, pero el barro acumulado en su capa larga hasta los pies la arrastró hacia abajo.

—Permítame... —Se inclinó hacia adelante, pero ella intentó golpearlo. Él retrocedió y esquivó el chorro de barro que ella lanzó. La princesa bostoniana parecía cualquier cosa menos una dama, agachada con las piernas separadas, las manos extendidas y chorreando, y aún así sonó remilgada.

—Gracias, pero ya estoy de pie y... —Dio un paso, patinó, se deslizó, chilló y cayó hacia atrás.

Aunque sintió la tentación de dejarla caer, Matías la agarró del brazo y la estabilizó.

—La he visto en mejor estado, señorita Walsh. Pero no tiene que preocuparse ahora. Tengo una espalda buena y fuerte. —Soltó el broche de su capa, se la quitó de los hombros y se la lanzó a Scribe.

Los ojos de Catalina se abrieron completamente.

—¿Qué cree que está haciendo?

—Pesará cinco kilos menos sin ella. —Le dijo a Scribe que se la llevara a Jian Lin Gong, y entonces, levantó a Catalina en sus brazos—. No me acaricies el cabello con tus dedos, cariño.

—¡Bájeme! —Se sacudió ella—. Puedo caminar.

—Todos vimos lo bien que puede hacerlo. —Su risa murió en un gruñido—. Tiene unos codos muy puntiagudos, señorita Walsh.

Ella iba como un pájaro cautivo.

—Esto no es apropiado en absoluto.

—¿Y revolcarse en el lodo sí lo es?

—No estaba revolcándome en el lodo.

—Si sigue retorciéndose, ambos iremos a parar al barro y le garantizo que no terminará encima en un combate de lucha libre conmigo.

Cada músculo de su cuerpo se puso rígido.

—Usted, señor, no es un caballero.

—Nunca dije que lo fuera. Por otro lado, usted tampoco parece una dama en este momento.

Derrotada, con el rostro sonrojado, ella se relajó.

—Le daría las gracias si no supiera cuánto está disfrutando este espectáculo.

Sonia estaba parada frente a su cafetería, con las manos en las caderas.

—No te atrevas a traerla aquí, Matías. No hasta que se haya lavado.

—Sí, señora. —Él cambió de dirección—. ¿Qué le parecen los baños públicos, señorita Walsh?

—A casa. Por favor, señor Beck.

—Tengo una mejor idea. —Cruzó la calle y caminó enérgicamente por la acera, se puso de espaldas y atravesó las puertas de su cantina, agradeciendo que ella estuviera demasiado estupefacta como para protestar. Sintió que volvía a ponerse tensa y después encogerse en sus brazos cuando vio las mesas de apuestas, las ruedas de ruleta, la barra larga y pulida junto a la que había una hilera de hombres mirando fijamente, el enorme espejo de marco dorado que él había pedido del Oriente y por el que había pagado un dineral para que lo trajeran a Calvada. A Matías le gustaba saber lo que sucedía a sus espaldas cuando mantenía una conversación con alguien en la barra.

—¿Dónde estás llevando a la dama, Matías? —gritó un hombre desde la barra y se rio.

Sin responder, Matías cargó a Catalina hasta la planta alta, abrió una puerta empujándola con el hombro y la dejó de pie en medio del mejor cuarto del hotel. Todos los cuartos estaban bien amueblados, pero este tenía una gran cama de bronce tapada con edredones de plumas, una cómoda y un armario de madera de cerezo, un lavamanos de mármol con un cuenco y una jarra de cerámica azul y blanca, además de otros servicios. Indudablemente, esta muchachita bostoniana estaba acostumbrada a algo mejor, pero esto era lujoso para el nivel de Calvada.

El fuego había sido preparado, pero no encendido. Matías dejó callada e inmóvil a Catalina, y tomó un fósforo de la repisa de la chimenea. Encendió la yesca debajo de los troncos.

—Haré que suban agua caliente y jabón. La bañera está detrás del biombo; las toallas, en la repisa. Hay una bata en el armario. Le enviaré un mensaje a Sonia. Ella irá a su casa a buscar lo que necesite y lo traerá.

Matías se incorporó y la observó mientras ella volvía a mirar la habitación. Comparando, sin duda. Su ropa indicaba que venía de un hogar adinerado, que probablemente había crecido en una mansión.

Seria y con el rostro pálido, lo miró a los ojos con una dignidad seria.

—Gracias por su ayuda, señor Beck.

Él no vio burla en su expresión, tampoco estaba fingiendo.

—De nada. —Aunque estuviera cubierta de barro, se sentía atraído por ella. Recorrió su cuerpo con la mirada mientras ella volvía a observar el lugar.

—Es una habitación muy agradable.

No detectó sarcasmo.

—¿Le gustaría mudarse aquí? —Él vio que no entendió la insinuación y se alegró por ello.

—Es tentador, pero no puedo pagarlo. Y he trabajado mucho por convertir mi casita en un hogar para mí. ¿No le parece?

¿Un hogar? ¿Realmente quería saber su opinión sobre el antro desordenado al que había entrado el día que él, Scribe y Herr se reunieron para hablar con ella sobre su herencia? El lugar era apto para un soltero. Pero ¿para una dama?

—No lo logrará como sombrerera. Su vestido probablemente cueste más de lo que un minero gana en tres meses, señorita Walsh.

—Lo sé. —Reconoció ella sin titubear.

—Usted no encaja en Calvada.

—Quizás no. —Se encogió de hombros—. Pero aquí estoy.

Matías tuvo la sensación de que estaba a punto de llorar. Apretó sus manos enlodadas delante de ella; cada centímetro de su persona se veía como una alumna castigada.

—Será mejor que me asee para poder irme.

—No hay prisa.

Cerrando la puerta al salir, él se quedó en el pasillo con el corazón galopante.

Abbie Aday, y probablemente todos los demás en el pueblo, se habían enterado del incidente de Catalina en la Campo.

—Le ocurre a todo el mundo —dijo Abbie—. Será peor en pleno invierno. El lodo se hiela y entonces es peligroso. Si te resbalas y te caes en ese tiempo, te romperás los huesos.

—Es por eso que necesito un par de botas buenas y duraderas. —Los finos zapatos de cuero de Catalina tenían suelas lisas y adecuadas para Boston y los paseos en carruaje, pero no para un lodazal en las montañas de Sierra Nevada. Necesitaba algo sólido que la mantuviera en el suelo.

Claramente, Abbie no estaba de acuerdo.

—Oh, pero...

—Cállate, Abbie. —Nabor ya estaba sacando cajas—. Botas para niños. —Necesitaron varios intentos para encontrar un par suficientemente pequeño que le quedara a Catalina. Ella tomó nota del precio. Abbie negó con la cabeza y empezó a decir algo, pero Nabor la hizo callar con una mirada—. Lo que la dama quiera, la dama tendrá. —Otro cliente le dijo a Catalina que derritiera cera y la frotara sobre el cuero para impermeabilizar su compra.

Cuando Catalina se probó un abrigo de hombre largo hasta la cadera, Abbie se horrorizó. Catalina estaba cansada de tiritar cada vez que salía de su casa. Le acortaría las mangas, haría un gorro con los retazos, le añadiría una rosa de seda y bordaría algunos detalles para darle un toque femenino general.

—No vas a comprar eso también, ¿o sí, Catalina?

—¡Mujer! —gruñó Nabor—. Ve a pesar y embolsar frijoles. —Su tono y los modales desagradables hacia su esposa enfurecían a Catalina, pero sabía que si decía algo solo haría enojar más a Nabor Aday y empeoraría la situación de Abbie.

—También me gustaría comprar botones y cintas. —Había encontrado una solución para mantener los dobladillos de su vestido fuera del barro. Las novias sujetaban en alto sus vestidos largos para poder danzar después de la boda. Ella podría hacer la misma reforma para evitar que sus dobladillos se arrastraran.

Catalina había visto de antemano los precios de todo, antes de elegir, pero cuando Nabor contabilizó los artículos, el total sumaba varios dólares más. La había engañado cada vez que ella había entrado en la tienda. La primera vez fueron solo unos centavos; luego cincuenta, y ahora más. Ella no había dicho nada por su amistad con Abbie, pero no podía permitirse el costo de que esto continuara.

Hizo una lista del precio de cada artículo y puso la suma correcta en el mostrador.

—El abrigo era más caro.

—El costo del abrigo está en la etiqueta que usted arrancó, Nabor. Está en su bolsillo.

Con el rostro enrojecido y furioso, él empezó a decir algo, pero notó que otros clientes se acercaban. Barrió el dinero sobre el mostrador hacia su mano. Ruborizada, Abbie se ocupó con algo en el mostrador. Mantuvo la cabeza gacha. Cuando Nabor se dio vuelta para ayudar a otro cliente, Catalina le susurró una disculpa a Abbie. Sintió el ardor de las lágrimas cuando se paró en la acera afuera de la tienda.

De camino a casa, Catalina notó cómo su abrigo y sus botas atraían algunas miradas sorprendidas, pero se limitó a saludar con una sonrisa y siguió caminando. De todas maneras, ¿quiénes diseñaban las modas? Desde luego, no las mujeres que las usaban. ¿Acaso no tenía puesto un corsé de varillas tan ajustado que le dificultaba respirar el ligero aire de montaña? ¿Cuántas veces en el pasado había leído detenidamente el Libro para damas de Godey y suspirado por el último grito de la moda? Y Lavinia, la costurera de la familia, siempre había sido diligente para replicar cualquier cosa que llamara la atención de Catalina, agregando sus propios toques exclusivos que sobresalían entre todas las otras jóvenes cuyas costureras hacían exactamente lo mismo. La competencia era interminable, ¿y para qué? ¿Para atraer a un esposo?

Con las manos calientes y hundidas en los bolsillos de su abrigo, Catalina se sobresaltó cuando alguien la llamó por su nombre. Al darse vuelta, vio a Morgan Sanders sentado en lo alto de su carruaje, vestido con un traje elegante y un sobretodo grueso de lana. Se empujó ligeramente hacia atrás el sombrero y la inspeccionó con cierta sorpresa.

—No estaba seguro de que fuera usted. ¿Es un abrigo de hombre el que trae puesto?

—Y es de buena calidad, también. Acabo de comprárselo a Aday. Ahora estoy abrigada y cómoda. —Levantó el cuello y sonrió.

—¿Y botas de hombre?

Evidentemente, él no lo aprobaba. Y a ella no le importaba.

—Son botas de niño, en realidad, y bastante prácticas.

Su sonrisa tenía reproche.

—Espero que no use ninguna de esas cosas para la cena que arreglé para nosotros esta noche. Vendré a buscarla a las seis.

¿Quién se creía él que era? ¿El rey de la montaña? Su suposición encendió el mal genio en ella.

—Gracias por su amable invitación, incluso con tan poca antelación, señor Sanders, pero ya tengo un compromiso para esta noche. —La expresión de él cambió. Ah, otro hombre al que no le gustaba ser rechazado. Y a ella no le gustaba que decidieran por ella. Siguió caminando.

Morgan Sanders mantuvo su caballo al paso de ella.

—Tengo más para ofrecerle que cualquier otro hombre en este pueblo.

Había conocido hombres así en Boston que le desagradaban tanto como él. Pensó que debía ser sincera y no hacerle perder el tiempo a nadie.

—No estoy buscando esposo. —Se detuvo y lo enfrentó—. He estado leyendo los periódicos de mi tío, y frecuentemente menciona su nombre. En este momento tengo tiempo libre, y usted parece estar yendo a su mina. Me gustaría verla.

Él pareció sorprendido y disgustado.

—¿Mi mina?

—Sí. Su mina. Por afuera y bajo tierra.

—No es lugar para una dama.

—Entiendo que se postulará para alcalde. Las minas son parte vital de Calvada. ¿No deberían interesarme?

Él le dirigió una sonrisa condescendiente.

—Si pudiera votar.

Qué amable de su parte recordarle que no tenía más derechos en California de los que tenía en Massachusetts.

—Sí, pero las mujeres tienen influencia. ¿Acaso no son sus actividades comerciales las que le dan mucho más que ofrecer que cualquier otra persona?

Sus ojos se entrecerraron.

—¿Trata de fastidiarme, señorita Walsh?

Había visto esa mirada en el rostro del juez y sabía que debía ser más cautelosa. Su mente se esforzó por encontrar una respuesta que no avivara más su talante.

—He heredado una mina, señor Sanders. No sé con seguridad qué hacer con ella.

—Véndamela.

Debió haber esperado esa respuesta, ya que era tan magnánimo y caballeroso.

—Es posible que quiera meterme personalmente en el negocio.

Esta vez, él se rio como si hubiera dicho un buen chiste. Cuando ella no sonrió, él negó con la cabeza.

—Una cosa es una sombrerería, querida mía, pero una mina es algo totalmente diferente. Su tío apenas tenía una olla para cocinar. Eso debería darle un indicio de cuánto vale su mina.

—Entonces, ¿por qué querría comprarla usted?

—Le estaba mostrando bondad a una joven bonita de recursos limitados. —Inclinó la cabeza—. Quizás me dé una vuelta. Ciertamente, usted y yo tenemos cosas de qué hablar. —Chasqueó las riendas y siguió calle abajo.

Catalina vio a Wiley Baer saliendo de la cantina de Beck. Entró apresuradamente a su casa, tomó un papel de su cajón y salió a buscarlo. Él ya se había alejado dos cuadras y se movía como un hombre con un destino. Caminando aprisa, ella acortó la distancia, pero no antes de que él llegara al final del pueblo y doblara a la derecha. Cuando ella giró en la esquina, lo vio atravesando el portón delantero de una casa de dos pisos.

—¡Wiley! ¡Espere!

El anciano se quedó paralizado y la miró boquiabierto. Ella jadeaba cuando lo alcanzó. ¿Él se había ruborizado?

—¿Qué está haciendo aquí en Gomorra?

—¿Gomorra? —Ella miró alrededor con interés. Fiona Hawthorne vivía en alguna parte de esta calle angosta, pero ahora no había tiempo para llamar a las puertas y preguntar por esa señora. Enfrentó a Wiley—. Necesito hablar con usted sobre un asunto de gran importancia.

La cortina de la ventana delantera se separó. Wiley tosió sonoramente y negó con la cabeza. Catalina le preguntó si estaba bien. Parecía exasperado, cambiando de postura apoyado en un pie y en el otro.

—No debería estar en esta parte del pueblo.

—Esta parte se ve bastante igual a la otra; al menos, es lo que me parece. En realidad, esta parece más seca. —Subió un escalón—. Necesito su pericia.

—¿Mi qué?

—Su conocimiento sobre minas, Wiley. —Bajó la voz—. Usted dijo que tiene una próspera y que la ha hecho funcionar durante años. Mi tío tenía una mina, la cual me han dicho que no vale nada. Pero él la mantuvo activa. Me gustaría saber por qué.

La puerta se abrió, dejando ver una rendija. Wiley agarró el picaporte y la cerró de un tirón.

—Volveré —dijo en voz alta. Aclarándose la garganta, miró amenazante a Catalina—. Tendría que verla.

—Por supuesto. Estoy lista cuando usted quiera.

Él escupió y sus hombros se encorvaron.

—Iremos ahora. Ya que me ha puesto en semejante estado, no querría... Olvídelo. —Bajó los escalones.

—No sé dónde está, pero esta es la concesión. —Sacó de su abrigo los papeles doblados y se los dio—. Usted conoce la zona.

—Es un alma confiada, ¿verdad? —Con cara de pocos amigos, tomó la hoja y la leyó rápidamente—. ¿Puede caminar más de tres kilómetros?

—Por supuesto. —Tenía puestos su abrigo y sus botas y estaba completamente preparada para una aventura.

—Entonces, en marcha. —Le devolvió bruscamente los papeles—. Y no ande confiándole eso a cualquiera.

Ella sonrió, esperando calmar su malhumor.

—No lo considero cualquiera, Wiley.

Él resopló.

—El camino solo llega hasta una parte del lugar donde estamos yendo.

¿Le preocupaba no poder llegar? Sí, traía un fuerte olor a whisky, pero no se había tambaleado al caminar por la acera. Iba como un evangelista hacia una misión.

—¿Quiere que alquile un carruaje para que no tenga que caminar tan lejos?

—¿Quién, yo? ¿En un carruaje? —Se burló—. ¿Parezco alguien que pasea en carruaje? Estoy preguntando si usted podrá llegar.

Wiley no era mucho más alto que Catalina, pero era considerablemente mayor.

—Creo que puedo seguirle el paso.

Una hora después, ella se preguntaba en qué había estado pensando. Ebrio o sobrio, el hombrecito enjuto y bigotudo era tan resistente como un macho cabrío y tenía el temperamento correspondiente.

—¡Vamos, vamos! —le gritó dándose vuelta cuando ella hizo una pausa para recuperar el aliento—. ¡No tenemos todo el día! —Un viento frío llegó desde las altas montañas nevadas, pero de ella salía vapor. Se habría quitado el abrigo, pero entonces tendría que cargarlo y sentía sus piernas como si fueran de caucho.

Finalmente, el camino se terminó.

—¿Ya casi llegamos? —Catalina se tomó de los costados, jadeando.

—No. —Wiley la miró fastidiado y se encaminó hacia el sendero de montaña.

Sus pulmones le quemaban, la cabeza le palpitaba y se sentía un poco nauseosa.

—¡Wiley! —suplicó.

Mirando hacia atrás, él se detuvo.

—Usted está en un penoso estado. Es la altura. Se acostumbrará a ella después de un rato.

Si es que vivía tanto.

—No se olvide. Soy de Boston. A nivel del mar... —Se agachó y levantó una mano, rindiéndose—. Por favor. Cinco minutos.

Wiley sacó una botella del bolsillo de su abrigo y se la ofreció.

—Un buen trago de esto la mejorará.

Si olía parecido a él, ella no quería probarlo.

—No, gracias.

—Haga lo que quiera. —Él tragó, metió el corcho a presión y volvió a guardar la botella en su bolsillo—. ¿Ya está lista? —Echó a andar antes de que pudiera responder y no tuvo más alternativa que seguirlo, o darse por vencida. ¿Qué pondrían en su lápida? Catalina Walsh murió dentro de su corsé. No pudo desatarlo, cortarlo ni desdeñarlo. No pudo respirar y estaba cansada. En la montaña expiró.

Vio un trozo de nieve, recogió un puñado y se la frotó en la cara.

—¡Apúrese! —le gritó Wiley—. ¡A menos que quiera ser devorada por un oso!

Con el corazón sobresaltado, miró alrededor y trató de alcanzarlo. Unos treinta metros más adelante, vio una cabaña pequeña pero sólida, junto a una ladera rocosa. Las vigas se apoyaban contra algunas piedras.

—Aquí la tiene. —Wiley empezó a apartar las vigas y dejó al descubierto la entrada a una cueva detrás de ellas. Entró. Ella lo escuchó moverse en el interior, refunfuñando para sí mismo. Un fósforo resplandeció y ella vio un farol en su mano—. ¿Qué espera? —Se volteó para mirarla, contrariado.

—¿Hay arañas allí dentro?

—Seguro, y serpientes también.

—¿Serpientes? —Lo escuchó murmurar algo acerca de las serpientes de cascabel que buscaban un lugar agradable para el invierno y se enderezó—. Esperaré aquí mientras usted entra e investiga.

Wiley se acercó a la entrada.

—Usted me hizo subir hasta aquí para ver la maldita mina, ¿verdad? Interrumpió la buena tarde de entretenimiento que yo había planeado. Suplicándome un favor, ¿no fue así? —Señaló con el pulgar hacia la penumbra—. ¡Entre aquí!

Estremeciéndose, con los ojos moviéndose rápidamente a derecha e izquierda, arriba y abajo, Catalina siguió a Wiley al interior de la mina. Se mantenía tan cerca que se tropezó con él cuando se detuvo. Él maldijo y trastabilló hacia adelante. A pesar de las profusas disculpas que ella le pidió, le gruñó.

—Deje un poco de espacio para el hombre, ¿quiere? —Murmurando otra vez, siguió adelante—. No hay más que tierra y piedras. Eso es lo que yo veo.

Siguieron avanzando mientras Catalina estudiaba las vigas de madera que sostenían las paredes y el techo del túnel. Cada vez que la tierra se escurría, sus nervios se sobresaltaban. Wiley llegó a una habitación amplia y colgó el farol en un poste.

—Al parecer, City pasaba el tiempo aquí. —Miró más de cerca, pasó las manos sobre la pared rocosa y luego se agachó para ver qué había sido amontonado en una pila—. No es plata. Desde luego que no es oro. Pero estaba guardando esto por alguna razón. —Levantó una piedra grande y la examinó—. No se parece a nada.

—Quizás, debería tomar algunas muestras para un tasador.

—Yo no confiaría en los dos que hay en Calvada. Ambos trabajan para Sanders. Tendrá que ir hasta Sacramento. Allí debe haber alguien que pueda decirle qué son esas piedras y si valen algo. Pero no estoy seguro de que valga la pena la molestia.

Catalina eligió una grande. Su curiosidad aún no había quedado satisfecha.

—Morgan Sanders ofreció comprarme la mina.

—No se atreva a venderle esta mina a Sanders. —Se quedó mirándola, consternado—. City no habría querido que usted hiciera eso. ¡No, señor!

—No tengo intención de vender, Wiley. Simplemente, me gustaría saber por qué conservó la concesión. Debe haber significado algo para él. —Hizo girar la piedra en sus manos y luego se la extendió a Wiley.

—¿Por qué me la da? Es su mina.

Resignada, la metió en el bolsillo de su abrigo, haciendo un bulto a su costado. Por fortuna, bajar de la montaña sería más fácil que subirla.

—Supongo que haré otro paseo en diligencia. —El pensamiento era desalentador—. Sacramento, ahí voy.

—Si ese es su plan, será mejor que lleve más de una muestra. —Wiley levantó un balde vacío y lo llenó hasta la mitad con rocas—. Generalmente, quieren más de una.

—¿Va a cargar eso por mí? —Catalina solo esperaba que así fuera.

Arrancando el farol del gancho, Wiley dejó caer el balde al lado de ella al salir.

—Es su mina. Llévelo usted.

Matías estaba tomando un descanso de la lectura de informes, cuando vio a Catalina que vestía un abrigo de hombre y cargaba un balde por la acera al otro lado de la calle. ¿Qué estaba haciendo? Algunos hombres empezaron a salir de las cantinas para saludarla y ofrecerle ayuda, pero ella negaba con la cabeza y los pasaba de largo. Paraba cada seis metros y lo cambiaba de mano. El pozo comunal más cercano estaba en la otra dirección, así que lo que cargaba no era agua.

Inclinándose hacia adelante, Matías dejó a un lado los papeles y observó con el ceño fruncido. Esta vez, solo anduvo cinco pasos y bajó el balde. Claramente exhausta, se limpió la frente. Otro hombre le ofreció ayuda, pero ella le indicó con un gesto que no lo necesitaba. Matías empujó la silla hacia atrás. Ella recogió el balde y cruzó Galway, subió a la acera con dificultad y siguió caminando. Su rostro estaba rojo por el esfuerzo, pero llegó a su casita, puso el balde en el suelo, abrió la puerta, luego lo arrastró al interior y cerró la puerta al entrar.

¿Qué cargaba allí? ¿Herraduras?

—¡Scribe! —Hizo un gesto con la cabeza para que el muchacho se acercara—. Ve a ver qué acaba de arrastrar milady a su casa.

—¿Qué quiere decir con “arrastrar”? —Miró hacia afuera de la ventana.

—Tenía un balde. Parecía pesado.

—Va a buscar su propia agua. Una vez traté de ayudarla, pero dijo que tenía que valerse por sí misma.

—No era agua.

—¿Cómo lo sabe?

¡Por todos los cielos!

—¡Olvídalo! Iré a averiguarlo yo mismo.

—¡No! Yo iré. —Scribe salió por las puertas batientes antes de que Matías pudiera levantarse. Cruzó rápidamente la calle y golpeó la puerta. Ella no contestó. Llamó otra vez y se abrió. Matías se inclinó hacia adelante intentando verla unos instantes, pero Scribe le bloqueaba la visión. La puerta se cerró. Scribe emprendió el camino de vuelta y entró. Pasó al lado de Matías, levantó el trapo que había desechado y volvió a lavar las mesas.

Apretando los dientes, Matías decidió no preguntar qué había averiguado Scribe. Después de unos minutos de frustración ardiente y de decirse que no era asunto suyo qué tenía Catalina Walsh en su balde, juntó sus papeles, los apiló y se dirigió a su oficina. ¿Por qué no podía terminar un día sin que Catalina le llamara poderosamente la atención? La noche anterior, incluso había soñado con ella.

Quizás necesitaba salir un tiempo del pueblo. Ir de pesca. Mala idea. Tendría demasiado tiempo para pensar mientras esperaba que alguna trucha mordiera el anzuelo. No, tenía una idea mejor. En lugar de mandar a Henry a Sacramento para que se encargara de sus trámites, ¿por qué no hacer él mismo el viaje? Podría pasar unos días revisando algunos negocios, ver cómo iban, quién los estaba dirigiendo. Una vez que la campaña para la alcaldía se caldeara, no tendría oportunidad de salir del pueblo. Gracias, City, por hacerme sentir lo suficientemente culpable para dejar que los hombres me convencieran de presentarme como candidato. Tenía tantas oportunidades de ganar como una bola de nieve en el infierno.

City se habría reído a carcajadas y le habría dicho que ya era hora de que se animara y entrara al juego.