La madre de George Jakes le preparó para desayunar beicon y tortitas de arándanos, todo acompañado de gachas de maíz.
—Si me acabo esto tendré que luchar con los pesos pesados —dijo George.
George estaba en setenta y siete kilos y era la estrella de los pesos medios del equipo de lucha de Harvard.
—Come como Dios manda y deja la lucha ya —repuso ella—. No te eduqué para que te convirtieras en un tonto que se dedica a dar puñetazos.
Se sentó frente a él a la mesa de la cocina y sirvió copos de maíz en un cuenco.
George no era tonto, y ella lo sabía. Se hallaba a punto de graduarse en la facultad de derecho de Harvard. Había terminado ya los exámenes finales y estaba bastante seguro de que los había aprobado. Ese día se encontraba en la modesta casa que tenía su madre en el condado de Prince George, Maryland, en las afueras de Washington, D. C.
—Quiero mantenerme en forma —adujo—. Puede que entrene al equipo de lucha de un instituto.
—Eso sí que merece la pena.
George miró a su madre con cariño. Jacky Jakes había sido guapa en sus tiempos, y él lo sabía; había visto fotografías de cuando era adolescente y aún aspiraba a convertirse en una estrella de cine. Todavía se la veía joven, su tez era de esas pieles de color chocolate oscuro a las que no le salían arrugas. «Al negro de raza la arruga no amenaza», decían las mujeres negras. Sin embargo, la boca ancha que le sonreía tan abiertamente desde esas fotos viejas tenía ahora las comisuras vueltas hacia abajo en una expresión de firme determinación. No había llegado a ser actriz, y tal vez nunca tuvo una oportunidad, porque los papeles de mujeres negras, escasos, solían acabar en manos de bellezas mulatas de piel clara. De todas formas, su carrera terminó antes de haber empezado cuando se quedó embarazada de George a la edad de dieciséis años. Jacky se había ganado ese rostro angustiado criándolo ella sola en una casita diminuta de la parte de atrás de Union Station los primeros diez años de su vida, trabajando de camarera e inculcándole siempre a su hijo la importancia de esforzarse, estudiar y ganarse el respeto de los demás.
—Te quiero, mamá —dijo George—, pero aun así me uniré a los Viajeros de la Libertad.
Su madre apretó los labios en un gesto de reproche.
—Tienes veinticinco años —repuso—. Haz lo que te plazca.
—No, eso no es así. Todas las decisiones importantes que he tomado las he hablado siempre contigo. Seguramente siempre lo haré.
—Pues no veo que me hagas caso.
—No siempre, pero sigues siendo la persona más lista que conozco, y eso incluye a todos los de Harvard.
—Solo lo dices para dorarme la píldora —protestó ella, pero su hijo se dio cuenta de que estaba encantada.
—Mamá, el Tribunal Supremo ha dictaminado que la segregación en los autobuses interestatales y las estaciones de autobús es inconstitucional … pero esos sureños se empeñan en desafiar la ley. ¡Tenemos que hacer algo!
—¿Y de qué crees que va a servir que te subas a ese autobús?
—Saldremos de aquí, de Washington, y viajaremos hacia el Sur. Nos sentaremos en la parte de delante, usaremos las salas de espera que son «solo para blancos» y pediremos que nos sirvan en las cafeterías «solo para blancos» y, cuando se nieguen, les diremos que la ley está de nuestra parte y que los delincuentes y los alborotadores son ellos.
—Hijo, ya sé que tienes toda la razón. A mí no tienes que convencerme, entiendo la Constitución, pero ¿qué crees que ocurrirá?
—Supongo que tarde o temprano nos detendrán. Luego habrá un juicio y defenderemos nuestro caso ante el mundo entero.
Ella sacudió la cabeza.
—Espero que sea así de fácil, de verdad.
—¿Qué quieres decir?
—Creciste siendo un privilegiado —contestó su madre—. Por lo menos desde que tu padre blanco volvió a entrar en nuestra vida, cuando tenías seis años. No sabes cómo es el mundo para la mayoría de la gente de color.
—Ojalá no dijeras eso. —George se sentía herido; era la misma acusación que le dirigían los activistas negros, y le molestaba—. Tener un abuelo blanco y rico que me paga los estudios no me convierte en un ciego. Sé lo que está ocurriendo.
—Entonces tal vez sepas que una detención sería lo menos horrible que podría sucederte. ¿Y si la cosa se pone fea?
George era consciente de que su madre tenía razón. Los voluntarios de los Viajeros de la Libertad se arriesgaban quizá a algo peor que la cárcel. Aun así, él solo quería tranquilizarla.
—Me han dado clases de resistencia pasiva —explicó. Todos los seleccionados para el primer viaje de la libertad eran activistas por los derechos civiles con experiencia y se habían sometido a un programa de formación especial que incluía ejercicios basados en juegos de rol—. Un blanco que fingía ser un paleto sureño me llamó «negro de mierda», me zarandeó de aquí para allá y me sacó de la sala arrastrándome por los tobillos … Y yo le dejé hacerlo, aunque podría haberlo tirado por la ventana con un solo brazo.
—¿Qué blanco?
—Un defensor de los derechos civiles.
—No era una situación real.
—Claro que no. Representaba un papel.
—De acuerdo —dijo su madre, y por su tono George supo que quería decir todo lo contrario.
—No sucederá nada, mamá.
—No pienso decir una palabra más. ¿Vas a comerte esas tortitas?
—Mírame —insistió George—. Traje de mohair, corbata fina, pelo muy corto y unos zapatos que brillan tanto que podría usar las punteras como espejo para afeitarme. —Solía vestir siempre con mucha elegancia, pero los Viajeros de la Libertad tenían la consigna de ofrecer un aspecto de respetabilidad absoluta.
—Estás muy guapo, menos por esa oreja de coliflor.
A George se le había deformado la oreja derecha luchando.
—¿Quién querría hacerle daño a un chico de color tan majo como yo?
—No tienes ni idea —respondió ella con una rabia inesperada—. Esos sureños blancos no … —Para consternación de su hijo, se le saltaron las lágrimas—. Ay, Dios mío, es que tengo tanto miedo de que te maten.
George alargó el brazo por encima de la mesa y le apretó la mano.
—Tendré cuidado, mamá, te lo prometo.
Jacky se secó los ojos con el delantal. El chico comió un poco de beicon solo para complacerla, porque en realidad no tenía demasiada hambre. Estaba más nervioso de lo que quería demostrar. Su madre no exageraba. Algunos activistas de los derechos civiles se habían opuesto al movimiento de los Viajeros de la Libertad argumentando que provocaría violencia.
—Vas a estar mucho tiempo en ese autobús —dijo Jacky.
—Trece días, desde aquí hasta Nueva Orleans. Pararemos todas las noches para celebrar mítines y concentraciones.
—¿Qué te llevas para leer?
—La autobiografía de Mahatma Gandhi.
George sentía que debía conocer mejor la figura de Gandhi, cuya filosofía había inspirado las tácticas de protesta no violenta del movimiento de los derechos civiles.
Su madre alcanzó un libro que tenía encima de la nevera.
—Puede que esto te resulte algo más entretenido. Es un éxito de ventas.
Siempre compartían libros. El padre de ella había sido profesor en una facultad para negros, y Jacky había leído mucho desde pequeña. Cuando George era un niño, los dos leían juntos las populares novelas infantiles de los gemelos Bobbsey y los misterios de los Hardy Boys, aunque todos esos personajes eran blancos. Con el tiempo, habían cogido la costumbre de pasarse los libros que les gustaban. George miró el volumen que tenía en la mano. La cubierta de plástico transparente le decía que era un préstamo de la biblioteca pública.
—Matar a un ruiseñor —leyó—. Acaba de ganar el Premio Pulitzer, ¿verdad?
—Y está ambientada en Alabama, adonde vas a ir.
—Gracias.
Unos minutos después se despidió de su madre con un beso, salió de casa cargado con una maleta pequeña y tomó el autobús hacia Washington.
Bajó en la estación central de las líneas interestatales Greyhound, en cuya cafetería se había reunido ya un pequeño grupo de activistas de los derechos civiles. George conocía a algunos de las sesiones de formación. Eran una mezcla de blancos y negros, hombres y mujeres, mayores y jóvenes. Además de una buena decena de viajeros de la libertad, había también algunos organizadores del Congreso para la Igualdad Racial, un par de periodistas de la prensa negra y unos cuantos partidarios. El Congreso para la Igualdad Racial había decidido dividir el grupo en dos, y la mitad saldría desde la estación de las líneas Trailways, al otro lado de la calle. No había pancartas ni cámaras de la televisión; todo era muy discreto, lo cual resultaba tranquilizador.
George saludó a Joseph Hugo, estudiante de Derecho igual que él, un chico blanco con unos ojos azules que llamaban mucho la atención. Juntos habían organizado un boicot contra el restaurante Woolworth’s en Cambridge, Massachusetts. En los locales de la cadena Woolworth’s de casi todos los estados ya no había segregación, pero en el Sur seguían separando a blancos y negros, igual que hacían las líneas de autobuses. Joe solía desaparecer siempre justo antes de las confrontaciones, por lo que George lo había catalogado de cobarde con buenas intenciones.
—¿Vienes con nosotros, Joe? —preguntó intentando que no se le notara el escepticismo en la voz.
Joe negó con la cabeza.
—Solo me he acercado a desearos buena suerte.
Fumaba unos cigarrillos mentolados largos con filtro blanco, y en ese momento daba golpecitos nerviosos con uno en el borde de un cenicero de latón.
—Lástima. Eres del Sur, ¿verdad?
—De Birmingham, Alabama.
—Van a decir que somos forasteros con ganas de pelea. Nos habría ido bien tener a un sureño en el autobús para quitarles la razón.
—No puedo, tengo cosas que hacer.
George no lo presionó. Él mismo estaba también bastante asustado. Si empezaba a debatir sobre los posibles peligros, puede que se convenciera para no ir. Paseó la mirada por el grupo. Se alegró de ver a John Lewis, un estudiante de Teología que impresionaba por su serenidad y era miembro fundador del Comité Coordinador Estudiantil No Violento, el más radical de los grupos pro derechos civiles.
El jefe de los organizadores pidió la atención de todos y se dispuso a ofrecer una breve declaración para la prensa. Mientras estaba hablando, George vio entrar discretamente en la cafetería a un hombre blanco, alto, de unos cuarenta años, que llevaba un traje de hilo arrugado. Era apuesto aunque grueso, y en su rostro se veía el rubor del bebedor. Parecía un pasajero de los autobuses, así que nadie se fijó en él. Se sentó junto a George, le pasó un brazo por los hombros y le dio un breve abrazo.
Era el senador Greg Peshkov, el padre de George.
Su parentesco era un secreto a voces y, aunque nunca se había reconocido públicamente, todos los que trabajaban en Washington lo sabían. Greg no era el único político que tenía un secreto así. El senador Strom Thurmond le había pagado la universidad a la hija de la criada de la familia; se rumoreaba que la chica era suya … lo cual no impedía que Thurmond fuese un segregacionista acérrimo. Cuando Greg se presentó ante su hijo de seis años siendo un completo desconocido para él, le había pedido a George que lo llamara «tío Greg», y jamás habían encontrado un eufemismo mejor.
Greg era egoísta y poco de fiar, pero a su manera se había ocupado de George. De adolescente, el chico había atravesado una larga fase de rabia contra su padre, pero después había llegado a aceptarlo por lo que era y había supuesto que tener medio padre era mejor que no tener ninguno.
—George —dijo Greg en voz baja—, estoy preocupado.
—Mamá también.
—¿Qué te ha dicho?
—Cree que los sureños van a matarnos a todos.
—No creo que eso ocurra, pero sí podrías perder tu trabajo.
—¿Te ha dicho algo el señor Renshaw?
—No, puñetas. Todavía no sabe nada de todo esto, pero no tardará en descubrirlo si te detiene la policía.
Renshaw, nacido en Buffalo, era un amigo de la infancia de Greg, además de socio mayoritario de un prestigioso bufete de abogados de Washington, Fawcett Renshaw. El verano anterior Greg le había conseguido a George una plaza cubriendo unas vacaciones como pasante en el bufete y, tal como habían esperado ambos, el puesto temporal se había convertido en una oferta de trabajo a jornada completa para después de su graduación. Era todo un golpe de efecto: George sería el primer negro en trabajar allí sin formar parte del personal de limpieza.
—Los Viajeros de la Libertad no infringimos la ley —dijo George con cierta nota de crispación en la voz—. Intentamos conseguir que la ley se cumpla. Los delincuentes son los segregacionistas. Esperaba que un abogado como Renshaw lo entendería.
—Lo entiende, pero aun así no puede contratar a un hombre que haya tenido problemas con la policía. Créeme, lo mismo sucedería si fueras blanco.
—¡Pero si estamos del lado de la ley!
—La vida es injusta. Se te acabaron los días de estudiante; bienvenido al mundo real.
—¡Que todo el mundo compre su billete y revise su maleta, por favor! —anunció el jefe.
George se levantó.
—No lograré convencerte para que no vayas, ¿verdad? —preguntó Greg.
Se lo veía tan abatido que George deseó ser capaz de contentarlo, pero no podía.
—No, estoy decidido —respondió.
—Entonces, por favor, al menos intenta ir con cuidado.
George se emocionó.
—Tengo suerte de contar con personas que se preocupan por mí —dijo—. Y lo sé.
Greg le apretó el brazo y se marchó sin llamar la atención.
George se colocó en fila frente a la ventanilla con los demás y compró un billete a Nueva Orleans. Caminó hacia el autobús azul y gris y entregó su maleta para que la metieran en el compartimento de equipajes. El autobús llevaba pintado en el costado un enorme galgo, el perro que daba nombre a la compañía, y también su eslogan: QUÉ COMODIDAD VIAJAR EN AUTOBÚS … Y DEJARNOS LA CONDUCCIÓN A NOSOTROS. George subió al vehículo.
Uno de los organizadores lo dirigió a un asiento situado cerca del conductor, a otros les pidió que ocuparan plazas interraciales. El conductor no prestó mayor atención a los viajeros de la libertad, y los pasajeros corrientes solo parecían sentir una ligera curiosidad. George abrió el libro que le había dado su madre y leyó la primera frase.
Un momento después el jefe de los organizadores le indicó a una de las chicas que se sentara al lado de George. Él la saludó con un gesto de la cabeza, contento. La había visto ya en un par de ocasiones y le gustaba. Se llamaba Maria Summers. Iba arreglada con recato, llevaba un vestido de algodón gris pálido con cuello cerrado y falda amplia. Tenía la misma tez de profundo color oscuro que la madre de George, una preciosa nariz chata y unos labios que le hacían pensar en besarla. Sabía que estudiaba en la facultad de derecho de Chicago y, como él, estaba a punto de graduarse, así que seguramente tenían la misma edad. Suponía que la chica no solo era lista, sino también muy decidida; debía de serlo si había conseguido entrar en la facultad de Chicago con dos puntos en su contra, puesto que era mujer y negra.
George cerró el libro cuando el conductor puso el motor en marcha y arrancó. Maria bajó la mirada hacia su lectura.
—Matar a un ruiseñor —comentó—. El verano pasado estuve en Montgomery, Alabama.
Montgomery era la capital del estado.
—¿Cómo es que fuiste allí? —preguntó George.
—Mi padre es abogado y tenía un cliente que se querelló contra el estado de Alabama. Estuve trabajando para él durante las vacaciones.
—¿Y ganasteis?
—No … Pero no quiero interrumpir tu lectura.
—¡Qué dices! Puedo leer en cualquier otra ocasión. ¿Cuántas veces tiene uno la suerte de estar en un autobús, sentado al lado de una chica tan guapa como tú?
—Madre mía —exclamó ella—. Ya me habían advertido que tenías mucha labia.
—Si quieres, te cuento cuál es mi secreto.
—De acuerdo, ¿cuál es?
—Que soy sincero.
Maria se echó a reír.
—Pero, por favor, no vayas diciéndolo por ahí —pidió él—. Acabarías con mi reputación.
El autobús cruzó el Potomac y puso rumbo hacia Virginia por la Autopista 1.
—Ahora ya estás en el Sur, George —dijo Maria—. ¿No tienes miedo?
—Pues claro que sí.
—Yo también.
La autopista era una franja estrecha y recta que cruzaba kilómetros de bosque de un verde primaveral. Pasaron por ciudades pequeñas donde los hombres tenían tan poco que hacer que se detenían a contemplar el paso del autobús. Pero George no miraba mucho por la ventanilla. Supo que Maria había crecido en una familia estricta, de las que iban siempre a la iglesia, y que su abuelo era predicador. George comentó que iba al templo sobre todo para tener contenta a su madre, y Maria confesó que ella hacía lo mismo. Estuvieron hablando durante todo el trayecto hasta Fredericksburg, situada a unos ochenta kilómetros de Washington.
Los viajeros de la libertad se quedaron callados cuando el autobús entró en aquella pequeña ciudad histórica donde seguía imperando la supremacía blanca. La terminal de Greyhound quedaba entre dos iglesias de ladrillo rojo con puertas blancas, pero el cristianismo no era necesariamente una buena señal en el Sur. Cuando el autobús se detuvo, George vio los lavabos y se sorprendió de que no hubiera encima de las puertas ninguna señal que indicara SOLO BLANCOS y SOLO NEGROS.
Los pasajeros bajaron del vehículo y se quedaron allí de pie, parpadeando contra el sol. Al mirar con atención, George vio unas marcas de color más claro encima de las puertas de los lavabos y dedujo que habían retirado los carteles de la segregación hacía muy poco.
Los viajeros de la libertad pusieron en marcha su plan de todas formas. Primero un organizador blanco entró en los destartalados servicios de la parte de atrás, que claramente eran los destinados a los negros. Salió de allí ileso, pero esa era la parte más fácil de la misión. George ya se había ofrecido voluntario para ser el negro que desafiara las normas.
—Allá vamos —le dijo a Maria, y se dispuso a entrar en los lavabos limpios y recién pintados a los que sin ninguna duda acababan de retirarles el cartel de SOLO BLANCOS.
Dentro había un joven blanco peinándose el tupé. Miró a George en el espejo pero no dijo nada. George estaba demasiado asustado para orinar, pero tampoco podía volver a salir de allí sin haber hecho nada, así que se lavó las manos. El joven se fue y un hombre mayor entró y se encerró en un compartimento. George se secó las manos en el rollo de toalla. Ya no tenía más que hacer, así que salió.
Los demás estaban esperándolo, y él se encogió de hombros antes de hablar.
—Nada. Nadie ha intentado detenerme, no me han dicho nada.
—Yo he pedido una Coca-Cola en la barra y la camarera me la ha servido —dijo Maria—. Creo que aquí alguien ha decidido evitarse problemas.
—¿Va a ser así durante todo el trayecto hasta Nueva Orleans? —preguntó George—. ¿Piensan actuar como si no ocurriera nada? Y después, cuando nos hayamos ido, ¿impondrán otra vez la segregación? ¡Eso echa por tierra nuestro propósito!
—No te preocupes —replicó Maria—. He conocido a la gente que dirige Alabama. Créeme, no son tan listos.