George Jakes subió a un autobús de la compañía Greyhound en Atlanta, Georgia, el domingo 14 de mayo de 1961, día de la Madre.
Estaba asustado.
Maria Summers iba a su lado. Siempre se sentaban juntos, se había convertido en una costumbre y todo el mundo daba por hecho que el asiento vacío junto al de George estaba reservado para Maria.
Entabló conversación con ella tratando de ocultar su nerviosismo.
—Bueno, ¿y qué te ha parecido Martin Luther King?
King presidía la Conferencia del Liderazgo Cristiano del Sur, uno de los grupos más importantes de defensa de los derechos civiles. Lo habían conocido la noche anterior, durante una cena que se había celebrado en uno de los restaurantes de Atlanta regentados por negros.
—Es un hombre extraordinario —comentó Maria.
George no estaba tan seguro.
—Dijo cosas muy buenas sobre los Viajeros de la Libertad, pero no viene con nosotros en el autobús.
—Ponte en su lugar —contestó Maria con absoluta calma—. Preside otro grupo de defensa de los derechos civiles. Un general no puede pasar a ser soldado raso en el regimiento de otro.
George no lo había mirado desde ese punto de vista. Maria era muy inteligente.
George se sentía medio enamorado. No veía el momento de quedarse a solas con ella, pero la gente en cuyas casas se hospedaban los viajeros de la libertad eran respetables e íntegros ciudadanos negros, muchos de ellos cristianos devotos que jamás permitirían que nadie utilizara su habitación de invitados para besuquearse. Además, por atractiva que fuera, lo único que hacía Maria era sentarse al lado de George, hablar con él y reír sus salidas ingeniosas. Jamás buscaba ese pequeño contacto físico que decía que una mujer quería algo más que una amistad: no le tocaba el brazo, ni aceptaba su mano para bajar del autobús, ni se arrimaba a él en medio de una multitud. No coqueteaba. Puede que incluso fuera virgen a sus veinticinco años.
—Estuviste hablando con King un buen rato —dijo George.
—Si no fuera predicador, diría que me tiraba los tejos —repuso ella.
George no supo cómo reaccionar ante aquello. A él no le sorprendería que un predicador intentara seducir a una chica tan encantadora, por lo que pensó que Maria no conocía a los hombres.
—Yo hablé un poco con él.
—¿Y qué te dijo?
George vaciló. Las palabras de King eran el motivo de su angustia. En cualquier caso, decidió contárselo. Maria tenía derecho a saberlo.
—Que no vamos a llegar a Alabama.
Maria palideció.
—¿En serio te dijo eso?
—Eso fue exactamente lo que dijo.
Ahora ambos estaban asustados.
El Greyhound arrancó y salió de la estación.
Los primeros días George había temido que el Viaje de la Libertad fuera demasiado pacífico. Los usuarios habituales de la línea no reaccionaban ante los negros que ocupaban los asientos incorrectos, y a veces incluso coreaban sus canciones. No había ocurrido nada cuando los viajeros de la libertad habían desobedecido los carteles de las estaciones de autobús en los que se leía SOLO BLANCOS y NEGROS. Algunas ciudades incluso habían tapado esos carteles con pintura. George temía que los segregacionistas hubieran dado con la estrategia perfecta. No había altercados ni publicidad, y a los viajeros de la libertad negros se les servía con suma educación en los restaurantes de blancos. Todas las tardes bajaban de los autobuses, asistían sin problemas a los encuentros programados, que por lo general se celebraban en iglesias, y a continuación pasaban la noche en casa de simpatizantes. Sin embargo, George estaba convencido de que los carteles volvían a colocarse en cuanto abandonaban la ciudad y de que la segregación regresaba. Si era así, entonces el Viaje de la Libertad habría sido una pérdida de tiempo.
La ironía era pasmosa. Desde que tenía uso de razón, a George le había dolido y enfurecido el mensaje reiterado, a veces implícito, aunque a menudo expresado en voz alta, de que él era inferior. Daba igual que superara en inteligencia al noventa y nueve por ciento de los estadounidenses blancos. O que fuera trabajador, educado y vistiera con propiedad. Siempre había blancos repulsivos, demasiado lerdos o demasiado vagos para hacer algo que requiriera mayor esfuerzo que servir bebidas o poner gasolina, que lo miraban por encima del hombro. No podía entrar en unos grandes almacenes, tomar asiento en un restaurante o solicitar un puesto de trabajo sin preguntarse si lo atenderían, le pedirían que se fuera o lo rechazarían por el color de su piel. Aquello lo llenaba de resentimiento. Sin embargo, por paradójico que fuera, en esos momentos le decepcionaba que no sucediera nada de aquello.
Mientras tanto, la Casa Blanca no acababa de decidirse. El tercer día del Viaje de la Libertad, el secretario de Justicia, Robert Kennedy, había pronunciado un discurso en la Universidad de Georgia durante el que había prometido hacer cumplir los derechos civiles en el Sur. A continuación, tres días después su hermano, el presidente, había dado marcha atrás retirando el apoyo a dos proyectos de ley de derechos civiles.
George se preguntó si no sería ese el modo en que ganarían los segregacionistas, evitando el enfrentamiento y siguiendo adelante como si nada.
No, no lo sería. La paz solo duró cuatro días.
Al quinto día de viaje, uno de sus miembros fue encarcelado por empeñarse en defender su derecho a que le limpiaran los zapatos.
La violencia estalló al sexto.
La víctima fue John Lewis, el estudiante de Teología. Unos matones lo agredieron en Rock Hill, Carolina del Sur, en un lavabo para blancos. Lewis dejó que le propinaran puñetazos y lo patearan sin oponer resistencia. George no había presenciado el incidente, lo cual tal vez era bueno porque no creía que hubiera podido emular el autodominio de Lewis, tan afín a Gandhi.
Él había leído pequeñas reseñas sobre el suceso en los periódicos de los días posteriores, pero le decepcionó comprobar que la historia acababa siendo eclipsada por el vuelo espacial de Alan Shepard, el primer estadounidense en ser lanzado al espacio. «¿Y a quién le importa?», pensó George con acritud. No hacía ni un mes que el cosmonauta soviético Yuri Gagarin había sido el primer hombre en visitar el espacio. «Los rusos nos superan en eso. Un americano blanco puede orbitar alrededor de la Tierra, pero un americano negro no puede entrar en un lavabo.»
Luego, en Atlanta, una multitud había recibido con vítores a los viajeros de la libertad mientras bajaban del autobús y aquello había vuelto a levantarle el ánimo.
Sin embargo, Atlanta estaba en Georgia y en esos momentos se encaminaban hacia Alabama.
—¿Por qué dijo King que no vamos a llegar a Alabama? —preguntó Maria.
—Se rumorea que el Ku Klux Klan planea algo en Birmingham —contestó George muy serio—. Por lo visto el FBI está informado, pero no ha hecho nada para impedirlo.
—¿Y la policía local?
—La policía está metida en el maldito Klan.
—¿Y qué me dices de esos dos?
Maria le indicó con un breve movimiento de la cabeza los asientos que tenían una fila por detrás, al otro lado del pasillo.
George echó una ojeada y vio a dos hombres blancos y fornidos sentados juntos.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿No apestan a policía?
George sabía a qué se refería.
—¿Crees que son del FBI?
—En el FBI visten mejor. Yo diría que son de la Policía de Carreteras de Alabama, viajando de incógnito.
George estaba impresionado.
—¿Cómo eres tan lista?
—Mi madre me obligaba a terminarme la verdura. Y mi padre es abogado en Chicago, la capital de los gángsteres de Estados Unidos.
—Entonces, ¿qué crees que están haciendo esos dos?
—No estoy segura, pero no creo que hayan venido a defender nuestros derechos civiles, ¿tú cómo lo ves?
George miró por la ventana y vio un cartel donde se leía BIENVENIDOS A ALAMABA. Consultó la hora en el reloj de pulsera. Era la una de la tarde y el sol brillaba en un cielo azul. «Hace un día precioso para morir», pensó.
Maria quería trabajar en política o en el sector del servicio público.
—Los manifestantes pueden causar un gran impacto, pero al final son los gobiernos los que remodelan el mundo —comentó.
George lo meditó, preguntándose si estaba de acuerdo. Maria había solicitado un puesto en la oficina de prensa de la Casa Blanca y la habían llamado para hacer una entrevista, pero al final no le habían dado el trabajo.
—No contratan a demasiados abogados negros en Washington —le había dicho a George con cierto pesar—. Seguramente me quedaré en Chicago y entraré en el bufete de mi padre.
Al otro lado del pasillo había una mujer blanca de mediana edad. Llevaba abrigo y sombrero, y sujetaba en el regazo un enorme bolso de mano de plástico blanco. George le sonrió.
—Un día precioso para viajar en autobús —comentó.
—Voy a Birmingham, a ver a mi hija —contestó la mujer, aunque él no se lo había preguntado.
—Eso está muy bien. Me llamo George Jakes.
—Cora Jones. Señora Jones. Falta una semana para que mi hija salga de cuentas.
—¿Es el primero?
—El tercero.
—Vaya. Si me lo permite, es usted demasiado joven para ser abuela.
La mujer pareció complacida.
—Tengo cuarenta y nueve años.
—¡Jamás lo hubiera dicho!
Un Greyhound que venía en dirección opuesta les dio luces y el autobús de los viajeros de la libertad redujo la velocidad hasta detenerse. Un hombre blanco se acercó a la ventanilla del conductor lo bastante para que George pudiera oírlo.
—Hay una multitud reunida en la estación de autobuses de Anniston —dijo el hombre, a lo que el conductor contestó algo que George no alcanzó a oír—. Vaya con cuidado.
El autobús reanudó la marcha.
—¿Qué quiere decir con eso de una multitud? —preguntó Maria, preocupada—. Podría tratarse de veinte personas o de un millar. Podría ser un comité de bienvenida o una turba enfurecida. ¿Por qué no ha dicho nada más?
George supuso que la indignación de Maria ocultaba su miedo y recordó las palabras de su propia madre: «Tengo tanto miedo de que te maten». Había gente del movimiento que aseguraba estar dispuesta a morir por la causa de la libertad. George no tenía tan claro que deseara convertirse en mártir. Había muchísimas otras cosas que quería hacer. Como, tal vez, acostarse con Maria.
Un minuto después entraron en Anniston, una ciudad pequeña, similar a cualquier otra del Sur: edificios bajos, calles dispuestas en cuadrícula, polvorientas y tórridas. Las aceras estaban abarrotadas de gente que parecía haber acudido a ver un desfile. Muchos iban de punta en blanco; las mujeres, con sus sombreros; los niños, impolutos y repeinados. Era evidente que salían del servicio religioso.
—¿Qué esperan ver? ¿A alguien con cuernos? —dijo George—. Aquí nos tenéis, negros norteños de carne y hueso, con zapatos y todo. —Hablaba como si se dirigiera a ellos, aunque solo podía oírlo Maria—. Hemos venido a llevarnos vuestras armas y a enseñaros el comunismo. ¿Dónde van a nadar las chicas blancas?
Maria ahogó una risita.
—Si pudieran oírte, creerían que lo dices en serio.
En realidad tampoco se trataba de una broma, más bien era como silbar al pasar junto al cementerio. Intentaba no hacer caso del nudo que el miedo le había formado en el estómago.
El autobús entró en la estación, que estaba extrañamente desierta. Los edificios parecían cerrados con llave. A George le resultó espeluznante.
El conductor abrió la puerta del autobús.
George no los vio venir. De pronto una muchedumbre rodeó el vehículo. Estaba formada por hombres blancos, algunos vestidos con ropa de trabajo y otros con el traje de los domingos. Llevaban bates de béisbol, tuberías metálicas y cadenas de hierro. Y gritaban. Los ánimos todavía no estaban demasiado caldeados, pero aun así George oyó varias expresiones cargadas de odio, entre ellas algún Sieg heil!
Se levantó llevado por el impulso de cerrar la puerta del autobús, pero los dos hombres que Maria había asociado con agentes estatales se le adelantaron y la cerraron de golpe. «Quizá están aquí para defendernos —pensó George—, o quizá solo están defendiéndose a sí mismos.»
Miró a su alrededor por las ventanillas. No se veía a la policía por ninguna parte. ¿Cómo podían desconocer las autoridades locales que una muchedumbre armada se había reunido en la estación de autobuses? Tenían que estar en connivencia con el Klan, cosa que no le sorprendía.
Un segundo después los hombres atacaron el autobús con sus armas. Las cadenas y las barras de hierro abollaron la carrocería y produjeron un estrépito aterrador. Algunos cristales se hicieron añicos y la señora Jones chilló. El conductor puso el motor en marcha, pero uno de los miembros de la turba se tumbó delante de él. George pensó que el conductor iba a arrollarlo, pero se detuvo.
Una piedra atravesó un cristal y George sintió un dolor agudo en la mejilla, como si le hubiera picado una abeja. Lo había alcanzado una esquirla perdida. Maria, sentada junto a una ventanilla, corría peligro, por lo que la asió del brazo y la atrajo hacia sí.
—¡Arrodíllate en el pasillo! —gritó.
Un hombre de sonrisa burlona rompió con un puño americano la ventanilla que había junto a la señora Jones.
—¡Venga aquí conmigo! —dijo Maria mientras tiraba de la señora Jones y la envolvía con sus brazos en actitud protectora.
El clamor aumentó.
—¡Comunistas! —vociferaban—. ¡Cobardes!
—¡Agáchate, George! —exclamó Maria.
Pero él se negaba a amilanarse ante aquellos desgraciados.
De pronto el vocerío se acalló. Ya nadie aporreaba los laterales del autobús ni rompía cristales. George vio a un agente de policía.
«Justo a tiempo», pensó.
El policía balanceaba una porra, aunque hablaba afablemente con el hombre de sonrisa burlona y el puño americano.
En ese momento George vio a otros tres agentes. Habían apaciguado a la muchedumbre, pero le indignó ver que no hacían nada más. Actuaban como si no se hubiera cometido ningún delito y charlaban la mar de tranquilos con los alborotadores, que parecían ser amigos suyos.
Los dos policías de carreteras volvieron a ocupar sus asientos con aire desconcertado. George supuso que les habían encargado espiar a los viajeros de la libertad y que no se les había pasado por la cabeza que pudieran acabar siendo víctimas de una turba enfurecida. Se habían visto obligados a ponerse del lado de los viajeros de la libertad en defensa propia. Tal vez eso les enseñara a ver las cosas desde otra perspectiva.
El autobús se puso en marcha y George vio a través del parabrisas que un policía estaba apremiando a la gente para que se apartara de en medio mientras otro le hacía señales al conductor para que avanzara. Cuando salieron de la estación, un coche patrulla se colocó delante del autobús y lo escoltó hasta las afueras de la ciudad.
George empezó a sentirse mejor.
—Creo que hemos escapado de esta —comentó.
Maria se puso de pie, aparentemente ilesa, y extrajo el pañuelo del bolsillo superior del abrigo de George para limpiarle la cara con delicadeza. El algodón blanco quedó teñido de sangre.
—Es un corte feo —dijo Maria.
—Saldré de esta.
—Aunque no tan guapo.
—¿Soy guapo?
—Antes sí, pero ahora …
El momento de normalidad no duró. George miró atrás y vio que una larga hilera de camionetas y coches seguía al autobús. Los vehículos iban abarrotados de hombres que no dejaban de vociferar. Gimió.
—No hemos escapado de esta —se corrigió.
—Cuando estábamos en Washington, antes de subir al autobús, estuviste hablando con un tipo blanco —recordó Maria.
—Joseph Hugo —dijo George—. Estudia Derecho en Harvard. ¿Por qué?
—Creo que lo he visto antes, entre esos hombres.
—¿A Joseph Hugo? No. Está de nuestro lado. Debes de haberte equivocado.
Aunque George recordó que Hugo era de Alabama.
—Tenía los ojos azules y saltones —insistió Maria.
—Si estuviera con ellos, eso significaría que todo este tiempo ha estado fingiendo que apoyaba los derechos civiles … mientras nos espiaba. No puede ser un chivato.
—¿Ah, no?
George volvió a mirar atrás.
La escolta policial dio media vuelta al llegar al límite de la población, pero no así el resto de los vehículos.
Los hombres de los coches vociferaban de tal manera que sus gritos se oían por encima del ruido de los motores.
Una vez sobrepasada la zona residencial, en un largo y solitario tramo de la Autopista 202, dos vehículos adelantaron al autobús y luego redujeron la velocidad, con lo que obligaron al conductor a pisar el freno. El hombre intentó dejarlos atrás, pero los coches iban de un lado al otro de la carretera y le impedían el paso.
Cora Jones estaba pálida y temblorosa, y se aferraba a su bolso de plástico como si se tratara de un salvavidas.
—Lamento haberla metido en esto, señora Jones.
—Yo también —contestó ella.
Los coches de delante por fin se retiraron a un lado y dejaron pasar al autobús, pero la pesadilla no había acabado: la caravana todavía continuaba por detrás. En ese momento, George oyó un estallido que le resultó familiar. Cuando el autobús empezó a dar bandazos, comprendió que habían pinchado. El conductor redujo la velocidad hasta detener el vehículo cerca de una tienda de comestibles que había al borde de la carretera. George leyó el letrero: FORSYTH & SON.
El conductor bajó de un salto.
—¿Dos ruedas? —lo oyó decir George.
Acto seguido el hombre entró en la tienda, cabía suponer que para pedir asistencia por teléfono.
La tensión era insoportable. Un neumático desinflado solo era un pinchazo, dos lo convertían en una emboscada.
Como era de esperar, los coches de la caravana empezaron a detenerse y un puñado de hombres blancos vestidos de domingo se apearon de ellos, profiriendo insultos a voz en grito y blandiendo sus armas como salvajes en pie de guerra. George volvió a notar el nudo en el estómago cuando los vio correr hacia el autobús con sus desagradables rostros crispados por el odio, y comprendió por qué a su madre se le habían llenado los ojos de lágrimas al hablar de los blancos del Sur.
Al frente de la jauría iba un adolescente, que alzó una barra de hierro con la que disfrutó haciendo añicos una ventana.
El hombre que iba detrás intentó subir al autobús. Uno de los dos pasajeros blancos y fornidos se plantó en lo alto de los escalones y sacó una pistola, lo que confirmó la teoría de Maria acerca de que eran policías estatales vestidos de paisano. El asaltante retrocedió y el policía atrancó la puerta.
George temió que aquello fuera un error. ¿Y si los viajeros de la libertad necesitaban salir a toda prisa?
Los hombres de fuera empezaron a zarandear el autobús como si quisieran volcarlo.
—¡Os vamos a matar, negros de mierda! —no dejaban de gritar.
Las mujeres que había a bordo chillaban. Maria se aferró a George de un modo que, de no haber temido por su propia vida, podría haberlo complacido.
George vio que llegaban dos agentes uniformados y sintió renacer la esperanza, pero no hicieron nada para contener a la jauría, cosa que lo enfureció. Se volvió hacia los dos policías de paisano que iban en el autobús; tenían cara de pasmo y parecían asustados. Era evidente que los hombres uniformados no sabían nada de la presencia de los compañeros que iban de incógnito. La Policía de Carreteras de Alabama era un desastre, además de racista.
Desesperado, George miró a su alrededor tratando de encontrar algo que pudiera hacer para proteger a Maria y a sí mismo. ¿Bajar del autobús y echar a correr? ¿Tumbarse en el suelo? ¿Quitarle la pistola a uno de los agentes estatales y disparar a los blancos? Cualquier opción le parecía incluso peor que no hacer nada.
Furioso, se quedó mirando a los dos policías de fuera, que se limitaban a observar como si no ocurriera nada del otro mundo. ¡Eran policías, por el amor de Dios! ¿A qué esperaban? Si no pensaban hacer cumplir la ley, ¿qué derecho tenían a llevar aquel uniforme?
En ese momento vio a Joseph Hugo. No había confusión posible, George conocía bien aquellos ojos azules y saltones. Hugo se acercó a un agente, habló con él y a continuación ambos se echaron a reír.
Era un soplón.
«Si salgo vivo de aquí, ese cabrón se arrepentirá», pensó George.
Los hombres de fuera gritaban a los viajeros de la libertad que bajaran.
—¡Salid y os daremos lo que os merecéis, lameculos de los negros! —oyó George.
Aquello le hizo pensar que estaba más seguro en el autobús.
Aunque no por mucho tiempo.
Uno de los agitadores había regresado a su coche, había abierto el maletero y en esos momentos corría en dirección al autobús con algo ardiendo entre las manos. Arrojó un objeto llameante a través de una de las ventanillas rotas e instantes después aquello empezó a liberar un humo gris. Sin embargo, no se trataba solamente de una bomba de humo. El fuego prendió en la tapicería y un humo denso y negro comenzó a asfixiar a los pasajeros en cuestión de segundos.
—¿Hay aire ahí delante? —preguntó una mujer.
—¡Os vamos a quemar, negros! ¡Vamos a freíros! —oyó George que vociferaban fuera.
Todo el mundo se abalanzó hacia la puerta. La gente se apiñaba en el pasillo sin poder respirar. Algunos empujaban a los de delante, pero parecía que el camino estaba obstruido.
—¡Fuera del autobús! —gritó George—. ¡Todo el mundo fuera!
—¡La puerta no se abre! —avisó alguien que se hallaba cerca.
George recordó que el agente armado la había atrancado para impedir que subiera la turba.
—¡Habrá que saltar por las ventanas! —dijo—. ¡Vamos!
Se subió a un asiento y le dio una patada al cristal roto que quedaba en la ventanilla. Acto seguido, se quitó el abrigo y lo colocó en el marco para procurarse algo de protección contra las esquirlas que no se habían desprendido.
Maria no podía parar de toser.
—Primero salgo yo y luego saltas tú y yo te cojo —propuso George.
Se agarró al respaldo del asiento para no perder el equilibrio, se subió al marco, se agachó y saltó. Oyó que la camisa se desgarraba al engancharse en un saliente, pero no sintió dolor y concluyó que había salido ileso. Cayó sobre la hierba que bordeaba la carretera. La muchedumbre se había apartado asustada del autobús en llamas. George se volvió y le tendió los brazos a Maria.
—¡Salta como he hecho yo! —gritó.
Los zapatos de salón de Maria eran endebles comparados con los de cordones y puntera de George, y este se alegró de haber sacrificado el abrigo cuando vio aquellos pies diminutos en el marco. George torció el gesto al ver que la cadera de Maria rozaba una astilla de cristal cuando la joven atravesó la ventanilla, pero no le rasgó la tela del vestido y, un instante después, ella caía en sus brazos.
La sostuvo sin esfuerzo. Maria no pesaba mucho y él estaba en buena forma. La dejó en el suelo, pero ella cayó de rodillas, intentando respirar.
George miró a su alrededor y vio que la turba se mantenía apartada. Después volvió la vista hacia el interior del autobús. Cora Jones se encontraba de pie en el pasillo, tosiendo, dando vueltas a un lado y al otro, demasiado conmocionada y desorientada para ponerse a salvo.
—¡Cora, venga aquí! —la llamó George. La mujer oyó su nombre y lo miró—. ¡Por la ventanilla, igual que nosotros! —le indicó a gritos—. ¡Yo la ayudo!
La mujer pareció entenderlo y se encaramó al asiento con cierta dificultad, sin soltar el bolso. Vaciló al ver las esquirlas que bordeaban el marco, pero llevaba un abrigo grueso y pareció convencerse de que prefería arriesgarse a sufrir un corte que a morir asfixiada. Puso un pie en el marco. George le tendió los brazos, la alcanzó y tiró de ella. El abrigo de Cora sufrió un desgarrón, pero ella salió ilesa y George la dejó en el suelo. La mujer se alejó tambaleante, pidiendo agua.
—¡Hay que apartarse del autobús! —le advirtió George a Maria—. ¡El depósito de gasolina podría explotar!
Sin embargo, Maria tenía tal ataque de tos que parecía incapaz de moverse. George le pasó un brazo por la espalda y el otro por debajo de las rodillas y la levantó en vilo. La llevó hacia la tienda de comestibles y la dejó en el suelo cuando creyó que se encontraban a una distancia prudencial.
George miró atrás y vio que el autobús se vaciaba rápidamente. Por fin habían abierto la puerta y la gente salía por ella a trompicones mientras otros saltaban por las ventanillas.
Las llamas se elevaron. El interior del vehículo se convirtió en un infierno al tiempo que bajaban los últimos pasajeros. George oyó que un hombre gritaba algo sobre el depósito de gasolina y la muchedumbre hizo suyo aquel grito.
—¡Va a explotar! ¡Va a explotar! —empezó a vociferar la gente.
Todo el mundo se apartó unos pasos más con miedo. En ese momento se oyó un ruido seco y contundente, unos instantes después estalló una abrasadora bola de fuego y el vehículo se bamboleó con la explosión.
George estaba bastante seguro de que todo el mundo había salido. «Al menos no ha muerto nadie … todavía», pensó.
La detonación parecía haber saciado la sed de violencia de la turba, que contemplaba embobada cómo ardía el autobús.
Un pequeño grupo de personas que semejaban gente del lugar se había congregado frente a la tienda de comestibles. Muchos jaleaban a la muchedumbre, pero una chica joven salió del establecimiento con un cubo de agua y varios vasos de plástico. Le dio de beber a la señora Jones y luego se acercó a Maria, que apuró su vaso con gratitud y pidió otro.
Un joven blanco se acercó con aire preocupado. Tenía cara de ratón, la frente y la barbilla retrocedían respectivamente desde una nariz afilada y unos dientes de conejo, y llevaba el pelo castaño cobrizo peinado hacia atrás con brillantina.
—¿Qué tal estás, guapa? —le preguntó a Maria.
Sin embargo, escondía algo. Maria iba a contestar cuando el joven levantó una barra de hierro y la descargó con saña apuntando a la coronilla de Maria. George adelantó un brazo de inmediato para protegerla y la barra le impactó con tal fuerza en el antebrazo que lo obligó a lanzar un rugido agónico de dolor. El joven volvió a alzar la barra. A pesar de tener el brazo malherido, George arremetió contra él con el hombro y le dio tal empujón que lo levantó del suelo.
Entonces regresó junto a Maria y vio que tres hombres más se acercaban corriendo en dirección a él con el claro propósito de vengar a su amigo cara de rata. George se había precipitado al pensar que los segregacionistas ya habían saciado su sed de violencia.
Estaba acostumbrado a pelear. Había formado parte del equipo de lucha libre de Harvard en su etapa de estudiante universitario y lo había entrenado mientras se sacaba el doctorado en Derecho. Sin embargo, aquello no iba a ser una lucha limpia, con normas. Y solo disponía de un brazo en condiciones.
Por otro lado, había ido a la escuela primaria en un barrio marginal de Washington y sabía qué era pelear sucio.
Los tres se acercaban de frente, así que se movió hacia un lado. Aquello no solo los alejaba de Maria, sino que además los obligaba a cambiar de dirección y a avanzar en fila india.
El primer hombre intentó golpearlo con una cadena de hierro.
George retrocedió con agilidad y la esquivó. Con el impulso, el hombre perdió el equilibrio y empezó a avanzar a trompicones, momento en que George le barrió las piernas. El tipo se desplomó en el suelo y la cadena se le escapó de las manos.
El segundo hombre tropezó con el primero. George se adelantó, dio un giro y le golpeó con el codo en la cara, esperando dislocarle la mandíbula. El tipo lanzó un grito ahogado y soltó la llave de hierro al caer.
El tercer hombre se detuvo, repentinamente asustado. George se adelantó y, con todas sus fuerzas, le propinó un puñetazo en la cara que lo alcanzó en plena nariz. Los huesos crujieron y la sangre manó a borbotones mientras el hombre chillaba de dolor. Fue el golpe más gratificante que había dado en su vida. «A la mierda Gandhi», pensó.
Se oyeron dos disparos. Todo el mundo se quedó quieto y se volvió hacia el estruendo. Uno de los agentes uniformados sostenía una pistola en alto.
—Muy bien, muchachos, ya os habéis divertido suficiente —exclamó—. Largo de aquí.
George estaba furioso. ¿Divertido? El policía había sido testigo de un intento de asesinato ¿y lo consideraba divertido? George empezaba a comprender que un uniforme de policía no significaba demasiado en Alabama.
La muchedumbre regresó a los coches. Indignado, George se percató de que ni uno solo de los cuatro agentes de policía se molestaba en anotar las matrículas. Ni siquiera les pedían los nombres, aunque probablemente los conocían a todos.
Joseph Hugo había desaparecido.
Se produjo una nueva explosión entre los restos del autobús y George pensó que debía de ser el segundo depósito de gasolina, aunque en esos momentos no había nadie lo bastante cerca para que supusiera un peligro. El fuego empezó a extinguirse.
Había varias personas tendidas en el suelo, muchas de ellas con dificultad para respirar después de haber inhalado humo. Otras sangraban a causa de diversas heridas. Algunos eran viajeros de la libertad; otros, pasajeros habituales, blancos y negros. George se apretaba el brazo lastimado contra el cuerpo con la mano contraria para mantenerlo inmóvil, porque cualquier movimiento le producía un dolor espantoso. Los cuatro hombres a quienes se había enfrentado se ayudaban entre sí para volver renqueantes a sus coches.
George se las arregló para acercarse hasta donde estaban los policías.
—Necesitamos una ambulancia —dijo—. Tal vez dos.
El más joven de los dos hombres uniformados le dirigió una mirada de pocos amigos.
—¿Qué has dicho?
—Esta gente necesita atención médica —insistió George—. ¡Llame a una ambulancia!
El policía parecía furioso y George comprendió que había cometido el error de decirle a un blanco lo que tenía que hacer.
—Déjalo ya —le recomendó el mayor de los dos policías a su compañero antes de volverse hacia George—. La ambulancia está de camino, muchacho.
Minutos después llegó una especie de autobús de pequeñas dimensiones y los viajeros de la libertad se dispusieron a subir ayudándose unos a otros. Sin embargo, cuando George y Maria se acercaron, el conductor les salió al paso.
—Vosotros dos no —dijo.
George se lo quedó mirando sin creer lo que acababa de oír.
—¿Qué?
—Es una ambulancia para blancos —insistió el conductor—. No para vosotros, negros.
—Váyase a la mierda.
—Cuidadito con esa lengua, muchacho.
Un viajero de la libertad blanco que ya había subido al vehículo decidió apearse.
—Tiene que llevar a todo el mundo al hospital —le dijo al conductor—. Blancos y negros.
—No es una ambulancia para esos negros —repitió el conductor, obcecado.
—Está bien, pues nosotros no iremos sin nuestros amigos.
Dicho aquello, los viajeros de la libertad blancos empezaron a bajar de la ambulancia, uno tras otro.
El conductor se quedó desconcertado. George supuso que si volvía del lugar del incidente sin pacientes, quedaría como un tonto.
El policía de mayor edad se acercó a ellos.
—Será mejor que te los lleves a todos, Roy.
—Si tú lo dices —contestó el conductor.
George y Maria subieron a la ambulancia.
George se volvió para mirar el autobús mientras se alejaban de allí. Lo único que quedaba era una pequeña columna de humo y los restos carbonizados del vehículo, entre los que asomaba la hilera de travesaños calcinados del techo, que sobresalían como las costillas de un mártir quemado en la hoguera.