Tania Dvórkina partió de Yakutsk —la ciudad más fría del mundo, en Siberia— después de un desayuno temprano. Voló a Moscú en un Túpolev Tu-16 de la Fuerza Aérea Roja, un trayecto de casi cinco mil kilómetros. La cabina tenía espacio para media docena de militares, pero el ingeniero que la había diseñado no había malgastado tiempo en prever su comodidad: los asientos eran de aluminio perforado y el fuselaje no estaba insonorizado. El viaje duró ocho horas, con una escala para repostar. Dado que en Moscú eran seis horas menos que en Yakutsk, Tania llegó a tiempo de desayunar otra vez.
En Moscú era verano, y ella llevaba un pesado abrigo y un gorro de pieles. Subió a un taxi para ir a la Casa del Gobierno, el edificio de apartamentos destinado a la élite privilegiada de la capital. Compartía allí piso con su madre, Ania, y su hermano mellizo, Dimitri, a quien siempre llamaban Dimka. Se trataba de una vivienda grande, con tres habitaciones, aunque su madre decía que solo era espaciosa para los patrones soviéticos: el apartamento de Berlín en el que había vivido de niña, cuando el abuelo Grigori trabajaba de diplomático, era mucho más espléndido.
Aquella mañana el piso estaba vacío y en silencio, porque su madre y Dimka ya se habían ido a trabajar. Sus abrigos colgaban de unas puntas que el padre de Tania había clavado hacía un cuarto de siglo en el recibidor: la gabardina negra de Dimka y el chaquetón de tweed marrón de su madre, que ambos dejaban en casa cuando hacía calor. Tania colgó el suyo al lado de los otros y llevó la maleta a su dormitorio. Aunque no esperaba encontrarlos allí, sintió una punzada de reproche al ver que su madre no estaba para hacerle el té, ni Dimka para escuchar sus aventuras de Siberia. Pensó en ir a visitar a sus abuelos Peshkov, Grigori y Katerina, que vivían en otra planta del mismo edificio, pero concluyó que en realidad no tenía tiempo.
Se duchó y se cambió de ropa, y luego cogió un autobús en dirección a las oficinas de la TASS, la agencia de noticias soviética. Tania era una de los miles de periodistas que trabajaban para la agencia, pero no a muchos los trasladaban en jets de la fuerza aérea. Era una figura emergente, capaz de redactar artículos vivaces e interesantes que atraían a los jóvenes pero a la vez comulgaban con la línea del partido, lo cual era un don relativo, pues a menudo le encargaban trabajos de extremada relevancia y dificultad.
Se tomó un cuenco de kasha de trigo sarraceno con nata agria en el comedor de la agencia y después se dirigió al departamento de artículos de fondo, en el que trabajaba. Pese a ser una figura prominente, aún no destacaba tanto para merecer un despacho propio. Saludó a sus compañeros, se sentó a su mesa, colocó papel blanco y de calco en una máquina de escribir y empezó a teclear.
El vuelo había sido demasiado turbulento para tomar notas, pero Tania había estructurado el artículo mentalmente y en ese momento lo escribía con fluidez, consultando en ocasiones su cuaderno para recabar detalles. El texto pretendía alentar a las familias soviéticas jóvenes para que emigrasen a Siberia y trabajasen allí en las industrias en auge de la minería y la perforación, una tarea nada fácil. Los campos de prisioneros proporcionaban gran cantidad de mano de obra no cualificada, pero la región necesitaba geólogos, ingenieros, topógrafos, arquitectos, químicos y capataces. Sin embargo, Tania obvió en su artículo a los hombres y escribió sobre sus esposas. Comenzó con una joven y atractiva madre llamada Klara que le había hablado con entusiasmo y soltura sobre cómo afrontar la vida a temperaturas bajo cero.
A media mañana, el director de Tania, Daniíl Antónov, cogió las hojas de su bandeja y empezó a leerlas. Era un hombre menudo y de modales afables, algo nada habitual en el mundo del periodismo.
—Es muy bueno —dijo al terminar—. ¿Cuándo tendré el resto?
—Escribo tan deprisa como puedo.
Pero Daniíl quería comentar algo más.
—¿Te ha hablado alguien en Siberia de Ustín Bodián?
Bodián era un cantante de ópera al que habían sorprendido pasando a escondidas dos ejemplares de Doctor Zhivago que había conseguido mientras actuaba en Italia. En esos momentos se encontraba en un campo de trabajo.
El sentimiento de culpa aceleró el corazón de Tania. ¿Sospechaba Daniíl de ella? Tratándose de un hombre, era insólitamente intuitivo.
—No —mintió—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Has sabido algo?
—Nada.
Daniíl volvió a su escritorio.
Tania estaba a punto de acabar el tercer artículo cuando Piotr Opotkin se detuvo junto a su mesa y empezó a leer lo que ella había escrito, con un cigarrillo colgando de los labios. Corpulento y con el cutis ajado, Opotkin era redactor jefe del departamento de artículos de fondo. A diferencia de Daniíl, no era periodista de formación sino comisario, un cargo político. Su trabajo consistía en asegurarse de que los reportajes no contraviniesen las directrices del Kremlin, y su única cualificación para llevarlo a cabo era una rígida ortodoxia.
Leyó las primeras páginas.
—Te dije que no escribieses sobre el clima. —Procedía de un pueblo situado al norte de Moscú y aún conservaba el acento de la Rusia septentrional.
Tania suspiró.
—Piotr, la serie trata de Siberia. La gente ya sabe el frío que hace allí. No vamos a engañar a nadie.
—Pero esto trata del clima y de nada más.
—Trata de cómo una moscovita joven e ingeniosa está sacando adelante a su familia en condiciones desafiantes … mientras vive una gran aventura.
Daniíl se sumó a la conversación.
—Tiene razón, Piotr —la defendió—. Si evitamos toda mención al frío, la gente sabrá que el artículo es una patraña y no creerán una palabra.
—No me gusta —repuso Opotkin, obcecado.
—Tienes que admitirlo —insistió Daniíl—: Tania hace que parezca emocionante.
Opotkin se quedó pensativo.
—Quizá tengas razón —concluyó, y dejó caer las hojas en la bandeja—. Voy a celebrar una fiesta en mi casa el sábado por la noche —le dijo a Tania—. Mi hija se ha licenciado en la universidad. Me preguntaba si a ti y a tu hermano os gustaría ir.
Opotkin era un arribista social sin éxito que organizaba fiestas agónicamente tediosas. Tania sabía que podía hablar por boca de su hermano.
—Me encantaría, y estoy segura de que a Dimka también, pero es el cumpleaños de nuestra madre. Lo siento.
Opotkin pareció ofendido.
—Una lástima —dijo, y se fue.
Cuando Daniíl vio que estaba lo bastante lejos para no oírlos, preguntó: —No es el cumpleaños de tu madre, ¿verdad?
—No.
—Lo comprobará.
—Entonces entenderá que he puesto una excusa educada porque no quiero ir.
—Deberías ir a sus fiestas.
Tania no quería mantener aquella discusión; tenía cosas más importantes en la cabeza. Necesitaba escribir los artículos, salir de allí y salvarle la vida a Ustín Bodián, pero Daniíl era un buen jefe y tenía una mentalidad liberal, por lo que contuvo la impaciencia.
—A Piotr no le importa si voy o no a sus fiestas —dijo—. Quien le interesa es mi hermano, que trabaja para Jrushchov.
Tania estaba acostumbrada a que la gente intentara ganarse su amistad por la influyente familia a la que pertenecía. Su difunto padre había sido coronel del KGB, la policía secreta, y su tío Volodia era general del Servicio Secreto del Ejército Rojo.
Daniíl poseía la perseverancia del periodista.
—Piotr ha cedido con los artículos de Siberia. Deberías darle una muestra de agradecimiento.
—No soporto sus fiestas. Sus amigos se emborrachan y manosean a las mujeres de los demás.
—No quiero que esté resentido contigo.
—¿Por qué iba a estarlo?
—Eres muy atractiva. —Daniíl no se le estaba insinuando. Vivía con un amigo, y Tania estaba segura de que era uno de esos hombres que no se sentían atraídos por las mujeres. Su jefe siguió hablando con voz prosaica—: Guapa, competente y, lo peor de todo, joven. A Piotr no le costaría odiarte. Esfuérzate un poco más con él. —Y se alejó a paso lento.
Tania comprendió que con toda probabilidad tenía razón, pero decidió que pensaría en ello más tarde y devolvió la atención a la máquina de escribir.
A mediodía compró en el comedor una ensalada de patata y arenques escabechados y se la comió sentada a su escritorio.
Acabó el tercer artículo poco después y le entregó el trabajo a Daniíl.
—Me voy a casa, a acostarme —dijo—. Por favor, no me llames.
—Buen trabajo —contestó él—. Que descanses.
Tania guardó el cuaderno en el bolso y salió del edificio.
Quiso asegurarse de que nadie la seguía. Estaba cansada, y eso significaba que era más vulnerable a cometer algún error tonto, así que se sintió inquieta.
Dejó atrás la parada de autobús, caminó varias manzanas hasta la anterior parada de la línea y lo cogió allí. Era un comportamiento absurdo, de modo que si alguien hacía lo mismo tenía que estar siguiéndola.
Nadie imitó su maniobra.
Se apeó cerca de un magnífico palacio prerrevolucionario reconvertido en apartamentos. Rodeó la manzana aunque nadie parecía vigilar el edificio y, nerviosa, repitió la vuelta para asegurarse. Luego entró en el tétrico vestíbulo y subió la agrietada escalera de mármol hasta el apartamento de Vasili Yénkov.
Justo cuando estaba a punto de introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió y tras ella apareció una chica rubia y delgada de unos dieciocho años. Vasili estaba detrás. Tania maldijo para sus adentros. Era demasiado tarde para huir o fingir que iba a otro apartamento.
La rubia le dirigió a Tania una mirada dura, escrutadora, fijándose en su peinado, su figura y su ropa. Luego besó en los labios a Vasili, lanzó otra mirada triunfal a Tania y bajó la escalera.
Vasili tenía treinta años pero le gustaban las chicas jóvenes. Ellas se rendían a él porque era alto y apuesto, con facciones pronunciadas y atractivas, una densa mata de cabello, siempre un poco demasiado largo, y ojos dulces, castaños y seductores. Tania lo admiraba por motivos muy diferentes: era brillante y valiente, además de un escritor de talla mundial.
Entró en su estudio y dejó caer el bolso en una silla. Vasili trabajaba como guionista de radio y era desordenado por naturaleza. Su escritorio estaba repleto de papeles y en el suelo había libros apilados. Parecía estar trabajando en una adaptación radiofónica de la primera obra de Maksim Gorki, Los pequeños burgueses. Su gata gris, Mademoiselle, dormía en el sofá. Tania la apartó y se sentó.
—¿Quién era ese bomboncito?
—Mi madre.
Tania se rió a pesar de su enfado.
—Siento mucho que estuviera aquí —se disculpó Vasili, aunque no parecía muy apesadumbrado al respecto.
—Sabías que iba a venir hoy.
—Creía que llegarías más tarde.
—Me ha visto la cara. Nadie tiene que saber que existe una conexión entre nosotros.
—Trabaja en los grandes almacenes GUM. Se llama Varvara. No sospechará nada.
—Por favor, Vasili, no permitas que vuelva a ocurrir. Lo que estamos haciendo ya es bastante peligroso, no deberíamos asumir más riesgos. Puedes follarte a una adolescente cualquier otro día.
—Tienes razón, y no volverá a ocurrir. Deja que te haga un té, pareces cansada.
Vasili preparó el samovar.
—Yo estoy cansada, pero Ustín Bodián se está muriendo.
—Mierda. ¿De qué?
—Neumonía.
Tania no tenía una relación personal con Bodián, pero lo había entrevistado antes de que se metiera en problemas. Además de poseer un talento extraordinario, era un hombre afable y bondadoso. Como artista soviético admirado en todo el mundo, había llevado una vida muy privilegiada, pero aún era capaz de indignarse en público por las injusticias que se cometían con personas menos afortunadas que él, motivo por el cual había sido enviado a Siberia.
—¿Siguen haciéndole trabajar? —preguntó Vasili.
Tania negó con la cabeza.
—No puede, pero no quieren enviarlo al hospital. Se pasa el día acostado en la litera y no hace más que empeorar.
—¿Lo has visto?
—No, mierda. Preguntar por él ya ha sido suficientemente peligroso. Si hubiese ido al campo de prisioneros me habrían retenido.
Vasili le ofreció el té y azúcar.
—¿Está recibiendo algún tratamiento?
—No.
—¿Tienes idea de cuánto tiempo podría quedarle?
Tania volvió a negar con la cabeza.
—Ya sabes todo lo que sé.
—Tenemos que divulgar la noticia.
Tania estaba de acuerdo con él.
—La única manera de salvarle la vida es dar a conocer su enfermedad y confiar en que el gobierno tenga la decencia de avergonzarse.
—¿Crees que deberíamos publicar una edición especial?
—Sí —contestó Tania—. Hoy mismo.
Vasili y Tania elaboraban una hoja informativa titulada Disidencia. Informaban sobre censura, manifestaciones, juicios y presos políticos. En su despacho de Radio Moscú, Vasili tenía su propio mimeógrafo, que por lo general utilizaba para efectuar varias copias de los guiones, y en secreto imprimía cincuenta ejemplares de cada número de Disidencia. La mayoría de quienes lo recibían hacían a su vez una o más copias con sus máquinas de escribir, o incluso a mano, y así su circulación crecía exponencialmente. Ese sistema de autopublicación se denominaba samizdat en ruso y estaba muy extendido; novelas enteras se habían distribuido así.
—Yo escribiré el artículo.
Tania se dirigió al armario y sacó una caja de cartón grande llena de comida deshidratada para gatos. Introdujo las manos en el pienso y sacó una máquina de escribir protegida por una funda. Era la que utilizaban para redactar Disidencia.
Escribir a máquina era un acto tan genuino como hacerlo a mano. Cada aparato tenía sus propias características. Las letras nunca quedaban perfectamente alineadas: unas estaban un poco elevadas; otras, descentradas; cada una se desgastaba o se averiaba a su manera. En consecuencia, los expertos de la policía podían emparejar una máquina de escribir con lo que se hubiera escrito con ella. Si Disidencia se hubiese hecho con la misma máquina que los guiones de Vasili, alguien podría haberlo advertido. Por ello había robado una máquina vieja del departamento de programación, se la había llevado a casa y la había ocultado enterrándola en pienso para gatos. En un registro concienzudo habrían dado con ella, pero si llegaba a producirse un registro concienzudo, Vasili de todos modos estaría acabado.
En la caja también había hojas de un papel especial encerado que se utilizaba con el mimeógrafo. La máquina de escribir no tenía cinta: las letras perforaban el papel, y un cilindro del aparato multicopista hacía pasar la tinta a través de las incisiones con forma de letra.
Tania escribió un artículo sobre Bodián, afirmando que el secretario general Nikita Jrushchov sería el responsable directo de que uno de los más grandes tenores de la URSS muriese en un campo de prisioneros. Resumió los principales puntos del juicio de Bodián por actividad antisoviética, entre ellos su apasionada defensa de la libertad artística. Para eludir las sospechas que pudieran recaer sobre ella, atribuyó engañosamente la información sobre la enfermedad de Bodián a un amante de la ópera y miembro del KGB imaginario.
Cuando acabó, le tendió dos hojas de papel encerado a Vasili.
—He sido concisa.
—La concisión es hermana del talento. Lo dijo Chéjov.
Vasili leyó el artículo despacio y luego asintió en señal de aprobación.
—Ahora iré a Radio Moscú y haré copias —comentó al terminar—. Luego deberíamos llevarlas a la plaza Mayakovski.
Tania no se sorprendió, pero sí se inquietó.
—¿No será peligroso?
—Claro que sí. Es un encuentro cultural que no ha organizado el gobierno, y por eso mismo nos viene de perlas.
Unos meses atrás, jóvenes moscovitas habían empezado a congregarse informalmente alrededor de la estatua del poeta bolchevique Vladímir Mayakovski. Algunos leían poemas en voz alta, lo cual atraía a más gente y había acabado dando vida a un intenso festival poético permanente. Varias de las obras que se declamaban desde el monumento eran críticas sesgadas al gobierno.
Un fenómeno semejante habría durado diez minutos con Stalin, pero Jrushchov era reformista. Su programa contemplaba cierto grado de tolerancia cultural, y hasta el momento nadie había actuado contra los lectores de poesía. Pero la liberalización progresaba dando dos pasos adelante y uno atrás. El hermano de Tania decía que eso dependía de si Jrushchov estaba bien y se sentía políticamente fuerte, o si estaba sufriendo reveses y temía un golpe por parte de sus enemigos conservadores del Kremlin. Fuera cual fuese el motivo, siempre era imposible prever qué harían las autoridades.
Tania se sentía demasiado cansada para pensar en ello y supuso que cualquier emplazamiento alternativo sería igual de peligroso.
—Me acostaré mientras tú estás en la radio.
Fue al dormitorio y encontró las sábanas arrebujadas; supuso que Vasili y Varvara habían pasado la mañana en la cama. Las cubrió con la colcha, se quitó las botas y se tumbó.
Tenía el cuerpo cansado pero la mente activa. Estaba asustada, pero aun así quería ir a la plaza Mayakovski. Disidencia era una publicación importante pese al modo en que se elaboraba, propio de aficionados, y a su reducida circulación. Demostraba que el gobierno comunista no era omnipotente. Demostraba a los disidentes que no estaban solos. Líderes religiosos que combatían la persecución leían sobre cantantes de música folk detenidos por entonar canciones de protesta y viceversa. En lugar de sentirse como una voz solitaria en una sociedad monolítica, cada disidente comprendía que formaba parte de una gran red: miles de personas que querían un gobierno diferente y mejor.
Y eso podía salvarle la vida a Ustín Bodián.
Al fin Tania se quedó dormida.
La despertó una caricia en la mejilla. Abrió los ojos y vio a Vasili tumbado a su lado.
—Piérdete.
—Es mi cama.
Tania se incorporó hasta quedar sentada.
—Tengo veintidós años … Demasiados para interesarte.
—Tratándose de ti, haré una excepción.
—Cuando quiera incorporarme a un harén, te lo haré saber.
—Dejaría a todas las demás por ti.
—Vaya, ¿lo harías?
—Lo haría, en serio.
—Durante cinco minutos, tal vez.
—Para siempre.
—Hazlo durante seis meses y lo reconsideraré.
—¿Seis meses?
—¿Lo ves? Si no puedes ser casto durante medio año, ¿cómo vas a hacer una promesa de por vida? Mierda, ¿qué hora es?
—Has dormido toda la tarde. No te levantes. Me quitaré la ropa y me meteré en la cama contigo.
Tania bajó de la cama.
—Tenemos que irnos.
Vasili se rindió. Probablemente no lo había dicho en serio. Siempre sentía el impulso de hacer proposiciones a mujeres jóvenes; después de haberlo probado con ella, la dejaría tranquila, al menos durante un tiempo. Le tendió a Tania un pequeño fajo de veinte hojas impresas por ambas caras con letras algo borrosas: ejemplares del nuevo número de Disidencia. Después, a pesar del calor, se enrolló al cuello un pañuelo de algodón que le confería un aire artístico.
—Vámonos, venga.
Tania le hizo esperar mientras iba al baño. La cara que vio en el espejo le devolvió una mirada azul e intensa, enmarcada por un cabello rubio claro cortado a lo garçon. Se puso las gafas de sol para ocultar sus ojos y se envolvió el pelo con un discreto pañuelo marrón. En ese momento ya podía pasar por una jovencita cualquiera.
Fue a la cocina, obviando el impacientado repiqueteo del pie de Vasili, llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de un trago.
—Estoy lista —anunció.
Se encaminaron al metro. El vagón estaba repleto de obreros que volvían a casa. Fueron hasta la estación Mayakovski, en la carretera de circunvalación conocida como Anillo de los Jardines. No se quedarían mucho rato; en cuanto hubieran repartido los cincuenta ejemplares de su hoja informativa se marcharían.
—Si surgen problemas —dijo Vasili—, recuerda: no nos conocemos.
Se separaron y salieron a la calle por separado y con un minuto de diferencia. El sol estaba bajo y el día estival refrescaba.
Vladímir Mayakovski había sido un poeta de talla internacional además de bolchevique, y la Unión Soviética se enorgullecía de él. Su heroica estatua se elevaba hasta seis metros de altura en el centro de la plaza homónima. Varios centenares de personas se arremolinaban en el césped, en su mayoría jóvenes, algunos vestidos con ropa de vago estilo occidental: vaqueros azules y jerséis de cuello cisne. Un muchacho con gorra vendía su novela, que no era más que unas hojas copiadas con papel carbón, perforadas y atadas con un cordel. Se titulaba De-crecer. Una chica con melena llevaba una guitarra, aunque no hizo tentativa de tocarla; tal vez no fuera más que un accesorio, como un bolso de mano. Solo había un policía uniformado, pero los de la secreta resultaban cómicamente identificables con sus chaquetas de cuero en pleno verano para ocultar las armas. Aun así, Tania evitó mirarlos; en realidad no tenían nada de graciosos.
Los asistentes hacían turnos para ponerse en pie y recitar uno o dos poemas. La mayoría eran hombres, pero también había alguna que otra mujer. Un chico leyó con una sonrisa pícara un texto sobre un granjero torpe que intentaba arrear una bandada de gansos, y la muchedumbre enseguida comprendió que era una metáfora del Partido Comunista organizando el país. Todos los presentes estallaron en carcajadas, salvo los hombres del KGB, que se limitaron a mirar desconcertados.
Tania avanzó discretamente entre la multitud y, escuchando a medias un poema de estilo futurista de Mayakovski sobre la angustia adolescente, fue sacando las hojas informativas una a una para entregarlas con disimulo a quienes le parecían afines. No perdía de vista a Vasili, que hacía lo propio. Al instante oyó exclamaciones de sorpresa y preocupación mientras la gente empezaba a hablar de Bodián; en una congregación semejante, la mayoría sabría quién era y por qué lo habían apresado. Tania siguió repartiendo las hojas tan deprisa como pudo, ansiosa por deshacerse de todas antes de que la policía se percatase de lo que estaba ocurriendo.
Un hombre con el pelo corto y aspecto de ex militar se apostó al frente y, en lugar de recitar un poema, comenzó a leer en voz alta el artículo de Tania sobre Bodián. Tania estaba encantada; la noticia se propagaba más rápidamente incluso de lo que había esperado. Se oyeron gritos de indignación cuando el hombre llegó a la parte en que se decía que Bodián no estaba recibiendo atención médica. Los hombres con chaqueta de cuero advirtieron el cambio en el ambiente y aguzaron la atención. Tania vio que uno hablaba con premura por un walkie-talkie.
Le quedaban cinco ejemplares, que le quemaban en el bolsillo.
Los agentes de la policía secreta se habían mantenido hasta entonces en la periferia de la multitud, pero en ese momento se internaron en ella y convergieron en dirección al orador. Este agitó la hoja con actitud desafiante, vociferando sobre Bodián mientras los agentes se acercaban a él. Varios asistentes se apiñaron junto al pedestal, lo cual dificultó la aproximación de la policía. Los hombres del KGB reaccionaron con tosquedad, apartando a la gente a empujones. Así fue como comenzaron los disturbios. Tania retrocedió nerviosa hacia la linde de la muchedumbre. Ya solo le quedaba un ejemplar de Disidencia y lo tiró al suelo.
De pronto aparecieron media docena de policías uniformados. Preguntándose maravillada de dónde habrían salido, Tania miró hacia el otro lado de la calle y vio que del edificio más próximo salían más agentes corriendo; debían de haberse escondido allí, esperando a que se les necesitara. Los policías enarbolaron las porras y arremetieron contra la gente, golpeando de forma indiscriminada. Tania vio a Vasili dar media vuelta y alejarse abriéndose paso entre la multitud tan deprisa como podía, así que ella hizo lo mismo. En ese momento un adolescente aterrado chocó contra ella, y Tania cayó al suelo.
Se quedó aturdida un momento. Cuando se recuperó, vio a más gente corriendo. Se arrodilló, pero se sentía mareada. Alguien tropezó con ella y la hizo caer de nuevo de espaldas. Pero de pronto apareció Vasili, que la agarró con ambas manos y la ayudó a ponerse en pie. Tania se sorprendió: no habría esperado de él que pusiera en riesgo su integridad para ayudarla.
Entonces un policía golpeó a Vasili en la cabeza con una porra y este cayó. El agente le puso los brazos a la espalda y lo esposó con movimientos raudos y expertos. Vasili alzó la vista, miró a Tania. «¡Corre!», articuló con los labios.
Ella se volvió y echó a correr, pero un instante después topó contra un policía uniformado. Este la agarró por un brazo y Tania intentó zafarse.
—¡Suéltame!
Él apretó aún más.
—Quedas detenida, zorra.