6

La Sala Nina Onilova del Kremlin debía su nombre a una artillera que había perdido la vida en la batalla de Sebastopol. En una pared había una fotografía en blanco y negro enmarcada de un general del Ejército Rojo depositando la medalla de la Orden de la Bandera Roja sobre su lápida. El cuadro colgaba sobre una chimenea de mármol blanco, amarilleado como los dedos de un fumador. En toda la estancia, intrincadas molduras de yeso delimitaban cuadrados de pintura más clara allí donde había habido otras imágenes, lo cual sugería que las paredes no se habían pintado desde la revolución. Tal vez la sala había sido en el pasado un salón elegante; sin embargo, en esos momentos estaba amueblada con mesas de taberna unidas para formar un rectángulo largo y unas veinte sillas baratas. En las mesas había ceniceros de cerámica, y daba la impresión de que los vaciaban a diario pero nunca los limpiaban.

Dimka Dvorkin entró con la mente enfebrecida y un nudo en el estómago.

La sala era el lugar de reunión habitual de los asistentes de los ministros y secretarios que conformaban el Presídium del Sóviet Supremo, el órgano de gobierno de la URSS.

Dimka era asistente de Nikita Jrushchov, primer secretario y presidente del Presídium. Pese a ello, tenía la sensación de que no le correspondía estar allí.

Faltaban pocas semanas para la cumbre de Viena, donde se produciría el trascendental primer encuentro entre Jrushchov y el nuevo presidente estadounidense, John Kennedy. Al día siguiente, en el pleno del Presídium más importante del año, los líderes de la URSS decidirían la estrategia para la cumbre. Ese día, los asistentes se reunían para preparar el pleno: era una reunión de planificación para otra reunión de planificación.

El representante de Jrushchov tenía que plantear la postura del líder de tal modo que los demás asistentes pudiesen asesorar a sus jefes para el día siguiente. Su función tácita era desvelar cualquier oposición latente a las ideas de Jrushchov y, de ser posible, sofocarla. Era su solemne deber garantizar que el debate del día siguiente transcurriera sin trabas para el líder.

Dimka conocía la postura de Jrushchov ante la cumbre, pero, aun así, tenía la impresión de que no saldría airoso de aquella reunión. Era el más joven y el más inexperto de los asistentes de Jrushchov. Hacía solo un año que se había licenciado en la universidad y nunca había asistido a un «prepresídium»; era demasiado bisoño. Pese a ello, diez minutos antes su secretaria, Vera Pletner, le había dicho que uno de los asistentes veteranos había llamado para comunicar que estaba enfermo, que los otros dos acababan de sufrir un accidente de tráfico y que por ello él, Dimka, tendría que acudir en su lugar.

Dimka había conseguido trabajar para Jrushchov por dos motivos. Uno era que había sido el primero de todas las clases por las que había pasado, desde la guardería hasta la universidad. El otro, que su tío era general. No sabía qué factor había pesado más.

El Kremlin presentaba una fachada monolítica al mundo exterior, pero en realidad era un campo de batalla. Jrushchov no tenía el poder asegurado. Era comunista en cuerpo y alma, pero también un reformista que veía los defectos del sistema soviético y quería poner en práctica ideas nuevas. Sin embargo, aún no había derrotado a los antiguos estalinistas del Kremlin, que estaban atentos a cualquier oportunidad para debilitarlo y tumbar sus reformas.

La reunión era informal. Los asistentes tomaban té y fumaban sin ponerse la chaqueta y con las corbatas desanudadas; la mayoría eran hombres, aunque no todos. Dimka vio una cara amiga: Natalia Smótrova, asistente del ministro de Exteriores, Andréi Gromiko. Tenía veintitantos años, y era atractiva pese al insulso vestido negro que llevaba. Dimka no la conocía bien, pero había hablado con ella varias veces. Ese día se sentó a su lado, y ella pareció sorprenderse al verle.

—Konstantínov y Pajari han tenido un accidente de coche —le comentó él.

—¿Están heridos?

—No de gravedad.

—¿Y Alkáev?

—De baja con herpes.

—Qué asco … Así que eres el representante del líder.

—Estoy muerto de miedo.

—Lo harás bien.

Él miró a su alrededor. Todos parecían estar esperando.

—¿Quién preside esta reunión? —le preguntó en voz baja a Natalia.

Uno de los otros lo oyó. Era Yevgueni Filípov, que trabajaba para el conservador ministro de Defensa, Rodión Malinovski. Filípov tenía treinta y tantos años, pero vestía como si fuera mayor, con un traje de posguerra holgado y una camisa de franela gris.

—¿Quién preside esta reunión? —espetó, repitiendo la pregunta de Dimka en voz alta y con tono desdeñoso—. Pues tú, obviamente. Eres el asistente del presidente del Presídium, ¿no? ¿A qué esperas, universitario?

Dimka notó que se ruborizaba. Por un instante se quedó sin palabras. Luego lo asaltó la inspiración.

—Gracias al notable vuelo espacial del comandante Yuri Gagarin —empezó a decir—, el camarada Jrushchov acudirá a Viena con las felicitaciones del mundo resonándole en los oídos.

El mes anterior Gagarin había sido el primer ser humano en viajar al espacio en un cohete, batiendo a los estadounidenses por solo unas semanas en lo que había devenido un sensacional éxito científico y propagandístico para la Unión Soviética y Nikita Jrushchov.

Los asistentes sentados a la mesa aplaudieron, y Dimka empezó a sentirse mejor.

Filípov volvió a intervenir:

—Más valdría que lo que le resonara al primer secretario en los oídos fuera el discurso inaugural del presidente Kennedy. —Parecía incapaz de hablar sin desdén—. Por si los camaradas aquí presentes lo han olvidado, Kennedy nos acusó de planear la dominación mundial y prometió detenernos a cualquier precio. Después de todos los pasos amistosos que hemos dado (de forma imprudente, en opinión de algunos camaradas experimentados), Kennedy difícilmente podría haber dejado más claras sus intenciones agresivas. —Alzó un dedo en el aire, como un profesor de escuela—. Solo hay una respuesta posible por nuestra parte: aumentar la fuerza militar soviética.

Dimka intentaba dar aún con una réplica cuando Natalia se le adelantó.

—Esa es una carrera que no podemos ganar —dijo con un enérgico aire cargado de sentido común—. Estados Unidos es más rico que la Unión Soviética, y capaz de igualar con facilidad cualquier ampliación que efectuemos en nuestra fuerza militar.

Era más sensata que su conservador jefe, infirió Dimka. Le dirigió una mirada de agradecimiento y prosiguió con su argumentación:

—De ahí la política de coexistencia pacífica planteada por Jrushchov, que nos capacita para gastar menos en el ejército e invertir más en agricultura e industria.

Los conservadores del Kremlin detestaban la coexistencia pacífica. Para ellos, el conflicto con el imperialismo capitalista era una guerra a muerte.

Dimka vio con el rabillo del ojo a su secretaria, Vera, entrando en la sala. Era una mujer inteligente y vivaz de cuarenta años, y en ese momento le indicó que saliera con un gesto de la mano.

A Filípov no se le despachaba con tanta facilidad.

—No permitamos que un punto de vista tan ingenuo del mundo de la política nos lleve a reducir nuestro ejército tan deprisa —dijo con tono de mofa—. No podemos afirmar precisamente que estemos ganando en el escenario internacional. Mirad cómo nos desafían los chinos. Eso nos debilita en Viena.

¿Por qué Filípov intentaba con tanto ahínco dejarlo como un tonto? Dimka recordó de pronto que Filípov había querido un puesto en el despacho de Jrushchov … El puesto que había conseguido él.

—Del mismo modo que bahía de Cochinos ha debilitado a Kennedy —replicó Dimka. El presidente estadounidense había autorizado un descabellado plan de la CIA para llevar a cabo una invasión de Cuba comenzando en un lugar llamado bahía de Cochinos; la conspiración había salido mal, y Kennedy había sufrido una humillación—. Creo que la posición de nuestro líder es más fuerte.

—En cualquier caso, Jrushchov ha fracasado … —Filípov se interrumpió al caer en la cuenta de que estaba yendo demasiado lejos.

Aquellos debates previos a las reuniones eran francos, pero había límites. Dimka aprovechó el momento de debilidad.

—¿En qué ha fracasado Jrushchov, camarada? —preguntó—. Por favor, instrúyenos.

Filípov se corrigió de inmediato.

—Hemos fracasado en alcanzar nuestro principal objetivo político en el extranjero: una resolución permanente de la situación de Berlín. La Alemania Oriental es nuestro puesto fronterizo en Europa. Sus fronteras salvaguardan las de Polonia y Checoslovaquia. Es intolerable que la situación siga sin resolverse.

—Muy bien —repuso Dimka, y se sorprendió al percibir una nota de seguridad en su voz—. Creo que ya hemos discutido suficiente sobre los principios generales. Antes de clausurar la reunión, expondré la postura actual del primer secretario ante el problema.

Filípov abrió la boca para protestar contra aquella abrupta interrupción, pero Dimka se lo impidió.

—Los camaradas hablarán cuando el presidente les invite a hacerlo —dijo afilando deliberadamente la aspereza de su voz, y todos guardaron silencio—. En Viena, Jrushchov le dirá a Kennedy que no podemos esperar más. Hemos efectuado propuestas razonables para regular la situación de Berlín, y lo único que los americanos nos responden es que no quieren cambios. —Varios de los hombres asintieron—. Jrushchov dirá que, si no están dispuestos a acordar un plan, pasaremos a la acción de forma unilateral y, si intentan detenernos, nos enfrentaremos a la fuerza con fuerza.

Se produjo un largo silencio que Dimka aprovechó para ponerse en pie.

—Gracias por vuestra asistencia —dijo.

Natalia verbalizó lo que todos pensaban:

—¿Significa eso que estamos dispuestos a ir a la guerra contra Estados Unidos por Berlín?

—El primer secretario no cree que vaya a haber una guerra —contestó Dimka, proporcionándoles la respuesta evasiva que Jrushchov le había dado a él—. Kennedy no está loco.

Advirtió que Natalia le dirigía una mirada de sorpresa y admiración mientras él se alejaba de la mesa. No podía creer que se hubiera mostrado tan duro. Nunca había sido apocado, pero aquel era un grupo de hombres poderosos y astutos, y él los había intimidado. Su cargo ayudaba; pese a ser nuevo, su escritorio en los despachos del primer secretario le confería poder. Y, paradójicamente, la hostilidad de Filípov le había beneficiado, ya que todos comprenderían la necesidad de pararle los pies a quien intentase socavar al líder.

Vera lo esperaba en la antesala. Era una funcionaria política experimentada que no cedía al pánico por una nadería. Dimka tuvo una intuición.

—Se trata de mi hermana, ¿verdad?

La mujer se sobresaltó y abrió mucho los ojos.

—¿Cómo lo hace? —dijo, atónita.

No era algo sobrenatural. Dimka llevaba tiempo temiendo que Tania acabara metiéndose en líos.

—¿Qué ha hecho? —preguntó.

—La han detenido.

—¡Maldita sea!

Vera señaló un teléfono descolgado sobre una mesa auxiliar, y Dimka cogió el auricular. Su madre, Ania, se encontraba al otro lado de la línea.

—¡Tania está en la Lubianka! —exclamó, empleando el nombre popular con que se conocía la sede del KGB en la plaza Lubianka. Rayaba en la histeria.

A Dimka aquello no le sorprendió tanto. Su hermana melliza y él convenían en que había muchas cosas malas en la Unión Soviética, pero mientras que él creía que se necesitaba una reforma, ella opinaba que había que abolir el comunismo. Se trataba de una divergencia intelectual que no afectaba en modo alguno al cariño que se profesaban. Cada uno era el mejor amigo del otro. Siempre había sido así.

Podían detener a cualquiera por pensar como Tania … y esa era una de las cosas malas.

—Cálmate, mamá. Puedo sacarla de allí —dijo Dimka. Confiaba en ser capaz de justificar esa afirmación—. ¿Sabes qué ha ocurrido?

—¡Ha habido disturbios durante una concentración para leer poesía!

—Seguro que ha ido a la plaza Mayakovski. Si solo fuera eso … —No conocía todo en lo que andaba metida su hermana, pero sospechaba que era peor que la poesía.

—¡Tienes que hacer algo, Dimka! Antes de que …

—Lo sé. —Antes de que empezaran a interrogarla, quería decir su madre.

Un escalofrío de miedo lo recorrió como si una sombra se hubiera cernido sobre él. La perspectiva de un interrogatorio en las infames celdas del sótano de la sede del KGB aterraba a todos los ciudadanos soviéticos.

Su primer impulso había sido decir que llamaría por teléfono, pero en ese momento entendió que no bastaría con eso. Tenía que presentarse allí. Dudó un instante: si llegaba a saberse que había ido a la Lubianka para sacar de allí a su hermana, su carrera podría verse perjudicada, pero apenas concedió importancia a ese pensamiento. Ella estaba por delante de él mismo, de Jrushchov y de toda la Unión Soviética.

—Voy para allí, mamá —dijo—. Llama al tío Volodia y cuéntale qué ha pasado.

—¡Ay, sí, buena idea! Mi hermano sabrá qué hacer.

Dimka colgó.

—Llama a la Lubianka —le ordenó a Vera—. Déjales bien claro que llamas del despacho del primer secretario, que está interesado por la detención de la destacada periodista Tania Dvórkina. Diles que el asistente del camarada Jrushchov va de camino para preguntarles al respecto, y que no deberían hacer nada hasta que llegue.

Ella tomó nota.

—¿Le pido un coche?

La plaza Lubianka estaba más o menos a un kilómetro del recinto del Kremlin.

—Tengo la moto abajo. Llegaré antes. —Dimka era un privilegiado por disponer de una motocicleta Vosjod 175 de cinco marchas y tubo de escape doble.

Durante el trayecto pensó que, paradójicamente, sabía que Tania acabaría metida en problemas porque había dejado de contárselo todo. Por lo general, no se ocultaban nada. Dimka compartía con su melliza una intimidad que ninguno de ellos tenía con nadie más. Cuando su madre salía y se quedaban solos, Tania se paseaba desnuda por el piso para ir a buscar muda limpia al armario de airear la ropa, y Dimka orinaba sin molestarse en cerrar la puerta del cuarto de baño. De cuando en cuando, los amigos de Dimka sugerían entre risillas que su proximidad resultaba erótica, pero en realidad era lo contrario. Solo podían tener tanta intimidad porque entre ellos no había chispa sexual.

Sin embargo, durante el último año ella le había ocultado algo. Dimka no sabía qué era, pero lo intuía. No se trataba de un novio, de eso estaba convencido: se contaban todo lo relativo a sus vidas afectivas, compartían sus sentimientos, se comprendían. Estaba casi seguro de que era algo relacionado con la política. El único motivo por el que ella le ocultaría algo sería la voluntad de protegerlo.

Dimka se detuvo frente al temido edificio, un palacio de ladrillo amarillo erigido antes de la revolución para albergar las oficinas de una compañía de seguros. La idea de que su hermana estuviera presa en aquel palacio le provocaba náuseas, y por un momento temió estar a punto de vomitar.

Aparcó justo delante de la puerta principal, se tomó un momento para recuperar la entereza y entró.

El director de Tania, Daniíl Antónov, ya estaba allí y discutía con un agente del KGB en el vestíbulo. Daniíl era un hombre menudo y de complexión débil, y Dimka lo consideraba inofensivo, pero vio que se mostraba vehemente.

—¡Quiero ver a Tania Dvórkina, y quiero verla ahora mismo! —exigía en ese momento.

El hombre del KGB lucía un semblante de férrea obstinación.

—Eso no es posible.

Dimka los interrumpió.

—Vengo del despacho del primer secretario —dijo.

El del KGB se negó a mostrarse impresionado.

—¿Y qué haces allí, hijo? ¿Servir el té? —replicó con tosquedad—. ¿Cómo te llamas? —Era una pregunta intimidatoria, porque a la gente le aterraba dar su nombre al KGB.

—Dimitri Dvorkin, y he venido a decirle que el camarada Jrushchov está personalmente interesado en este caso.

—Y una mierda, Dvorkin —dijo el hombre—. El camarada Jrushchov no sabe nada de este caso. Has venido para sacar de apuros a tu hermana.

La grosera templanza de aquel hombre pilló desprevenido a Dimka, que supuso que, en el intento de liberar a familiares o amigos de manos del KGB, muchas personas aducían conexiones personales con figuras poderosas. Sin embargo, volvió a atacar.

—¿Cómo se llama?

—Capitán Mets.

—¿Y de qué acusan a Tania Dvórkina?

—De agredir a un agente.

—¿Golpeó una chica a uno de sus matones con chaqueta de cuero? —preguntó Dimka con tono sarcástico—. Antes debería haberle arrebatado el arma. ¡Venga ya, Mets! No sea mamón.

—Asistía a una reunión sediciosa en la que circulaba literatura antisoviética. —Mets tendió a Dimka una hoja de papel arrugada—. La reunión acabó en disturbios.

Dimka miró el papel y vio que llevaba el título de Disidencia. Había oído hablar de aquella hoja informativa subversiva. Tania bien podía tener algo que ver con ella. Aquel número iba sobre Ustín Bodián, el cantante de ópera. Dimka se distrajo un momento al leer la impactante acusación de que Bodián se estaba muriendo de neumonía en un campo de trabajo de Siberia. Luego recordó que Tania había vuelto de Siberia ese mismo día y cayó en la cuenta de que su hermana debía de haber escrito aquello. Podía estar en un aprieto de verdad.

—¿Afirma que Tania tenía esto en su posesión? —preguntó. Vio que Mets vacilaba y añadió—: Yo creo que no.

—No debería haber estado allí.

—Es periodista, imbécil —intervino Daniíl—. Estaba observando el acontecimiento, igual que hacían sus agentes.

—Ella no es una agente.

—Todos los periodistas de la TASS cooperan con el KGB, y usted lo sabe.

—No puede demostrar que estuviera allí por motivos oficiales.

—Sí, puedo demostrarlo. Soy su jefe. Yo la envié.

Dimka se preguntó si sería cierto. Lo dudaba. Se sintió agradecido por que Daniíl estuviera arriesgándose para defender a Tania.

Mets empezaba a perder seguridad.

—Estaba con un hombre llamado Vasili Yénkov, que tenía cinco ejemplares de esa hoja en un bolsillo.

—Ella no conoce a nadie llamado Vasili Yénkov —afirmó Dimka. Podría haber sido verdad; en realidad él nunca había oído ese nombre—. Si hubo disturbios, ¿cómo puede saber quién estaba con quién?

—Tengo que hablar con mis superiores —dijo Mets, y dio media vuelta.

—No tarde —bramó Dimka imprimiendo aspereza en su voz—. La próxima persona que vea del Kremlin podría no ser el chico que sirve el té.

Mets bajó una escalera y Dimka se estremeció: todo el mundo sabía que en el sótano estaban las salas de interrogatorio.

Instantes después, a Dimka y a Daniíl se sumó en el vestíbulo un hombre de edad avanzada con un cigarrillo colgando de la boca. Tenía un rostro feo y carnoso, de mentón prominente y agresivo. Daniíl no pareció alegrarse de verlo. El hombre se presentó como Piotr Opotkin, el redactor jefe del departamento de artículos de fondo.

Opotkin miró a Dimka con los ojos entornados para que no le entrara el humo.

—Así que han detenido a tu hermana en una protesta —dijo. Su tono era airado, pero Dimka percibió que, por alguna razón, Opotkin estaba complacido.

—Una lectura de poemas —lo corrigió Dimka.

—No hay mucha diferencia.

—Yo la envié —explicó Daniíl.

—¿El día en que volvía de Siberia? —preguntó Opotkin, escéptico.

—En realidad no era un encargo. Le sugerí que se acercara en algún momento para ver qué ocurría, eso es todo.

—No me mientas —dijo Opotkin—. Solo intentas protegerla.

Daniíl alzó la barbilla y le dirigió una mirada retadora.

—¿No es eso a lo que has venido tú también?

Antes de que Opotkin pudiera contestar, el capitán Mets volvió.

—El caso aún se está estudiando —anunció.

Opotkin se presentó y mostró a Mets su identificación.

—La cuestión no es si Tania Dvórkina debería ser castigada, sino cómo —dijo.

—Exactamente, señor —convino Mets con deferencia—. ¿Le gustaría acompañarme?

Opotkin asintió, y Mets lo precedió escalera abajo.

—No permitirá que la torturen, ¿verdad? —preguntó Dimka en voz baja.

—Opotkin ya estaba furioso con Tania —contestó Daniíl, consternado.

—¿Por qué? Creía que era una buena periodista.

—Es brillante, pero rechazó una invitación a una fiesta en su casa el sábado. Piotr quería que tú también fueras. Le encanta la gente importante y los desaires le duelen mucho.

—Oh, mierda.

—Le dije a Tania que debería haber aceptado.

—¿Es verdad que la enviaste a la plaza Mayakovski?

—No, nunca podríamos publicar un artículo sobre una reunión oficiosa como esa.

—Gracias por intentar protegerla.

—Es un honor … pero me parece que no está funcionando.

—¿Qué crees que pasará?

—Podrían despedirla, aunque es más probable que la destinen a algún lugar inhóspito, como Kazajistán. —Daniíl frunció el ceño—. Tengo que idear algún trato que satisfaga a Opotkin pero que no resulte demasiado duro para Tania.

Dimka miró hacia la puerta principal y vio a un hombre de cuarenta y tantos años con el pelo muy corto, al estilo militar, y uniforme de general del Ejército Rojo.

—Por fin, el tío Volodia —dijo.

Volodia Peshkov tenía la misma mirada intensa y azul que Tania.

—¿Qué es esta mierda? —preguntó, iracundo.

Dimka se apresuró a informarlo y, cuando acababa, Opotkin reapareció y se dirigió obsequioso a Volodia.

—General, he comentado el problema de su sobrina con nuestros amigos del KGB y acceden gratamente a que me encargue de ello como asunto interno de la TASS.

Dimka se sintió flaquear de alivio. Luego se preguntó si la propuesta de Opotkin no habría sido una maniobra para dar la impresión de que le estaba haciendo un favor a Volodia.

—Permítame que le haga una sugerencia —dijo Volodia—: podría clasificar el incidente de grave sin achacar la culpa a nadie, simplemente cambiando de puesto a Tania.

Ese era el castigo que Daniíl había mencionado un momento antes.

Opotkin asintió con aire reflexivo, como sopesando la idea, aunque Dimka estaba seguro de que aceptaría entusiasmado cualquier «sugerencia» del general Peshkov.

—Quizá un puesto en el extranjero —propuso Daniíl—. Habla inglés y alemán.

Era una exageración, y Dimka lo sabía. Tania había estudiado ambos idiomas en la escuela, pero eso no significaba que los hablara. Daniíl intentaba salvarla del destierro a algún rincón remoto de la URSS.

—Y podría seguir escribiendo artículos de fondo para mi departamento. Preferiría no perderla en la redacción … es demasiado buena —añadió Daniíl.

Opotkin parecía vacilar.

—No podemos enviarla a Londres ni a Bonn. Eso parecería un premio.

Era cierto. Las asignaciones a países capitalistas estaban muy buscadas. Las primas por manutención eran colosales y, aunque no daban para tanto como en la URSS, los ciudadanos soviéticos vivían mucho mejor en Occidente que en su país.

—Berlín Este, tal vez, o Varsovia —propuso Volodia.

Opotkin asintió. Un traslado a otro país comunista se acercaba más a un castigo.

—Me alegro de haber podido resolver esto —zanjó el general.

El redactor jefe se volvió hacia Dimka.

—El sábado por la noche celebro una fiesta. ¿Te gustaría ir?

Dimka supuso que eso podría sellar el trato y asintió.

—Tania me comentó algo —contestó con falso entusiasmo—. Iremos los dos. Gracias.

Opotkin pareció iluminarse.

—Casualmente —dijo Daniíl—, sé de un puesto en un país comunista que ahora está vacante. Necesitamos a alguien allí con urgencia. Tania podría ir mañana mismo.

—¿Dónde? —preguntó Dimka.

—En Cuba.

—Podría ser aceptable —accedió Opotkin, satisfecho y alegre.

Ciertamente era mejor que Kazajistán, pensó Dimka.

Mets regresó al vestíbulo con Tania a su lado. A Dimka se le paró el corazón: estaba pálida y asustada, pero ilesa. Mets habló con una mezcla de deferencia y desafío, como un perro que ladra porque tiene miedo.

—Permítame recomendarle que en el futuro la joven Tania se mantenga alejada de las lecturas de poemas —dijo.

El tío Volodia daba la impresión de estar a punto de estrangular a aquel idiota, pero impostó una sonrisa.

—Un consejo muy sensato, sin duda.

Todos salieron. Había oscurecido.

—Tengo aquí la moto —le dijo Dimka a Tania—. Te llevo a casa.

—Sí, por favor —contestó ella. Era evidente que quería hablar con él.

El tío Volodia no podía leerle los pensamientos como Dimka.

—Deja que te lleve con el coche —se ofreció—. Pareces demasiado afectada para un trayecto en moto.

Para sorpresa de Volodia, Tania repuso:

—Gracias, tío, pero iré con Dimka.

Volodia se encogió de hombros y subió a la limusina ZIL que lo estaba esperando. Daniíl y Piotr se despidieron de los mellizos.

En cuanto estuvieron a una distancia desde la que no podían oírla, Tania se volvió hacia Dimka con desesperación en la mirada.

—¿Han dicho algo de Vasili Yénkov?

—Sí, que estabas con él. ¿Es verdad?

—Sí.

—Oh, mierda. Pero no es tu novio, ¿no?

—No. ¿Sabes qué ha sido de él?

—Encontraron cinco copias de Disidencia en uno de sus bolsillos, así que no va a salir pronto de la Lubianka, aunque tenga amigos en las altas esferas.

—¡Joder! ¿Crees que lo investigarán?

—Estoy seguro. Querrán saber si solo reparte Disidencia o si también la elabora, lo cual sería mucho más grave.

—¿Registrarán su piso?

—Serían negligentes si no lo hicieran. ¿Por qué?… ¿Qué encontrarán allí?

Ella miró a su alrededor, pero no había nadie cerca. Aun así, bajó la voz.

—La máquina con que se escribe Disidencia.

—Entonces me alegro de que Vasili no sea tu novio, porque va a pasar los próximos veinticinco años en Siberia.

—¡No digas eso!

Dimka frunció el ceño.

—No estás enamorada de él, lo sé…pero tampoco te es del todo indiferente.

—Mira, es un hombre valiente y un poeta maravilloso, pero nuestra relación no es sentimental. Ni siquiera le he besado nunca. Es uno de esos hombres que tienen muchas mujeres.

—Como mi amigo Valentín. —El compañero de habitación de Dimka en la universidad, Valentín Lébedev, había sido un auténtico donjuán.

—Justo como Valentín, sí.

—Y … ¿cuánto te importaría que registrasen el piso de Vasili y encontrasen esa máquina de escribir?

—Mucho. Hacíamos juntos Disidencia. Yo he escrito la edición de hoy.

—Joder, me lo temía.

Por fin Dimka conocía el secreto que su hermana le había estado ocultando el último año.

—Tenemos que ir al apartamento, ahora —dijo Tania—, sacar de allí la máquina de escribir y deshacernos de ella.

Dimka retrocedió un paso.

—Por supuesto que no. Olvídalo.

—¡Tenemos que hacerlo!

—No. Arriesgaría cualquier cosa por ti, y podría arriesgar mucho por alguien a quien quisieras, pero no pienso arriesgar la vida por ese tipo. Podríamos acabar todos en la maldita Siberia.

—Entonces lo haré yo sola.

Dimka arrugó la frente, intentando sopesar los riesgos de las diferentes alternativas.

—¿Quién más conoce vuestra actividad?

—Nadie. Hemos tenido mucho cuidado. Siempre me aseguraba de que no me siguieran cuando iba a su casa. Nunca nos hemos visto en lugares públicos.

—De modo que la investigación del KGB no te relacionará con él.

Ella dudó, y en ese instante él supo que estaban en un aprieto grave.

—¿Qué? —preguntó Dimka.

—Depende de lo minucioso que sea el KGB.

—¿Por qué?

—Esta mañana, cuando he ido al piso de Vasili, había una chica … Varvara.

—Mierda.

—Se iba en ese momento. No sabe cómo me llamo.

—Pero si el KGB le enseñara fotografías de personas detenidas hoy en la plaza Mayakovski, ¿te reconocería?

Tania parecía angustiada.

—La verdad es que me miró de arriba abajo, dando por hecho que podía ser una rival. Sí, reconocería mi cara.

—Maldita sea, entonces tengo que hacerme con esa máquina de escribir. Sin ella, creerán que Vasili no es más que un distribuidor de Disidencia y puede que no investiguen a todas sus novias pasajeras, sobre todo si tiene muchas, como parece. Podríais salir impunes. Pero si encuentran la máquina, estáis perdidos.

—Lo haré yo. Tienes razón, no puedo permitir que corras tanto peligro.

—Y yo no puedo dejarte sola en esto —dijo él—. ¿Cuál es la dirección? —Ella se la dio—. No está muy lejos. Sube a la moto. —Montó y puso en marcha el motor con el pedal.

Tania dudó un instante y luego montó detrás de él.

Dimka encendió las luces y se alejaron.

Mientras conducía, se preguntó si el KGB podría estar ya en el piso de Vasili, registrándolo. Llegó a la conclusión de que era posible pero poco probable. Contando con que hubieran detenido a cuarenta o cincuenta personas, les llevaría la mayor parte de la noche efectuar los interrogatorios iniciales, conseguir sus nombres y sus direcciones, y decidir por quién empezaban. Pese a ello, tenían que ser precavidos.

Cuando llegaron a la dirección que Tania le había dado, pasaron de largo sin aminorar la velocidad. Las farolas iluminaban una majestuosa casa del siglo XIX. Todos los edificios como aquel se habían reconvertido en despachos gubernamentales o dividido en apartamentos. No había coches aparcados a la puerta ni hombres del KGB con chaquetas de cuero merodeando en la entrada. Dimka rodeó la manzana sin ver nada sospechoso y luego aparcó a unos doscientos metros del portal.

Bajaron de la moto. Una mujer que paseaba a un perro les dijo «Buenas noches» y siguió andando. Ellos entraron en el edificio.

En el pasado el vestíbulo había sido imponente. En ese momento una única bombilla alumbraba un suelo de mármol desportillado y resquebrajado, y una espléndida escalera en cuyo pasamanos faltaban varios balaústres.

Subieron por ella. Tania sacó una llave y abrió la puerta del piso, luego ambos entraron y la cerraron a su paso.

Dimka siguió a Tania hasta un salón donde una gata gris los observó cautelosa. Tania fue a buscar una caja grande de un armario; estaba llena de pienso para gatos. Rebuscó dentro y sacó una máquina de escribir envuelta en una funda y también varias hojas de papel encerado.

Rompió las hojas, las arrojó a la chimenea y les prendió fuego con una cerilla.

—¿Por qué demonios lo arriesgas todo por una protesta inútil? —preguntó Dimka, airado, mientras las veía arder.

—Vivimos en una tiranía brutal —contestó Tania—. Tenemos que hacer algo para mantener viva la esperanza.

—Vivimos en una sociedad que está desarrollando el comunismo —replicó Dimka—. Es difícil y tenemos problemas, pero deberías contribuir a resolver esos problemas en lugar de alimentar el descontento.

—¿Cómo se pueden obtener soluciones si a nadie se le permite hablar de los problemas?

—En el Kremlin hablamos de los problemas a todas horas.

—Y los mismos hombres cerriles deciden siempre no hacer ningún cambio importante.

—No todos son cerriles. Algunos trabajan con ahínco para cambiar las cosas. Danos tiempo.

—La revolución tuvo lugar hace cuarenta años. ¿Cuánto tiempo necesitáis antes de que acabéis admitiendo que el comunismo es un fracaso?

El papel se había reducido rápidamente a cenizas en la chimenea. Dimka se dio la vuelta, frustrado.

—Hemos discutido sobre esto demasiadas veces. Tenemos que salir de aquí.

Cogió la máquina de escribir, Tania cogió a la gata, y salieron.

Cuando se marchaban, un hombre con un maletín entró en el vestíbulo. Al pasar por su lado en la escalera, les saludó con la cabeza. Dimka confió en que la luz fuera lo bastante tenue para que no les viera bien la cara.

Ya en la calle, Tania dejó a la gata en el suelo.

—Ahora tienes que valerte por ti misma, Mademoiselle —dijo.

El animal se alejó con aire desdeñoso.

Mientras caminaban apresurados hasta la esquina de la calle, Dimka trataba en vano de esconder la máquina de escribir bajo la chaqueta. La luna había ascendido, para su consternación, y ambos eran claramente visibles. Llegaron a la motocicleta.

Dimka le pasó la máquina a Tania.

—¿Cómo vamos a deshacernos de ella? —susurró.

—¿El río?

Él se devanó los sesos hasta que recordó un lugar de la ribera donde había ido con varios compañeros de estudios un par de veces a pasar la noche bebiendo vodka.

—Conozco un sitio.

Montaron en la moto y salieron del centro de la ciudad en dirección al sur. El lugar que tenía en mente se encontraba en el extrarradio, aunque eso los beneficiaba, pues había menos probabilidades de que los vieran.

Dimka condujo a gran velocidad durante veinte minutos y frenó a las puertas del monasterio de Nikolo-Perervinski.

La antigua institución, con su espléndida catedral, se encontraba en ruinas tras décadas de desuso y despojada de sus tesoros. Estaba situada en un istmo, entre la principal línea férrea que enlazaba con el sur y el río Moscova. En los campos que la rodeaban empezaba a prepararse la construcción de altos edificios de pisos, pero por la noche la barriada estaba desierta. No había nadie a la vista.

Dimka abandonó la carretera y se dirigió hacia una arboleda donde aparcó la motocicleta sobre el caballete lateral. Luego guió a Tania por entre la vegetación del monasterio en ruinas. Los edificios abandonados se veían de un blanco espectral a la luz de la luna. Las cúpulas con forma de bulbo de la catedral estaban medio desplomadas, pero los tejados de azulejo verde de las edificaciones del monasterio se conservaban prácticamente intactos. Dimka no podía quitarse de encima la sensación de que los fantasmas de generaciones de monjes los observaban desde las ventanas hechas añicos.

Se encaminó al oeste por un terreno cenagoso, en dirección al río.

—¿De qué conoces este sitio?

—Veníamos cuando éramos estudiantes. Nos emborrachábamos y veíamos salir el sol sobre el agua.

Llegaron a la orilla. El río era un canal manso que dibujaba un amplio meandro, y la corriente estaba calma bajo la luz de la luna. Sin embargo, Dimka sabía que era lo bastante profundo para sus propósitos.

Tania dudó.

—Qué desperdicio —dijo.

Dimka se encogió de hombros.

—Las máquinas de escribir son caras.

—No es solo por el dinero. Es una voz disidente, una visión del mundo alternativa, un modo de pensar distinto. Una máquina de escribir es libertad de expresión.

—Entonces estarás mejor sin ella.

Tania se la dio.

Él tiró del carro hasta el tope para tener un asidero por donde agarrarla.

—Allá va —exclamó.

Llevó el brazo atrás y después, con todas sus fuerzas, lanzó la máquina al río. No llegó muy lejos, pero cayó al agua produciendo un ruido tranquilizador y al instante desapareció de la vista.

Ambos se quedaron de pie contemplando las ondas a la luz de la luna.

—Gracias —dijo Tania—. Más aún no creyendo en lo que hago.

Él le pasó un brazo por los hombros, y se marcharon.