14

Dimka y Valentín subieron a la noria del parque Gorki con Nina y Anna.

Después de que Dimka tuviera que marcharse del campamento de verano, Nina estuvo saliendo varios meses con un ingeniero, pero después rompieron, así que volvía a estar libre. Valentín y Anna eran ya pareja; él dormía en el apartamento de las chicas la mayor parte de los fines de semana, y en un par de ocasiones le había dicho a Dimka algo que a este le pareció muy significativo: que acostarse con una mujer detrás de otra no era más que una fase que los hombres atravesaban cuando eran jóvenes.

«No tendré yo esa suerte …», pensó Dimka.

El primer fin de semana cálido del efímero verano moscovita, Valentín propuso una cita doble, y Dimka accedió entusiasmado. Nina era inteligente y resuelta, y lo desafiaba, algo que a él le gustaba, pero, ante todo, era sexy. Él pensaba a menudo en el fervor con que lo había besado y deseaba que volviera a ocurrir. Recordaba cómo sus pezones se habían erizado en el agua fría y se preguntaba si ella habría pensado alguna vez en aquel día en el lago.

El problema era que no podía compartir la actitud despreocupada y explotadora que Valentín tenía con las chicas, pues era capaz de decirles cualquier cosa para llevárselas a la cama. Dimka creía que estaba mal manipular a la gente o abusar de ella, y también que si alguien decía «No» había que aceptarlo, mientras que Valentín siempre interpretaba un «No» como un «Quizá todavía no».

El parque Gorki era un oasis en el desierto del adusto comunismo, un lugar al que los moscovitas podían ir a divertirse sin más. La gente se ponía sus mejores galas, compraba helados y dulces, flirteaba con desconocidos y se besaba entre los arbustos.

Anna fingía que le daba miedo la noria, y Valentín le seguía la corriente, rodeándola con un brazo y diciéndole que era totalmente segura. Nina parecía cómoda y despreocupada, y Dimka prefería eso al falso terror, aunque no le daba la oportunidad de ponerse más cariñoso con ella.

Nina llevaba un vestido camisero de algodón a rayas naranja y verdes que le favorecía mucho. «Por detrás la hace parecer incluso seductora», pensó Dimka mientras bajaban de la noria. Se las había ingeniado para conseguir unos vaqueros americanos y una camisa azul a cuadros para la cita, a cambio de dos entradas para una función de ballet a la que Jrushchov no pensaba asistir: Romeo y Julieta en el Bolshói.

—¿Qué has estado haciendo desde la última vez que te vi? —le preguntó Nina mientras paseaban por el parque tomando un refresco de naranja tibio que habían comprado en un puesto.

—Trabajar —contestó él.

—¿Eso es todo?

—Suelo llegar al despacho una hora antes que Jrushchov para asegurarme de que lo encuentra todo preparado: los documentos que necesita, los periódicos extranjeros que lee y los archivos que va a querer consultar. Generalmente trabaja hasta la noche, y pocas veces me voy antes que él. —Deseó ser capaz de hacer que su trabajo pareciese lo emocionante que en realidad era—. No me queda mucho tiempo para nada más.

—Dimka era igual en la universidad —terció Valentín—: trabajo, trabajo, trabajo.

Por suerte, Nina no parecía considerar que la vida de Dimka fuera aburrida.

—¿De verdad pasas todos los días con el camarada Jrushchov?

—La mayoría.

—¿Dónde vives?

—En la Casa del Gobierno. —Era un edificio de apartamentos destinados a la élite de Moscú y situado cerca del Kremlin.

—Fantástico.

—Con mi madre —añadió.

—Yo viviría con mi madre si pudiera tener un piso en ese edificio.

—Mi hermana melliza también vive con nosotros, aunque ahora está en Cuba … Es periodista de la TASS.

—Me gustaría ir a Cuba —comentó Nina con aire melancólico.

—Es un país pobre.

—Podría soportarlo, en un clima sin invierno. Imagina lo que debe de ser bailar en la playa en enero.

Dimka asintió, aunque a él Cuba lo fascinaba en otro sentido. La revolución de Castro demostraba que la rígida ortodoxia soviética no era la única forma posible de comunismo. Castro tenía ideas nuevas, diferentes.

—Espero que Castro sobreviva —dijo.

—¿Por qué no iba a sobrevivir?

—Los americanos ya han querido invadir el país. Bahía de Cochinos fue un desastre, pero volverán a intentarlo, con más ejército … Probablemente en 1964, cuando el presidente Kennedy se presente a la reelección.

—¡Es horrible! ¿No se puede hacer nada?

—Castro está intentando firmar la paz con Kennedy.

—¿Lo conseguirá?

—El Pentágono se opone y los congresistas conservadores arman jaleo, así que la idea no está llegando a ninguna parte.

—¡Tenemos que apoyar la revolución cubana!

—Estoy de acuerdo … pero a nuestros conservadores tampoco les gusta Castro. No están seguros de que sea un auténtico comunista.

—¿Qué va a pasar?

—Dependerá de los americanos. Podrían dejar en paz a Cuba, pero no creo que sean tan listos. Supongo que seguirán hostigando a Castro hasta que crea que el único país al que puede recurrir en busca de ayuda es la Unión Soviética, así que tarde o temprano acabará pidiéndonos protección.

—¿Qué podemos hacer?

—Buena pregunta.

—Me muero de hambre —los interrumpió Valentín—. Chicas, ¿tenéis comida en casa?

—Claro —contestó Nina—, he comprado un codillo para estofar.

—Entonces, ¿a qué esperamos? Dimka y yo nos encargamos de las cervezas.

Cogieron el metro para ir al apartamento que Anna y Nina compartían en un edificio controlado por el sindicato del acero, para el que trabajaban. El piso era pequeño: una habitación con dos camas individuales, un comedor con un sofá frente a un televisor, una cocina con una mesa diminuta y un cuarto de baño. Dimka supuso que Anna era la responsable de los cojines de encaje que decoraban el sofá y las flores de plástico que había en un jarrón encima del televisor, y que Nina había comprado las cortinas a rayas y los pósteres de paisajes montañosos que colgaban de la pared.

A Dimka le preocupó que solo hubiese un dormitorio. Si Nina quería acostarse con él, ¿harían el amor las dos parejas en la misma habitación? Situaciones como esa se habían dado cuando Dimka estudiaba en la universidad y vivía en una residencia atestada. Aun así, la idea no le gustaba. Al margen de todo lo demás, no quería que Valentín supiera lo inexperto que era.

Se estaba preguntando dónde dormiría Nina las veces en que Valentín se quedaba, cuando reparó en la pequeña pila de sábanas que había en el suelo del comedor, por lo que dedujo que dormía en el sofá.

Nina puso el codillo en una cazuela, Anna picó un nabo grande, Valentín sacó los cubiertos y los platos, y Dimka sirvió la cerveza. Aunque todos excepto él parecían saber lo que iba a ocurrir a continuación y se sentía un poco nervioso, se dejó llevar.

Nina preparó una bandeja de aperitivos: champiñones en conserva, blinis, salchichas y queso. Dejaron que el estofado acabara de hacerse y fueron al comedor. Nina se dejó caer en el sofá y dio unas palmadas a su lado para indicar a Dimka que se sentara a su lado, Valentín ocupó la butaca y Anna se sentó en el suelo, a sus pies. Escucharon música en la radio mientras tomaban cerveza. Nina había sazonado el guiso con hierbas, y el aroma procedente de la cocina espoleó el apetito de Dimka.

Hablaron de sus padres. Los de Nina estaban divorciados; los de Valentín, separados, y los de Anna se odiaban.

—A mi madre no le gustaba mi padre —dijo Dimka—. A mí tampoco. A nadie le gusta un hombre del KGB.

—Yo he estado casada una vez … y nunca más —comentó Nina—. ¿Conocéis a alguien que esté felizmente casado?

—Sí —contestó Dimka—, mi tío Volodia. La verdad es que mi tía Zoya es maravillosa. Es física, pero parece una estrella de cine. Cuando era pequeño la llamaba «tía de Revista», porque se parecía a esas mujeres tan increíblemente guapas que salen en las fotos de las revistas.

Valentín acarició el cabello de Anna, y ella recostó la cabeza sobre su muslo de un modo que a Dimka le pareció sensual. Quería tocar a Nina, y sin duda a ella no le habría importado —¿por qué, si no, lo había invitado a ir a su apartamento?—, pero se sentía torpe y azorado. Deseaba que ella hiciera algo; en realidad, la experimentada era ella, pero Nina, que lucía una leve sonrisa, parecía contentarse con escuchar música y tomar cerveza.

Al fin la cena estuvo lista. Nina era una buena cocinera y el estofado, que acompañaron con pan negro, quedó delicioso.

Cuando acabaron y recogieron, Valentín y Anna se fueron a la habitación y cerraron la puerta.

Dimka fue al baño. La cara que reflejaba el espejo del lavamanos no era atractiva, pese a sus ojos grandes y azules, sin duda su mejor rasgo. Llevaba el cabello, castaño oscuro, cortado al estilo militar aceptado entre los jóvenes burócratas comunistas, y eso le hacía parecer un hombre serio cuyos pensamientos estaban muy por encima del sexo.

Comprobó que llevaba el preservativo en el bolsillo. Esa clase de artículos escaseaban y le había costado mucho conseguir varios. Sin embargo, no compartía la opinión de Valentín de que el embarazo era un problema de la mujer. Estaba seguro de que no disfrutaría del sexo si tenía la sensación de estar obligando a la chica a dar a luz o a abortar.

Volvió al comedor, donde, para su sorpresa, encontró a Nina con el abrigo puesto.

—Te acompaño al metro —dijo.

Dimka se sentía desconcertado.

—¿Por qué?

—No creo que conozcas el barrio … y no me gustaría que te perdieras.

—Quiero decir que … ¿por qué quieres que me vaya?

—¿Qué otra cosa vas a hacer?

—Me gustaría quedarme y besarte —contestó.

Nina se rió.

—Lo que te falta de sofisticado lo tienes de entusiasta. —Se quitó el abrigo y se sentó.

Dimka se sentó a su lado y la besó, inseguro.

Nina le devolvió el beso con un fervor reconfortante, y él vio con creciente excitación que a ella no le importaba que fuera inexperto, por lo que no tardó en intentar desabotonarle con torpeza el vestido. Tenía unos pechos maravillosamente grandes, y los llevaba protegidos con un práctico pero formidable sujetador que se quitó para ofrecérselos a sus besos.

Luego, todo se precipitó.

Cuando llegó el gran momento, ella se tumbó en el sofá con la cabeza sobre el apoyabrazos y un pie en el suelo, una postura que adoptó con tal disposición que Dimka dedujo que ya lo había hecho antes.

Se apresuró a coger el preservativo y lo sacó con dificultad del envoltorio.

—No lo necesitamos —lo interrumpió Nina.

Él se quedó perplejo.

—¿Qué quieres decir?

—No puedo tener hijos, me lo han dicho los médicos. Por eso se divorció de mí mi ex marido.

Él dejó caer el preservativo al suelo y se tendió sobre ella.

—Tranquilo … —dijo Nina, guiándolo hacia su interior.

«Lo he hecho —pensó Dimka—. Al fin he perdido la virginidad.»

La lancha motora era del mismo tipo de las que en el pasado se habían hecho famosas por llevar ron de contrabando: larga y estrecha, extremadamente rápida y terriblemente incómoda. Cruzó el estrecho de Florida a ochenta nudos, surcando las olas con el impacto de un coche al estrellarse contra una valla de madera. Los seis hombres que la ocupaban iban asegurados con cinturón, el único modo de viajar con cierta seguridad en una lancha a tal velocidad. En la pequeña cubierta de carga llevaban subfusiles M3, pistolas y bombas incendiarias. Se dirigían a Cuba.

Sin duda, George Jakes no tendría que haberse encontrado entre ellos.

Escrutaba el mar iluminado por la luna y se sentía algo mareado. Cuatro de los hombres eran cubanos exiliados en Miami; George solo conocía sus nombres de pila. Detestaban el comunismo, detestaban a Castro y detestaban a cualquiera que no conviniera con ellos. El sexto hombre era Tim Tedder.

Todo había comenzado cuando Tedder entró en el despacho del Departamento de Justicia. A George le resultó conocido y asumió que era un hombre de la CIA, aunque estaba «oficialmente» retirado y trabajaba por cuenta propia como asesor en seguridad.

George se encontraba solo en el despacho.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó con amabilidad.

—Vengo a la reunión por la Operación Mangosta.

George había oído hablar de la Operación Mangosta, un proyecto en el que se hallaba implicado el nada fidedigno Dennis Wilson, pero no conocía todos los detalles.

—Pase —le dijo, y señaló una silla.

Tedder entró con una carpeta bajo el brazo. Tendría unos diez años más que George, pero daba la impresión de que se había vestido en la década de 1940: llevaba un traje cruzado y el cabello engominado con la raya al lado, muy marcada.

—Dennis volverá de un momento a otro —le hizo saber George.

—Gracias.

—¿Cómo va? Me refiero a Mangosta.

Tedder parecía cauteloso.

—Informaré en la reunión —contestó.

—Yo no voy a asistir. —George miró el reloj. Insinuaba, engañosamente, que había sido invitado, lo cual no era cierto, pero sentía curiosidad—. Tengo una reunión en la Casa Blanca.

—Lástima.

George recordó cierta información.

—Según el plan original, debería encontrarse en la segunda fase, la propaganda.

El rostro de Tedder se relajó al inferir que George estaba en el ajo.

—Aquí está el informe —dijo mientras abría la carpeta.

George fingía saber más de lo que en realidad sabía. Mangosta era un proyecto destinado a ayudar a los cubanos anticomunistas a fomentar una contrarrevolución. El punto culminante del plan consistía en el derrocamiento de Castro en octubre de ese año, justo antes de las elecciones de mitad de legislatura al Congreso. Equipos de infiltración adiestrados por la CIA se encargarían de la organización política y de la propaganda anticastrista.

—¿Estamos cumpliendo con la agenda? —preguntó George fingiendo menos interés del que en realidad sentía.

Tedder pasó por alto la pregunta.

—Es hora de aumentar la presión —comentó—. Difundir furtivamente panfletos que se mofen de Castro no es lo que queremos.

—¿Y cómo podemos aumentar la presión?

—Está todo ahí —respondió Tedder señalando los documentos.

George empezó a leerlos y lo que encontró en ellos fue peor de lo que esperaba. La CIA proponía sabotear puentes, refinerías de petróleo, plantas energéticas, fábricas de azúcar y barcos.

En ese momento entró Dennis Wilson. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado, la corbata floja y las mangas arremangadas, igual que Bobby, observó George, aunque las crecientes entradas de Wilson nunca rivalizarían con la vigorosa cabellera del secretario de Justicia. Cuando Wilson vio a Tedder y a George hablando pareció sorprendido, y a continuación inquieto.

—Si voláis una refinería de petróleo y muere gente —le decía George a Tedder—, todos los que hayan aprobado el proyecto en Washington serán culpables de asesinato.

Dennis se dirigió a Tedder con voz airada:

—¿Qué le has contado?

—¡Creía que estaba autorizado! —contestó Tedder.

—Estoy autorizado —dijo George—. Mi autorización es la misma que la de Dennis. —Se volvió hacia Wilson—: ¿Por qué te has molestado tanto en ocultarme esto?

—Porque sabía que te opondrías.

—Y no te equivocabas. No estamos en guerra con Cuba. Matar cubanos es asesinato.

—Sí estamos en guerra —replicó Tedder.

—¿Perdón? —repuso George—. Entonces, si Castro enviara agentes aquí, a Washington, bombardeara una fábrica y matara a su esposa, ¿no sería eso un crimen?

—No sea ridículo.

—Aparte del hecho de que sería asesinato, ¿se hace una idea de la que se armaría si trascendiera? ¡Sería un escándalo internacional! Imagínese a Jrushchov en las Naciones Unidas pidiéndole a nuestro presidente que deje de financiar el terrorismo internacional. Piense en los artículos que aparecerían en The New York Times. Es probable que Bobby tuviera que dimitir. ¿Y qué hay de la campaña de reelección del presidente? ¿Es que nadie ha pensado en las consecuencias políticas de todo esto?

—Por supuesto que sí, por eso es alto secreto.

—¿Y de qué está sirviendo? —George volvió una página—. ¿De verdad estoy leyendo esto? —preguntó—. ¿Estamos intentando asesinar a Fidel Castro con puros envenenados?

—No formas parte del equipo de este proyecto —terció Wilson—, de modo que olvídalo, ¿de acuerdo?

—¡Maldita sea, no! Voy a contárselo a Bobby.

Wilson se echó a reír.

—Imbécil … ¿Es que no lo entiendes? ¡Bobby está al mando de esto!

A George se le cayó el alma a los pies.

Aun así, se lo contó a Bobby, quien respondió con serenidad:

—Ve a Miami y échale un vistazo a la operación, George. Que Tedder te lo enseñe todo. Luego vuelve y dime qué te parece.

Así que George visitó la nueva y enorme base que la CIA tenía en Florida, donde cubanos exiliados recibían entrenamiento para las misiones de infiltración. Y allí habló con Tedder.

—Quizá deberías participar en una misión, verlo en persona —le dijo este.

Era un reto, y Tedder no esperaba que George lo aceptara, pero él creyó que si se negaba estaría colocándose en una posición débil. En ese momento consideraba que su postura era la única correcta: estaba en contra de Mangosta por motivos éticos y políticos. Si se negaba a participar en un asalto, lo tacharían de cobarde, y tal vez hubiera una parte de él incapaz de resistirse al desafío de demostrar su valentía.

—Sí. ¿Tú también vendrás? —contestó con insensatez.

Eso sorprendió a Tedder, y George vio con claridad que por un instante Tedder deseó poder retirar el ofrecimiento. Sin embargo, él también había sido retado. Era lo que Greg Peshkov habría calificado de concurso para ver quién meaba más lejos. Tedder también se sintió incapaz de recular, aunque, como cayendo en la cuenta de algo, dijo:

—Por supuesto, Bobby no puede enterarse de tu participación.

De modo que allí estaban. Era una lástima, pensó George, que a Kennedy le gustaran tanto las novelas del escritor británico Ian Fleming. El presidente parecía creer que James Bond podía salvar el mundo en la vida real y no solo en la ficción. Bond tenía «licencia para matar». Eso era una gilipollez. Nadie tenía licencia para matar.

El destino del trayecto en lancha era La Isabela; la pequeña ciudad se extendía por una estrecha península que asomaba de la costa norte de Cuba como si fuera un dedo. Era, en esencia, un puerto y no tenía más industria que el comercio. El objetivo de la incursión era destruir instalaciones portuarias.

Su llegada estaba prevista al alba. El cielo se tornaba ya gris por el este cuando el patrón, Sánchez, redujo la velocidad del potente motor, cuyo rugido se transformó en un leve burbujeo. Sánchez conocía bien aquel tramo del litoral, ya que su padre había sido dueño de una plantación de azúcar en las proximidades antes de la revolución. La silueta de una ciudad empezó a emerger en el tenue horizonte, y Sánchez apagó el motor y sacó un par de remos.

La marea los arrastraba hacia la ciudad, por lo que solo precisaban los remos para dirigir la lancha. Sánchez calculó a la perfección la maniobra de aproximación. Ante ellos apareció una hilera de embarcaderos de cemento, detrás de los cuales George atisbó almacenes con tejados a dos aguas. A lo largo de la costa se veían amarradas varias barcas pesqueras pequeñas, pero en el puerto no había ningún barco grande. Un ligero oleaje susurraba en la playa; por lo demás, el mundo estaba en silencio. La lancha, muda, tocó el muelle.

La escotilla se abrió y los hombres se armaron. Tedder ofreció a George una pistola, que este rechazó negando con la cabeza.

—Cógela —insistió Tedder—, es peligroso.

George sabía lo que se proponía Tedder: quería que se manchara las manos de sangre y quedara así incapacitado para criticar la Operación Mangosta, pero George no era tan fácil de manipular.

—No, gracias —dijo—. Soy estrictamente un observador.

—Estoy al mando de esta misión y te lo ordeno.

—Y yo te estoy diciendo que te vayas a la mierda.

Tedder cedió.

Sánchez amarró la lancha y todos desembarcaron en silencio. El patrón señaló el almacén más próximo, que también parecía ser el más grande, y todos corrieron hacia él, George cerrando el grupo.

No se veía a nadie. George se fijó en una hilera de casas que semejaban poco más que chozas de madera. Un asno atado pacía la escasa hierba que había en la margen de un camino de tierra. El único vehículo que había a la vista era una camioneta oxidada de los años cuarenta. George advirtió que era un lugar muy pobre, aunque no cabía duda de que en el pasado había sido un puerto con mucha actividad, y supuso que el presidente Eisenhower lo había arruinado con el embargo impuesto al comercio entre Estados Unidos y Cuba de 1960.

En algún lugar, un perro empezó a ladrar.

El almacén tenía paredes de madera, tejado de calamina y ninguna ventana. Sánchez encontró una puerta pequeña y la abrió de una patada, tras lo cual todos corrieron adentro. El lugar estaba vacío, salvo por cierto material de embalaje: cajas de madera rotas, otras de cartón, trozos de cuerda y cordel, sacos desechados y malla deshilachada.

—Perfecto —dijo Sánchez.

Los cuatro cubanos lanzaron al suelo bombas incendiarias que prendieron casi de inmediato. El material ardió al instante y las paredes de madera no tardarían en hacerlo, por lo que todos se apresuraron a salir.

—¡Eh! ¿Qué es eso? —preguntó una voz en español.

George se volvió y vio a un cubano de pelo blanco ataviado con una especie de uniforme. Era demasiado mayor para ser policía o soldado, lo que hizo suponer a George que se trataba del vigilante nocturno. Calzaba sandalias y, sin embargo, llevaba un revólver al cinturón cuya funda intentaba abrir con torpeza.

Antes de que pudiera sacar el arma, Sánchez le disparó. La sangre empezó a empapar la pechera del uniforme blanco y el hombre cayó de espaldas.

—¡Vamos! —ordenó Sánchez, y los cinco hombres corrieron hacia la lancha.

George se arrodilló junto al anciano. Sus ojos escrutaban el cielo, que seguía clareando, sin ver nada.

—¡George! ¡Vamos! —gritó Tedder a su espalda.

La sangre siguió manando unos instantes de la herida del hombre y luego se redujo a un hilillo. George le palpó el cuello en busca del pulso, pero no lo encontró. Al menos había muerto rápido.

El incendio del almacén se propagaba a gran velocidad, y George percibía su calor.

—¡George! —volvió a gritar Tedder—. ¡Te dejaremos atrás!

El motor de la lancha cobró vida con un rugido.

George cerró los ojos del difunto, se levantó y permaneció allí de pie unos segundos antes de correr hacia la embarcación.

En cuanto subió a bordo, la lancha viró en la dirección opuesta al muelle y cruzó la bahía. George se puso el cinturón de seguridad.

—¿Qué cojones crees que hacías? —le bramó Tedder al oído.

—Hemos matado a un hombre inocente —contestó George—. Merecía un momento de respeto.

—¡Trabajaba para los comunistas!

—Era el vigilante nocturno … Es posible que no conociera el comunismo ni de oídas.

—Eres una maldita nenaza.

George echó un vistazo a su espalda. El almacén era una hoguera gigantesca y ya había gente corriendo de un lado a otro, tal vez intentando sofocar las llamas. George devolvió la vista al mar que se extendía frente a él y no volvió a mirar a la isla.

—En la lancha me has llamado nenaza —le dijo George a Tedder cuando llegaron a Miami y desembarcaron. Sabía que aquello era una estupidez, casi tanto como haber participado en la misión, pero su orgullo le impedía pasarlo por alto—. Estamos en tierra, sin protocolos de seguridad. ¿Por qué no lo repites aquí?

Tedder lo miró fijamente. Era más alto que George, pero no tan ancho de espaldas. Debía de haber recibido alguna clase de entrenamiento en combate sin armas, y George advirtió que estaba tanteando sus posibilidades mientras los cubanos los observaban con interés imparcial.

La mirada de Tedder se desvió un momento hacia la oreja con forma de coliflor de George y luego de nuevo a sus ojos.

—Creo que será mejor que lo olvidemos —contestó.

—No esperaba otra cosa —replicó George.

En el vuelo de regreso a Washington redactó un breve informe para Bobby en el que afirmaba que, en su opinión, la Operación Mangosta era ineficaz, dado que no había indicios de que la gente en Cuba (en contraposición a los exiliados) quisiera derrocar a Castro, y que suponía también una amenaza para el prestigio mundial de Estados Unidos, pues provocaría hostilidad antiamericana si llegaba a hacerse público.

—La Operación Mangosta es inútil, y peligrosa —se limitó a decirle a Bobby cuando le entregó el informe.

—Lo sé —repuso este—, pero algo tenemos que hacer.

Dimka veía a todas las mujeres de un modo diferente.

Valentín y él pasaban casi todos los fines de semana con Nina y Anna en el apartamento de las chicas, donde las parejas hacían turnos para dormir en la cama o en el suelo del comedor. En el transcurso de una noche, Nina y él practicaban el sexo dos o incluso tres veces. Sabía con mayor detalle del que jamás habría soñado cómo era, olía y sabía el cuerpo de una mujer.

En consecuencia, miraba a las demás de una forma nueva, más experta. Podía imaginarlas desnudas, especular sobre la curva de sus senos, idear su vello corporal, visualizar sus caras cuando hacían el amor. En cierto sentido, conocía a todas las mujeres conociendo a una.

Se sintió un poco desleal con Nina al contemplar a Natalia Smótrova en la playa de Pitsunda con un bañador de color amarillo canario, el pelo húmedo y los pies cubiertos de arena. Su esbelta figura no tenía tantas curvas como la de Nina, pero no por ello era menos deliciosa. Tal vez su interés fuera excusable, pues hacía ya dos semanas que estaba allí, en el mar Negro, con Jrushchov, llevando una vida de monje. En cualquier caso, no se tomaba en serio la tentación, ya que Natalia lucía una sortija de casada.

Natalia leía un informe mecanografiado mientras él se daba el baño del mediodía. Entonces la chica se puso un vestido encima del bañador al tiempo que él se cambiaba y se ponía sus pantalones cortos hechos a mano, para caminar después juntos por la playa de vuelta a lo que denominaban «el cuartel».

Era un edificio nuevo y feo con dormitorios para visitantes de estatus relativamente bajo, como ellos. Dimka y Natalia se reunieron con los demás asistentes en el comedor vacío, que olía a cerdo hervido y a repollo.

Era una reunión en la que todos intentarían defender su postura en previsión al pleno del Politburó que se celebraría la semana siguiente. Su finalidad, como siempre, era identificar asuntos controvertidos y evaluar el apoyo a un bando o al otro. Así, los asistentes podrían ahorrarles a sus jefes el bochorno de argumentar a favor de una propuesta que después sería rechazada.

Dimka procedió a atacar de inmediato.

—¿Por qué está tardando tanto el ministro de Defensa en enviar armas a nuestros camaradas cubanos? —preguntó—. Cuba es el único Estado revolucionario del continente americano, la prueba de que el marxismo es factible en todo el mundo, no solo en el Este.

La debilidad que Dimka sentía por la revolución cubana era más que ideológica. Le emocionaban los héroes barbudos, con su ropa de combate y sus puros; había un inmenso contraste entre ellos y los líderes soviéticos, con su semblante adusto y sus trajes grises. El comunismo debía ser una jubilosa cruzada para que el mundo fuera mejor. A veces la Unión Soviética parecía más un monasterio medieval donde todo el mundo había hecho voto de pobreza y obediencia.

Yevgueni Filípov era asistente del ministro de Defensa y se enfureció ante las palabras de Dimka.

—Castro no es un auténtico marxista —contestó—. Obvia las directrices correctas establecidas por el Partido Socialista Popular de Cuba. —El PSP era el partido promoscovita—. Sigue su propia línea revisionista.

En opinión de Dimka, el comunismo necesitaba una perentoria revisión, pero no lo dijo.

—La revolución cubana es un golpe colosal al imperialismo capitalista. Deberíamos apoyarla, ¡aunque solo sea por lo mucho que los hermanos Kennedy odian a Castro!

—¿Lo odian? —replicó Filípov—. No lo sabía. Ya ha pasado un año desde la invasión de bahía de Cochinos y ¿qué han hecho los norteamericanos desde entonces?

—Han desdeñado las tentativas de paz de Castro.

—Cierto: los conservadores del Congreso no permitirían que Kennedy llegara a un pacto con Castro aunque Castro quisiera, pero eso no significa que vaya a ir a la guerra.

Dimka miró su alrededor y observó a los asistentes allí congregados con camisas de manga corta y sandalias. Estos, a su vez, los miraban a él y a Filípov, y guardaban un discreto silencio hasta que dedujesen quién iba a ganar aquella contienda de gladiadores.

—Tenemos que asegurarnos de que nadie derroca la revolución cubana —insistió Dimka—. El camarada Jrushchov cree que habrá otra invasión por parte de Estados Unidos, esta vez mejor organizada y con una financiación más generosa.

—Pero ¿dónde están tus pruebas?

Dimka estaba vencido. Se había mostrado agresivo y había hecho cuanto había podido, pero su posición era débil.

—No tenemos pruebas en ningún sentido —admitió—. Solo podemos hablar de probabilidades.

—O podríamos esperar para armar a Castro cuando su postura sea clara.

Varias personas sentadas a la mesa asintieron. Filípov había ganado a Dimka por goleada.

—Casualmente, hay una prueba —intervino en ese momento Natalia, y le pasó a Dimka las hojas que había estado leyendo en la playa.

Dimka hojeó el documento. Era un informe del jefe de la sede del KGB en Estados Unidos y se titulaba Operación Mangosta.

—Contrariamente a lo que sostiene el camarada Filípov del Ministerio de Defensa —prosiguió Natalia mientras él lo leía—, el KGB está seguro de que los norteamericanos no han tirado la toalla con Cuba.

Filípov estaba furioso.

—¿Por qué no se nos ha proporcionado este documento a todos?

—Acaba de llegar de Washington —contestó Natalia con frialdad—. Estoy segura de que tendréis una copia esta tarde.

Natalia siempre parecía estar en posesión de la información clave un poco antes que los demás, pensó Dimka, una gran habilidad para ejercer de asistente. Sin duda debía de ser muy valiosa para su jefe, el ministro de Exteriores, Gromiko. Y sin duda por eso ocupaba un puesto en las altas esferas.

Dimka se estaba quedando perplejo con lo que leía. Aquello significaba que ganaría la disputa de ese día, gracias a Natalia, pero eran malas noticias para la revolución cubana.

—¡Esto es aún peor de lo que el camarada Jrushchov temía! —exclamó—. La CIA tiene en Cuba equipos de sabotaje preparados para destruir azucareras y plantas energéticas. ¡Es una guerra de guerrillas! ¡Y están conspirando para asesinar a Castro!

—¿Podemos fiarnos de esa información? —preguntó Filípov, desesperado.

Dimka lo miró.

—¿Cuál es tu opinión del KGB, camarada?

Filípov guardó silencio.

Dimka se puso en pie.

—Lamento poner fin a esta reunión de forma prematura —anunció—, pero creo que el primer secretario debe ver esto inmediatamente. —Y salió del edificio.

Siguió un sendero que surcaba un pinar hasta la mansión de estuco blanco de Jrushchov. La decoración de su interior era sorprendente, con cortinas blancas y muebles de madera decolorada, como de deriva. Se preguntó quién habría elegido aquel estilo contemporáneo tan radical; sin duda, no el campesino Jrushchov, quien, si acaso se hubiera fijado en la decoración, seguro que habría preferido un tapizado de terciopelo y alfombras con motivos florales.

Dimka encontró al líder en el balcón de la planta superior, que daba a la bahía. Jrushchov sostenía unos potentes prismáticos Komz.

No se sentía nervioso; sabía que Jrushchov lo apreciaba. El jefe estaba satisfecho con el modo en que se encaraba a los demás asistentes.

—Supuse que querría ver este informe cuanto antes —dijo Dimka—. La Operación Mangosta …

—Acabo de leerlo —lo interrumpió Jrushchov, y le ofreció los prismáticos—. Mira allí —dijo señalando al otro lado del mar, en dirección a Turquía.

Dimka se los llevó a los ojos.

—Misiles nucleares estadounidenses —añadió Jrushchov—. ¡Apuntando a mi dacha!

Dimka no veía ningún misil, y tampoco veía Turquía, que estaba a doscientos cuarenta kilómetros de allí, pero sabía que tras aquel gesto teatral característico de Jrushchov había, en esencia, una verdad. Estados Unidos había desplegado en Turquía misiles Júpiter, obsoletos pero en absoluto inofensivos; él se mantenía al corriente de ello por su tío Volodia, que trabajaba para el Servicio Secreto del Ejército Rojo.

Dimka no estaba seguro de qué hacer. ¿Debía fingir que veía los misiles por los prismáticos? Pero Jrushchov sin duda sabría que eso era imposible.

Jrushchov resolvió el problema arrebatándole los prismáticos.

—¿Y sabes lo que voy a hacer? —preguntó.

—Dígamelo, por favor.

—Voy a hacer que Kennedy sepa lo que se siente. Voy a desplegar misiles nucleares en Cuba … ¡apuntando a su dacha!

Dimka se quedó sin habla. No esperaba aquello y no le parecía una buena idea. Convenía con su jefe en querer más ayuda militar para Cuba, y había batallado contra el ministro de Defensa con respecto a ese asunto … pero Jrushchov estaba yendo demasiado lejos.

—¿Misiles nucleares? —repitió intentando ganar tiempo para pensar.

—¡Exacto! —Jrushchov señaló el informe del KGB sobre la Operación Mangosta que Dimka seguía sujetando con una mano—. Y eso convencerá al Politburó de apoyarme. Puros envenenados. ¡Ja!

—Nuestro argumento oficial ha sido que no desplegaríamos armas nucleares en Cuba —repuso Dimka como quien ofrece una información irrelevante, en lugar de emplear un tono argumentativo—. Se lo hemos asegurado a los americanos varias veces, y públicamente.

Jrushchov sonrió con pícaro deleite.

—Pues entonces ¡Kennedy se sorprenderá aún más!

El primer secretario asustaba a Dimka cuando adoptaba esta actitud. Su jefe no era insensato, pero sí le gustaba apostar fuerte. Si aquel plan salía mal podría conducir a una humillación pública, desembocar en la caída de Jrushchov y, como daño colateral, acabar con la carrera de Dimka. Peor aún: podría provocar la invasión estadounidense de Cuba que se pretendía evitar … y su querida hermana estaba en la isla. Cabía incluso la posibilidad de que detonara una guerra nuclear que acabaría con el capitalismo, el comunismo y, muy probablemente, con la especie humana.

Por otra parte, Dimka no podía evitar sentir cierta excitación. Menudo golpe supondría aquello contra los ricos y engreídos Kennedy, contra el abuso mundial que constituía Estados Unidos y contra todo el poderoso bloque imperialista capitalista. Si la apuesta era acertada, sería un triunfo para la URSS y para Jrushchov.

¿Qué debía hacer? Recuperó el pragmatismo y se devanó los sesos para dar con posibles formas de reducir los riesgos apocalípticos de aquel plan.

—Podríamos empezar firmando un tratado de paz con Cuba —propuso—. Los americanos no podrían objetar a eso sin admitir que estaban planeando atacar un país pobre del Tercer Mundo. —Jrushchov parecía entusiasmado pero no dijo nada, así que Dimka prosiguió—: Luego podríamos incrementar el suministro de armas convencionales. De nuevo sería embarazoso para Kennedy protestar: ¿por qué no iba a comprar un país armas para su ejército? Y, por último, podríamos enviar los misiles …

—No —replicó Jrushchov bruscamente. Nunca le había gustado avanzar por pasos, pensó Dimka—. Esto es lo que haremos —continuó el primer secretario—: enviaremos misiles por barco en secreto. Los meteremos en cajones etiquetados como «Tuberías de desagüe» o lo que sea. Ni siquiera los capitanes sabrán lo que hay dentro. Después enviaremos a Cuba a nuestros artilleros para montar los lanzamisiles, y los americanos no tendrán la menor idea de lo que nos traemos entre manos.

Dimka se sintió algo mareado, tanto por el miedo como por la emoción. Resultaría extremadamente difícil mantener en secreto un proyecto de tales dimensiones, incluso en la Unión Soviética. Miles de hombres participarían en el embalaje de las armas, su envío por tren hasta los puertos, su apertura en Cuba y su despliegue. ¿Era posible hacer que todos guardaran silencio?

Sin embargo, no dijo nada.

—Y entonces —añadió Jrushchov—, cuando las armas estén listas para lanzarse, efectuaremos un anuncio. Serán hechos consumados; los americanos ya no podrán hacer nada al respecto.

Era justo la clase de gesto dramático y grandilocuente que tanto gustaba a Jrushchov, y Dimka supo que nunca conseguiría disuadirlo con palabras.

—Me pregunto —intervino, cauteloso— cómo reaccionará el presidente Kennedy ante tal anuncio.

Jrushchov chasqueó la lengua con desdén.

—Es un crío: inexperto, tímido, débil.

—Por descontado —convino Dimka, aunque temía que Jrushchov estuviera subestimando al joven presidente—, pero tienen las elecciones de mitad de legislatura el 6 de noviembre. Si revelásemos la presencia de misiles durante la campaña, Kennedy recibiría muchísima presión para hacer algo drástico y evitar así la humillación en las elecciones.

—Entonces tendremos que guardar el secreto hasta el 6 de noviembre.

—¿«Tendremos»? ¿A quién se refiere?

—A ti. Te estoy poniendo al cargo de este proyecto. Serás mi enlace con el Ministerio de Defensa, que deberá llevarlo a la práctica. Parte de tu trabajo consistirá en asegurarte de que el secreto no se filtre antes de que estemos preparados.

—¿Por qué yo? —barboteó Dimka, impactado.

—Odias a ese capullo de Filípov. Por tanto, puedo confiar en que lo mantendrás a raya.

Dimka se sentía demasiado horrorizado para preguntarse cómo sabía que odiaba a Filípov. Se estaba asignando al ejército una tarea casi imposible … y Dimka cargaría con la culpa si salía mal. Era una catástrofe.

Pero sabía que no debía decir nada.

—Gracias, Nikita Serguéyevich —concluyó con formalidad—. Puede confiar en mí.