Ala limusina GAZ-13 se la conocía como «Gaviota» por sus alerones traseros aerodinámicos de estilo americano. Podía alcanzar los ciento sesenta kilómetros por hora, aunque a velocidades elevadas resultaba incómoda en las carreteras soviéticas. Se vendía en un modelo de dos colores, borgoña y crema, con neumáticos de banda blanca, pero la de Dimka era negra.
Iba sentado en la parte de atrás mientras circulaban por el puerto de Sebastopol, en Ucrania. La ciudad se encontraba en la punta de la península de Crimea, donde asomaba al mar Negro. Veinte años atrás había quedado arrasada por los bombardeos y el fuego de artillería alemanes; después de la guerra se había reconstruido como un alegre complejo turístico costero con balconadas mediterráneas y arcos venecianos.
Dimka se apeó y miró el barco que estaba amarrado en el muelle, un carguero de madera con escotillas inmensas pensadas para el paso de troncos de árbol. Bajo el caliente sol del verano, los estibadores cargaban esquís y cajas de embalaje claramente etiquetadas como ropa de abrigo, con la finalidad de dar la impresión de que el barco se dirigía al gélido norte. Dimka había ideado un nombre en clave deliberadamente engañoso: Operación Anadir, como la ciudad siberiana.
Una segunda Gaviota había aparcado detrás de la de Dimka, y cuatro hombres con el uniforme del Servicio Secreto del Ejército Rojo bajaron de ella y aguardaron a recibir instrucciones.
Una vía férrea recorría el muelle, y una grúa pórtico inmensa la cruzaba a horcajadas para elevar la carga directamente desde el automotor e introducirla en el barco. Dimka consultó su reloj.
—El maldito tren debería haber llegado ya.
Tenía los nervios de punta. En toda su vida había estado tan tenso, ni siquiera había sabido lo que era el estrés hasta poner en marcha ese proyecto.
El veterano del Ejército Rojo era un coronel llamado Pánkov, quien, pese a su rango, se dirigió a Dimka con formalidad:
—¿Quiere que haga una llamada, Dimitri Iliich?
—Creo que ya llega —dijo un segundo oficial, el teniente Meyer.
Dimka miraba hacia el horizonte, siguiendo las vías. En la distancia atisbó, aproximándose despacio, una hilera de vagones bajos y abiertos cargados con largos cajones de madera.
—¿Por qué maldita razón todo el mundo cree que no pasa nada si llegan quince minutos tarde?
A Dimka le preocupaban los espías. Había visitado al jefe de la delegación local del KGB y consultado su listado de sospechosos de la región. Todos eran disidentes: poetas, sacerdotes, pintores de arte abstracto y judíos que querían ir a Israel; típicos desafectos soviéticos, más o menos tan amenazadores como un club ciclista. No cabía duda de que debía de haber agentes de la CIA en Sebastopol, pero el KGB no sabía quiénes eran.
Un hombre con uniforme de capitán bajó por la pasarela del barco y se dirigió a Pánkov.
—¿Está usted al cargo de esto, coronel?
Pánkov inclinó la cabeza hacia Dimka.
El capitán se mostró menos deferente.
—Mi barco no puede ir a Siberia —dijo.
—Su destino es información confidencial —repuso Dimka—. No hable de ello.
Dimka llevaba en el bolsillo un sobre precintado que el capitán debería abrir después de haber abandonado el mar Negro y haberse internado en el Mediterráneo. En ese momento sabría que se dirigía a Cuba.
—Necesito aceite lubricante para temperaturas bajas, anticongelante, equipo de descongelación …
—Que se calle, maldita sea —lo interrumpió Dimka.
—Pero debo protestar. Las condiciones de Siberia …
—Dele un puñetazo en la boca —le dijo Dimka al teniente Meyer.
Meyer era un hombre corpulento y lo golpeó con fuerza. El capitán cayó de espaldas con los labios sangrando.
—Vuelva a bordo de su barco, espere a recibir órdenes y mantenga esa estúpida boca cerrada —zanjó Dimka.
El capitán se alejó, y los hombres apostados en el muelle devolvieron la atención al tren que se acercaba.
La Operación Anadir era colosal. Aquel convoy era el primero de diecinueve similares, los que serían necesarios para transportar solo al primer regimiento de misiles a Sebastopol. En total, Dimka iba a enviar a cincuenta mil hombres y doscientas treinta mil toneladas de equipamiento a Cuba. Para ello contaba con una flota de ochenta y cinco naves.
Aún no veía cómo iba a mantener todo el operativo en secreto.
Muchos de los hombres con cargo en la Unión Soviética eran individuos descuidados, vagos, borrachos y directamente tontos. Malinterpretaban sus instrucciones, las olvidaban, abordaban las tareas complejas con desgana y después las abandonaban, y en ocasiones sencillamente creían tener una idea mejor. Razonar con ellos era inútil; cautivarlos, peor. Ser amable con ellos les hacía creer que uno era un imbécil al que se podía ignorar.
El tren avanzó muy despacio en paralelo al barco, con los frenos de tambor chirriando. Cada vagón, fabricado ex profeso, transportaba un único cajón de madera de veinticuatro metros de longitud y casi tres de anchura. Un operario subió a la grúa y entró en la cabina de control mientras los estibadores saltaban a los vagones y empezaban a preparar los cajones para la carga. Una compañía de soldados había viajado con el tren y en ese momento se dispusieron a ayudar a los estibadores. Dimka sintió alivio al ver que habían respetado sus instrucciones y habían retirado de los uniformes los distintivos del regimiento de misiles.
Un hombre vestido con traje de civil bajó de un coche, y a Dimka lo irritó ver que se trataba de Yevgueni Filípov, su homólogo en el Ministerio de Defensa. Filípov se acercó a Pánkov, como había hecho el capitán.
—El camarada Dvorkin está al cargo de esto —le dijo Pánkov antes de que el otro pudiera hablar.
Filípov se encogió de hombros.
—Solo unos minutos tarde —comentó con aire de satisfacción—. Hemos sufrido un retraso …
Dimka advirtió algo.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Joder!
—¿Algún problema? —preguntó Filípov.
Dimka dio una patada contra el suelo de cemento del muelle.
—¡Joder, joder, joder!
—¿Qué ocurre?
Dimka lo miró furibundo.
—¿Quién está al mando del tren?
—Tráeme a ese inútil de mierda ahora mismo.
A Filípov no le gustaba hacerle de criado a Dimka, pero no podía negarse a tal petición y se alejó.
Pánkov miró a Dimka con aire inquisitivo.
—¿Ve lo que hay estampado en los costados de los cajones? —le preguntó Dimka con un enfado hastiado.
Pánkov asintió.
—Es un código numérico del ejército.
—Exacto —contestó Dimka con amargura—. Significa «Misil balístico R-12».
—¡Oh, mierda! —exclamó Pánkov.
Dimka sacudió la cabeza con furia impotente.
—La tortura es un gran invento para ciertas personas.
Sabía que llegaría el día en que tendría un encontronazo con el ejército, y en cierto modo prefería que fuera en ese momento, con el primero de los envíos; además, estaba preparado para ello.
Filípov volvió con un coronel y un comandante.
—Buenos días, camaradas —saludó el hombre de mayor rango—. Soy el coronel Kats. Un leve retraso, pero por lo demás todo va como la seda …
—No, en absoluto, maldito lerdo —lo atajó Dimka.
Kats no daba crédito.
—¿Qué acaba de decir?
—Oye, Dvorkin —intervino Filípov—, no puedes hablarle de ese modo a un oficial del ejército.
Dimka no le hizo caso.
—Ha puesto en peligro la seguridad de toda esta operación con su desobediencia —prosiguió—. Tenía orden de pintar los cajones para eliminar los códigos militares. Se le proporcionaron nuevas plantillas que decían «Tuberías de plástico para la construcción». Tenían que estampar esa leyenda en todos los cajones.
—No había tiempo —repuso Kats, indignado.
—Sé razonable, Dvorkin —terció Filípov.
Dimka sospechaba que Filípov se alegraría si el secreto se filtraba, ya que en tal caso Jrushchov quedaría desacreditado e incluso podría caer.
Dimka señaló hacia el sur, sobre el mar.
—A doscientos cuarenta kilómetros en esa dirección, Kats, se encuentra un país de la OTAN, imbécil. ¿Es que no sabe que los americanos tienen espías? ¿Y que los envían a lugares como Sebastopol, que es una base naval y uno de los principales puertos soviéticos?
—Las leyendas están codificadas …
—¿Codificadas? ¿De qué está hecho su cerebro, majadero? ¿Qué adiestramiento cree que reciben los espías del imperialismo capitalista? Se les enseña a reconocer las insignias de los uniformes … como la del regimiento de misiles que lleva usted en el cuello, lo que también contraviene las órdenes, además de otras insignias militares y leyendas de equipamiento. Es usted un estúpido de mierda; todos los traidores e informantes que la CIA tiene en Europa saben interpretar los códigos del ejército impresos en esos cajones.
Kats intentó conservar la dignidad.
—¿Quién se cree que es? No se atreva a hablarme así. Tengo hijos mayores que usted.
—Queda relevado del mando —espetó Dimka.
—No sea ridículo.
—Muéstreselo, por favor.
El coronel Pánkov sacó un papel de un bolsillo y se lo tendió a Kats.
—Como verá en ese documento, ostento la autoridad necesaria para apartarlo del mando —aclaró Dimka.
Vio que Filípov estaba boquiabierto.
—Queda arrestado por traidor —informó Dimka a Kats—. Acompañe a estos hombres.
El teniente Meyer y otro hombre del grupo de Pánkov se colocaron al instante a ambos lados de Kats, lo tomaron de los brazos y lo llevaron a la limusina.
Filípov recuperó la compostura.
—Dvorkin, pero ¿qué…?
—Si no vas a decir nada útil, cierra la boca, joder —le espetó Dimka.
Se volvió hacia el oficial del regimiento de misiles, que hasta el momento no había pronunciado palabra.
—¿Es usted el segundo al mando de Kats?
El hombre parecía aterrado.
—Sí, camarada. Comandante Spéktor, a su servicio.
—Ahora está usted al mando.
—Gracias.
—Llévese este tren. Al norte de aquí hay un gran complejo de cobertizos ferroviarios. Pacte doce horas con la dirección, mientras pintan los cajones, y traiga de vuelta el tren mañana.
—Sí, camarada.
—El coronel Kats va a estar en un campo de trabajo de Siberia el resto de su vida, que no será muy larga. Así que, comandante Spéktor, no cometa ningún error.
Dimka subió a su limusina. Mientras se alejaba, pasó junto a Filípov, que seguía de pie en el muelle con aspecto de no estar muy seguro de lo que acababa de ocurrir.
Tania Dvórkina se encontraba en la dársena de Mariel, en la costa norte de Cuba, a cuarenta kilómetros de La Habana, donde una estrecha ensenada se abría a un inmenso puerto natural oculto entre colinas. Miraba ansiosa un barco soviético amarrado a un embarcadero de cemento, en el que había aparcado un camión ZIL-130 ruso con un tráiler de veinticuatro metros de largo. Una grúa izaba un cajón largo de madera de la cubierta del barco y lo desplazaba en el aire, con una lentitud desquiciante, hacia el camión. El cajón llevaba una inscripción en ruso: «Tuberías de plástico para la construcción».
Varios focos iluminaban la escena, ya que los barcos debían descargarse de noche por orden de su hermano. Las lanchas patrulleras habían cerrado la ensenada y en el puerto no había ninguna otra embarcación; además, un equipo de submarinistas inspeccionaban el fondo alrededor del barco para evitar posibles amenazas subacuáticas. El nombre de Dimka se mencionaba con tono temeroso; su palabra era ley y su ira, un espectáculo horrible de presenciar, según decían.
Tania escribía artículos para la TASS que hablaban de cómo la Unión Soviética estaba ayudando a Cuba y de lo agradecido que estaba el pueblo cubano por la amistad de sus aliados del otro extremo del planeta. Sin embargo, se reservaba la verdad para los cables codificados que enviaba por medio del sistema telegráfico del KGB al despacho de Dimka en el Kremlin. Su hermano le había asignado la tarea extraoficial de garantizar que se siguieran sus instrucciones al pie de la letra y sin margen de error, y ese era el motivo de su nerviosismo.
Con Tania se encontraba el general Paz Oliva, el hombre más guapo que había conocido jamás.
Paz era de una belleza imponente: alto, fuerte y algo intimidatorio, hasta que sonreía y hablaba con una voz tenue y grave que a Tania le hacía pensar en las cuerdas de un violonchelo acariciadas por el arco. Tenía treinta y tantos años; joven, como la mayoría de los militares de Castro. Con su piel oscura y su pelo ondulado parecía más negro que hispano. Era un chico de póster para la política de igualdad racial de Castro, en contraste con la de Kennedy.
Tania adoraba Cuba, aunque le había costado adaptarse al país. Añoraba a Vasili más de lo que había esperado y por ello había caído en la cuenta de lo prendada que estaba de él, aunque nunca hubieran sido amantes. Le preocupaba cómo se encontraría en el campo de trabajo siberiano; sin duda estaría pasando hambre y frío. La actividad por la que lo habían castigado —difundir públicamente la enfermedad de Ustín Bodián, el cantante— había tenido un éxito relativo: Bodián había sido excarcelado, aunque murió poco después en un hospital de Moscú. Para Vasili la ironía hablaba por sí misma.
Había cosas a las que Tania no se acostumbraba. Aún se ponía el abrigo para salir, aunque nunca hacía frío. Estaba cansada de los frijoles y el arroz, y se sorprendió buscando un cuenco de kasha con nata agria. Después de días interminables de sol estival, a veces anhelaba que cayera un chaparrón que refrescase las calles.
Los campesinos cubanos eran tan pobres como los soviéticos, pero parecían más felices, quizá por el clima, y la incontenible alegría vital del pueblo de Cuba había acabado hechizando a Tania. Fumaba puros y bebía ron con tuKola, el sustituto local de la Cola-Cola. Le encantaba bailar con Paz al ritmo irresistiblemente sensual de la música tradicional llamada «trova». Castro había cerrado la mayoría de los clubes nocturnos, pero nadie podía hacer que los cubanos dejasen de tocar la guitarra, y los músicos se habían trasladado a pequeños bares conocidos como «casas de la trova».
Sin embargo, le preocupaba el pueblo cubano. Habían desafiado a su gigante vecino, Estados Unidos, situado a solo ciento cuarenta y cuatro kilómetros al otro lado del estrecho de Florida, y Tania sabía que algún día recibirían un castigo. Cuando pensaba en ello, se sentía como el pájaro que se posa con coraje entre las fauces abiertas del cocodrilo y pica restos de comida en una hilera de dientes que son como cuchillos rotos.
¿Valía el desafío cubano el precio que iban a pagar? Solo el tiempo lo diría. Tania era pesimista con la perspectiva de reformar el comunismo, pero algunas de las cosas que Castro había hecho eran admirables. En 1961, el Año de la Educación, diez mil estudiantes habían acudido al campo para enseñar a leer a los granjeros, una cruzada heroica destinada a erradicar el analfabetismo de una tacada. La primera frase del libro de texto decía: «Los campesinos trabajan en cooperativa», pero ¿y qué? La gente que sabía leer estaba mejor preparada para identificar la propaganda gubernamental como tal.
Castro no era bolchevique. Se mofaba de la ortodoxia y buscaba sin respiro ideas nuevas, y eso era algo que fastidiaba al Kremlin. Pero tampoco era demócrata; su anuncio de que la revolución había hecho que las elecciones fueran innecesarias apesadumbró a Tania. Y había un ámbito en el que había emulado a la Unión Soviética de forma servil: con el asesoramiento del KGB, había creado una policía secreta de una eficacia despiadada para sofocar la disidencia.
Pese a todo, Tania le deseaba lo mejor a la revolución, pues Cuba tenía que escapar del subdesarrollo y el colonialismo. Nadie quería que volvieran los norteamericanos, con sus casinos y sus prostitutas, pero Tania se preguntaba si a los cubanos se les permitiría alguna vez tomar sus propias decisiones. La hostilidad estadounidense los había arrojado a los brazos de los soviéticos, pero cuanto más se acercara Castro a la URSS, tanto más probable sería que Estados Unidos invadiera la isla. Lo que en verdad necesitaba Cuba era que la dejaran tranquila.
Sin embargo, quizá en esos momentos tenía una oportunidad. Paz y ella se contaban entre el puñado de personas que sabían lo que había en aquellos cajones de madera, y Tania informaba directamente a Dimka sobre la eficacia del protocolo de seguridad. Si el plan funcionaba, podría proteger a Cuba de forma permanente contra el peligro de una invasión norteamericana y dar al país el balón de oxígeno que necesitaba para encontrar su propio camino hacia el futuro.
En cualquier caso, eso era lo que ella esperaba.
Conocía a Paz desde hacía un año.
—Nunca hablas de tu familia —le dijo mientras observaban cómo depositaban el cajón en el tráiler.
Se dirigía a él en español; había adquirido ya mucha fluidez en ese idioma, y también se le había contagiado un poco el acento americano del inglés que muchos cubanos hablaban de cuando en cuando.
—La revolución es mi familia —contestó él.
«Chorradas», pensó Tania.
Sin embargo, era probable que acabara acostándose con él.
Paz podía ser una versión con piel oscura de Vasili: atractivo, encantador e infiel. Seguramente había una cola de gráciles jovencitas cubanas con ojos destellantes haciendo turnos para caer en su cama.
Sabía que estaba siendo cínica, ya que el mero hecho de que un hombre fuera espectacular no significaba que tuviera que ser un donjuán descerebrado. Tal vez Paz solo estuviera esperando a que apareciera la mujer adecuada para que se convirtiera en su compañera y trabajase con denuedo a su lado en la misión de construir una nueva Cuba.
Los operarios amarraron el cajón al tráiler. Un teniente menudo y servil llamado Lorenzo se acercó a Paz.
—Listos para marcharnos, general.
—Adelante —contestó este.
El camión se alejó despacio del embarcadero. Un tropel de motocicletas cobraron vida entre rugidos y lo precedieron para despejar la carretera. Tania y Paz subieron a su coche militar, una camioneta Buick Le Sabre verde, y siguieron al convoy.
Las carreteras de Cuba no estaban pensadas para el tránsito de camiones de veinticuatro metros de largo. En los tres meses anteriores, ingenieros del Ejército Rojo habían construido puentes nuevos y modificado el trazado de curvas antes cerradas, pero, aun así, el convoy avanzaba a paso de peatón la mayor parte del tiempo. Tania advirtió con alivio que se había tomado la precaución de que no hubiese más vehículos en las carreteras. En los pueblos por los que pasaban, las típicas casas bajas de madera y dos habitaciones se hallaban a oscuras, y los bares, cerrados. Dimka se sentiría satisfecho.
Tania sabía que en el muelle se estaba descargando ya otro misil en otro camión. El proceso proseguiría hasta el amanecer, y se tardarían dos noches en descargar por completo el barco.
Hasta el momento, la estrategia de Dimka estaba funcionando. Parecía que nadie sospechaba lo que la Unión Soviética se traía entre manos en Cuba. No corría el menor rumor en el circuito diplomático ni en las páginas de periódicos occidentales. La temida explosión de ira en la Casa Blanca todavía no se había producido.
Sin embargo, faltaban aún dos meses para las elecciones de mitad de legislatura, dos meses durante los que esos enormes misiles debían quedar preparados para su lanzamiento en total secretismo. Tania no sabía si lo lograrían.
Después de dos horas, se internaron en un amplio valle que había ocupado el Ejército Rojo. Allí un equipo de ingenieros construía una base de lanzamiento, una de las más de doce que permanecían ocultas entre las montañas a lo largo de los mil doscientos cincuenta kilómetros de extensión de Cuba.
Tania y Paz bajaron del coche para ver cómo descargaban el camión, de nuevo a la luz de los focos.
—Lo hemos conseguido —dijo Paz con satisfacción—. Ahora tenemos armas nucleares. —Sacó un puro y lo encendió.
—¿Cuánto tiempo se tardará en desplegarlos? —preguntó Tania con una nota de cautela en la voz.
—No mucho —respondió él con tono desdeñoso—, un par de semanas.
No estaba de humor para pensar en problemas, pero a Tania le parecía que aquello podría llevar más de quince días. El valle se había convertido en un terreno polvoriento en obras donde, de momento, poco se había avanzado. Con todo, Paz tenía razón: habían hecho lo más difícil, que era llevar armas nucleares a Cuba sin que los estadounidenses se apercibieran.
—Mira qué ricura —comentó Paz—. Un día podría aterrizar en mitad de Miami. ¡Pum!
Tania se estremeció al imaginarlo.
—Espero que no.
—¿Por qué?
¿De verdad tenía que decírselo?
—Estas armas pretenden ser una amenaza. Deberían conseguir que a los americanos les dé miedo invadir Cuba. Si alguna vez se utilizan, habremos fracasado.
—Es posible —repuso él—, pero si nos atacan, podremos arrasar ciudades americanas enteras.
A Tania le enervaba el obvio deleite con que contemplaba aquella espantosa perspectiva.
—¿Qué bien haría eso?
La pregunta pareció sorprenderlo.
—Preservará la dignidad de la nación cubana. —Pronunció la palabra «dignidad» como si fuera sagrada.
Tania apenas podía creer lo que oía.
—De modo que ¿iniciaríais una guerra nuclear por una cuestión de dignidad?
—Por supuesto. ¿Qué puede haber más importante?
—¡La supervivencia de la especie humana, por ejemplo! —respondió ella, indignada.
Él sacudió el puro con gesto desdeñoso.
—A ti te preocupa la especie humana —contestó—. A mí, mi honor.
—Mierda —espetó Tania—. ¿Estás loco?
Paz la miró.
—El presidente Kennedy está preparado para usar armas nucleares si Estados Unidos sufre un ataque —contestó—. El secretario Jrushchov las usará si la Unión Soviética es atacada. Y lo mismo harán De Gaulle en Francia y quienquiera que sea quien gobierna Gran Bretaña. Si uno de ellos dijera otra cosa, sería depuesto en cuestión de horas. —Le dio una chupada al puro, haciendo refulgir el extremo encendido, y exhaló el humo—. Si yo estoy loco —añadió—, todos ellos lo están.
George Jakes no sabía de qué emergencia se trataba, pero Bobby Kennedy lo convocó junto con Dennis Wilson a un gabinete de crisis en la Casa Blanca la mañana del martes 16 de octubre. A George solo se le ocurría que la reunión fuese a girar en torno a la portada del día de The New York Times y a su titular:
EISENHOWER TILDA AL PRESIDENTE DE «DÉBIL»
EN POLÍTICA EXTERIOR
La norma tácita era que los ex presidentes no atacaran a sus sucesores. Sin embargo, a George no le sorprendía que Eisenhower hubiese incumplido la convención. Jack Kennedy había ganado llamando «débil» a Eisenhower e inventando la inexistente «brecha de los misiles» a favor de los soviéticos. Era evidente que a Ike aún le dolía aquel golpe bajo. Siendo Kennedy vulnerable a una acusación similar, Eisenhower se vengaba … exactamente tres semanas antes de las elecciones de mitad de legislatura.
La otra posibilidad era peor. El gran temor de George era que la Operación Mangosta se hubiese filtrado, ya que la revelación de que el presidente y su hermano estaban organizando terrorismo internacional sería munición para todo candidato republicano. Sin duda dirían que los Kennedy eran criminales por hacer algo así y necios por permitir que el secreto se airease. ¿Y qué represalias podía idear Jrushchov?
George vio que su jefe estaba furioso, a Bobby no se le daba bien ocultar sus sentimientos. La rabia era patente en la tensión de sus mandíbulas, en el encorvamiento de sus hombros y el azul glacial de su mirada.
A George le gustaba Bobby por la franqueza de sus emociones. La gente que trabajaba con él a menudo podía ver sus sentimientos en estado puro, y eso le hacía más vulnerable, aunque también más adorable.
Cuando entraron en la Sala del Gabinete, el presidente Kennedy ya se encontraba allí. Estaba sentado en el lado contrario de una mesa larga en la que había varios ceniceros grandes. Kennedy estaba en el centro, bajo el sello presidencial que colgaba en la pared y a ambos lados del cual se abrían grandes ventanas con forma de arco que daban a la Rosaleda.
Con él se encontraba una niña que llevaba un vestido blanco y que a todas luces era su hija, Caroline, que aún no había cumplido los cinco años. Tenía el pelo castaño claro y lo llevaba corto, con la raya al lado —como su padre— y sujeto hacia atrás con una sencilla horquilla. La niña le explicaba algo con solemnidad, y él la escuchaba arrobado, como si sus palabras fuesen tan trascendentales como todo lo que se decía en aquella sala de poder. A George le impactó mucho la intensidad de la conexión entre padre e hija. «Si algún día tengo una niña —pensó—, la escucharé así, para que sepa que es la persona más importante del mundo.»
Los asistentes ocuparon sus asientos junto a la pared. George se sentó al lado de Skip Dickerson, que trabajaba para el vicepresidente Lyndon Johnson. Skip tenía la piel pálida y el cabello muy recio y claro, casi como un albino, y se apartó un mechón de los ojos antes de hablar con acento sureño.
—¿Alguna idea de dónde está el fuego?
—Bobby no lo ha dicho —contestó George.
Una mujer a la que George no conocía entró en la sala y se llevó a Caroline.
—La CIA tiene noticias para nosotros —anunció el presidente—. Comencemos.
Al fondo, delante de la chimenea, había un caballete con una fotografía grande en blanco y negro. El hombre que estaba de pie junto a ella se presentó como experto en interpretación fotográfica. George no sabía que esa profesión existiera.
—Las fotografías que están a punto de ver se tomaron el domingo desde un avión de la CIA que sobrevoló Cuba, un U-2 de gran altitud.
Todos conocían la existencia de los aviones espía de la CIA. Los soviéticos habían abatido uno en Siberia dos años atrás y habían juzgado al piloto por espionaje.
Todos miraron la foto expuesta en el caballete. Parecía borrosa y granulada, y no mostraba nada que George pudiera reconocer, salvo quizá árboles. Era evidente que necesitaban que un intérprete les dijese qué estaban viendo.
—Este es un valle de Cuba situado a unos treinta y dos kilómetros hacia el interior desde el puerto de Mariel —explicó el hombre de la CIA, que señalaba con un pequeño bastón—. Una carretera nueva y en muy buen estado lleva a un campo abierto. Estas pequeñas formas que lo salpican son vehículos de construcción: topadoras, excavadoras y volquetes. Y aquí… —repiqueteó sobre la fotografía con énfasis— aquí, en el centro, están viendo un conjunto de siluetas que parecen planchas de madera formando una hilera. En realidad son cajones de veinticuatro metros de longitud por casi tres de anchura. Esas son exactamente las dimensiones que debe tener un embalaje para albergar un misil balístico R-12 soviético de medio alcance, que puede incorporar una cabeza nuclear.
George se reprimió de exclamar: «¡Me cago en la puta!», pero otros no fueron tan contenidos, y por un instante la sala se llenó de exabruptos atónitos.
—¿Está seguro? —preguntó alguien.
—Señor —contestó el intérprete—, llevo muchos años estudiando fotografías de reconocimiento aéreo y puedo asegurarle dos cosas: una, que este es el aspecto exacto que tienen los misiles nucleares; y dos, que no existe nada más que tenga este aspecto.
«Que Dios nos asista —pensó George, temeroso—. Los malditos cubanos tienen armas nucleares.»
—¿Cómo demonios han llegado ahí? —preguntó otro.
—Obviamente, los soviéticos los han transportado hasta Cuba con el máximo secretismo —contestó el intérprete.
—Los han colado delante de nuestras puñeteras narices —soltó el mismo hombre.
—¿Qué alcance tienen esos misiles? —preguntó alguien.
—Más de mil quinientos kilómetros.
—Así que podrían destruir …
—Este edificio, señor.
George tuvo que reprimir el impulso de levantarse y salir de allí en ese mismo instante.
—¿Y cuánto tardarían?
—¿En llegar aquí? Trece minutos, calculamos.
George miró hacia la ventana de forma inconsciente, como preparado para ver un misil cruzando la Rosaleda.
—Ese hijo de puta de Jrushchov me mintió —intervino el presidente—. Me dijo que no desplegaría misiles nucleares en Cuba.
—Y la CIA nos aconsejó que lo creyéramos —apostilló Bobby.
—Esto va a dominar lo que queda de la campaña electoral: tres semanas —comentó otro de los presentes.
Con cierto alivio, George dirigió sus pensamientos hacia las consecuencias políticas internas: la posibilidad de una guerra nuclear era una perspectiva demasiado atroz. Pensó en la edición de The New York Times de esa mañana. ¡Cuánto podría decir Eisenhower a partir de ese momento! Al menos siendo presidente él, no había permitido a la URSS convertir Cuba en una base nuclear comunista.
Aquello era una catástrofe, y no solo para la política exterior. Una victoria republicana aplastante en noviembre significaría que Kennedy quedaría atado de pies y manos los dos últimos años de presidencia, y eso supondría el fin del programa de derechos civiles. Con más republicanos uniéndose a los demócratas del Sur en la oposición a la igualdad para los negros, Kennedy no tendría oportunidad de presentar un proyecto de ley de derechos civiles. ¿Cuánto tiempo pasaría entonces antes de que al abuelo de Maria se le permitiese votar sin ser detenido?
En política, todo estaba conectado.
«Tenemos que hacer algo con la cuestión de los misiles», pensó George.
No tenía idea de qué.
Por suerte, Jack Kennedy sí.
—En primer lugar, necesitamos intensificar la vigilancia de Cuba mediante los aviones U-2 —dictaminó el presidente—. Es preciso saber cuántos misiles tienen y dónde están. Y después, sabe Dios que los sacaremos de allí.
George se animó al ver que, de pronto, el problema no parecía tan grave. Estados Unidos disponía de centenares de aviones y de miles de bombas, y que el presidente Kennedy tomara medidas contundentes y violentas para proteger el país no perjudicaría a los demócratas en las elecciones.
Todos miraron al general Maxwell Taylor, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor y el comandante de mayor rango de Estados Unidos después del presidente. Su cabello ondulado, peinado con la raya al medio y engominado, hizo pensar a George que era un hombre vanidoso. Tanto Jack como Bobby confiaban en él, aunque George no estaba seguro de por qué.
—A un ataque aéreo debería seguirle una invasión de Cuba a gran escala —opinó Taylor.
—Y para eso necesitamos un plan de emergencia.
—Podemos movilizar a ciento cincuenta mil hombres durante la semana posterior al bombardeo.
Kennedy seguía pensando en hacer desaparecer los misiles soviéticos de Cuba.
—¿Podríamos garantizar la destrucción de todas las bases de lanzamiento de la isla? —preguntó.
—Nunca puede garantizarse al cien por cien, señor presidente —contestó Taylor.
George no había pensado en ese inconveniente. Cuba tenía una extensión de mil doscientos cincuenta kilómetros, y era posible que la fuerza aérea no lograra encontrar todas las bases, por no hablar de destruirlas.
—Y supongo que los misiles que queden después del ataque aéreo serían lanzados contra Estados Unidos de inmediato —añadió el presidente Kennedy.
—Deberíamos darlo por hecho, señor —repuso Taylor.
El presidente parecía abatido, y de pronto George fue consciente del terrible peso de la responsabilidad que ostentaba.
—Dígame una cosa: si un misil cayera sobre una ciudad americana de tamaño medio, ¿qué daños ocasionaría? —preguntó Kennedy.
Las elecciones desaparecieron de los pensamientos de George, y de nuevo su corazón se estremeció ante la espeluznante idea de una guerra nuclear.
El general Taylor consultó unos momentos con sus asistentes y luego se volvió hacia la mesa.
—Señor presidente —respondió—, calculamos que morirían seiscientas mil personas.