Tania Dvórkina había regresado a Moscú, pero no Vasili Yénkov.
Después de que los detuvieran a ambos en la lectura poética de la plaza Mayakovski, Vasili fue acusado por participación en «actos subversivos y reparto de propaganda contraria a la Unión Soviética» y condenado a dos años en un campo de trabajos forzados en Siberia. Tania se sentía culpable: había sido cómplice del delito de Vasili pero había quedado impune.
Suponía que su amigo había sido torturado e interrogado. Sin embargo, ella seguía en libertad y trabajando como periodista, así que no la había delatado. Quizá se había negado a hablar. O, lo que era más probable, había dado nombres de colaboradores falsos aunque creíbles, y el KGB había asumido sencillamente que eran difíciles de localizar.
Llegado el verano de 1963, Vasili ya había cumplido su condena. Si estaba vivo —si había sobrevivido al frío, al hambre y la enfermedad que acababan con la vida de tantos prisioneros en los campos de trabajo—, debía de estar libre. Por desgracia, no había dado señales de vida.
Por lo general se permitía a los reos enviar y recibir una carta mensual que pasaba por una férrea censura, pero Vasili no había podido escribir a Tania porque eso habría supuesto delatarla al KGB. Por eso ni ella ni la mayoría de los amigos del disidente tenían ninguna información sobre él. Quizá hubiera escrito a su madre, en Leningrado. Tania no había llegado a conocerla; su relación con Vasili seguía siendo un secreto incluso para la madre de este.
Yénkov había sido el mejor amigo de Tania, y ella pasaba las noches en vela preocupada por él. ¿Estaría enfermo o incluso muerto? Quizá lo habían acusado de otro delito y su condena se había alargado. La incertidumbre la torturaba y le provocaba jaquecas.
Una tarde corrió el riesgo de hablar de Vasili a su jefe, Daniíl Antónov. El departamento de artículos de fondo de la TASS era una sala espaciosa, ruidosa, con periodistas escribiendo a máquina, hablando por teléfono, leyendo periódicos y entrando y saliendo de la biblioteca de documentación. Si hablaba en voz baja, no la oirían.
—¿Al final qué ocurrió con Ustín Bodián? —preguntó.
Los malos tratos infligidos a Bodián, un cantante de ópera disidente, habían sido el tema de la edición de Disidencia que Vasili estaba repartiendo cuando lo detuvieron, y Tania había escrito el artículo.
—Bodián murió de neumonía —respondió Daniíl.
Tania ya lo sabía, solo fingía ignorancia para sacar el tema de su amigo.
—Ese día detuvieron a un periodista conmigo, Vasili Yénkov —dijo entre susurros—. ¿Sabes qué le ocurrió?
—El guionista de radio. Le cayeron dos años.
—Ahora ya debe de estar libre.
—Tal vez. No he oído nada. No recuperará su antiguo puesto, así que no estoy seguro de dónde habrá ido.
Regresaría a Moscú, Tania estaba convencida de ello. Pero se encogió de hombros fingiendo indiferencia y regresó a mecanografiar un artículo sobre una mujer albañil.
Había hecho varias consultas discretas entre las personas que quizá supieran si Vasili había regresado. La respuesta fue la misma en todos los casos: nadie había oído nada.
Una tarde Tania recibió noticias.
Al salir del edificio de la TASS cuando acabó la jornada laboral, la abordó un desconocido.
—¿Tania Dvórkina?
Al volverse, vio a un hombre delgado con el rostro pálido y ropa mugrienta.
—¿Sí? —respondió un tanto inquieta, ya que no imaginaba qué podía querer aquel hombre de ella.
—Vasili Yénkov me salvó la vida.
La pilló tan desprevenida que en ese momento no supo qué responder. Se le pasaban demasiadas preguntas por la cabeza: «¿Cómo conoce a Vasili? ¿Dónde y cuándo le salvó la vida? ¿Para qué ha acudido a mí?».
El hombre le puso un sobre tamaño folio en la mano y dio media vuelta.
A Tania le costó un rato reaccionar. Al final se dio cuenta de que había una pregunta mucho más importante que todas las demás.
—¿Vasili sigue vivo? —dijo, pues el hombre todavía estaba lo bastante cerca para oírla.
El desconocido se detuvo y se volvió. Ese instante de silencio encogió de miedo el corazón de Tania.
—Sí —respondió.
Ella sintió la repentina ligereza del alivio mientras el hombre se alejaba.
—¡Espere! —gritó.
Pero el desconocido apretó el paso, dobló una esquina y desapareció.
El sobre no estaba sellado. Tania miró en su interior y vio varios folios garabateados con la letra de Vasili. Los sacó solo hasta la mitad. En la primera hoja vio un encabezamiento:
CONGELACIÓN
DE IVÁN KUZNETSOV
Volvió a meter el escrito en el sobre y caminó hasta la parada del autobús. Sentía miedo y emoción al mismo tiempo. «Iván Kuznetsov» era, evidentemente, un seudónimo. El nombre más común imaginable, como Hans Schmidt en alemán o Jean Lefèvre en francés. Vasili había escrito algo, un artículo o un relato. Tania se moría de impaciencia por leerlo, aunque tuvo que resistir el impulso de tirarlo como si fuera algo tóxico, porque tenía la certeza de que se trataba de material subversivo.
Se lo metió en el bolso a toda prisa. Cuando el autobús llegó estaba abarrotado, ya que era la hora de salida del trabajo, así que no podría leer el manuscrito de camino a casa sin correr el riesgo de que alguien más lo leyera también de forma soslayada. Debía contener la curiosidad.
Pensó en el hombre que se lo había entregado. Vestía harapos, estaba famélico y medio enfermo, tenía una mirada permanente de miedo y recelo; como un hombre recién salido de una prisión, pensó. Parecía contento de haberse liberado del sobre y se mostró reticente a decirle cualquier otra cosa que no fuera lo estrictamente necesario. Aunque al menos le había explicado el porqué de prestarse a realizar un encargo tan peligroso. Estaba saldando una deuda. «Vasili Yénkov me salvó la vida», había dicho. Una vez más, Tania se preguntó cómo.
Bajó del autobús y se dirigió a la Casa del Gobierno. Al regresar de Cuba había vuelto a vivir en el piso de su madre. No había razón para tener un apartamento propio y, de haberlo tenido, habría sido una vivienda mucho menos lujosa.
Cruzó un par de palabras con Ania, se fue a su dormitorio y se sentó sobre la cama para leer lo que había escrito Vasili.
Su caligrafía había cambiado. Las letras eran más pequeñas, los trazos verticales más cortos, los trazos circulares con menos florituras. ¿Respondía eso a un cambio de personalidad, se preguntó, o era por el racionamiento del papel de carta?
Empezó a leer.
Iósif Ivánovich Máslov, llamado Soso, se sintió contentísimo cuando la comida llegó podrida. Por lo general, los guardias robaban la mayoría de las raciones y las vendían. A los prisioneros solo les quedaba engrudo para el desayuno y sopa de nabo para la cena. Los alimentos rara vez se descomponían en Siberia, donde la temperatura ambiente solía estar por debajo del punto de congelación; pero los comunistas podían obrar milagros. Cuando, de tanto en tanto, la carne estaba plagada de gusanos y tenía la grasa rancia, el cocinero lo echaba todo a la olla, y los prisioneros se relamían. Soso engulló la kasha, chorreante de pegajosa grasa, y deseó más.
Tania sintió ganas de vomitar, pero al mismo tiempo debía seguir leyendo.
Con cada página que avanzaba estaba más impresionada. El relato trataba de la peculiar relación entre dos presos, un disidente intelectual y un mafioso analfabeto. Vasili tenía un estilo sencillo y directo que llegaba con efectividad al lector. La vida en el campo de trabajo estaba descrita con un lenguaje vívido y brutal, pero era algo más que descriptivo. Tal vez por su experiencia en la radionovela, Vasili dominaba el ritmo del relato, y Tania sintió que su interés no decaía.
El campo ficticio se hallaba situado en un bosque de alerces siberianos, y el trabajo que realizaban los prisioneros era la tala de árboles. No había normas de seguridad, ni prendas adecuadas para el trabajo a la intemperie, ni equipo de protección, así que los accidentes eran frecuentes. Tania quedó especialmente impresionada por un episodio en el que el mafioso se cortaba una arteria del brazo con una sierra y era salvado por el intelectual, que le hacía un torniquete para que no se desangrara. ¿Fue así como Vasili había salvado la vida al mensajero que había llevado su manuscrito desde Siberia hasta Moscú?
Tania leyó el relato dos veces. Era casi como hablar con su amigo; las expresiones le resultaban familiares por las múltiples discusiones que habían mantenido y los argumentos que solía dar Vasili. Reconoció esos comentarios que él consideraba divertidos, dramáticos o irónicos. Lo echaba tanto de menos que se le encogía el corazón al pensarlo.
Saber que Vasili seguía vivo despertó en ella la necesidad de averiguar por qué no había regresado a Moscú. El relato no aclaraba esa cuestión, pero Tania conocía a alguien capaz de averiguarlo casi todo: su hermano.
Guardó el manuscrito en el cajón de su mesilla de noche y salió del dormitorio.
—Tengo que ir a ver a Dimka, no tardaré mucho —le dijo a su madre.
Bajó en el ascensor hasta el piso donde vivía su hermano.
Le abrió la puerta Nina, su esposa, embarazada de nueve meses.
—¡Qué buen aspecto tienes! —exclamó Tania.
No era cierto. Hacía ya tiempo que Nina había dejado de estar «radiante», como solía decirse de las mujeres encintas. Estaba gordísima, los pechos le colgaban y tenía el vientre a punto de reventar. Su piel clara se veía pálida bajo las pecas, y su melena castaña con reflejos pelirrojos estaba grasienta. Parecía mayor de los veintinueve años que tenía.
—Pasa —dijo con voz cansada.
Dimka estaba viendo las noticias. Apagó el televisor, besó a Tania y le ofreció una cerveza.
La madre de Nina, Masha, se encontraba allí; había llegado desde Perm en tren para ayudar a su hija con el bebé. Masha era una campesina menuda y envejecida de forma prematura que vestía de negro y rezumaba orgullo de madre por su hija urbanita y su elegante apartamento. Tania se había sorprendido la primera vez que vio a Masha, pues suponía que la madre de Nina era profesora de escuela; resultó que sí trabajaba en la escuela del pueblo, pero como señora de la limpieza. Nina les había hecho creer que sus padres eran de clase más alta, una costumbre tan común que debía de ser casi universal, supuso Tania.
Mientras hablaban sobre el embarazo de Nina, ella pensaba en cómo quedarse a solas con Dimka. De ninguna manera iba a hablar de Vasili delante de su cuñada ni de la madre de esta. Nina tenía algo que la hacía desconfiar de ella.
¿Por qué no se fiaba de su cuñada?, se preguntó con culpabilidad. Decidió que era por el embarazo. Nina no era una intelectual, pero sí era lista; no era probable que se hubiera quedado embarazada por accidente. Aunque nunca lo había dicho, Tania tenía la sospecha de que Nina había embaucado a Dimka para que se casara con ella. Sabía que su hermano era sofisticado y experto en casi todo; solo en cuestión de mujeres era ingenuo y romántico. ¿Por qué había querido pillarlo Nina? ¿Porque los Dvorkin eran una familia de la élite y Nina, ambiciosa?
«No seas tan bruja», se dijo.
Estuvo charlando con todos durante media hora y luego se levantó.
No había nada sobrenatural en el vínculo de Dimka y Tania como hermanos mellizos, simplemente se conocían tan bien que solían adivinar lo que el otro estaba pensando. Dimka intuyó que Tania no había ido de visita para hablar del embarazo de Nina, así que también él se levantó.
—Tengo que sacar la basura —dijo—. Tania, ¿me echas una mano?
Bajaron en el ascensor con un cubo cada uno. Cuando ya estaban en la calle, en la parte trasera del edificio y sin nadie cerca, Dimka preguntó:
—¿Qué ocurre?
—La condena de Vasili Yénkov ha finalizado, pero él no ha regresado a Moscú.
Dimka torció el gesto. Quería a su hermana, y ella lo sabía, pero no coincidían en política.
—Yénkov hizo cuanto pudo por minar el gobierno para el que yo trabajo. ¿Por qué iba a importarme lo que le haya ocurrido?
—Él cree en la libertad y en la justicia, como tú.
—Esas actividades subversivas son la excusa perfecta de la línea dura del régimen para oponerse a una reforma.
Tania sabía que no solo estaba defendiendo a su amigo, sino a sí misma.
—Si no hubiera personas como Vasili, la línea dura afirmaría que todo va bien, y nadie forzaría el cambio. Por ejemplo, ¿cómo se habría sabido, si no, que mataron a Ustín Bodián?
—Bodián murió de neumonía.
—Dimka, no me vengas con esas. Murió por abandono y tú lo sabes.
—Cierto. —Dimka parecía escarmentado. Con un tono más moderado, dijo—: ¿Estás enamorada de Vasili Yénkov?
—No, aunque me gusta. Es divertido, inteligente y valiente. Pero es la clase de hombre que necesita un harén de jovencitas.
—O lo era. No hay ninfas en los campos de trabajo.
—En cualquier caso, es amigo mío y ha cumplido su condena.
—El mundo está lleno de injusticias.
—Quiero saber qué le ha ocurrido, y tú puedes averiguarlo por mí. Si quieres.
Dimka lanzó un suspiro.
—¿Qué pasa con mi carrera? En el Kremlin la compasión por los disidentes maltratados injustamente no está muy bien considerada.
Tania sintió crecer sus esperanzas.
—Por favor. Significa mucho para mí.
—No puedo prometerte nada.
—Está bien.
Tania se sintió enormemente agradecida y lo besó en la mejilla.
—Eres un buen hermano —dijo—. Gracias.
Al igual que los esquimales tenían muchas palabras para describir la nieve, los moscovitas contaban con infinidad de expresiones para referirse al mercado negro. Todo lo que no fueran necesidades básicas debía comprarse «a la izquierda». Muchas de esas compras eran claramente delictivas: el interesado encontraba a un hombre que pasaba vaqueros de Occidente de contrabando y le pagaba un altísimo precio. Otras estaban sujetas a un vacío legal. Para comprar una radio o una alfombra había que inscribirse en una lista de espera, pero se podía pasar al primer lugar de la lista «por influencia», si se era un personaje de peso y se tenía la capacidad de devolver el favor, o «por amistad», si se tenía un pariente o un colega con capacidad de modificar el orden de las peticiones. La costumbre de saltarse posiciones en la lista estaba tan extendida que la mayoría de los moscovitas creían que nadie podía llegar al primer puesto limitándose a esperar.
Un día Natalia Smótrova le pidió a Dimka que la acompañara a comprar algo en el mercado negro.
—Por lo general se lo pido a Nik —dijo ella. Nikolái era su marido—. Pero es para su regalo de cumpleaños, y quiero que sea una sorpresa.
Dimka sabía poco sobre la vida de Natalia fuera del Kremlin. Estaba casada y no tenía hijos, pero hasta ahí llegaba su conocimiento. Los burócratas del Kremlin formaban parte de la élite soviética, pero el Mercedes de Natalia y su perfume de importación indicaban la existencia de alguna otra fuente de privilegios y dinero. No obstante, si existía algún Nikolái Smótrov en los escalafones más altos de la jerarquía comunista, Dimka jamás había oído hablar de él.
—¿Qué vas a regalarle? —preguntó Dimka.
—Una grabadora. Quiere una Grundig, es una marca alemana.
Un ciudadano soviético solo podía comprar una grabadora alemana en el mercado negro.
Dimka se preguntó cómo podía permitirse Natalia pagar un regalo tan caro.
—¿Dónde la vas a encontrar? —preguntó.
—Hay un tipo llamado Max en el Mercado Central.
Ese bazar, en Sadóvaya Samotióchnaya, era una alternativa legal a las tiendas estatales. Allí la producción de huertas privadas se vendía a precios más elevados. En lugar de largas colas y puestos deslucidos, se ofrecían pilas de coloridos vegetales, aunque solo para quienes podían permitírselos. En muchos puestos la venta de productos legales era la tapadera para negocios ilegales mucho más rentables.
Dimka entendía el porqué de que Natalia quisiera ir acompañada. Algunos de los hombres encargados de esos trapicheos eran mafiosos, y una mujer hacía bien en tomar precauciones.
Esperaba que ese fuera el único motivo. No quería caer en la tentación. En ese momento se sentía muy unido a Nina, que estaba a punto de dar a luz. Llevaban un par de meses sin mantener relaciones sexuales, lo que lo hacía vulnerable a los encantos de Natalia, pero no había nada más importante que el embarazo. Lo último que quería Dimka era flirtear con su compañera, pero no podía negarse a hacerle aquel sencillo favor.
Llegaron a la hora de la comida. Habían ido al mercado en el viejo Mercedes de ella, que a pesar de los años que tenía era rápido y cómodo. ¿Cómo conseguiría los recambios?, se preguntó Dimka.
Durante el trayecto ella le preguntó por Nina.
—El bebé está a punto de nacer —respondió él.
—Dime si necesitáis algo —dijo Natalia—. La hermana de Nik tiene un niño de tres años que ya no usa ni biberones ni todo lo demás.
Dimka se sorprendió. Los biberones eran un lujo que escaseaba más que las grabadoras.
—Gracias, ya te lo diré.
Aparcaron y recorrieron el mercado hasta una tienda de muebles usados. Se trataba de un establecimiento semilegal. Estaba permitido que la gente vendiera sus posesiones, pero era ilegal hacer de intermediario, y eso provocaba que las transacciones fueran torpes e ineficientes. Para Dimka, las dificultades que imponían esas normas comunistas eran un claro ejemplo de la necesidad de muchas prácticas capitalistas; de ahí la urgencia de una liberalización comercial.
Max era un hombre obeso de unos treinta años e iba vestido al estilo estadounidense, con vaqueros y camiseta blanca. Estaba sentado a una mesa de cocina tomando una taza de té y fumando. A su alrededor había viejos sofás, armarios y camas de segunda mano, la mayoría ajados y rotos.
—¿Qué quieren? —preguntó con brusquedad.
—Hablé con usted la semana pasada sobre una grabadora marca Grundig —dijo Natalia—. Me pidió que regresara dentro de siete días.
—Las grabadoras son difíciles de conseguir —se excusó el hombre.
—No me venga con esas, Max —intervino Dimka poniendo una voz tan ronca y con un tono tan despectivo como el del vendedor—. ¿Tiene la grabadora o no?
Los hombres como Max consideraban un signo de debilidad dar una respuesta directa a una pregunta simple.
—Tendrá que pagarme en dólares americanos.
—Ya acordamos un precio —dijo Natalia—. Lo he traído justo. No pagaré más.
—A ver esos billetes.
Natalia sacó un fajo de dólares estadounidenses del bolsillo de su vestido.
Max tendió una mano, pero Dimka agarró a Natalia por la muñeca para impedir que entregara el dinero antes de tiempo.
—¿Dónde está la grabadora? —preguntó.
Max volvió la cabeza.
—¡Iósif!
Se oyó trajín en la trastienda.
—¿Sí?
—La grabadora.
—Sí.
Iósif apareció con una simple caja de cartón. Era un hombre más joven que Max, tenía unos diecinueve años, y llevaba un cigarrillo colgando del labio. Aunque menudo, estaba musculado. Dejó la caja sobre la mesa.
—Pesa —dijo—. ¿Tienen coche?
—Aparcado a la vuelta de la esquina.
Natalia contó los billetes.
—Me ha costado más de lo que pensaba —informó Max.
—No llevo más dinero encima —dijo Natalia.
Max agarró los billetes y los contó.
—Está bien —accedió con resentimiento—. Es suya. —Se levantó y se embutió el fajo en el bolsillo de los vaqueros—. Iósif se la llevará hasta el coche. —Y entró en la trastienda.
El joven fue a levantar la caja.
—Un segundo —dijo Dimka.
—¿Qué? —preguntó Iósif—. No tengo tiempo que perder.
—Abra la caja —ordenó Dimka.
Iósif fue a coger la caja sin hacer caso de sus palabras, pero Dimka le puso la mano encima e hizo fuerza sobre ella, lo cual impidió que la levantara. Entonces le lanzó una mirada enfurecida, y por un momento Dimka se preguntó si llegarían a las manos, pero Iósif retrocedió.
—Abra usted la maldita caja —dijo el muchacho.
La tapa estaba grapada y sellada con cinta adhesiva. Dimka y Natalia la abrieron con cierta dificultad. Dentro había una grabadora de carrete. Era de la marca Magic Tone.
—Esto no es una Grundig —dijo Natalia.
—Son mejores que las Grundig —repuso Iósif—. Tienen mejor sonido.
—He pagado por una Grundig —protestó ella—. Esta es una mala imitación japonesa.
—Hoy en día no se pueden conseguir grabadoras Grundig.
—Entonces devuélvame el dinero.
—Imposible, ya ha abierto la caja.
—Sin abrir la caja no podíamos saber que estaban estafándonos.
—Nadie los ha estafado. Usted quería una grabadora.
—A la mierda —espetó Dimka, y fue hacia la puerta de la trastienda.
—¡No puede entrar ahí! —exclamó Iósif.
Dimka no hizo caso y entró. La habitación estaba llena de cajas de cartón. Había unas cuantas abiertas y en su interior se veían televisores, grabadoras y radios, todas de marcas extranjeras. El vendedor no estaba, pero Dimka vio una puerta trasera.
Regresó a la tienda.
—Ha huido con el dinero —le dijo a Natalia.
—Es un hombre ocupado. Tiene muchísimos clientes —lo excusó Iósif.
—No me venga con esas, imbécil —repuso Dimka—. Max es un ladrón y usted también.
Iósif lo amenazó señalándolo con un dedo.
—No me llame imbécil —dijo con tono amenazador.
—Devuélvale el dinero —advirtió Dimka—, antes de que se meta en un buen lío.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Iósif con sonrisa maliciosa—. ¿Llamar a la policía?
No podían hacer eso. Estaban implicados en una transacción ilegal, y la policía detendría con toda seguridad a Dimka y a Natalia, pero no a Iósif ni a Max, quienes sin duda untaban a los agentes para proteger su negocio.
—No podemos hacer nada —repuso Natalia—. Vamos.
—Llévese su grabadora —dijo Iósif.
—No, gracias. No la quiero.
Natalia se dirigió a la puerta.
—Volveremos … para recuperar el dinero —advirtió Dimka.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Iósif riendo.
—Ya lo verá —respondió Dimka de manera poco convincente, y siguió a Natalia hasta la salida.
En el trayecto de regreso al Kremlin, en el coche de Natalia, estaba que echaba humo de frustración.
—Pienso recuperar tu dinero —le dijo.
—Por favor, no lo intentes —suplicó ella—. Esos hombres son peligrosos. No quiero que te hagan daño. Olvídalo.
No pensaba olvidarlo, pero no dijo nada más.
Cuando llegó a su despacho, tenía sobre la mesa la carpeta con el expediente de Vasili Yénkov redactado por el KGB.
No era muy voluminoso. Yénkov era un guionista que nunca se había metido en líos y que ni siquiera había estado bajo sospecha hasta ese día del mes de mayo de 1961, cuando lo habían detenido por llevar encima cinco ejemplares de una hoja informativa de contenido subversivo titulada Disidencia. Durante el interrogatorio afirmó que le habían entregado una docena de copias unos minutos antes y que había empezado a repartirlos por el impulso repentino de compasión hacia el cantante de ópera afectado de neumonía. Tras un registro exhaustivo de su piso, el KGB no había conseguido recabar ninguna prueba que contradijera su declaración. Su máquina de escribir no coincidía con el modelo que se había utilizado para escribir la hoja informativa. Tras aplicarle pinzas de carga eléctrica en los labios y en los dedos de las manos, Yénkov había dado los nombres de otros disidentes; tanto inocentes como culpables hacían lo mismo al ser sometidos a tortura. Como era habitual, algunas de las personas nombradas eran miembros intachables del Partido Comunista, mientras que otras no habían sido localizadas por el KGB. Finalmente la policía secreta llegó a la conclusión de que Yénkov no era el director de la publicación ilegal Disidencia.
Dimka no podía por menos de admirar la resistencia de un hombre capaz de sostener una mentira durante un interrogatorio del KGB. Yénkov había protegido a Tania incluso sufriendo indecibles torturas. Quizá mereciera la libertad.
Él conocía la verdad que había ocultado Yénkov. La noche de su detención, el propio Dimka había llevado a Tania en su moto hasta el piso de su amigo, donde ella había recogido una máquina de escribir, que sin duda era la que habían utilizado para redactar Disidencia. Dimka la había arrojado al río Moscova media hora más tarde. Las máquinas de escribir no flotaban. Tania y él lo habían librado de una condena mucho más larga.
Yénkov ya no se encontraba en el campo de tala de árboles del bosque de alerces, según su expediente. Alguien había averiguado que tenía cierta experiencia como técnico. Su primer trabajo en Radio Moscú había sido de ayudante de producción en el estudio, por lo que sabía algo sobre micrófonos y conexiones eléctricas. La escasez de técnicos en Siberia era tan grande que esa mínima práctica había bastado para procurarle un trabajo como electricista en una central.
Seguramente al principio estuvo encantado de desempeñar una ocupación en la que no corría el riesgo de perder una extremidad por culpa de un hacha manejada con despiste. Pero había un aspecto negativo. Las autoridades se mostraban reticentes a permitir que un técnico competente abandonara Siberia. Una vez cumplida su condena, Yénkov había solicitado por las vías habituales el visado para regresar a Moscú. Su petición había sido denegada y eso no le dejaba más alternativa que seguir en su trabajo. Estaba atrapado.
Era injusto, pero la injusticia era un mal endémico, como él mismo le había recordado a su hermana.
Dimka analizó la fotografía del expediente. Yénkov, con su rostro sensual, sus labios carnosos, sus cejas negras y su espesa cabellera negra, parecía una estrella de cine. Pero había algo más en él. Una leve expresión de ironía asomaba por el rabillo de sus ojos y sugería que no se tomaba a sí mismo demasiado en serio. No le habría extrañado que Tania estuviera enamorada de ese hombre, a pesar de que lo había negado.
En cualquier caso, Dimka intentaría liberarlo por su hermana.
Hablaría con Jrushchov sobre el caso. Sin embargo, tenía que esperar a que el jefe estuviera de buen humor. Guardó el expediente en el cajón del escritorio.
No tuvo oportunidad de hablar con él esa tarde. Jrushchov se había marchado pronto, y Dimka estaba preparándose para irse a casa cuando Natalia asomó la cabeza por la puerta de su despacho.
—¿Vienes a tomar una copa? —propuso—. La necesitamos después de lo que hemos sufrido en el Mercado Central.
Dimka dudó un instante.
—Tengo que volver a casa con Nina. Está a punto de dar a luz.
—Una copa rápida.
—Está bien. —Dimka enroscó el tapón de su estilográfica y se dirigió a su eficiente secretaria de mediana edad—. Podemos irnos, Vera.
—Todavía me quedan un par de cosas que hacer —contestó ella, que era muy meticulosa.
El Moskvá Bar era frecuentado por la élite joven del Kremlin, por lo que no era tan deprimente como el típico tugurio moscovita de bebedores. Los asientos eran cómodos, los aperitivos se dejaban comer, y para los burócratas comunistas mejor pagados, de gustos exóticos, había una selección de whisky escocés y bourbon detrás de la barra. Esa noche estaba abarrotado de personas que Dimka y Natalia conocían, la mayoría ayudantes como ellos. Alguien puso una jarra de cerveza en manos de Dimka y él la bebió con gratitud. El ambiente era bullicioso. Borís Kozlov, también asistente de Jrushchov, contó un chiste un tanto arriesgado.
—¡Escuchad todos! ¿Qué ocurrirá cuando llegue el comunismo a Arabia Saudí?
Unos y otros lanzaron vítores y le rogaron que siguiera.
—Al cabo de un tiempo, ¡habrá racionamiento de arena!
La concurrencia rió. Las personas de aquel grupo eran leales trabajadores del comunismo soviético, al igual que Dimka, pero no ignoraban las carencias del sistema. La brecha entre las aspiraciones del partido y la realidad soviética incomodaba a todo el mundo, y los chistes relajaban la tensión.
Dimka terminó su cerveza y pidió otra.
Natalia levantó su jarra como si quisiera hacer un brindis.
—La gran esperanza para la revolución mundial es una empresa americana llamada United Fruit —dijo. Las personas que la rodeaban rieron—. No, hablo en serio —añadió, aunque estaba sonriendo—. Ha convencido al gobierno de Estados Unidos para que apoye brutales dictaduras de derechas en toda Sudamérica y Centroamérica. Si United Fruit actuara con lógica, apoyaría un progreso creciente hasta alcanzar las libertades burguesas: el imperio de la ley, la libertad de expresión, la existencia de sindicatos. Sin embargo, por suerte para el comunismo mundial, son demasiado imbéciles para darse cuenta. Reprimen con fuerza los movimientos reformistas, y así la gente no tiene más remedio que volverse comunista, tal como había predicho Karl Marx. —Hizo chocar su jarra con la de la persona que tenía más cerca—. ¡Larga vida a United Fruit!
Dimka rió. Natalia era una de las personas más inteligentes del Kremlin, y de las más atractivas. Estaba adorable, sonrojada por el júbilo, y con su amplia boca abierta mientras reía. No pudo evitar compararla con la mujer cansada, hinchada y reticente a tener relaciones sexuales que lo esperaba en casa, aunque sabía que ese pensamiento era injusto y cruel.
Natalia fue a la barra para pedir algo de picar. Dimka se dio cuenta de que llevaban más de una hora allí; debía marcharse. Se acercó a su compañera con la intención de despedirse, pero había bebido suficiente cerveza para comportarse como un incauto y, cuando ella le sonrió con calidez, la besó.
Natalia lo correspondió con pasión.
Dimka no la entendía. Había pasado una noche con él, luego le había gritado que estaba casada, y después le pedía que se tomara una copa con ella y lo besaba. ¿Qué sería lo siguiente? Aunque poco le importó la inconsistencia de su colega cuando esta posó su cálida boca sobre los labios de él y jugueteó con la punta de la lengua para que los abriese.
Entonces Natalia se apartó, y Dimka vio a su secretaria justo al lado.
La expresión de Vera era bastante seria y crítica.
—He estado buscándolo —dijo con tono acusatorio—. Alguien lo ha llamado por teléfono justo cuando se ha ido.
—Lo siento —dijo Dimka, no muy seguro de si se disculpaba por lo difícil que había sido localizarlo o por haber besado a otra mujer.
Natalia tomó un platillo de pepinillos en vinagre de manos del camarero y regresó con el grupo.
—Era su suegra —explicó Vera.
La euforia de Dimka se había esfumado.
—Su esposa se ha puesto de parto —siguió informando su secretaria—. Va todo bien, pero debería reunirse con ella en el hospital.
—Gracias —contestó Dimka, y se sintió el marido más infiel del mundo.
—Buenas noches —se despidió Vera antes de salir del bar.
Dimka la siguió hasta la calle, donde se quedó respirando el aire gélido de la noche un instante. Luego subió a la moto y se dirigió al hospital. Qué mala suerte que lo hubieran pillado besando a una colega. Se sentía humillado con razón, había cometido una estupidez.
Dejó la moto en el aparcamiento del hospital y entró. Encontró a Nina en la planta de maternidad, sentada en la cama. Masha estaba en la silla de al lado, sujetando un bebé envuelto en un arrullo blanco.
—¡Felicidades! —dijo su suegra—. Es un niño.
—Un niño —repitió Dimka.
Miró a Nina, que estaba sonriendo, agotada pero satisfecha.
Luego miró al bebé. Tenía muchísimo pelo, negro y mojado. Sus ojos eran de un azul que le recordó a los de su abuelo, Grigori. Todos los bebés tenían los ojos azules, se dijo. ¿Serían solo imaginaciones suyas o la criatura ya miraba el mundo con la intensa expresión del abuelo Grigori?
Masha acercó el bebé a Dimka, que recibió el arrullo como si estuviera sujetando un enorme cascarón. En presencia de aquel milagro, olvidó todos los momentos dramáticos del día.
«Tengo un hijo», pensó, y se le anegaron los ojos.
—Es guapísimo —dijo Dimka—. Vamos a llamarlo Grigor.
Dos cosas tuvieron desvelado esa noche a Dimka. Una era la culpa; justo cuando su mujer paría entre un mar de sangre y sufrimiento, él estaba besando a Natalia. La otra era la rabia por la forma en que Max y Iósif lo habían timado y humillado. No le habían robado a él, sino a Natalia, pero no por ello se sentía menos indignado y furioso.
A la mañana siguiente, de camino al trabajo, se acercó con la moto hasta el Mercado Central. Se había pasado la mitad de la noche ensayando lo que le diría a Max. «Me llamo Dimitri Iliich Dvorkin. Compruebe quién soy. Compruebe para quién trabajo. Compruebe quién es mi tío y quién fue mi padre. Y luego reúnase conmigo aquí mañana para entregarme el dinero de Natalia, y tendrá que suplicarme para que no le dé su merecido.» Se preguntó cómo tendría valor para decir todo eso; si Max se quedaría atónito o sacaría pecho; si el discurso sonaría lo bastante amenazante para recuperar el dinero de Natalia y su herido orgullo masculino.
Max no estaba sentado a la mesa de pino. No estaba en la tienda. Dimka no supo si sentirse decepcionado o aliviado.
Iósif se encontraba de pie junto a la puerta de la trastienda. Dimka se planteó soltarle el discurso al joven. Seguramente él no tendría la autoridad para devolverle el dinero, pero así podría aliviar hasta cierto punto sus sentimientos de frustración. Mientras vacilaba se dio cuenta de que Iósif ya no tenía ese aire amenazante y arrogante del que había hecho gala el día anterior. Para asombro de Dimka, antes de poder abrir la boca el muchacho dio media vuelta y se alejó con cara de susto.
—¡Lo siento! —exclamó Iósif—. ¡Lo siento!
Dimka no lograba explicarse aquella transformación. Si Iósif había descubierto de la noche a la mañana que Dimka trabajaba en el Kremlin y que pertenecía a una poderosa familia de políticos, podría haber querido disculparse y reconciliarse con él, incluso podría haberle devuelto el dinero, pero no habría puesto cara de temer por su vida.
—Solo quiero el dinero de Natalia —dijo Dimka.
—¡Lo hemos devuelto! ¡Ya lo hemos devuelto!
Dimka se sentía confuso. ¿Habría estado allí Natalia antes que él?
—¿A quién se lo han dado?
Dimka no lograba entender nada.
—¿Dónde está Max? —preguntó.
—En el hospital —respondió Iósif—. Le han roto los dos brazos, ¿es que no han tenido suficiente?
Dimka pensó un instante. A menos que aquello fuera una pantomima, parecía que dos desconocidos le habían propinado una paliza brutal a Max y lo habían obligado a devolver el dinero que le había quitado a Natalia. ¿Quiénes serían? ¿Y por qué lo habrían hecho?
Estaba claro que Iósif no lo sabía. Desconcertado, Dimka dio media vuelta y salió de la tienda.
No había sido la policía, pensó mientras regresaba a la moto, ni el ejército, ni el KGB. Cualquier miembro de los organismos oficiales habría detenido a Max, lo habría llevado a la cárcel y allí, en la intimidad, le habría roto los brazos. Tenían que ser civiles.
Y si eran civiles, debían de ser de la mafia. Así que entre los familiares o amigos de Natalia había criminales deleznables.
No le extrañaba que no hablara mucho sobre su vida personal.
Dimka condujo a toda prisa hasta el Kremlin, y aun así descubrió con consternación que Jrushchov había llegado antes que él. Sin embargo, el jefe estaba de buen humor; Dimka lo oyó reír. Tal vez fuera el momento de sacar el tema de Vasili Yénkov. Abrió el cajón del escritorio y sacó la carpeta con el expediente del KGB sobre el preso. Luego tomó otra carpeta con documentos que Jrushchov debía firmar y dudó un instante. Lo que iba a hacer era una tontería, aunque fuera por su querida hermana, pero controló la ansiedad y entró en el despacho del jefe.
El secretario general estaba sentado tras su gran escritorio, hablando por teléfono. No le gustaban mucho las llamadas. Él prefería el cara a cara; de esa forma, según decía, sabía cuándo estaban mintiéndole. No obstante, la conversación parecía distendida. Dimka le puso los documentos delante, y Jrushchov empezó a firmar mientras seguía hablando y riendo con el auricular en la oreja.
—¿Qué es eso que tienes en la mano? Parece un expediente del KGB —dijo Jrushchov al colgar.
—Vasili Yénkov. Condenado a dos años en un campo de trabajos forzados por posesión de una hoja de propaganda que versaba sobre el caso de Ustín Bodián, el cantante de ópera disidente. Ha cumplido su condena, pero lo tienen retenido en Siberia.
Jrushchov dejó de firmar y levantó la vista.
—¿Tienes algún interés personal?
A Dimka lo recorrió un escalofrío de miedo.
—En absoluto —mintió, y logró que no se le notara la angustia al hablar.
Revelar la relación de su hermana con un disidente condenado podía suponer el final de su carrera y la de ella.
Jrushchov entrecerró los ojos.
—Entonces, ¿por qué deberíamos dejarlo volver a casa?
Dimka deseó haberse negado a la petición de Tania. Debería haber imaginado que Jrushchov lo calaría: nadie llegaba a líder de la Unión Soviética sin ser un paranoico suspicaz. Reculó a la desesperada.
—No estoy solicitando que lo devolvamos a casa —repuso con la máxima serenidad posible—, pero se me ha ocurrido que quizá le interesara el caso. Su delito fue menor, ha recibido su castigo, y que usted garantice un trato justo a un disidente de poca monta sería algo coherente con su política general de liberalización gradual.
Jrushchov no se dejó engañar.
—Alguien te ha pedido que le hagas un favor. —Dimka tuvo la intención de defender su inocencia, pero Jrushchov levantó una mano para silenciarlo—. No lo niegues, no me importa. Tener influencia es tu recompensa por el duro trabajo.
Dimka tuvo la sensación de que lo habían absuelto de la pena capital.
—Gracias —dijo con un tono de agradecimiento más lamentable de lo que hubiera deseado.
—¿Qué trabajo desempeña Yénkov en Siberia? —preguntó Jrushchov.
Dimka se dio cuenta de que le temblaba la mano con la que sostenía la carpeta del expediente. Pegó el brazo al costado del cuerpo para frenar el temblor.
—Es electricista en una central. No está cualificado, pero había trabajado en la radio.
—¿A qué se dedicaba en Moscú?
—Era guionista.
—¡Me tomas el pelo! —Jrushchov tiró el bolígrafo—. ¿Guionista? ¿Para qué narices sirve un guionista? En Siberia están desesperados por encontrar electricistas. Déjalo allí. Está haciendo algo útil.
Dimka se quedó mirándolo, consternado. No sabía qué decir.
Jrushchov volvió a coger el bolígrafo y reanudó la firma de documentos.
—Guionista —masculló—. ¡Estupideces!
Tania pasó a máquina el relato de Vasili, Congelación, con dos copias en papel carbón.
Pero era demasiado bueno para destinarlo únicamente a una publicación samizdat clandestina. Vasili no solo describía el mundo de los campos de reclusión con gráfica brutalidad, sino que iba más allá. Al copiarlo, Tania se había dado cuenta, con el corazón en un puño, de que el campo era una metáfora de la URSS, y que el relato era una crítica feroz a la sociedad soviética. Vasili contaba la verdad de una forma en que ella no podía, y la reconcomía el remordimiento. A diario escribía artículos que se publicaban en periódicos y revistas de todo el país; a diario eludía con cautela contar la verdad. No contaba mentiras propiamente dichas, pero siempre evitaba hablar de la pobreza, la injustica, la represión y el despilfarro, que eran las verdaderas características de la Unión Soviética. El escrito de Vasili le hizo ver que su vida era un engaño.
Llevó la copia a máquina a su redactor jefe, Daniíl Antónov.
—Esto me ha llegado por correo, con remitente anónimo —dijo. Seguramente él sabría que le mentía, pero no la traicionaría—. Es un relato ambientado en un campo de prisioneros.
—No podemos publicarlo —respondió él enseguida.
—Lo sé. Pero es muy bueno … Es la obra de un gran escritor, en mi opinión.
—¿Por qué me lo enseñas a mí?
—Conoces al director de la revista Novi Mir.
Daniíl puso expresión pensativa.
—En ocasiones publica cosas poco ortodoxas.
—No sé hasta dónde pretende llegar Jrushchov con su liberalización —dijo Tania bajando la voz.
—Esa política avanza con paso irregular, pero la orden general es que los excesos del pasado deberían discutirse y condenarse.
—¿Puedes leerlo y, si te gusta, enseñárselo al editor?
—Claro. —Daniíl leyó un par de líneas—. ¿Por qué crees que te lo han enviado a ti?
—Seguramente lo habrá escrito alguien a quien conocí hace dos años, cuando estuve en Siberia.
—Ah. —Daniíl asintió en silencio—. Eso lo explicaría todo. —Lo cual quería decir: «Sirve como coartada».
—El autor seguramente revelaría su verdadera identidad si aceptaran publicar su relato.
—Está bien —accedió él—. Haré todo lo que pueda.