Jasper Murray se enamoró de Estados Unidos. Disfrutaban de las emisiones de radio durante toda la noche, disponían de tres canales de televisión y tenían un periódico de la mañana distinto en cada ciudad. La gente era generosa, sus casas muy amplias y sus modales relajados e informales. En su país, los ingleses se comportaban como si a todas horas estuvieran tomando té en un salón victoriano, incluso cuando firmaban un trato por negocios, cuando daban entrevistas por televisión o cuando practicaban deporte. El padre de Jasper, un oficial del ejército, no se daba cuenta de aquello, pero su madre, que era judía alemana, sí. Allí, en Estados Unidos, la gente era directa. En los restaurantes los camareros eran eficientes y serviciales, sin tanta parafernalia ni ceremonia de ninguna clase. Nadie mostraba una actitud servil.
Jasper estaba planeando una serie de artículos sobre sus viajes para el St. Julian’s News, pero también tenía mayores ambiciones. Antes de salir de Londres había hablado con Barry Pugh y le había preguntado si el Daily Echo podría estar interesado en echarles un vistazo a sus escritos. «Sí, claro, sobre todo si encuentras algo … ya sabes, especial», le había contestado Pugh sin demasiado entusiasmo. La semana anterior, en Detroit, Jasper había conseguido una entrevista con Smokey Robinson, el vocalista de los Miracles, y había enviado el artículo al Echo por correo exprés. Calculó que para entonces ya debería de haberles llegado. Les había dado el número de los Dewar, pero Pugh no había llamado. Sin embargo, Jasper aún albergaba esperanzas, así que tenía pensado llamar a Pugh ese mismo día.
Se alojaba en el apartamento de la familia Dewar, en Washington. Era un piso muy espacioso en un edificio elegante a pocas manzanas de distancia de la Casa Blanca.
—Mi abuelo, Cameron Dewar, compró este piso antes de la Primera Guerra Mundial —le explicó Woody Dewar a Jasper en la mesa del desayuno—. Tanto él como mi padre eran senadores.
Una criada negra llamada Miss Betsy sirvió a Jasper un zumo de naranja y le preguntó si le apetecían unos huevos.
—No, gracias, solo café —contestó él—. He quedado dentro de una hora con un amigo de la familia para desayunar.
Jasper había conocido a los Dewar en la casa de Great Peter Street durante el año que la familia había pasado en Londres. No es que hubiese hecho mucha amistad con ellos, salvo brevemente con Beep, pero a pesar de eso lo habían recibido en su casa, más de un año después, con los brazos abiertos. Al igual que los Williams, mostraban una generosidad sin formalismos, sobre todo para con los jóvenes. Lloyd y Daisy estaban siempre dispuestos a acoger a adolescentes que no tenían a donde ir, ya fuese para una noche o una semana entera o, como en el caso de Jasper, incluso varios años. Al parecer, los Dewar hacían gala de la misma hospitalidad.
—Es muy amable por su parte dejar que me quede aquí —le dijo Jasper a Bella.
—Bah, de eso nada, no es ninguna molestia —repuso ella, y lo decía en serio.
Jasper se dirigió a Woody.
—Supongo que hoy irá a sacar fotografías de la marcha por los derechos civiles para la revista Life, ¿verdad?
—Exacto —dijo Woody—. Me mezclaré entre la multitud y sacaré fotos discretas, con toda naturalidad, con una pequeña cámara de treinta y cinco milímetros. Otro fotógrafo se encargará de hacer las fotos oficiales de los personajes famosos de la tribuna.
Iba vestido con aire informal, con pantalones de algodón y una camisa de manga corta, pero a un hombre tan alto de todos modos le sería difícil pasar desapercibido. Sin embargo, las impactantes fotografías de prensa de Woody eran mundialmente conocidas.
—He seguido de cerca su trabajo, como cualquiera al que le interese el periodismo —comentó Jasper.
—¿Y te atrae algún tema en particular? —preguntó Woody—. ¿La delincuencia, la política, la guerra?
—No. Me encantaría cubrirlo todo … como parece que hace usted.
—A mí me interesan los rostros. Cualquiera que sea la historia, un funeral, un partido de fútbol, una investigación por asesinato … Yo siempre fotografío las caras.
—¿Qué cabe esperar de hoy?
—Nadie lo sabe. Martin Luther King habla de cien mil personas. Si consigue reunir a tanta gente, será la marcha por los derechos civiles más multitudinaria de la historia. Todos esperamos que sea plácida y pacífica, que transcurra con normalidad, pero yo no me haría muchas ilusiones. Mira lo que pasó en Birmingham.
—Washington es diferente —intervino Bella—. Aquí tenemos agentes de policía negros.
—No muchos —señaló Woody—. Aunque me apuesto lo que quieras a que hoy estarán en la cabecera, delante de todos.
Beep Dewar entró en el comedor. Tenía quince años y era una chica menuda.
—¿Quién va a ir en la cabecera de la marcha? —preguntó.
—Tú no, espero —contestó su madre—. Tú no te metas en líos, por favor, ¿quieres?
—Por supuesto, mamá.
Jasper advirtió que Beep había ganado cierta madurez en los dos años que hacía desde la última vez que la había visto. Ese día estaba guapa, pero no especialmente sexy, con unos vaqueros de color canela y una camisa holgada, también vaquera, un atuendo muy adecuado para una jornada en la que podían desencadenarse algunos disturbios.
Por la actitud que mostraba con Jasper, era como si la chica hubiese olvidado por completo el coqueteo entre ambos en Londres. Le enviaba señales con las que quería transmitir el mensaje de que Jasper no debía esperar que lo retomasen allí donde lo habían dejado. Saltaba a la vista que ella había tenido algún que otro novio desde entonces. Por su parte, Jasper se sintió aliviado de que ella no creyese que le pertenecía.
El último miembro de la familia Dewar en aparecer en el desayuno fue Cameron, el hermano de Beep, dos años mayor que ella. Iba vestido como un hombre de mediana edad, con una chaqueta de lino y camisa blanca con corbata.
—Tú tampoco te metas en ningún lío, Cam —dijo su madre.
—No tengo ninguna intención de acercarme al recorrido de la marcha —repuso él con aire remilgado—. Hoy he hecho planes de visitar el Smithsonian.
—¿Es que no crees que la gente de color debería tener derecho a votar? —inquirió Beep.
—No creo que tengan derecho a causar problemas.
—Si se les permitiera votar, no tendrían que defender su postura por otros medios.
—Vosotros dos, ya basta —intervino Bella.
—Tengo que hacer una llamada telefónica transatlántica —anunció—. La pagaré yo, por supuesto —se sintió obligado a añadir, aunque no estaba seguro de tener suficiente dinero.
—Adelante —dijo Bella—. Usa el teléfono del estudio. Y, por favor, no te preocupes por pagar la llamada.
Jasper se sintió aliviado.
—Son ustedes muy amables.
Bella hizo un movimiento con la mano, restándole importancia.
—Me parece que la revista Life es la que se ocupa de nuestra factura de teléfono, de todos modos —añadió con vaguedad.
Jasper entró en el estudio. Llamó al Daily Echo de Londres y localizó a Barry Pugh.
—¡Hola, Jasper! —exclamó Pugh—. ¿Qué te parece Estados Unidos?
—Es un país estupendo. —Jasper tragó saliva con nerviosismo—. ¿Recibió mi artículo sobre Smokey Robinson?
—Sí, gracias. Buen trabajo, Jasper, pero no encaja en el Echo. Prueba en el New Musical Express.
Aquello fue como un jarro de agua fría para Jasper, pues no tenía ningún interés en escribir para la prensa pop.
—Está bien —dijo. Como no estaba dispuesto a darse por vencido, añadió—: Creía que el hecho de que Smokey sea el cantante favorito de los Beatles haría la entrevista más interesante.
—No es suficiente, pero ha sido un buen intento.
Jasper se esforzó por impedir que su voz le traicionase y dejase traslucir la decepción que sentía.
—Gracias.
—Oye, ¿no hay una manifestación o algo así hoy en Washington?
—Sí, una marcha por los derechos civiles. —Jasper sintió renacer la esperanza—. Tengo previsto ir. ¿Quiere que redacte una crónica?
—Hummm … Danos un toque si la cosa se pone fea.
«Pero de lo contrario, no hace falta», dedujo Jasper.
—Está bien, así lo haré —repuso, decepcionado.
Jasper colgó el teléfono y se lo quedó mirando con aire pensativo. Había puesto mucho esmero en el artículo de Smokey Robinson y creía que la conexión con los Beatles lo hacía especial, pero se había equivocado y lo único que podía hacer era intentarlo de nuevo.
Regresó al comedor.
—Tengo que irme —dijo—. He quedado con el senador Peshkov en el hotel Willard.
—El Willard es donde se hospeda Martin Luther King —señaló Woody.
Jasper pareció animarse al oír aquello.
—Tal vez podría conseguir una entrevista con él.
Seguramente al Echo le interesaría.
Woody sonrió.
—Va a haber cientos de periodistas esperando hacerle una entrevista a King hoy.
Jasper se volvió hacia Beep.
—¿Te veré más tarde?
—Nosotros hemos quedado en el monumento a Washington a las diez —contestó ella—. Se rumorea que va a cantar Joan Baez.
—Te buscaré por allí.
—¿Has dicho que vas a verte con Greg Peshkov? —preguntó Woody.
—Sí, es el hermanastro de Daisy Williams.
—Lo sé. La vida familiar del padre de Greg, Lev Peshkov, era la comidilla de la ciudad cuando tu madre y yo éramos adolescentes en Buffalo. Por favor, dale recuerdos a Greg de mi parte.
—Por supuesto —dijo Jasper, y se fue.
George Jakes entró en la cafetería del hotel Willard y miró a su alrededor para buscar a Verena, pero ella aún no había llegado. Sin embargo, sí vio a su padre, Greg Peshkov, desayunando con un apuesto joven de unos veinte años con el pelo rubio cortado al estilo Beatle. George se sentó a su mesa.
—Buenos días —saludó.
—Te presento a Jasper Murray —dijo Greg—, un estudiante de Londres, Inglaterra. Es hijo de una vieja amiga. Jasper, te presento a George Jakes.
Se estrecharon la mano. Jasper reaccionó con un gesto de leve sorpresa, como hacía a menudo la gente cuando veían a Greg y a George juntos, pero, como la mayoría, era demasiado educado para hacer preguntas indiscretas.
—La madre de Jasper era una refugiada de la Alemania nazi —le explicó Greg a George.
—Mi madre nunca ha olvidado cómo la acogió el pueblo estadounidense aquel verano —abundó Jasper.
—Así que el tema de la discriminación racial te resulta familiar, supongo —le dijo George a Jasper.
—Pues no demasiado, en realidad. A mi madre no le gusta hablar de los viejos tiempos. —Esbozó una sonrisa radiante—. Cuando iba a la escuela, en Inglaterra, me llamaron «Jasper el Judío» durante un tiempo, pero no llegó a cuajar. ¿Vas a participar en la marcha de hoy, George?
—Más o menos. Trabajo para Bobby Kennedy. Nuestra máxima preocupación es asegurarnos de que la jornada transcurra sin incidencias.
Jasper se mostró interesado.
—¿Y cómo lo vais a hacer?
—Hemos llenado el National Mall con multitud de fuentes de agua potable, casetas de primeros auxilios, baños portátiles e incluso una oficina provisional para canjear cheques por dinero efectivo. Una iglesia de Nueva York ha preparado ochenta mil sándwiches para que los organizadores los distribuyan de forma gratuita. Todos los discursos deben tener una duración máxima de siete minutos, para que la concentración termine a su hora y los visitantes puedan irse de la ciudad antes de que oscurezca. Y Washington ha prohibido la venta de bebidas alcohólicas durante todo el día.
—¿Y dará resultado?
George no lo sabía.
—Francamente, todo depende de los blancos. Basta con que un par de policías se pongan a hacer valer su autoridad, utilizando las porras o las mangueras o los perros de ataque, para convertir una oración multitudinaria en una revuelta.
—Washington no es el Sur profundo —señaló Greg.
—Tampoco es el Norte —repuso George—, así que es imposible saber lo que va a suceder.
Jasper insistió con sus preguntas.
—¿Y si hay una revuelta?
Greg se encargó de responderle.
—Hay cuatro mil soldados movilizados en las afueras de la capital, y quince mil paracaidistas cerca de allí, en Carolina del Norte. Los hospitales de Washington han cancelado todas las operaciones quirúrgicas no urgentes para hacer sitio a los heridos.
—¡Caramba! —exclamó Jasper—. Pues sí que es serio.
George frunció el ceño. Aquellas medidas de precaución no eran de dominio público. Greg había sido informado, como senador, pero no debería haberlo compartido con Jasper.
Verena apareció y se acercó a su mesa. Los tres hombres se levantaron. Ella se dirigió a Greg.
—Buenos días, senador. Es un placer verlo de nuevo.
Greg le presentó a Jasper, que la miraba con ojos desorbitados. Verena producía ese efecto en los hombres, ya fuesen blancos o negros.
—Verena trabaja para Martin Luther King —dijo Greg.
Jasper le dedicó a Verena la mejor de sus sonrisas.
—¿Y podrías conseguirme una entrevista con él?
—¿Por qué? —espetó George.
—Soy estudiante de periodismo. ¿Es que no lo había dicho?
—Pues no, no lo has hecho —repuso George con irritación.
—Lo siento.
Verena no era inmune al encanto de Jasper.
—Lo siento mucho —respondió ella con una sonrisa triste—. Una entrevista con el doctor King hoy es absolutamente imposible.
George estaba molesto. Greg debería haberle advertido de que Jasper era periodista. La última vez que habló con un reportero había dejado en evidencia a Bobby Kennedy. Esperaba no haber dicho ninguna indiscreción ese día.
Verena se dirigió a George con tono enfadado.
—Acabo de hablar con Charlton Heston. Los agentes del FBI están llamando por teléfono a los famosos que apoyan nuestra campaña para decirles que se queden en sus habitaciones del hotel durante el día porque va a haber disturbios violentos.
George lanzó un gruñido de disgusto.
—Lo que le preocupa al FBI no es que la marcha sea violenta, sino que sea un éxito.
Aun así, Verena no estaba satisfecha.
—¿No podéis impedirles que dejen de intentar sabotear todo el evento?
—Hablaré con Bobby, pero no creo que quiera enfrentarse a J. Edgar Hoover por un asunto tan menor. —George le dio a Greg unas palmaditas en el hombro—. Verena y yo tenemos que hablar. Disculpadnos, por favor.
—Mi mesa está allí —dijo Verena.
Atravesaron la sala, y George se olvidó del astuto Jasper Murray.
—¿Cómo van los preparativos? —le preguntó a Verena cuando se sentaron.
Ella se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja, pero su voz estaba llena de entusiasmo.
—Va a ser más multitudinaria de lo que pensábamos —dijo con los ojos chispeantes—. Cien mil personas es un cálculo aproximado, pero se queda corto.
—¿Cómo lo sabes?
—Todos los autobuses, trenes y aviones con servicio a Washington para hoy están llenos —explicó—. Por lo menos veinte trenes fletados han llegado esta mañana. En Union Station nadie puede oír ni sus propios pensamientos, con toda esa gente cantando We Shall Not Be Moved. Están llegando autobuses especiales a través del túnel de Baltimore, a razón de cien por hora. Mi padre ha fletado un avión desde Los Ángeles para todas las estrellas de cine. Marlon Brando está aquí, y también James Garner. La CBS va a retransmitir toda la marcha en directo.
—¿Cuántas personas crees que van a venir en total?
—Ahora mismo calculamos que el doble de la estimación inicial.
George se quedó estupefacto.
—¿Doscientas mil personas?
—Es lo que creemos ahora. La cifra podría aumentar.
—No sé si eso es bueno o malo.
Ella frunció el ceño con gesto de irritación.
—¿Por qué iba a ser malo?
—Pues porque no habíamos hecho una planificación para un número tan elevado de manifestantes, simplemente. No quiero problemas.
—George, este es un movimiento de protesta; de eso es justo de lo que se trata, de nuestros problemas.
—Yo quería demostrarles que cien mil negros podían reunirse en un parque sin necesidad de que se arme ni una maldita pelea.
—Ya estamos en plena pelea, y la empezaron los blancos. Joder, George, que te rompieron la muñeca por intentar llegar al aeropuerto …
George se tocó el brazo izquierdo con aire pensativo. El médico le había dicho que lo tenía curado, pero todavía sentía punzadas de dolor de vez en cuando.
—¿Viste Meet the Press? —le preguntó a Verena. El doctor King había respondido a las preguntas de un grupo de periodistas en el programa de noticias de la NBC.
—Pues claro que lo vi.
—Todas las preguntas giraban en torno a la violencia de los negros o a los comunistas en el seno del movimiento por los derechos civiles. ¡No debemos permitir que esos sean los temas de discusión!
—No podemos dejar que un programa como Meet the Press dicte nuestra estrategia. ¿De qué crees tú que van a hablar los periodistas blancos? ¡No esperarás que le pregunten a Martin sobre policías violentos blancos, jurados del Sur deshonestos, jueces corruptos blancos y el Ku Klux Klan!
—Te lo diré de otro modo —insistió George con calma—. Imaginemos que hoy todo se desarrolla pacíficamente, pero el Congreso rechaza el proyecto de ley de derechos civiles, y luego estallan los disturbios. El doctor King podrá decir: «Cien mil negros vinieron hasta aquí a manifestarse pacíficamente, cantando himnos, dándoos la oportunidad de hacer lo correcto … pero vosotros desperdiciasteis la oportunidad que os ofrecimos y ahora veis las consecuencias de vuestra intransigencia. Si ahora hay disturbios, los únicos culpables sois vosotros». ¿Qué te parece eso?
Verena sonrió de mala gana y asintió con la cabeza.
—Eres muy inteligente, George —dijo—, ¿lo sabías?
Con un área de ciento veinte hectáreas, el National Mall era un parque alargado y estrecho, con una extensión de unos tres kilómetros desde el Capitolio, en un extremo, hasta el monumento en conmemoración a Lincoln, en el otro. Los manifestantes se congregaron en el centro, alrededor del monumento a Washington, un obelisco de más de cuarenta y cinco metros de altura. Habían montado un escenario y, cuando George llegó, la voz pura y electrizante de Joan Baez estaba entonando Oh, Freedom.
Jasper buscó a Beep Dewar, pero ya se habían reunido al menos una multitud de cincuenta mil personas, así que no era de extrañar que no pudiese verla.
Aquel era el día más interesante de su vida, y no eran aún las once de la mañana. Greg Peshkov y George Jakes eran figuras importantes en las esferas de Washington que, sin querer, le habían proporcionado en exclusiva una información en la que esperaba que el Daily Echo estuviese interesado. Y aquella joven de ojos verdes, Verena Marquand, era posiblemente la mujer más hermosa que Jasper había visto jamás. ¿Se estaría acostando George con ella? Si la respuesta era afirmativa, era un hombre afortunado.
Después de Joan Baez salieron al escenario Odetta y Josh White, pero la multitud se volvió loca cuando apareció el trío Peter, Paul and Mary. Jasper no podía creer que estuviese viendo a aquellas grandes estrellas en vivo en un escenario sin ni siquiera haber pagado una entrada. Peter, Paul and Mary cantaron su éxito más reciente, Blowin’ in the Wind, una canción escrita por Bob Dylan que parecía hablar del movimiento de los derechos civiles. «¿Cuántos años pueden algunas personas vivir, antes de que se les permita ser libres?», decía.
El público se volvió aún más loco de entusiasmo cuando el propio Dylan salió a escena. Cantó una canción nueva sobre el asesinato de Medgar Evers, titulada Only a Pawn in their Game. La canción sonaba enigmática a oídos de Jasper, pero el público era ajeno a la ambigüedad y se alegraba de que la nueva estrella de la música, la más popular de todo el país, pareciese estar de su parte.
La multitud iba aumentando minuto a minuto. Jasper era alto y podría mirar por encima de la mayoría de las cabezas, pero ya no veía el límite de la congregación. Hacia el oeste, el famoso y alargado estanque del reflejo llevaba hasta el templo griego en memoria de Abraham Lincoln. Se suponía que los manifestantes debían continuar la marcha hasta el monumento a Lincoln después, pero Jasper veía que muchos de ellos ya se estaban desplazando al extremo más occidental del parque, probablemente con la intención de conseguir los mejores asientos para oír los discursos.
Hasta entonces no había habido el menor atisbo de violencia, a pesar del pesimismo de los medios de comunicación. ¿O acaso era lo que esos mismos medios deseaban en secreto?
Parecía haber cientos de reporteros gráficos y cámaras de televisión por todas partes. Con frecuencia enfocaban a Jasper, por su corte de pelo tal vez, típico de una estrella del pop.
Empezó a redactar un artículo mentalmente. Pensó que el acontecimiento era como un picnic en el bosque, con los grupos de excursionistas almorzando en un claro iluminado por el sol, mientras los depredadores sedientos de sangre se ocultaban en la frondosa sombra de los bosques de alrededor.
Jasper se dirigió hacia el oeste con la multitud. Se fijó en que los negros vestían sus mejores galas de los domingos, los hombres con corbata y sombreros de paja, y las mujeres con vestidos estampados de vivos colores y pañuelos en la cabeza, mientras que los blancos iban con ropa informal. Las reivindicaciones habían trascendido el problema de la segregación, y los carteles reclamaban el derecho a voto, empleo y vivienda. Había delegaciones de sindicatos, iglesias y sinagogas.
Cuando se aproximaban al monumento a Lincoln se encontró con Beep, que estaba con un grupo de chicas que iban en la misma dirección. Dieron con un lugar desde donde se veía perfectamente la tribuna que habían instalado en las escalinatas.
Las chicas bebían todas de una misma botella de Coca-Cola caliente. Jasper descubrió que algunas eran amigas de Beep, mientras que otras solo se habían sumado al grupo a última hora. Mostraban interés por él, porque era un extranjero algo exótico, y Jasper se tumbó bajo el sol de agosto a charlar tranquilamente con ellas hasta que empezaron los discursos. En ese momento la muchedumbre de gente se extendía más allá de hasta donde Jasper alcanzaba a ver. Estaba seguro de que había más de las cien mil personas que se esperaban.
El atril estaba delante de la estatua gigante de un pensativo presidente Lincoln, sentado en un gran trono de mármol con sus enormes manos sobre los brazos de la silla, las pobladas cejas enarcadas, la expresión severa.
La mayoría de los oradores eran negros, pero también había algunos blancos, incluido un rabino. Marlon Brando estaba en la tribuna, blandiendo una picana eléctrica como las que la policía de Gadsden, Alabama, había utilizado contra los negros. A Jasper le gustó el líder sindicalista de lengua afilada Walter Reuther.
—No podemos defender la libertad en Berlín si negamos la libertad en Birmingham —dijo en un momento de su discurso.
Pero la multitud se impacientó y empezó a gritar reclamando la presencia de Martin Luther King.
Era casi el último orador.
Jasper reconoció de inmediato que King era un predicador, y uno bueno, además. Su dicción era clara, con una voz de barítono vibrante. Tenía la capacidad de apelar a las emociones de la multitud, una habilidad valiosa que Jasper admiraba.
Sin embargo, probablemente King nunca había pronunciado un sermón delante de tanta gente. Pocos hombres lo habían hecho.
Advirtió que aquella manifestación, victoriosa como era, no significaba nada si no daba lugar a un cambio real.
—Aquellos que piensan que los negros solo necesitaban dar rienda suelta a la frustración y que ahora se quedarán satisfechos, tendrán un rudo despertar si el país regresa a su rutina habitual. —El público aplaudió y gritó de júbilo con cada frase resonante—. No habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que a los negros se les garanticen sus derechos como ciudadanos —avisó King—. Los remolinos de la revuelta continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que nazca el luminoso día de la justicia.
A medida que se aproximaba el final de sus siete minutos, el tono de King adquirió tintes más bíblicos.
—Nunca estaremos satisfechos mientras a nuestros hijos les sea arrancado su ser y robada su dignidad por carteles que dicen SOLO BLANCOS —vociferó—. No estaremos satisfechos hasta que corra el juicio como las aguas y la justicia como arroyo impetuoso.
En la plataforma que había detrás de él, la cantante de gospel Mahalia Jackson exclamó:
—A pesar de las dificultades y frustraciones de hoy y del mañana, aún tengo un sueño —dijo King.
Jasper presintió que el predicador había dejado de lado su discurso preparado, porque ya no estaba manipulando a su público emocionalmente. En lugar de eso, parecía estar sacando sus palabras de un pozo frío y profundo de sufrimiento y dolor, un pozo creado por siglos de crueldad. Jasper se dio cuenta de que los negros describían su sufrimiento con las palabras de los profetas del Antiguo Testamento, y soportaban su dolor con el consuelo de la esperanza del evangelio de Jesús.
La voz de King temblaba de emoción cuando dijo:
—Sueño que un día esta nación se alzará y vivirá de acuerdo con el verdadero sentido de su credo: «Sostenemos como certeza manifiesta que todos los hombres fueron creados por igual».
»Sueño que un día, en las colinas rojizas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos esclavistas podrán sentarse juntos a la mesa de la hermandad … Yo tengo un sueño.
»Sueño que un día, incluso el estado de Mississippi, un estado sofocado por el calor de la injusticia, sofocado por el calor de la opresión, se convertirá en un oasis de libertad y justicia … Yo tengo un sueño.
Había conseguido orquestar un ritmo, y doscientas mil personas sentían cómo sus palabras mecían sus almas. Era algo más que un discurso: era un poema y un cántico, y una oración tan profunda como la tumba. Las palabras desgarradoras de «Yo tengo un sueño» llegaban como un «amén» al final de cada frase que retumbaba en el aire.
—Sueño que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel sino por su personalidad.… ¡Hoy tengo un sueño!
»Sueño que un día, en Alabama, con sus racistas resentidos, donde de los labios del gobernador brotan palabras de obliteración y negación, que un día, allí mismo en Alabama, los niños negros y las niñas negras podrán darle la mano a los niños blancos y las niñas blancas como hermanas y hermanos … ¡Hoy tengo un sueño!
»Con esta fe podremos arrancar de la montaña de la desesperación una piedra de esperanza.
»Con esta fe podremos transformar el sonido discordante de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad.
»Con esta fe podremos trabajar juntos, rezar juntos, luchar juntos, ir a la cárcel juntos, defender juntos la libertad, sabiendo que un día seremos libres.
Mirando a su alrededor, Jasper vio que por todos los rostros, blancos y negros por igual, corrían las lágrimas. Incluso él se sintió conmovido, y eso que se creía inmune a aquella clase de cosas.
—Y cuando eso ocurra, cuando dejemos resonar la libertad, cuando la dejemos resonar desde cada pueblo y cada aldea, desde cada estado y cada ciudad, podremos adelantar la llegada del día en que todos los hijos de Dios, blancos y negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos, sean capaces de unir sus manos …
En ese momento el ritmo de su discurso se hizo más lento, y la multitud se sumió en un silencio casi absoluto.
La voz de King se estremeció con la fuerza del terremoto de su pasión.
—…Y cantar, con las palabras de uno de los más antiguos espirituales negros:
»¡Por fin somos libres!
»¡Por fin somos libres!
»Gracias a Dios Todopoderoso, ¡por fin somos libres!
Dio un paso atrás desde el micrófono.
La multitud lanzó un rugido ensordecedor, Jasper nunca había oído nada parecido. Se pusieron de pie en una oleada de esperanza entusiasta. Los aplausos se prolongaban sin cesar, en sucesiones tan infinitas como las olas del mar.
Los aplausos duraron hasta que el distinguido profesor de pelo blanco Benjamin Mays se acercó al micrófono y pronunció una bendición. Entonces el público supo que todo había terminado, y al final la gente se alejó de mala gana de la tribuna para volver a casa.
Jasper se sentía como si acabase de sobrevivir a una tormenta, o a una batalla, o a una historia de amor; estaba exhausto y exultante a la vez.
Él y Beep se dirigieron al apartamento de los Dewar casi sin intercambiar una palabra. Sin duda el Echo tendría que estar interesado en aquello, pensó Jasper. Cientos de miles de personas habían escuchado un apasionado y conmovedor alegato por la justicia. Era imposible que la política británica, con sus deprimentes escándalos sexuales, pudiese competir con algo así por el espacio de primera plana de un periódico.
Tenía razón.
La madre de Beep, Bella, estaba sentada a la mesa de la cocina, desgranando guisantes mientras Miss Betsy pelaba patatas.
—El Daily Echo de Londres ha llamado dos veces preguntando por ti —dijo Bella en cuanto Jasper entró por la puerta—. Un tal señor Pugh.
—Gracias —respondió Jasper con el corazón acelerado—. ¿Le importa si le devuelvo la llamada?
—Por supuesto que no, adelante.
Jasper fue al estudio y llamó a Pugh.
—¿Has participado en la marcha? —preguntó Pugh—. ¿Has oído el discurso?
—Sí, sí —contestó Jasper—. Ha sido increíble.
—Lo sé. Todos vamos a salir con eso en portada. ¿Puedes enviarnos una crónica con tu testimonio en primera persona? Algo tan personal e impresionista como quieras. No te preocupes mucho por los hechos y las cifras, que eso ya lo incluiremos en el artículo principal.
—Estaré encantado de hacerlo —dijo Jasper. Se había quedado muy corto; estaba algo más que encantado, daba saltos de alegría.
—Que sea largo. Alrededor de mil palabras. Siempre podemos cortar si es necesario.
—Muy bien.
—Llámame dentro de media hora y te pondré con una mecanógrafa.
—¿No podría darme un poco más de tiempo? —dijo Jasper, pero Pugh ya había colgado—. ¡Caray …! —exclamó Jasper hablando con la pared.
Había un bloc de notas amarillo de estilo americano en el escritorio de Woody Dewar. Jasper lo acercó hacia él y cogió un lápiz. Se quedó pensativo un minuto y luego escribió: «Hoy he estado entre una multitud formada por doscientas mil personas y he escuchado a Martin Luther King redefinir lo que significa ser estadounidense».
Maria Summers estaba exultante.
El televisor permanecía encendido en la sala de prensa, y ella había dejado de trabajar para ver a Martin Luther King, al igual que casi todos los demás en la Casa Blanca, entre ellos el presidente Kennedy.
Cuando terminó el discurso, Maria se sentía como en el séptimo cielo. Se moría de ganas de oír la opinión del presidente acerca de las palabras de King. Unos minutos más tarde la convocaron al Despacho Oval. La tentación de abrazar a Kennedy le resultó aún más difícil de resistir de lo habitual.
—King es increíblemente bueno —fue la reacción un tanto fría del presidente. A continuación, añadió—: Ahora viene de camino hacia aquí.
Maria se alegró muchísimo.
Jack Kennedy había cambiado. Cuando Maria se enamoró de él, el presidente estaba a favor de los derechos civiles en un plano intelectual, pero no emocional. El cambio no se debía solo a su relación con ella. Había sido más bien la implacable brutalidad y el desprecio de los segregacionistas por la legalidad lo que había conmocionado a Kennedy y lo había movido a establecer un compromiso personal sincero; lo había arriesgado todo por presentar el nuevo proyecto de ley sobre los derechos civiles. Ella sabía mejor que nadie lo mucho que le preocupaba ese proyecto de ley.
Justo entonces entró George Jakes, vestido impecablemente, como de costumbre, con un traje azul oscuro, una camisa gris claro y corbata a rayas. Le dedicó una cálida sonrisa. Ella sentía mucho aprecio por él; se había portado como un verdadero amigo en un momento de necesidad. Pensó que era el segundo hombre más atractivo que había conocido.
Maria sabía que George y ella estaban allí por motivos puramente accesorios, porque se hallaban entre el reducido número de personas de color de la administración. Ambos ya tenían asimilado el hecho de que los utilizaran como símbolos. No era algo de mala fe; aunque su número seguía siendo escaso, Kennedy había nombrado a más negros para puestos de alto nivel que cualquier otro presidente.
Cuando entró Martin Luther King, Kennedy le estrechó la mano.
—¡Hoy tengo un sueño! —exclamó el presidente.
Maria sabía que lo decía con toda su buena intención, pero le pareció que no había sido muy acertado por su parte. El sueño de King nacía de lo más hondo de una represión feroz, mientras que Jack Kennedy había nacido en el seno de la élite privilegiada de Estados Unidos, poderosa y rica: ¿cómo podía pretender tener un sueño de libertad e igualdad? Obviamente, el doctor King pensaba lo mismo, porque pareció sentirse azorado y cambió de tema. Maria sabía que más tarde, en la cama, el presidente le preguntaría cuándo había dado un paso en falso, y ella tendría que encontrar una forma cariñosa y tranquilizadora de explicárselo.
King y los demás líderes de los derechos civiles no habían comido nada desde el desayuno. Cuando el presidente se enteró, pidió café y bocadillos para ellos a la cocina de la Casa Blanca.
Maria les hizo formar a todos para tomar una fotografía oficial y luego empezó el debate.
King y los demás estaban eufóricos. Le transmitieron al presidente su opinión de que, después de la manifestación de ese día, el proyecto de ley de derechos civiles podía endurecerse; debía incluir una nueva sección que prohibiese la discriminación racial en el empleo. Los jóvenes negros estaban abandonando los estudios a un ritmo alarmante, pues no veían ningún futuro.
El presidente Kennedy sugirió que los negros debían copiar a los judíos, que valoraban la educación y obligaban a sus hijos a estudiar. Maria venía de una familia negra que había hecho exactamente eso, y ella estaba de acuerdo con él. Si los niños negros abandonaban la escuela, ¿era eso problema del gobierno? Sin embargo, también reparó en que Kennedy, con mucha habilidad, había desviado el foco de atención del verdadero problema, que eran los millones de puestos de trabajo que estaban reservados única y exclusivamente para los blancos.
Los líderes negros pidieron a Kennedy que liderase la cruzada por los derechos civiles. Maria sabía que el presidente estaba pensando algo que no podía decir: que si llegaban a identificarlo de forma demasiado directa con la causa negra, entonces todos los blancos votarían a los republicanos.
El astuto Walter Reuther le ofreció un consejo diferente: que identificase a los empresarios que había detrás del Partido Republicano y los abordase en pequeños grupos. Que les dijese que, si no cooperaban, sus beneficios se resentirían, y mucho. Maria llamaba a aquella clase de consejos «la estrategia Lyndon Johnson», una combinación de halagos y amenazas, pero el presidente no acababa de entender esa táctica. Simplemente no era su estilo.
Kennedy hizo un repaso de las intenciones de voto de los congresistas y senadores, contando con los dedos a aquellos más proclives a oponerse al proyecto de ley de derechos civiles. Era una amalgama deprimente de prejuicios, apatía y falta de audacia. Dejó muy claro que ya iba a tener problemas para que aprobasen incluso una versión descafeinada del proyecto de ley, de modo que cualquier propuesta un poco más dura iba a ser imposible.
Un estado de ánimo sombrío se apoderó de Maria, como si se hubiese cubierto los hombros con un chal en un funeral. Estaba cansada, deprimida y pesimista. Le dolía la cabeza y quería irse a casa.
La reunión se prolongó más de una hora. Para cuando terminó, el sentimiento de euforia se había desvanecido por completo. Los líderes de los derechos civiles fueron saliendo; sus rostros eran un reflejo de su desencanto y su frustración. Estaba muy bien que King tuviese un sueño, pero, al parecer, el pueblo estadounidense no lo compartía.
A Maria le resultaba algo casi imposible de creer, pero, a pesar de todo lo ocurrido ese día, parecía que la gran causa de la igualdad y la libertad en realidad no había avanzado.