George Jakes se compró un coche en otoño de 1963. Podía permitírselo y le gustaba la idea, aun cuando era bastante fácil moverse por Washington en transporte público. Prefería los coches extranjeros porque pensaba que tenían más clase, y de ahí que se decantara por un elegante Mercedes-Benz 220S descapotable de dos puertas, color azul oscuro y que solo tenía cinco años. El tercer domingo de septiembre fue a ver a su madre al condado de Prince George, en el estado de Maryland, la zona residencial de Washington donde vivía. Ella prepararía la comida y luego irían en coche a la Iglesia Evangélica de Betel para asistir al oficio vespertino. Últimamente apenas tenía tiempo para visitar a su madre, ni siquiera los domingos.
Mientras conducía por la carretera arbolada de Suitland Parkway con la capota bajada para disfrutar del templado sol de septiembre, iba pensando en las preguntas que su madre le haría y en qué le respondería él. La mujer se interesaría primero por Verena. «Dice que no es lo bastante buena para mí, mamá —contestaría él—. ¿Qué te parece?» Su madre seguramente diría que Verena tenía razón. En su opinión, había muy pocas chicas lo bastante buenas para su hijo.
Querría saber qué tal le iba con Bobby Kennedy. No cabía duda de que Bobby era un hombre de extremos. Había gente a la que odiaba de manera visceral, y J. Edgar Hoover era una de esas personas. A George le parecía bien, Hoover era un ser despreciable. Sin embargo, Lyndon Johnson también estaba metido en el mismo saco. George lamentaba que Bobby odiara a Johnson, quien podría haber sido un poderoso aliado, pero por desgracia eran como el agua y el aceite. George intentó imaginar al enorme y escandaloso vicepresidente saliendo a pasear en barco por Hyannis Port con el clan Kennedy, la quintaesencia del refinamiento y la elegancia. La imagen le hizo sonreír. Lyndon parecería un rinoceronte en una clase de ballet.
Bobby amaba con la misma intensidad con la que odiaba y, por fortuna, George le caía bien. Era uno de los escasos integrantes de un círculo restringido en el que confiaba de tal modo que, incluso cuando alguno de ellos cometía un error, se daba por sentado que la intención había sido buena y, por lo tanto, se le perdonaba. ¿Qué le diría a su madre acerca de Bobby? «Es un hombre inteligente que desea de corazón hacer de América un país mejor.»
Ella querría saber por qué los hermanos Kennedy apenas avanzaban en la cuestión de los derechos civiles. A lo que George respondería que si aumentaban la presión se produciría una reacción contraria y enconada de los blancos, y que aquello tendría dos resultados. Uno: perderían el proyecto de ley de derechos civiles en el Congreso. Y dos: Jack Kennedy perdería las elecciones a la presidencia de 1964. Y si Kennedy perdía, ¿quién ganaría? ¿Dick Nixon? ¿Barry Goldwater? Incluso podía ser George Wallace, Dios no lo quisiera.
Ensimismado en aquellas cuestiones, aparcó en el camino de entrada de la pequeña y agradable casa de estilo ranchero de Jacky Jakes, en la que entró con su llave.
Todos esos pensamientos abandonaron su mente en cuanto oyó llorar a su madre.
Por un instante lo asaltó un miedo infantil. No estaba acostumbrado a ver llorar a su madre, a la que siempre había considerado un pilar firme en el que poder apoyarse a lo largo de su vida. Sin embargo, en las contadas ocasiones en que esta había cedido a la presión y había expresado su pesar y su miedo de manera incontrolable, el desconcierto y el pánico habían invadido al pequeño Georgy. Ese día, aunque solo fuera por un segundo, George tuvo que poner freno a la reaparición de ese terror de su infancia y recordarse que era un hombre adulto para que las lágrimas de su madre no lo paralizaran.
Cerró de un portazo y atravesó el pequeño recibidor a grandes zancadas hasta el salón. Jacky estaba sentada en el sofá de terciopelo beige que había delante del televisor, con las manos en las mejillas como si se aguantara la cabeza. Las lágrimas no dejaban de caer por su cara. Tenía la boca abierta y de ella salía un continuo lamento mientras miraba el televisor con ojos desorbitados.
—Mamá, ¿qué ocurre? Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?
—¡Cuatro chiquillas! —contestó su madre entre sollozos.
George miró la imagen en blanco y negro de la pantalla, donde vio dos coches que parecían haberse estrellado. A continuación la cámara enfocó un edificio y tomó un plano panorámico de las paredes dañadas y de las ventanas rotas. Cuando el plano se amplió, George reconoció el edificio, y el corazón le dio un vuelco.
—¡Dios mío, es la Iglesia Baptista de la Calle Dieciséis de Birmingham! —exclamó—. ¿Qué ha pasado?
—¡Los blancos han puesto una bomba en la escuela dominical! —contestó su madre.
—¡No! ¡No!
El cerebro de George se negaba a aceptarlo. Ni siquiera en Alabama se atreverían a poner una bomba en una escuela dominical.
—Han muerto cuatro niñas —dijo Jacky—. ¿Por qué permite Dios que pasen estas cosas?
«Las víctimas han sido identificadas como Denise McNair, de once años …», decía en esos momentos la voz en off del locutor en la televisión.
—¡Once! —exclamó George—. ¡Esto no puede ser verdad!
«…Addie Mae Collins, de catorce; Carole Robertson, de catorce, y Cynthia Wesley, también de catorce.»
—¡Pero si son niñas! —dijo George, horrorizado.
«Más de veinte personas han resultado heridas en la explosión», prosiguió el locutor con una voz desprovista de emoción en el momento en que la cámara enfocaba una ambulancia que partía del lugar del suceso.
George se sentó junto a su madre y la rodeó con sus brazos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—Rezar —contestó ella.
El locutor continuó, implacable:
«Se trata del vigésimo primer atentado con bomba contra la población negra de Birmingham en los últimos ocho años. La policía local nunca ha llevado a los autores ante la justicia por ninguno de ellos.»
—¿Rezar? —repitió George con voz temblorosa a causa de la desesperación.
En ese momento deseaba matar a alguien.
La bomba de la escuela dominical horrorizó al mundo. En un lugar tan alejado como Gales, un grupo de mineros del carbón iniciaron una colecta para sufragar una nueva vidriera con que reemplazar la de la Iglesia Baptista de la Calle Dieciséis, que había quedado destruida.
«A pesar de estas horas sombrías, no debemos perder la fe en nuestros hermanos blancos», había dicho Martin Luther King en el funeral. George intentó seguir aquel consejo, pero le resultó difícil.
Durante un tiempo tuvo la impresión de que la opinión pública se inclinaba cada vez más a favor de los derechos civiles. Un comité parlamentario endureció el proyecto de ley de Kennedy y añadió la prohibición de la discriminación laboral, por la que los defensores del proyecto abogaban con tanto ahínco.
Sin embargo, unas semanas después los segregacionistas abandonaron su rincón con ganas de pelea.
Un sobre llegó al Departamento de Justicia a mediados de octubre y le fue entregado a George. Contenía un informe encuadernado y no muy extenso del FBI con el título:
EL COMUNISMO Y EL MOVIMIENTO NEGRO
ANÁLISIS DE LA SITUACIÓN ACTUAL
—¿Qué narices es esto? —murmuró George para sí.
Lo leyó de inmediato. El informe constaba de once páginas y era demoledor. Tildaba a Martin Luther King de «hombre sin principios». Afirmaba que se hacía asesorar por comunistas «de manera consciente, gustosa y habitual». Añadía, con la seguridad de quien habla con conocimiento de causa, que «los representantes del Partido Comunista ven la posibilidad de crear una situación en la que pudiera decirse que, aquello que postula el Partido Comunista, Martin Luther King lo refrenda».
Aquellas aseveraciones tan contundentes no estaban respaldadas ni por una sola prueba.
George descolgó el teléfono y llamó a Joe Hugo a las oficinas centrales del FBI, que se encontraban en otra planta del mismo edificio que el Departamento de Justicia.
—¿Qué mierda es esta? —preguntó.
Joe ni siquiera se molestó en fingir que no sabía de qué le hablaba.
—No es culpa mía que tus amigos sean comunistas —contestó—. No mates al mensajero.
—Esto no es un informe, es una calumnia llena de acusaciones infundadas.
—Tenemos pruebas.
—Las pruebas que no pueden presentarse no son pruebas, Joe; son rumores. ¿No prestabas atención en la facultad de derecho?
—Deben protegerse las fuentes de los servicios secretos.
—¿A quién le has enviado esta basura?
—Déjame ver. Ah, sí… A la Casa Blanca, al secretario de Estado, al secretario de Defensa, a la CIA, al ejército, a la armada y a la fuerza aérea.
—Así que lo tiene todo Washington. Eres un cabrón.
—Está claro que no vamos a ocultar información sobre los enemigos de nuestro país.
—Se trata de un intento deliberado de sabotear el proyecto de ley de derechos civiles del presidente.
—Nosotros nunca haríamos algo así, George. Solo somos un cuerpo de seguridad del Estado.
Joe colgó.
George necesitó varios minutos para recuperar la calma. A continuación repasó el informe, subrayó las acusaciones más indignantes y compuso a máquina una lista con los departamentos gubernamentales que, según Joe, habían recibido la información. Luego le llevó el documento a Bobby.
Como siempre, el secretario de Justicia estaba sentado a su escritorio en mangas de camisa, con el nudo de la cortaba aflojado y las gafas puestas, fumando un puro.
—Esto no le va a gustar —dijo George, y le hizo un resumen después de tenderle el informe.
—Ese soplapollas de Hoover … —masculló Bobby.
Era la segunda vez que George le oía llamar «soplapollas» a Hoover.
—No lo dirá literalmente … —apuntó George.
—¿Ah, no?
George se quedó parado.
—¿Hoover es homosexual?
Era difícil de imaginar. El director del FBI era un hombre de corta estatura, con sobrepeso, medio calvo, de nariz aplastada, facciones asimétricas y cuello grueso. Lo opuesto a un mariquita.
—He oído decir que la mafia tiene fotos de él vestido de mujer.
—¿Por eso va diciendo por ahí que la mafia no existe?
—Es una teoría.
—¡Jesús!
—Conciértame una cita con él para mañana.
—De acuerdo. Mientras tanto, deje que repase las escuchas telefónicas de Levison. Si está influyendo en King para que abrace el comunismo, tiene que haber pruebas en esas llamadas. En algún momento tendrá que hablar de la burguesía, de las masas, de la lucha de clases, de la revolución, de la dictadura del proletariado, de Lenin, de Marx, de la Unión Soviética y de cosas por el estilo. Anotaré todas las referencias de ese tipo y a ver qué resulta.
—No es mala idea. Pásame un informe antes de que vaya a ver a Hoover.
George regresó a su despacho y pidió las transcripciones de las escuchas telefónicas de Stanley Levison que el FBI de Hoover grababa religiosamente para el Departamento de Justicia. Media hora después, un archivero entró en la sala empujando un carrito.
George se puso manos a la obra y no volvió a levantar la cabeza hasta que una señora de la limpieza abrió la puerta y le preguntó si podía barrer el despacho. Permaneció sentado mientras la mujer trabajaba a su alrededor, lo que le recordó las noches que había pasado estudiando cuando iba a la facultad de derecho, sobre todo durante el primer año, extremadamente arduo.
Mucho antes de que terminara, vio con claridad que las conversaciones de Levison con King no tenían nada que ver con el comunismo. No habían utilizado ni una sola de las palabras claves de George; ninguna, desde «alienación» hasta «Zapata». Hablaban acerca del libro que King estaba escribiendo, discutían sobre la captación de fondos y planeaban la marcha de Washington. King le confesaba sus dudas y temores a su amigo; aun cuando abogaba por la no violencia, ¿no podía culpársele de los disturbios y los ataques con bombas que provocaban las manifestaciones pacíficas? Casi nunca tocaban temas políticos más generales, y en ninguna ocasión se mencionaba Berlín, Cuba o Vietnam, los conflictos surgidos de la Guerra Fría que obsesionaban a todos los comunistas.
A las cuatro de la madrugada George descansó la cabeza en la mesa y echó un sueñecito. A las ocho sacó del cajón una camisa limpia, que seguía en el envoltorio de la lavandería, y fue al lavabo de hombres para asearse. A continuación redactó el informe que Bobby le había pedido, donde aseguraba que, en dos años de conversaciones telefónicas, Stanley Levison y Martin Luther King jamás habían hablado sobre comunismo ni sobre ningún otro tema ni remotamente relacionado con este. «Si Levison es un propagandista de Moscú, debe de ser el peor de la historia», concluía George.
Ese mismo día, más tarde, Bobby fue a ver a Hoover al FBI.
—Ha accedido a retirar el informe —le comunicó a George cuando regresó de la cita—. Sus oficiales de enlace visitarán mañana a todos los destinatarios y recuperarán las copias con la excusa de que tienen que revisarlas.
—Bien —dijo George—, aunque es demasiado tarde, ¿no?
—Sí —confirmó Bobby—. El daño ya está hecho.
Por si el presidente Kennedy no había tenido suficientes preocupaciones ese otoño de 1963, la crisis de Vietnam estalló el primer sábado de noviembre.
Respaldado por el dirigente estadounidense, el ejército sudvietnamita había depuesto a su impopular presidente, Ngo Dinh Diem. En Washington, McGeorge Bundy, el asesor de Seguridad Nacional, despertó a Kennedy a las tres de la madrugada para comunicarle que había tenido lugar el golpe de Estado que él había autorizado. Habían arrestado a Diem y a su hermano, Nhu. Kennedy ordenó que se procurara la salida segura hacia el exilio de Diem y de su familia.
Bobby llamó a George para que lo acompañara a la reunión que se celebraría en la Sala del Gabinete a las diez de la mañana.
Durante la sesión un asistente entró con un cable y anunció que los hermanos Ngo Dinh se habían suicidado.
George nunca había visto tan conmocionado al presidente Kennedy. Parecía muy afectado. Palideció bajo su bronceado, se puso de pie de un salto y salió rápidamente de la habitación.
—No se han suicidado —le dijo Bobby a George después—. Son católicos devotos.
George sabía que Tim Tedder se encontraba en Saigón actuando de enlace entre la CIA y el Ejército de la República de Vietnam, conocido por sus siglas en inglés, ARVN, y pronunciado como «Arvin». A nadie le habría sorprendido si al final resultaba que Tedder había metido la pata.
Hacia el mediodía, un cable de la CIA informó de que los hermanos Ngo Dinh habían sido ejecutados en la parte trasera de un vehículo militar para transporte de personal.
—Allí no podemos controlar nada —le dijo George a Bobby, frustrado—. Intentamos ayudar a esa gente a encontrar el camino hacia la libertad y la democracia, pero nada de lo que hacemos da resultado.
—Esperaremos un año más —repuso Bobby—. Ahora no podemos entregar Vietnam a los comunistas. Si lo hacemos, mi hermano perderá las elecciones a la presidencia de noviembre del año que viene. Pero en cuanto salga reelegido, se retirará de allí a marchas forzadas. Ya lo verás.
Una noche de ese mismo mes de noviembre, un abatido grupo de asistentes se reunía en el despacho que había junto al de Bobby. La intervención de Hoover había funcionado y el proyecto de ley de derechos civiles corría peligro. Los congresistas que se avergonzaban de ser racistas buscaban un pretexto para votar en contra, y Hoover se lo había dado.
El proyecto de ley había seguido el cauce habitual y había sido presentado en el Comité de Reglas, cuyo presidente, Howard W. Smith, de Virginia, era uno de los demócratas sureños más conservadores. Envalentonado por las acusaciones del FBI acerca de las simpatías comunistas del movimiento de los derechos civiles, Smith había anunciado que el comité mantendría retenido el proyecto de ley de manera indefinida.
George estaba furioso. ¿Aquellos hombres no comprendían que su actitud había conducido al asesinato de las niñas de la escuela dominical? Mientras la gente respetable dijera que estaba bien tratar a los negros como si no fueran del todo humanos, habría matones ignorantes que creerían tener permiso para matar niños.
Y eso no era todo. A un año de las elecciones presidenciales, Jack Kennedy perdía popularidad. Bobby y él estaban especialmente preocupados por Texas. Kennedy había ganado en aquel estado en 1960 gracias a su compañero de candidatura, Lyndon Johnson, un texano que disfrutaba de gran aceptación entre los electores. Por desgracia, tres años de asociación con la administración liberal de Kennedy habían acabado con la credibilidad de la que Johnson gozaba entre la élite empresarial conservadora.
—No se trata solo de los derechos civiles —argumentó George—. Hemos propuesto suprimir la exención impositiva por agotamiento de los pozos petrolíferos. Los magnates texanos del petróleo llevan décadas sin contribuir con unos impuestos que, por otro lado, deberían haber pagado, y nos odian por querer abolir sus privilegios.
—Da igual la razón —dijo Dennis Wilson—, el caso es que miles de texanos conservadores han dado la espalda a los demócratas y se han unido a los republicanos. Además, adoran al senador Goldwater. —Barry Goldwater era un republicano derechista que quería suprimir la seguridad social y lanzar bombas atómicas sobre Vietnam—. Si Barry se presenta a las elecciones a la presidencia, Texas es suyo.
—El presidente tiene que pasearse por allí y camelarse a esos pueblerinos —comentó otro de los asistentes.
—Lo hará —aseguró Dennis—. Y lo acompañará Jackie.
—¿Cuándo?
—Estarán en Houston el 21 de noviembre —contestó Dennis—. Y luego, al día siguiente, irán a Dallas.