La abuela de Dimka, Katerina, murió de un ataque al corazón a la edad de setenta años. La enterraron en el cementerio de Novodévichi, un pequeño parque lleno de monumentos y discretas capillas. Todas las lápidas estaban cubiertas por una hermosa capa de nieve, como si fueran porciones de pastel con cobertura de nata.
Ese prestigioso lugar de reposo estaba reservado a los ciudadanos más destacados; Katerina tenía un sepulcro allí porque un día el abuelo Grigori, héroe de la Revolución de Octubre, acabaría enterrado en esa misma tumba. Habían estado casados durante casi cincuenta años. El abuelo de Dimka parecía aturdido, como si no entendiera nada mientras veía cómo metían a la compañera de toda su vida en la tierra helada.
Dimka se preguntó qué debía de sentirse al haber amado a una mujer durante medio siglo y perderla de pronto, en lo que dura un latido.
—Qué afortunado he sido de tenerla. Qué afortunado … —no dejaba de repetir Grigori.
Un matrimonio así debía de ser lo mejor del mundo, pensó Dimka. Se habían querido y habían sido felices juntos. Su amor había sobrevivido a dos guerras mundiales y a una revolución. Habían tenido hijos y nietos.
¿Qué comentaría la gente sobre su propio matrimonio, se preguntó, cuando lo enterraran en Moscú, quizá al cabo de otros cincuenta años? «No digas que un hombre es feliz hasta que haya muerto», había escrito el dramaturgo Esquilo. Dimka había escuchado esa cita en la universidad y siempre la recordaba. Las promesas de juventud podían verse malogradas por una tragedia posterior; el sufrimiento solía verse recompensado por la sabiduría. Según la leyenda familiar, la joven Katerina había preferido al hermano de Grigori, el maleante Lev, que había huido a Estados Unidos y la había abandonado estando ella embarazada. Grigori se había casado con Katerina y había criado a Volodia como si fuera su hijo. La felicidad de la pareja había tenido unos comienzos adversos, lo cual demostraba que Esquilo tenía razón.
Un embarazo inesperado había motivado también el matrimonio del propio Dimka, así que tal vez Nina y él pudieran terminar siendo tan felices como Grigori y Katerina. Eso era lo que Dimka anhelaba, a pesar de lo que sentía por Natalia. Cómo le habría gustado olvidarla …
Miró al otro lado de la tumba, donde estaban su tío Volodia y su tía Zoya con sus dos hijos adolescentes. Zoya, a sus cincuenta años de edad, era una mujer de belleza serena. Ahí tenía otro matrimonio que parecía haber encontrado una felicidad duradera.
En el caso de sus padres no lo tenía tan claro. Su difunto padre había sido un hombre frío. Quizá fuera a consecuencia de haber trabajado para la policía secreta: ¿cómo podía alguien que desempeñaba una labor tan cruel mostrarse cariñoso y comprensivo? Dimka contempló a su madre, Ania, que lloraba por haber perdido a la suya. Le parecía que era más feliz desde que había muerto su marido.
Miró a Nina con el rabillo del ojo. Se la veía solemne, pero no había llorado. ¿Era feliz casada con él? Ya se había divorciado en una ocasión, y cuando conoció a Dimka le dijo que no quería volver a casarse y que no podía tener hijos. Pero allí estaba, a su lado, en calidad de esposa y sosteniendo a Grigor, su hijo de nueve meses, envuelto en una manta de piel de oso. Dimka a veces tenía la sensación de que no sabía ni remotamente lo que le pasaba por la cabeza.
Puesto que el abuelo Grigori había participado en el asalto al Palacio de Invierno de 1917, mucha gente había acudido a darle el último adiós a su esposa. Algunos eran importantes dignatarios soviéticos, como Leonid Brézhnev, el secretario del Comité Central con sus pobladas cejas, que estrechó la mano a todos los dolientes. También había acudido el mariscal Mijaíl Pushnói, que de joven había sido protegido de Grigori durante la Segunda Guerra Mundial. Pushnói, un donjuán con sobrepeso, se acariciaba el abundante bigote gris mientras desplegaba todos sus encantos ante la tía Zoya.
En previsión de esa distinguida concurrencia, el tío Volodia había organizado una recepción en un restaurante que quedaba cerca de la Plaza Roja. Los restaurantes eran lugares deprimentes, con camareros huraños y comida pobre. Dimka había oído decir, tanto a Grigori como a Volodia, que en Occidente eran diferentes. Sin embargo, aquel era un local típicamente soviético. Los ceniceros ya rebosaban cuando llegaron, y los aperitivos estaban rancios: blinis secos y trocitos de pan tostado curvos, con rodajas casi transparentes de huevo duro y pescado ahumado. Por suerte, ni siquiera los rusos podían estropear el vodka, y de eso había para dar y tomar.
La crisis soviética de los alimentos había terminado. Jrushchov había conseguido importar cereales de Estados Unidos y otros países, de modo que no pasarían hambre ese invierno. Con todo, la emergencia había puesto de manifiesto un desencanto que venía de antiguo. Jrushchov había depositado todas sus esperanzas en la modernización de la agricultura soviética para hacerla más productiva … y había fracasado. Siempre despotricaba contra la ineficacia, la ignorancia y la torpeza, pero no había hecho ningún progreso en la lucha contra esos males. La agricultura, además, simbolizaba la ineficacia generalizada de sus reformas. A pesar de las ideas de línea disidente de Jrushchov y sus repentinos cambios radicales, la URSS seguía yendo décadas por detrás de Occidente en todo salvo en potencia militar.
Sin embargo, lo peor era que la oposición a Jrushchov dentro del Kremlin procedía de hombres que no deseaban más reformas sino menos, conservadores retrógrados como Pushnói, el acicalado mariscal, y Brézhnev, que no dejaba de dar palmaditas en la espalda a todo el mundo. Ambos rugieron de risa en ese preciso instante tras escuchar una de las batallitas de guerra del abuelo Grigori. Dimka nunca había estado tan preocupado por el futuro de su país, su dirigente y su propia carrera.
Nina le pasó al niño y fue a por algo de beber. Un minuto después ya estaba con Brézhnev y el mariscal Pushnói, y se sumó a sus carcajadas. Dimka se había fijado en que la gente siempre reía mucho en los funerales, era la reacción natural tras la solemnidad del entierro.
Pensó entonces que Nina tenía derecho a pasárselo bien. Después de haber llevado a Grigor en su vientre, haber dado a luz y haberlo amamantado, hacía un año entero que no se divertía mucho.
Ya no estaba enfadada con Dimka por que le hubiera mentido la noche en que mataron a Kennedy. Dimka la había apaciguado con otro embuste. «Sí que he estado en el trabajo, solo que luego he ido a tomar una copa con algunos compañeros», le había dicho. Ella había seguido molesta un tiempo, pero cada vez menos, y por fin parecía haber olvidado el incidente. Dimka estaba bastante seguro de que no sospechaba de sus sentimientos ilícitos hacia Natalia.
Decidió ir a buscar a su familia con Grigor en brazos para presumir con orgullo del primer diente del niño. El restaurante ocupaba la planta baja de una casa vieja y tenía las mesas repartidas por diversas salas, cada una de un tamaño diferente. Dimka terminó en la habitación más alejada, con el tío Volodia y la tía Zoya.
Fue allí donde su hermana lo arrinconó.
—¿Has visto cómo se está comportando Nina? —preguntó Tania.
Dimka se echó a reír.
—¿Se está emborrachando?
—Y coquetea.
Él ni se inmutó. De todas formas no era quién para condenar a Nina; él hacía lo mismo cuando iba al Moskvá Bar con Natalia.
—Esto es una celebración —dijo.
Tania nunca medía sus palabras cuando hablaba con su hermano mellizo.
—Me he dado cuenta de que se ha dirigido directamente a los hombres de mayor rango de la sala. Brézhnev acaba de irse, pero tu mujer sigue dedicándole caídas de ojos al mariscal Pushnói … que debe de tener veinte años más que ella.
—A algunas mujeres el poder les resulta atractivo.
—¿Sabías que su primer marido la trajo de Perm a Moscú y le consiguió el trabajo en el sindicato del acero?
—No, no lo sabía.
—Y después ella lo dejó.
—¿Cómo sabes eso?
—Me lo contó su madre.
—Lo único que Nina ha conseguido de mí es a nuestro hijo.
—Y un piso en la Casa del Gobierno.
—¿Crees que es una cazafortunas o algo así?
—Me preocupo por ti. Eres muy listo en todo … salvo en cuestiones de mujeres.
—Nina es un poco materialista. No es el peor de los defectos.
—O sea que no te importa …
—En absoluto.
—De acuerdo, pero si le hace daño a mi hermano le arranco los ojos.
Daniíl entró en el comedor del edificio de la TASS y se sentó frente a Tania. Dejó su bandeja y se introdujo una esquina del pañuelo por el cuello de la camisa a modo de servilleta para protegerse la corbata.
—A la gente de Novi Mir le ha gustado Congelación —dijo.
Tania estaba entusiasmada.
—¡Bien! —exclamó—. Han tardado bastante … Debe de hacer ya seis meses. ¡Pero es una noticia estupenda!
Daniíl sirvió agua en un vaso de plástico.
—Será una de las piezas más atrevidas que hayan publicado jamás.
—¿O sea que van a publicarlo?
—Sí.
Deseó poder contárselo a Vasili, pero tendría que enterarse por sí solo. Tania se preguntó si conseguiría encontrar la revista; debía de estar disponible en las bibliotecas de Siberia.
—¿Cuándo?
—Todavía no lo han decidido, pero no les gusta hacer nada con prisa.
—Tendré paciencia.
El timbre del teléfono despertó a Dimka.
—No me conoce, pero tengo información para usted —anunció una voz de mujer.
Dimka estaba desconcertado. La voz era la de Natalia, y él lanzó una mirada culpable a su esposa, Nina, que estaba tumbada a su lado. Todavía tenía los ojos cerrados. Dimka miró el reloj: eran las cinco y media de la madrugada.
—No haga preguntas —dijo Natalia.
El cerebro de Dimka empezó a elucubrar. ¿Por qué fingía Natalia que no lo conocía? Era evidente que quería que él hiciera lo mismo. ¿Sería por miedo a que el tono de sus respuestas desvelara su relación íntima ante su esposa, que yacía en la cama junto a él?
—¿Quién es? —inquirió él siguiéndole el juego.
—Están conspirando contra su jefe.
Dimka se dio cuenta de que su primera suposición no era correcta. Lo que Natalia temía era que el teléfono estuviera intervenido, y quería asegurarse de que Dimka no revelase a los espías del KGB la identidad de quien llamaba.
Sintió el frío del miedo. Fuera verdad o no, aquello suponía problemas para él.
—¿Quién está conspirando? —preguntó.
A su lado, Nina abrió los ojos.
—No tengo ni idea de lo que pasa … —murmuró Dimka encogiéndose de hombros con impotencia en dirección a su mujer.
—Leonid Brézhnev está tanteando a otros miembros del Presídium sobre un posible golpe de Estado.
Brézhnev era uno del puñado de hombres más poderosos que estaban por debajo de Jrushchov. También era un personaje conservador y falto de imaginación.
—Ya tiene a Podgorni y a Shelepin de su lado.
—¿Cuándo? —dijo Dimka desobedeciendo una vez más la instrucción de que no hiciera preguntas—. ¿Cuándo atacarán?
—Arrestarán al camarada Jrushchov cuando regrese de Suecia.
Jrushchov tenía previsto un viaje a Escandinavia en junio.
—Pero ¿por qué?
—Creen que está perdiendo la cabeza —respondió Natalia.
Entonces se cortó la comunicación.
Dimka colgó el teléfono.
—Mierda —volvió a mascullar.
—¿Qué sucede? —preguntó Nina, medio dormida.
—Nada, problemas de trabajo. Duerme.
Jrushchov no estaba perdiendo la cabeza, pero sí estaba deprimido y oscilaba entre una alegría frenética y una pesadumbre profunda. La raíz de su desasosiego se encontraba en la crisis agrícola. Por desgracia, a Jrushchov enseguida lo seducían las soluciones instantáneas: fertilizantes milagro, polinización especial, cepas nuevas. La única propuesta que se negaba a considerar era relajar el control central. Y sin embargo, esa era la mejor opción que tenía la Unión Soviética. Brézhnev no era reformista. Si se convertía en el nuevo líder, el país retrocedería.
No era solo el futuro de Jrushchov lo que preocupaba a Dimka en esos momentos, sino también el suyo. Tenía que hablarle a su jefe de esa llamada. Tras sopesarlo, decidió que eso era menos peligroso que ocultarla. No obstante, Jrushchov seguía teniendo lo bastante de campesino para castigar al mensajero que le llevara una mala noticia.
Dimka se preguntó si no había llegado el momento de saltar del barco y abandonar el servicio del primer secretario. No sería sencillo, pues los burócratas soviéticos solían ir allí donde se les ordenaba. Aun así, siempre había una forma de eludir las órdenes; tal vez pudiera convencer a otra figura prominente de que solicitara el traslado de un joven asistente a su oficina, quizá porque necesitara las habilidades especiales de ese asistente en concreto. Era una posibilidad. Dimka podía intentar conseguir un puesto trabajando para alguno de los conspiradores, tal vez Brézhnev, pero ¿qué sentido tendría aquello? Aunque salvara su carrera, ¿con qué propósito lo haría? Dimka no pensaba pasarse la vida ayudando a Brézhnev a detener el progreso.
Sin embargo, si querían sobrevivir, el primer secretario y él tenían que adelantarse a esa conspiración. Lo peor que podían hacer era esperar a ver qué ocurría.
Estaban a 17 de abril de 1964, el septuagésimo cumpleaños de Jrushchov. Dimka sería el primero en felicitarlo.
Grigor se echó a llorar en la habitación contigua.
—Lo ha despertado el teléfono —dijo Dimka.
Nina bostezó y se levantó.
Él se lavó y se vistió deprisa, después sacó la moto del garaje y se acercó con ella a la residencia de Jrushchov en las Colinas de Lenin, un barrio del extrarradio.
Llegó al mismo tiempo que una camioneta con un regalo de cumpleaños y observó a los hombres de seguridad que entraban en el salón cargando con una enorme consola con radio y televisor. Llevaba una placa metálica con una inscripción:
DE SUS CAMARADAS EN EL TRABAJO
DEL COMITÉ CENTRAL
Y EL CONSEJO DE MINISTROS
Jrushchov solía decirle malhumorado a la gente que no despilfarrara el dinero público para comprarle regalos, pero todo el mundo sabía que en el fondo le encantaba recibirlos.
Iván Tépper, el mayordomo, acompañó a Dimka al piso de arriba y lo condujo hasta el vestidor del jefe. Allí un traje oscuro nuevo colgaba listo para ser estrenado el día de las celebraciones en su honor. Las tres estrellas de Héroe del Trabajo Socialista del primer secretario ya estaban colgadas en la pechera de la chaqueta. Jrushchov estaba sentado en bata, bebiendo té y hojeando los periódicos.
Dimka le habló de la llamada telefónica mientras Iván Tépper lo ayudaba a ponerse la camisa y la corbata. El micrófono del KGB en el teléfono de Dimka, si es que lo había, confirmaría su versión de que la llamada había sido anónima, suponiendo que Jrushchov quisiera comprobarlo. Natalia había sido inteligente, como siempre.
—No sé si es importante o no, y creo que no soy yo quién para juzgarlo —expuso Dimka con cautela.
Jrushchov reaccionó con desdén.
—Aleksandr Shelepin no está preparado para ser líder —opinó. Shelepin era viceprimer ministro y antiguo jefe del KGB—. Nikolái Podgorni es estrecho de miras, y Brézhnev tampoco está hecho para el cargo. ¿Sabías que solían llamarlo «primera bailarina»?
Resultaba difícil imaginar a alguien menos parecido a una bailarina que Brézhnev, un hombre bajo, fornido y desgarbado.
—Antes de la guerra, cuando era secretario de la provincia de Dnipropetrovsk.
Dimka comprendió que debía hacer la pregunta evidente:
—¿Por qué?
—¡Porque cualquiera podía hacerlo girar hacia donde quisiera! —soltó Jrushchov, que rió con ganas y se puso la chaqueta.
De manera que la amenaza de golpe de Estado le parecía un chiste. Dimka se sintió aliviado al ver que no lo acusaba de dar crédito a rumores estúpidos, pero una preocupación sustituyó a la otra. ¿Acertaría Jrushchov con su intuición? Hasta el momento sus instintos habían sido certeros, pero Natalia siempre era la primera en enterarse de todo, y Dimka no la había visto equivocarse jamás.
Entonces su jefe tiró de otro hilo y entornó sus ojos de campesino astuto antes de hablar.
—¿Tienen esos conspiradores algún motivo para estar descontentos? Ese informante anónimo debe de haberte dicho algo.
Era una pregunta embarazosa. Dimka no se atrevía a decirle a Jrushchov que la gente creía que estaba loco.
—Las cosechas —dijo improvisando a la desesperada—. Lo culpan a usted por la sequía del año pasado.
Esperó que algo tan poco convincente resultara inofensivo.
Jrushchov no se ofendió, pero sí se molestó.
—¡Tenemos nuevos métodos! —exclamó con rabia—. ¡Tienen que hacer más caso a Lisenko!
Toqueteó los botones de la chaqueta y luego dejó que Tépper se los abrochara.
Dimka mantenía el semblante impertérrito. Trofim Lisenko era un charlatán con palabrería científica, un arribista inteligente que se había granjeado el favor del primer secretario aunque sus investigaciones valían menos que nada. Su promesa de aumentar las cosechas no se había materializado, pero aun así había logrado convencer a los líderes políticos de que sus oponentes eran «antiprogreso», una acusación tan letal en la URSS como la de «comunista» en Estados Unidos.
—Lisenko está realizando experimentos con vacas —siguió diciendo Jrushchov—. ¡Sus rivales usan moscas de la fruta! ¿A quién le importan un comino las moscas de la fruta?
Dimka recordó a su tía Zoya hablando sobre la investigación científica.
—Tengo entendido que los genes evolucionan más rápidamente en las moscas de la fruta …
—¿Genes? —espetó Jrushchov—. ¡Tonterías! Nadie ha visto nunca un gen.
—Nadie ha visto nunca un átomo, pero aquella bomba destruyó Hiroshima. —Dimka lamentó esas palabras nada más haberlas pronunciado.
—¡Qué sabrás tú de eso! —rugió Jrushchov—. ¡No haces más que repetir lo que has oído como si fueras un loro! La gente sin escrúpulos utiliza a ingenuos como tú para difundir sus mentiras. —Agitó un puño en el aire—. Conseguiremos mejores cosechas. ¡Ya lo verás! Quita de en medio.
Jrushchov apartó a Dimka y salió de la habitación.
Iván Tépper se encogió de hombros como ofreciendo una disculpa.
—No te preocupes —dijo Dimka—. Ya se ha enfadado conmigo otras veces. Mañana no se acordará de esto.
Esperó que así fuera.
La ira de Jrushchov no era tan preocupante como sus errores de cálculo. Se había equivocado con la agricultura. Alekséi Kosiguin, que era el mejor economista del Presídium, tenía planes para una reforma que consistían, entre otras cosas, en relajar la presión que los ministerios ejercían sobre la agricultura y otros sectores. Esa era la forma correcta de proceder, en opinión de Dimka; no había curas milagrosas.
¿Se equivocaba Jrushchov también con los conspiradores? Dimka no lo sabía. Había hecho todo lo posible por advertir a su jefe, pero no podía organizar un contragolpe él solo.
Mientras bajaba a la planta principal oyó los aplausos que salían por la puerta abierta del comedor. Jrushchov recibía las felicitaciones del Presídium. Dimka se detuvo en el vestíbulo y, cuando el aplauso remitió, oyó la lenta voz de bajo de Brézhnev.
—¡Querido Nikita Serguéyevich! Nosotros, sus camaradas de armas, miembros del Presídium y candidatos a él, así como secretarios del Comité Central, le hacemos llegar nuestras felicitaciones especiales y nos congratulamos con fervor de acompañar a nuestro íntimo amigo personal, además de camarada, en su septuagésimo cumpleaños.
Era un parlamento empalagoso, aun para una celebración soviética.
Lo cual era mala señal.
Unos días después a Dimka le asignaron una dacha.
Tenía que pagar un alquiler, pero era simbólico. Igual que sucedía con la mayoría de los lujos en la Unión Soviética, lo complicado no era el precio sino llegar al primer puesto de la lista.
Una dacha —una residencia vacacional para el fin de semana— era la primera ambición de todas las parejas soviéticas que ascendían en el escalafón; la segunda era un coche. Las dachas solían asignarse solo a miembros del Partido Comunista, evidentemente.
—Me pregunto cómo lo habremos conseguido —se extrañó Dimka tras abrir la carta.
Nina no creía que hubiera ningún misterio.
—Trabajas para Jrushchov —dijo—. Hace tiempo que deberían habértela asignado.
—No creas. Suelen requerirse varios años más de servicio. No se me ocurre nada que haya hecho yo recientemente y que haya complacido en especial al primer secretario. —Recordó la discusión sobre los genes—. De hecho, ha sido justo al contrario.
—Le caes bien. Alguien le pasó una lista de dachas vacías y él escribió tu nombre junto a una. No dedicó ni cinco segundos a pensarlo.
—Seguro que tienes razón.
Una dacha podía ser tanto un palacio junto al mar como un cobertizo en una parcela de campo. El domingo siguiente Dimka y Nina fueron a averiguar cómo era la suya. Prepararon algo de comida para llevar y luego tomaron un tren con el pequeño Grigor hacia un pueblo que quedaba a cincuenta kilómetros de Moscú. Estaban impacientes y llenos de curiosidad. Un empleado de la estación les dijo cómo llegar a su dacha, que era conocida por el nombre de La Caseta. Tardaron quince minutos a pie.
La casa era una cabaña de madera de una sola planta. Tenía un salón grande, donde también estaba la cocina, y dos dormitorios. Se levantaba en un pequeño jardín que descendía hasta un riachuelo. A Dimka aquello le pareció el paraíso. De nuevo se preguntó qué había hecho para tener tanta suerte.
A Nina también le gustó. Estaba emocionada y no dejaba de recorrer las habitaciones y abrir los armarios. Hacía meses que Dimka no la veía tan contenta.
Grigor, que no caminaba del todo pero sí se tambaleaba dando pasitos, parecía encantado de tener un lugar nuevo en el que tropezar y caer.
Dimka se sintió imbuido de optimismo. Vislumbraba un futuro en el que Nina y él iban a esa casa todos los fines de semana del verano, un año tras otro. Con cada estación que pasara quedarían maravillados de lo cambiado que estaría Grigor respecto al año anterior. Medirían lo que había crecido su hijo en veranos: el pequeño empezaría a hablar en la siguiente estación, un verano después sería capaz de atrapar una pelota, luego de leer, luego de nadar. En esa dacha sería un bebé que daría sus primeras carreras, luego un niño que treparía a un árbol del jardín, luego un adolescente con granos, luego un joven que conquistaría a las chicas del pueblo.
Hacía más de un año que nadie habitaba la casa, así que abrieron todas las ventanas de par en par y se pusieron a quitar el polvo de las superficies y a barrer el suelo. Estaba medio amueblada, y empezaron a hacer una lista de cosas que llevarían en la siguiente ocasión: una radio, un samovar, un cubo.
—En verano yo podría venir con Grigor los viernes por la mañana —dijo Nina mientras lavaba unos cuencos de cerámica en el fregadero—, y tú podrías venir por la noche, o el sábado por la mañana, si tuvieras que trabajar hasta tarde.
—¿No te dará miedo estar aquí sola de noche? —preguntó Dimka, que intentaba quitar con un estropajo la capa de grasa que cubría los fogones—. Esto está un poco apartado.
—No soy asustadiza, ya lo sabes.
Grigor gritó de hambre, y Nina se sentó con él a darle de comer. Dimka salió fuera a echar un vistazo. Pensó que tendría que levantar una valla al final del jardín para evitar que Grigor se cayera al río. No era muy profundo, pero en alguna parte había leído que un niño podía ahogarse en solo ocho centímetros de agua.
También había un muro con una verja por la que se pasaba a otro jardín, más grande. Dimka se preguntó quiénes serían sus vecinos. La verja no estaba cerrada con candado, de modo que la abrió y pasó. Se encontró en un pequeño bosque y decidió explorarlo. Así llegó a una casa bastante grande, y supuso que su dacha debió de ser antaño la vivienda del jardinero de la gran casa.
Como no quería invadir la intimidad de nadie, dio media vuelta … y se encontró cara a cara con un soldado de uniforme.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre.
—Dimitri Dvorkin. Voy a ocupar la casita de al lado.
—Qué suerte … Es una joya.
—Estaba explorando, espero no haber entrado donde no debía.
—Será mejor que se quede en su lado del muro. Esta casa pertenece al mariscal Pushnói.
—¡Ah! —exclamó Dimka—. ¿Pushnói? Es amigo de mi abuelo.
—Entonces por eso le han dado la dacha —opinó el soldado.
—Sí —repuso Dimka, aunque se sentía algo inquieto—. Supongo que sí.