El lunes 12 octubre de 1964, Dimka estaba con Jrushchov en el centro de veraneo de Pitsunda, en el mar Negro, cuando llamó Brézhnev. El primer secretario no se hallaba en su mejor momento. Le faltaba energía y hablaba de la necesidad de que los mayores se retiraran y dejaran paso a la siguiente generación. Dimka echaba de menos al Jrushchov de antes, el enano gordinflón lleno de ideas maquiavélicas, y se preguntó cuándo iba a volver.
El estudio era una habitación con las paredes recubiertas de paneles de madera que tenía una alfombra oriental y también un surtido de teléfonos encima de un escritorio de madera de caoba. El teléfono que sonaba en esos momentos era un aparato especial de alta frecuencia que conectaba las oficinas del partido y el gobierno. Dimka descolgó, oyó el estruendo subterráneo de la voz de Brézhnev y le pasó el auricular a Jrushchov.
Solo oía una parte de la conversación, la mitad de Jrushchov. Fuera lo que fuese lo que le estaba diciendo Brézhnev, sus palabras hicieron que el líder reaccionara con una retahíla de exclamaciones:
—¿Por qué? ¿Sobre qué tema …? Estoy de vacaciones, ¿qué puede haber que sea tan urgente? ¿Qué quiere decir con eso de que se han reunido todos? ¿Mañana? ¡Muy bien!
Después de colgar le explicó el resto. El Presídium quería que regresara a Moscú para discutir problemas agrícolas muy urgentes. Brézhnev se había mostrado insistente.
Jrushchov se sentó pensativo durante largo rato, pero no le pidió a Dimka que se fuera.
—No tienen ningún problema agrícola urgente —dijo al fin—. Se trata de algo de lo que ya me advertiste hace seis meses, en mi cumpleaños. Quieren deshacerse de mí.
Dimka se sorprendió. Así pues, Natalia había estado en lo cierto.
Dimka había creído las palabras con que Jrushchov había querido tranquilizarlo, y su fe había parecido justificada en junio, cuando el líder regresó de Escandinavia y la amenaza de detención no llegó a materializarse. En aquel momento Natalia había admitido que ya no sabía qué estaba ocurriendo, y Dimka había supuesto que la conspiración no había prosperado.
Sin embargo, por lo visto solo se había aplazado.
—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Dimka pensando que Jrushchov siempre había sido un luchador.
—Nada —respondió Jrushchov.
Eso era aún más chocante.
—Si Brézhnev cree que puede hacerlo mejor —continuó explicando—, que lo intente, el muy gilipollas.
—Pero ¿qué pasará si él se pone al mando? No tiene imaginación ni energía para impulsar las reformas a través de la burocracia.
—Ni siquiera ve que haya mucha necesidad de cambio —dijo el primer secretario—, y tal vez tenga razón.
Dimka estaba horrorizado.
Ya en abril se había planteado la posibilidad de dejar a Jrushchov y tratar de buscar trabajo con otro alto funcionario del Kremlin, pero al final había desistido de su idea. De pronto empezaba a parecer un error.
Jrushchov se puso práctico.
—Nos iremos mañana. Cancela mi almuerzo con el ministro del Interior francés.
Sumido en un estado de ánimo muy sombrío, Dimka se dispuso a organizar los preparativos pertinentes: conseguir que la delegación francesa acudiera antes, asegurarse de que el avión y el piloto personal de Jrushchov estuviesen listos y modificar la agenda del día siguiente. Sin embargo, lo hizo todo como si estuviera en trance. ¿Cómo podía llegar el fin tan fácilmente?
Ningún líder soviético anterior se había retirado. Tanto Lenin como Stalin habían muerto mientras ocupaban todavía el cargo. ¿Sería asesinado Jrushchov? ¿Qué pasaría con sus asistentes?
Dimka se preguntó cuánto tiempo le quedaría de vida a él mismo.
Se preguntó si le dejarían siquiera ver al pequeño Grigor de nuevo.
Decidió ahuyentar aquel pensamiento. No podría hacer las cosas bien si estaba paralizado por el miedo.
Se marcharon a la una de la tarde del día siguiente.
El vuelo a Moscú duraba dos horas y media, y no se cambiaba de zona horaria. Dimka no tenía ni idea de lo que les aguardaba al final del viaje.
Aterrizaron en Vnúkovo-2, en el sur de Moscú, el aeropuerto para los vuelos oficiales. Cuando Dimka bajó del avión detrás de Jrushchov, un pequeño grupo de funcionarios de rango inferior acudió a darles la bienvenida en lugar de la habitual multitud de ministros del gobierno. En ese momento Dimka supo a ciencia cierta que todo había terminado.
Había dos coches estacionados en la pista: una limusina ZIL-111 y un Moskvich 403 de cinco plazas. Jrushchov se dirigió a la limusina, mientras que Dimka fue conducido al modesto utilitario.
El primer secretario se dio cuenta entonces de que iban a separarlos. Antes de entrar en su coche, se volvió y dijo:
—Dimka.
Este estaba al borde de las lágrimas.
—¿Sí, camarada primer secretario?
—Es posible que no volvamos a vernos.
—Pero ¡eso no puede ser!
—Hay algo que debería decirte.
—¿Sí, camarada?
—Tu mujer se acuesta con Pushnói.
Dimka lo miró boquiabierto; se había quedado sin habla.
—Es mejor que lo sepas —dijo Jrushchov—. Adiós.
Se metió en su coche y se fue.
Dimka se sentó en la parte de atrás del Moskvich, aturdido. Tal vez nunca volvería a ver al simpático granuja de Nikita Jrushchov, y Nina se acostaba con un militar de mediana edad rechoncho y de bigote gris. Era demasiado para asimilarlo todo de golpe.
—¿A casa o al despacho? —preguntó el conductor al cabo de un minuto.
Dimka se sorprendió de que le diesen opción. Eso significaba que no iban a llevarlo a la prisión de los sótanos de la Lubianka, al menos no ese día. Acababan de indultarlo.
Sopesó sus opciones; desde luego, no iba a poder trabajar, pues no tenía ningún sentido concertar citas ni elaborar informes para un líder que estaba a punto de ser depuesto.
—A casa —dijo.
Cuando llegó, descubrió sorprendentemente que se sentía reacio a acusar a Nina. En lugar de eso estaba avergonzado, como si hubiese sido él quien había hecho algo malo.
Además, sí que era culpable. Una noche de sexo oral con Natalia no era lo mismo que una aventura en toda regla, que era lo que sugerían las palabras de Jrushchov sobre Nina, pero seguía siendo algo digno de reproche.
Dimka no dijo nada mientras Nina daba de comer a Grigor. Después él lo bañó y lo metió en la cama mientras su mujer preparaba la cena. Cenando le contó que Jrushchov iba a renunciar esa misma noche o al día siguiente. Suponía que la noticia aparecería en los periódicos al cabo de un par de días.
Nina se alarmó.
—¿Y qué pasará con tu trabajo?
—No sé qué va a pasar —respondió él, no sin ansiedad—. Ahora mismo a nadie le preocupan los asistentes. Seguramente estarán decidiendo si matar o no a Jrushchov. Ya se ocuparán de la gente irrelevante más tarde.
—No te pasará nada —dijo ella después de quedarse pensativa un instante—. Tu familia es influyente.
Dimka no estaba tan seguro.
Recogieron la mesa. Nina advirtió que él no había comido mucho.
—¿Es que no te ha gustado el estofado?
—No me entra nada en el estómago —se excusó. Y entonces estalló—: ¿Eres la amante del mariscal Pushnói?
—No digas tonterías —soltó ella.
—No, lo digo en serio —insistió Dimka—. ¿Lo eres o no?
Nina dejó los platos en el fregadero con gran estrépito.
—¿De dónde has sacado esa idea tan ridícula?
—Me lo ha dicho el camarada Jrushchov. Supongo que obtuvo la información del KGB.
—¿Y cómo iban a saber eso ellos?
Dimka advirtió que le estaba contestando a sus preguntas con otras preguntas, lo cual solía ser una señal de engaño.
—Vigilan los movimientos de todas las personalidades importantes del gobierno, tratando de descubrir indicios de conductas subversivas.
—No digas tonterías —repitió ella. Se sentó y sacó la cajetilla de tabaco.
—Estuviste coqueteando con Pushnói en el funeral de mi abuela.
—Coquetear es una cosa …
—Y luego nos dieron una dacha justo al lado de la suya.
Nina se metió un cigarrillo en la boca y encendió una cerilla, pero se le apagó.
—Eso fue una coincidencia …
—Tienes mucha desfachatez, Nina, pero te tiemblan las manos.
Arrojó la cerilla apagada al suelo.
—Bueno, ¿cómo te crees que me siento? —exclamó, enfadada—. Me paso todo el día encerrada en este apartamento sin nadie con quien hablar más que con un bebé y con tu madre. ¡Yo quería una dacha y tú no ibas a conseguírnosla!
Dimka no salía de su asombro.
—¿Así que admites que te prostituiste?
—Oh, vamos, sé un poco realista, ¿de qué otra forma, si no, consigue alguien algo en Moscú? —Encendió el cigarrillo al fin y chupó con fuerza—. Tú trabajas para un primer secretario que está loco. Yo me abro de piernas para un mariscal que está cachondo. No hay mucha diferencia.
—Entonces, ¿por qué te abriste de piernas para mí?
Nina no respondió, pero paseó la mirada involuntariamente por la habitación.
Dimka lo comprendió al instante.
—¿Para tener un apartamento en la Casa del Gobierno?
Ella no lo negó.
—Creía que me querías —dijo él.
—Oh, claro que me gustabas, pero ¿desde cuándo ha bastado con eso? No seas ingenuo. Esto es el mundo real. Si quieres algo, tienes que pagar el precio.
Dimka, que se sentía un hipócrita acusándola, decidió confesar.
—Bueno, ya que estamos, más vale que te diga que yo también te he sido infiel.
—¡Ajá! —exclamó ella—. Creía que no tenías valor para hacer algo así. ¿Con quién?
—Preferiría no decírtelo.
—Alguna mecanógrafa de tres al cuarto del Kremlin, por supuesto.
—Solo fue una noche, y no llegamos hasta el final, pero no me siento mejor por eso.
—Bah, por favor, Dimka, ¿crees que me importa? ¡Adelante! ¡Disfruta!
¿Estaba Nina fuera de sí o revelaba sus verdaderos sentimientos? Dimka se sentía desconcertado.
—Nunca imaginé que el nuestro sería de esa clase de matrimonios.
—Pues créeme, no hay ninguna otra clase.
—Sí, sí que la hay —repuso él.
—Tú tienes tus sueños y yo los míos —dijo Nina, y encendió el televisor.
Dimka se quedó con la mirada fija en la pantalla durante largo rato sin ver ni oír el programa. Al cabo de unos minutos se fue a la cama, pero no durmió. Más tarde Nina se acostó a su lado, pero no se tocaron.
Al día siguiente Nikita Jrushchov dejó el Kremlin para siempre.
Dimka siguió yendo al trabajo todas las mañanas. Yevgueni Filípov, que se paseaba por ahí con un traje azul nuevo, había recibido un ascenso. Obviamente él había formado parte de la conspiración contra Jrushchov y se había ganado su recompensa.
Dos días después, el viernes, el periódico Pravda anunció la renuncia del primer secretario.
Sentado a su escritorio con muy poco que hacer, Dimka se fijó en que los periódicos occidentales de ese mismo día anunciaban que el primer ministro británico también había sido depuesto. Sir Alec Douglas-Home, un conservador de clase alta, había sido sustituido por Harold Wilson, el líder del Partido Laborista, en unas elecciones nacionales.
Para un Dimka sumido en el cinismo, había algo retorcido en el hecho de que un país salvajemente capitalista pudiese despedir a su aristocrático primer ministro e instalar a un socialdemócrata en el poder obedeciendo a la voluntad del pueblo, mientras que en el Estado comunista más importante del mundo una pequeña élite gobernante urdía en secreto esos mismos tejemanejes, que luego, días más tarde, se anunciaban a una población impotente y dócil.
Los británicos ni siquiera prohibían el comunismo. Treinta y seis candidatos comunistas se habían presentado a las elecciones del Parlamento; ninguno había sido elegido.
Una semana atrás Dimka habría rebatido aquellos pensamientos alegando la abrumadora superioridad del sistema comunista, sobre todo cuando este se hubiese sometido al proceso de reformas. Sin embargo, de pronto toda esperanza de reforma se había disipado y la Unión Soviética encaraba el futuro inmediato con todos sus defectos intactos. Sabía bien lo que le diría su hermana: que poner trabas a los cambios formaba parte intrínseca del sistema, era uno más de sus defectos. Pero él se negaba a aceptarlo.
Al día siguiente el Pravda condenaba el subjetivismo y la deriva de Jrushchov, sus planes descabellados, su jactancia y sus bravatas, entre varios defectos graves más. Todo eso eran tonterías, en opinión de Dimka. Lo que estaba ocurriendo suponía un paso atrás. La élite soviética rechazaba el progreso y optaba por lo que mejor conocía: el rígido control de la economía, la represión de las voces disidentes y la prohibición de cualquier experimento. Así se sentirían cómodos y mantendrían a la URSS por detrás de Occidente en riqueza, poder e influencia mundial.
A Dimka le asignaron tareas de escasa relevancia que realizar para Brézhnev. Al cabo de unos días estaba compartiendo su pequeño despacho con otro de los asistentes del nuevo líder. Su destitución era solo cuestión de tiempo. Sin embargo, Jrushchov todavía estaba en su residencia de las Colinas de Lenin, por lo Dimka empezó a abrigar la esperanza de que tal vez su jefe y él podrían conservar la vida.
Al cabo de una semana reasignaron a Dimka.
Vera Pletner le llevó sus órdenes en un sobre cerrado, pero su gesto era tan triste que Dimka ya sabía que contenía malas noticias antes de abrirlo. Leyó su contenido de inmediato. En la carta lo felicitaban por haber sido nombrado subsecretario del Partido Comunista de Járkov.
—Járkov —dijo—. Mierda.
Era evidente que su asociación con el líder caído en desgracia había tenido mucho más peso que la influencia de su distinguida familia. Aquello era una degradación en toda regla. No iba a tener ningún aumento de sueldo, aunque el dinero no servía de mucho en la Unión Soviética. Le asignarían un apartamento y un coche, pero estaría en Ucrania, muy lejos del centro del poder y de los privilegios.
Y lo peor de todo: viviría a setecientos veinte kilómetros de Natalia.
Sentado a su escritorio, se sumió en un profundo estado de depresión. Jrushchov estaba acabado, la carrera de Dimka había sufrido un duro revés, la Unión Soviética iba directa a la hecatombe, su matrimonio con Nina era un desastre y a él lo iban a enviar lejos de Natalia, el único rayo de luz en su vida. ¿Dónde se había equivocado?
No había mucho ambiente en el Moskvá Bar esos días, pero esa noche se encontró con Natalia allí por primera vez desde que había regresado de Pitsunda. El jefe de ella, Andréi Gromiko, no se había visto afectado por el golpe de Estado y mantenía su cargo como ministro de Exteriores, por lo que ella había conservado su puesto de trabajo.
—Jrushchov me hizo un regalo de despedida —explicó Dimka.
—¿Cuál?
—Me dijo que Nina tiene una aventura con el mariscal Pushnói.
—¿Y lo crees?
—Supongo que se lo dijo el KGB.
—Aun así, podría ser un error.
Dimka negó con la cabeza.
—Ella lo admitió. Esa maravillosa dacha que tenemos está justo al lado de la casa de Pushnói.
—Vaya, Dimka. Lo siento.
—Me pregunto quién cuida de Grigor mientras están en la cama.
—No tengo derecho a sentirme indignado. Estaría manteniendo una aventura contigo si tuviera agallas.
Natalia lo miró preocupada.
—No hables así —dijo, y por su rostro desfilaron distintas emociones en rápida sucesión: simpatía, tristeza, nostalgia, miedo e incertidumbre.
Se apartó el pelo rebelde de la cara con un ademán nervioso.
—Bueno, ahora es demasiado tarde de todos modos —se lamentó Dimka—. Van a enviarme a Járkov.
—¿Qué?
—Me he enterado hoy. Me han nombrado subsecretario del Partido Comunista de Járkov.
—Pero ¿cuándo voy a verte?
—Nunca, imagino.
Los ojos de Natalia se llenaron de lágrimas.
—No puedo vivir sin ti —dijo.
Dimka se quedó atónito. Él sabía que a ella le gustaba, pero nunca le había hablado de esa manera, ni siquiera la única noche que habían pasado juntos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó como un idiota.
—Te quiero, ¿no lo sabías?
—No, no lo sabía —respondió, estupefacto.
—Hace mucho tiempo que te quiero.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Tengo miedo.
—¿Por …?
—Mi marido.
Dimka ya sospechaba algo así. Suponía, aunque no tenía ninguna prueba, que Nik era el responsable de la brutal paliza al vendedor del mercado negro que había tratado de engañar a Natalia. No le extrañaba que a la mujer de Nik le aterrorizase declarar su amor por otro hombre. Esa era la razón de los cambios en la actitud de Natalia, que pasaba de mostrarse sensual y cariñosa un día a tratarlo con fría distancia al siguiente.
—Supongo que a mí también me asusta Nik —dijo Dimka.
—¿Cuándo te vas?
—El furgón de la mudanza llegará el viernes.
—¡Tan pronto!
—En el despacho soy un peligro importante para ellos. No saben lo que podría llegar a hacer. Me quieren quitar de en medio.
Natalia sacó un pañuelo blanco y se secó los ojos con él. Luego se inclinó hacia Dimka por encima de la pequeña mesa.
—¿Te acuerdas de aquella habitación, con todos los muebles viejos de la época zarista?
Dimka sonrió.
—Nunca lo olvidaré.
—¿Y de la cama con dosel?
—Por supuesto.
—Tenía tanto polvo encima …
—Y estaba muy fría.
Su estado de ánimo había vuelto a cambiar; de repente estaba risueña, juguetona.
—¿Qué es lo que más recuerdas?
De inmediato le vino una respuesta a la mente: sus pequeños pechos con sus grandes pezones puntiagudos, pero se contuvo.
—Vamos, me lo puedes decir … —insistió ella.
¿Qué tenía que perder?
—Tus pezones —respondió, medio avergonzado y medio encendido de deseo.
Ella se echó a reír con aire travieso.
—¿Quieres volver a vérmelos?
Dimka tragó saliva.
—Supongo … —admitió tratando de mostrar la misma alegre despreocupación que ella.
Natalia se puso de pie y, de pronto, adquirió un aire decidido.
—Nos vemos allí a las siete —dijo, y acto seguido se marchó.
Nina estaba furiosa.
—¿Járkov? —exclamó—. ¿Y qué coño se supone que voy a hacer yo en Járkov?
Normalmente no utilizaba palabras soeces, le parecía una vulgaridad. Ella estaba por encima de esas costumbres tan ordinarias. Su lapsus era una señal de la indignación que sentía por dentro.
Dimka se mostró indiferente.
—Estoy seguro de que el sindicato del acero de allí te dará un trabajo.
De todos modos ya era hora de que Nina llevase a Grigor a una guardería y volviese a trabajar, que era lo que se esperaba de las madres soviéticas.
—No quiero un exilio en una ciudad de provincias.
—Ni yo tampoco. ¿O acaso te crees que me ofrecí voluntario?
—¿No sabías que iba a pasar esto?
—Sí, y hasta pensé en cambiar de trabajo, pero creí que se habían echado atrás con el golpe, cuando en realidad solo lo habían pospuesto. Naturalmente, los conspiradores hicieron todo lo posible para mantenerme a oscuras.
Ella lo miró con aire calculador.
—Supongo que la noche de ayer la pasaste despidiéndote de tu mecanógrafa.
—Me dijiste que no te importaba.
—Muy bien, sabelotodo. ¿Cuándo tenemos que irnos?
—El viernes.
—Mierda.
Enfurecida, Nina empezó a hacer las maletas.
El miércoles Dimka habló con su tío Volodia sobre el traslado.
—No se trata solo de mi carrera —dijo—. No estoy en el gobierno por mí; quiero demostrar que el comunismo puede funcionar, pero eso significa que tiene que cambiar y mejorar. Ahora temo que vamos a ir hacia atrás.
—Te traeremos de vuelta a Moscú tan pronto como nos sea posible —aseguró Volodia.
—Gracias —respondió Dimka con sincera gratitud. Su tío siempre lo había apoyado.
—Te lo mereces —dijo Volodia con cariño—. Eres listo y eficiente, y no nos sobran las personas como tú. Ojalá te tuviese en mi despacho.
—Nunca tuve un perfil militar.
—Tú hazme caso: después de algo como esto, debes demostrar tu lealtad trabajando duro y sin protestar, pero sobre todo sin estar suplicando constantemente que te envíen de vuelta a Moscú. Si te comportas como te digo durante cinco años, podré empezar a trabajar para conseguir que vuelvas.
—¿Cinco años?
—Como mínimo hasta que pueda empezar … No cuentes con que sean menos de diez. De hecho, no cuentes con nada. No sabemos cómo se las va a gastar Brézhnev.
En diez años la Unión Soviética podía retroceder con pasos de gigante hacia la pobreza y el subdesarrollo más absolutos, pensó Dimka. Sin embargo, no tenía ningún sentido expresar aquello en voz alta. Volodia no era su mejor opción; era su única opción.
Dimka volvió a ver a Natalia el jueves. Tenía el labio partido.
—¿Ha sido Nik quien te ha hecho eso? —exclamó Dimka, furioso.
—Me resbalé en los escalones y me di de bruces contra el suelo —dijo ella.
—No te creo.
—Es verdad —dijo, pero ya no quiso reunirse con él una tercera vez en aquella sala que hacía las veces de almacén de muebles.
El viernes por la mañana un camión ZIL-130 llegó y aparcó delante de la Casa del Gobierno, y dos hombres vestidos con monos empezaron a llevar las posesiones de Dimka y de Nina al ascensor.
Cuando el camión estaba casi lleno, se detuvieron a hacer un descanso. Nina les preparó unos bocadillos y les ofreció un té. Sonó el teléfono.
—Ha venido alguien del Kremlin para entregarle algo personalmente —anunció el portero.
—Que suba —indicó Dimka.
Dos minutos más tarde Natalia apareció en la puerta con un abrigo de visón de color champán. Con el labio partido, parecía una diosa magullada.
Dimka la miró sin comprender. Luego miró a Nina.
Ella captó su mirada culpable y fulminó a Natalia con los ojos. Dimka temía que las dos mujeres fueran a abalanzarse la una sobre la otra. Se dispuso a intervenir.
Nina cruzó los brazos sobre el pecho.
—Bueno, Dimka —dijo—, supongo que esta es esa mecanógrafa tuya …
¿Qué se suponía que debía decir Dimka? ¿Sí? ¿No? ¿«Es mi amante»?
Natalia le devolvió una mirada desafiante.
—No soy ninguna mecanógrafa —replicó.
—No, descuida —dijo Nina—; sé exactamente lo que eres.
Ese era un golpe muy bajo, pensó Dimka, sobre todo viniendo de la mujer que se había acostado con un militar viejo y gordinflón con el único propósito de que le asignaran una dacha. Pero no lo dijo en voz alta.
Natalia exhibió una expresión altiva y le entregó un sobre de aspecto oficial.
Él lo abrió. Era de Alekséi Kosiguin, el economista proclive a las reformas. Su base de poder era muy fuerte, de manera que pese a sus ideas radicales lo habían nombrado presidente del Consejo de Ministros en el gobierno de Brézhnev.
Dimka sintió que se le aceleraba el corazón; en la carta le ofrecían un trabajo como asistente de Kosiguin … allí mismo, en Moscú.
—¿Cómo lo has conseguido? —le preguntó a Natalia.
—Es una larga historia.
—Bueno, pues gracias. —Le dieron ganas de abrazarla y besarla, pero se abstuvo. Se volvió hacia Nina—. Me he salvado —dijo—. Puedo quedarme en Moscú. Natalia me ha conseguido un trabajo con Kosiguin.
Las dos mujeres se lanzaron mutuamente una mirada cargada de odio. Nadie sabía qué decir.
Tras una larga pausa se oyó la voz de uno de los hombres de la mudanza.
—¿Significa eso que tenemos que descargar el camión?
Tania voló con Aeroflot a Siberia y aterrizó en Omsk de camino hacia Irkutsk. El avión era un cómodo Túpolev Tu-104. El vuelo nocturno duraba ocho horas, y estuvo durmiendo la mayor parte del trayecto.
Oficialmente se hallaba cubriendo un encargo de la TASS, pero en realidad iba a buscar a Vasili en secreto.
Dos semanas antes Daniíl Antónov se había acercado a su escritorio y le había entregado con discreción una copia mecanografiada de Congelación.
—Después de todo, Novi Mir no puede publicarlo —le había dicho—. Brézhnev ha establecido pautas de censura muy drásticas. Ahora la consigna es la ortodoxia.
Tania metió las hojas en un cajón. Estaba decepcionada, pero era algo que más o menos ya había esperado.
—¿Te acuerdas de los artículos que escribí hace tres años sobre la vida en Siberia? —dijo ella.
—Pues claro —contestó su jefe—. Fue una de las series más populares que sacamos, y el gobierno recibió una oleada de solicitudes de familias que querían ir allí.
—Tal vez debería hacer un seguimiento. Hablar con algunas de esas mismas personas y preguntarles cómo les va. También entrevistar a algunos recién llegados.
—Una idea magnífica. —Daniíl bajó la voz—. ¿Sabes dónde está él?
Así que ya lo había adivinado. No era de extrañar.
—No —contestó ella—, pero puedo averiguarlo.
Tania seguía viviendo en la Casa del Gobierno. Tras la muerte de Katerina, ella y su madre se habían mudado a la planta de arriba, al inmenso apartamento de sus abuelos, para poder cuidar del abuelo Grigori. Él insistía en que no era necesario que nadie lo asistiera, había cocinado y limpiado para él y para su hermano menor, Lev, cuando eran trabajadores de una fábrica, antes de la Primera Guerra Mundial, y vivían en un cuartucho de un barrio pobre de San Petersburgo, según explicaba con orgullo. Sin embargo, la verdad era que tenía setenta y seis años y no había cocinado un plato ni barrido el suelo ni una sola vez desde la revolución.
Esa noche Tania bajó en el ascensor y llamó a la puerta del apartamento de su hermano.
Nina acudió a abrir.
—Ah, eres tú —espetó de malos modos, y regresó al interior del piso dejando la puerta abierta.
Ella y Tania nunca habían hecho buenas migas.
Tania entró en el pequeño vestíbulo. Dimka se asomó desde el dormitorio y sonrió, contento de verla.
—¿Podemos hablar un momento a solas? —pidió ella.
Su hermano cogió las llaves de una mesita y la condujo fuera, cerrando la puerta del apartamento a su espalda. Bajaron en el ascensor y se sentaron en un banco del amplio vestíbulo.
—Quiero que averigües dónde está Vasili —dijo Tania.
Él sacudió la cabeza.
—No.
A Tania le entraron ganas de llorar.
—¿Por qué no?
—Acabo de librarme del exilio en Járkov por los pelos. Tengo un trabajo nuevo. ¿Qué impresión voy a causar si empiezo a indagar sobre el paradero de un disidente criminal?
—¡Tengo que hablar con Vasili!
—Pues no entiendo por qué.
—Imagínate cómo debe de sentirse. Cumplió su condena hace más de un año, y pese a todo todavía está allí. ¡Tal vez tema que lo obliguen a permanecer en Siberia el resto de su vida! Tengo que decirle que no nos hemos olvidado de él.
Dimka la tomó de la mano.
—Lo siento, Tania. Sé que estás enamorada de él, pero ¿de qué va a servir que corra yo semejante riesgo?
—Basándome en la fuerza de Congelación, sé que Vasili podría llegar a ser un gran autor. Y escribe sobre nuestro país sintetizando todo aquello que está mal. Tengo que decirle que escriba más.
—¿Y qué?
—Que tú trabajas en el Kremlin; tú no puedes cambiar nada. Brézhnev nunca va a reformar el comunismo.
—Lo sé. Es desesperante.
—La política en este país está acabada. A partir de ahora, la literatura podría ser nuestra única esperanza.
—¿Y un relato va a cambiar en algo las cosas?
—¿Quién sabe? Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Vamos, Dimka. Nunca hemos estado de acuerdo sobre si el comunismo debería ser reformado o abolido, pero ninguno de los dos ha tirado la toalla.
—No lo sé.
—Averigua dónde vive y trabaja Vasili Yénkov. Di que se trata de una investigación política confidencial para un informe en el que estás trabajando.
Dimka suspiró.
—Tienes razón, no podemos tirar la toalla y renunciar.
—Gracias.
Consiguió la información dos días después. Vasili había salido del campo de trabajo, pero por alguna razón no aparecía ninguna dirección nueva en el registro. Sin embargo, trabajaba en una central eléctrica a escasos kilómetros de Irkutsk. La recomendación de las autoridades era que se le denegara cualquier visado de viaje en el futuro cercano.
Tania fue recibida en el aeropuerto por una representante de la agencia de contratación de Siberia, una mujer de unos treinta años de edad llamada Irina. Tania habría preferido a un hombre. Las mujeres eran intuitivas, e Irina podía sospechar cuál era su verdadera misión.
—He pensado que podríamos empezar por los Almacenes Centrales —anunció Irina con entusiasmo—. Tenemos un montón de cosas que no se pueden comprar fácilmente en Moscú, ¿sabe?
Tania fingió sentir un gran interés.
—¡Estupendo!
La mujer la llevó a la ciudad en un cuatro por cuatro Moskvich 410. Tania dejó su maleta en el hotel Central y luego permitió que le mostraran los almacenes. Dominando su impaciencia, entrevistó al director y a una dependienta.
—Quisiera ver la central de Chenkov —dijo después.
—¡Ah! —exclamó Irina—. Pero ¿por qué?
—Fui a verla la última vez que estuve aquí. —Era mentira, pero Irina no podía saberlo—. Uno de los temas principales de mi crónica será cómo han cambiado las cosas. Además, espero volver a entrevistar a las mismas personas que vi en la otra ocasión.
—Pero nadie ha avisado a la central de su visita.
—No pasa nada. Prefiero no interrumpir su trabajo. Así echaremos un vistazo y ya hablaré con la gente durante la hora del almuerzo.
—Como quiera. —A Irina no le gustó la idea, pero no tenía más remedio que hacer todo lo posible por complacer a una periodista importante—. Llamaré para decírselo.
La Chenkov era una vieja central que empleaba carbón como combustible para generar energía eléctrica. Había sido construida en los años treinta, cuando la contaminación no era un factor que hubiese que tener en cuenta. El olor del carbón inundaba el aire, y su polvo recubría todas las superficies convirtiendo el blanco en gris y el gris en negro. Las recibió el director, con un traje y una camisa sucios. Era evidente que lo habían pillado desprevenido.
Mientras le enseñaban las instalaciones, Tania buscó a Vasili. No podía ser difícil dar con él, un hombre alto de abundante cabello oscuro y un físico de estrella de cine. Sin embargo, no podía dejar entrever, ni a Irina ni a cualquier otra persona cercana, que lo conocía de antes y que había ido a Siberia en su busca. «Su cara me suena —le diría—. Creo que debí de entrevistarlo la última vez que estuve aquí.» Vasili era inteligente y no tardaría en entender lo que estaba pasando, pero ella seguiría hablando el máximo de tiempo posible a fin de darle unos minutos para recobrarse de la sorpresa de verla.
Siendo técnico electricista, probablemente trabajaría en la sala de control o en la planta del horno, supuso, aunque luego se dio cuenta de que podía estar arreglando una toma de corriente o un circuito eléctrico en cualquier parte del complejo.
Se preguntó si Vasili habría cambiado en aquellos años. Era lógico suponer que todavía la consideraba una amiga; al fin y al cabo, le había enviado a ella su historia. Seguro que tendría novia allí; quizá varias, conociéndolo. ¿Se habría tomado su prolongada reclusión con filosofía o estaría enfurecido por la injusticia cometida contra él? ¿Estaría dolido o se enfadaría con ella por no haberlo sacado de allí?
Tania realizó su trabajo a conciencia, preguntando a los trabajadores cómo llevaban ellos y sus familias la vida en Siberia. Todos mencionaban los altos salarios y los rápidos ascensos debido a la escasez de personal cualificado. Muchos hablaban alegremente de las dificultades; se respiraba un espíritu de camaradería entre pioneros.
A mediodía todavía no había visto ni rastro de Vasili. Era frustrante; no podía estar muy lejos.
Irina se la llevó al comedor de los directivos, pero Tania insistió en almorzar en la cantina, con los trabajadores. Todos se relajaron mientras comían, se soltaron mucho más y hablaron con confianza y naturalidad. Tania tomaba notas de lo que decían y no dejaba de mirar alrededor en la sala para elegir al siguiente entrevistado mientras, al mismo tiempo, seguía ojo avizor para ver si reconocía a Vasili.
Sin embargo, la hora del almuerzo pasó y todavía no había aparecido. La cantina empezó a vaciarse. Irina le propuso que siguieran con su agenda: una visita a una escuela donde Tania podría hablar con las madres jóvenes. A Tania no se le ocurría ninguna razón para negarse.
Tendría que preguntar por él dando su nombre. Se imaginó diciendo: «Me parece recordar a un hombre muy interesante al que conocí la última vez, un electricista, creo, llamado Vasili … Vasili … Mmm … ¿Yénkov? ¿Podría averiguar si todavía trabaja aquí?». No era demasiado verosímil. Irina haría la consulta, pero no era estúpida y seguro que se preguntaría por qué Tania tenía un interés tan especial en ese hombre. No tardaría en descubrir que Vasili había llegado a Siberia como preso político, y en ese momento la cuestión sería si Irina decidiría callarse y no meterse en los asuntos de los demás —una reacción frecuente en la Unión Soviética— o si, para ganarse el favor de algún superior, mencionaría la pregunta de Tania a alguien importante en la jerarquía del Partido Comunista.
Durante años nadie había estado nunca al corriente de la amistad que unía a Tania y Vasili, cosa que los había protegido a ambos. Por eso no los habían condenado a cadena perpetua por publicar una revista subversiva. Después de la detención de Vasili, Tania había confiado el secreto a una sola persona, su hermano mellizo. Y Daniíl lo había adivinado. Sin embargo, de pronto corría el peligro de despertar las sospechas de una extraña.
Se armó de valor y, justo cuando se disponía a formular la pregunta, vio a Vasili.
Tania se tapó la boca con la mano para sofocar un grito.
Vasili parecía un anciano. Estaba muy delgado y encorvado. Tenía el pelo largo y despeinado, salpicado de canas. El rostro, antes carnoso y sensual, se veía demacrado y surcado de arrugas. Llevaba un mono sucio con los bolsillos llenos de destornilladores. Arrastraba los pies al caminar.
—¿Le pasa algo, camarada Tania?
—Tengo dolor de muelas —contestó ella improvisando.
—Lo siento mucho.
Tania no estaba segura de que Irina la creyese.
El corazón le latía con fuerza. Se alegraba inmensamente de haber encontrado a Vasili, pero se sentía horrorizada por su aspecto cadavérico. Y tenía que disimular y ocultar aquel cúmulo de emociones ante los ojos de Irina.
Se puso de pie para que Vasili la viera. Quedaban muy pocas personas en la cantina, así que era imposible que la pasara por alto. Tania volvió la cara a un lado, sin mirarlo, para desviar la atención de Irina, y cogió su bolso como si se dispusiera a marchar.
—Tengo que ir a ver a un dentista tan pronto como vuelva a casa —comentó.
Con el rabillo del ojo vio a Vasili detenerse de repente, mirándola fijamente.
—Hábleme de la escuela a la que vamos —dijo Tania para que Irina no se diese cuenta—. ¿Qué edad tienen los alumnos?
Echaron a andar hacia la puerta mientras la mujer respondía a su pregunta. Tania intentó observar a Vasili sin mirarlo de frente. Él se quedó contemplándola, paralizado durante unos momentos. Cuando las dos mujeres se acercaron a él, Irina le lanzó una mirada de curiosidad.
Entonces Tania volvió a mirar a Vasili.
Su rostro hundido reflejaba en ese momento una expresión de perplejidad. Tenía la boca abierta y se la quedó mirando sin pestañear, pero había algo en sus ojos más allá de la conmoción. Tania se dio cuenta de que era una mirada de esperanza, una esperanza fascinada, incrédula, llena de anhelo. No estaba completamente derrotado, algo le había dado a aquel espectro de hombre la fuerza para escribir su maravillosa historia.
Recordó las palabras que ella misma había preparado:
—Su cara me suena. ¿Lo entrevisté la última vez que estuve aquí, hace tres años? Me llamo Tania Dvórkina y trabajo para la TASS.
Vasili cerró la boca y empezó a recobrar la compostura, pero todavía parecía estupefacto.
Tania siguió hablando:
—Estoy escribiendo una segunda parte de mi serie de artículos sobre los emigrantes a Siberia, pero me temo que no recuerdo su nombre, ¡he entrevistado a cientos de personas en estos últimos tres años!
—Yénkov —dijo él al fin—. Vasili Yénkov.
—Tuvimos una charla muy interesante —añadió Tania—. Ahora lo recuerdo. Quisiera entrevistarlo de nuevo.
Irina miró su reloj.
—Vamos justos de tiempo. Aquí las escuelas cierran temprano.
Tania asintió y se dirigió a Vasili:
—¿Podríamos vernos esta tarde? ¿Le importaría venir al hotel Central? Tal vez podríamos tomar algo juntos.
—El hotel Central —repitió Vasili.
—¿A las seis?
—A las seis en el hotel Central.
—Nos vemos luego, entonces —dijo Tania, y se fue.
Tania quería que Vasili supiera que no lo habían olvidado. Eso ya lo había conseguido, pero ¿era suficiente? ¿Podría ofrecerle alguna esperanza? También quería decirle que su historia era maravillosa y que debería escribir más, pero, de nuevo, no podía ofrecerle ninguna garantía: Congelación no podía publicarse y probablemente ocurriría lo mismo con cualquier otra cosa que escribiese. Temía que por su culpa acabara sintiéndose peor en lugar de mejor.
Lo esperó en el bar. El hotel no estaba mal. Todos los visitantes de Siberia eran personalidades importantes, nadie iba allí de vacaciones, por lo que el lugar ostentaba la clase de lujo que cabía esperar entre la élite comunista.
Cuando entró, Vasili lucía mejor aspecto que antes. Se había peinado y se había puesto una camisa limpia. Todavía parecía un hombre en proceso de recuperación tras una convalecencia por enfermedad, pero la luz de la inteligencia brillaba en sus ojos.
Tomó las manos de ella entre las suyas.
—Gracias por venir hasta aquí —dijo con la voz trémula de emoción—. No sabes lo mucho que significa para mí. Eres una amiga de verdad. Tu amistad es para mí tan valiosa y sólida como el oro.
Ella lo besó en la mejilla.
Pidieron cerveza. Vasili devoró los cacahuetes de cortesía como si no hubiese comido en siglos.
—Tu relato es maravilloso —dijo Tania—. No solo es bueno, sino extraordinario.
Él sonrió.
—Gracias. Tal vez pueda salir algo bueno de este lugar tan terrible.
—No soy la única persona que siente esa admiración por tu obra. Los editores de Novi Mir lo aceptaron para su publicación. —El rostro de Vasili se iluminó de alegría, y ella no tuvo más remedio que desilusionarlo de nuevo—. Pero luego cambiaron de opinión, cuando Jrushchov fue depuesto.
Vasili puso cara de decepción y luego cogió otro puñado de cacahuetes.
—No me sorprende —dijo recobrando la serenidad—. Por lo menos les gustó, eso es lo importante. Valió la pena escribirlo.
—He hecho copias y las he enviado por correo, de forma anónima, por supuesto, a algunas de las personas que solían recibir Disidencia —agregó Tania, y vaciló antes de continuar. Lo que pensaba anunciar a continuación era un movimiento audaz. Una vez dicho, no podría retirarlo. Decidió arriesgarse—. Lo único que puedo hacer es tratar de sacar una copia para pasarla a Occidente de forma clandestina.
Vio un destello de optimismo brillar en los ojos de Vasili, pero su amigo hizo como si tuviese reparos.
—Eso sería peligroso para ti.
—Y para ti también.
Vasili se encogió de hombros.
—¿Qué me van a hacer a mí? ¿Mandarme a Siberia? Pero tú podrías perderlo todo.
—¿Podrías escribir algunas historias más?
Vasili sacó un sobre usado de gran tamaño del interior de su chaqueta.
—Ya lo he hecho —dijo, y le dio el sobre.
Bebió un poco más de cerveza, apurando su vaso.
Tania miró dentro del sobre. Las páginas estaban escritas con la letra pequeña y pulcra de Vasili.
—¡Caramba! —exclamó con alborozo—. ¡Es suficiente para un libro entero!
Entonces se dio cuenta de que, si la pillaban con aquel material encima, también a ella la deportarían a Siberia. Guardó el sobre en la bandolera rápidamente.
—¿Qué vas a hacer con ellas? —quiso saber Vasili.
Tania ya lo había pensado.
—Hay una feria anual del libro en Leipzig, en la Alemania del Este. Podría arreglármelas para que la TASS me envíe a cubrir el acontecimiento. Hablo alemán, o al menos lo chapurreo. A la feria acude gente del mundo editorial occidental: editores de París, Londres y Nueva York. Podría conseguir que publiquen la traducción de tu obra.
A Vasili se le iluminó el rostro.
—¿Lo crees posible?
—Creo que Congelación es lo bastante buena.
—Eso sería maravilloso, pero estarías corriendo un riesgo terrible.
Ella asintió con la cabeza.
—Y tú también. Si las autoridades soviéticas descubriesen de alguna manera quién es el autor, tendrías serios problemas.
Vasili se echó a reír.
—Mírame: muerto de hambre, vestido con harapos, viviendo solo en un frío albergue para hombres … No me preocupa.
A Tania no se le había ocurrido que tal vez Vasili no comía lo suficiente.
—Hay un restaurante aquí —dijo—. ¿Quieres que cenemos?
—Sí, por favor.
Vasili pidió ternera Stróganoff con patatas guisadas. La camarera dejó un cestito con panecillos en la mesa, como se hacía en los banquetes, y Vasili se los comió todos. Después de la ternera pidió pirozhki, una empanadilla rellena de ciruelas guisadas. También se comió todo cuanto Tania se dejó en el plato.
—Pensaba que los profesionales cualificados cobraban un buen sueldo aquí.
—Los voluntarios sí, pero no los ex convictos. Las autoridades acatan el mecanismo que rige los salarios solo cuando se ven obligadas.
—¿Puedo enviarte comida?
Vasili negó con la cabeza.
—Todo lo roba el KGB. Los paquetes llegan abiertos, marcados como «Paquete sospechoso, sometido a inspección oficial», y todo lo bueno desaparece. El tipo de la habitación contigua a la mía recibió un paquete con seis tarros de mermelada, todos vacíos.
Tania pagó la cuenta de la cena.
—¿Tu habitación de hotel tiene su propio cuarto de baño? —preguntó Vasili.
—Sí.
—¿Y tiene agua caliente?
—Por supuesto.
—¿Puedo ducharme? En el albergue solo hay agua caliente una vez por semana, y además hemos de darnos prisa antes de que se acabe.
Subieron a la habitación.
Vasili permaneció mucho tiempo en el baño. Tania se sentó en la cama y miró por la ventana hacia la nieve sucia. Estaba atónita. Tenía una vaga noción de lo que eran los campos de trabajos forzados, pero viendo a Vasili se había hecho una idea mucho más desgarradoramente nítida. Su imaginación no había tenido en cuenta hasta entonces la magnitud del sufrimiento de los presos. Y sin embargo, pese a todo Vasili no había sucumbido a la desesperación. De hecho, había logrado sacar de alguna parte la fuerza y el coraje para escribir sobre sus experiencias con pasión y humor. Tania lo admiraba más que nunca.
Cuando al fin salió del baño, se despidieron. En los viejos tiempos él le habría hecho alguna insinuación, pero ese día el pensamiento no pareció pasársele por la cabeza.
Tania le dio todo el dinero que llevaba en el bolso, una tableta de chocolate y dos pares de calzoncillos largos que a él le quedarían demasiado cortos, pero que por lo demás le servirían a la perfección.
—Quizá sean mejores que los que tienes —dijo.
—Desde luego que sí —repuso él—. No tengo ropa interior.
Cuando Vasili se fue, ella se echó a llorar.