36

Cada vez que ponían Love Is It en Radio Luxemburgo, Karolin lloraba.

Lili, que ya tenía dieciséis años, creía saber cómo se sentía Karolin. Era como tener a Walli de vuelta en casa, cantando y tocando en la habitación de al lado, salvo que no podían entrar y verlo y decirle lo bien que sonaba.

Si Alice estaba despierta, la sentaban cerca de la radio y le decían: «¡Ese es tu papá!». Ella no lo entendía, pero sabía que era algo emocionante. A veces Karolin le cantaba la canción y Lili la acompañaba a la guitarra y hacía la segunda voz.

La misión en la vida de Lili era ayudar a Karolin y a Alice a emigrar a Occidente y reunirse con Walli.

Karolin vivía en la casa familiar de los Franck, en Berlín-Mitte, desde que sus padres se habían desentendido de ella. Decían que los había deshonrado al dar a luz a una hija ilegítima. Sin embargo, lo cierto era que la Stasi había amenazado al padre de Karolin con perder su puesto de trabajo como supervisor de una estación de autobuses por culpa de la relación de su hija con Walli, por lo que habían decidido echarla de casa, y de ahí que ella se hubiera ido a vivir con los Franck.

A Lili le encantaba tenerla allí. Karolin era como la hermana mayor que había perdido tras la marcha de Rebecca y, además, adoraba a la niña. Siempre que volvía del instituto cuidaba de Alice un par de horas para que Karolin pudiera tomarse un respiro.

Ese día celebrarían el primer cumpleaños de la pequeña y Lili preparaba un pastel. Alice estaba sentada en su trona y aporreaba un cuenco con una cuchara de madera la mar de feliz mientras Lili mezclaba los ingredientes para hacer un bizcocho ligero que su sobrina pudiera comer.

Karolin estaba arriba, en su habitación, escuchando Radio Luxemburgo.

El cumpleaños de Alice también era el aniversario del magnicidio. La radio y la televisión de la Alemania Occidental emitían programas sobre el presidente Kennedy y el impacto que causó su asesinato. Las emisoras alemanas orientales le restaban importancia.

Lyndon Johnson había sido presidente sustituto durante casi un año, pero hacía tres semanas que había ganado las elecciones por una mayoría aplastante y había derrotado al republicano ultraconservador Goldwater. Lili estaba encantada. A pesar de que Hitler había muerto antes de que ella naciera, conocía la historia de su país y temía a los políticos que excusaban el odio racial.

Johnson no despertaba tanto interés como Kennedy, pero parecía igual de decidido a defender el Berlín oriental, que era lo que les importaba a la mayoría de los alemanes a ambos lados del Muro.

Lili estaba sacando el bizcocho del horno cuando su madre llegó a casa después de trabajar. A pesar de su conocido pasado socialdemócrata, Carla había conseguido conservar su puesto de jefa de enfermeras de un gran hospital. En cierta ocasión en que había empezado a correr el rumor de que iban a despedirla, las enfermeras habían amenazado con ir a la huelga y al director del hospital no le quedó más remedio que asegurarles la continuidad de Carla en su puesto para evitar problemas.

Al padre de Lili lo habían obligado a aceptar un trabajo, a pesar de que él no cejaba en su empeño de continuar dirigiendo su empresa, situada en el Berlín occidental, por mucho que fuera a distancia. Tenía que trabajar de ingeniero en una fábrica de titularidad pública en el Berlín oriental, donde se producían televisores de calidad muy inferior a los aparatos alemanes occidentales. Al principio había hecho algunas sugerencias para mejorar el producto, pero aquello había sido considerado una forma de crítica hacia sus superiores y había dejado de hacerlo. Esa noche, en cuanto llegó a casa del trabajo entró en la cocina y todos cantaron Hoch soll sie leben, la canción de cumpleaños tradicional alemana con la que se deseaba larga vida al homenajeado.

Luego se sentaron alrededor de la mesa y hablaron de si Alice llegaría a conocer a su padre algún día.

Karolin había solicitado un permiso de salida, ya que cada vez era más difícil cruzar de manera clandestina. A pesar de todo, podría haberlo intentado de haber estado sola, pero no estaba dispuesta a poner en peligro la vida de Alice. Todos los años varias personas obtenían autorización para emigrar de manera legal, aunque todavía nadie había conseguido averiguar cuáles eran los criterios que se utilizaban para resolver las solicitudes. Sin embargo, todo parecía indicar que la mayoría de la gente a quien se le permitía salir se encontraba dentro de las categorías de niños, ancianos y personas que eran consideradas cargas improductivas.

Karolin y Alice eran cargas improductivas, pero sus solicitudes habían sido rechazadas.

Como siempre, no se les había ofrecido ninguna explicación y, por descontado, el gobierno tampoco informaba de si cabía apelación alguna. Una vez más, los rumores suplían la desinformación y decían que podía presentarse una petición al dirigente del país, Walter Ulbricht.

Ulbricht, con su corta estatura, una barbita idéntica a la de Lenin y su servilismo ortodoxo en todos los aspectos de la vida, encarnaba la imagen contraria a la de un salvador. Se rumoreaba que estaba a favor del golpe de Estado de Moscú porque, en su opinión, Jrushchov no era suficientemente doctrinario. En cualquier caso, Karolin le había escrito una carta personal en la que le explicaba que necesitaba emigrar para casarse con el padre de su hija.

—Dicen que es un gran defensor de los valores tradicionales de la familia —comentó Karolin—. Si eso es cierto, debería ayudar a una mujer que solo quiere que su hija tenga un padre.

Los alemanes orientales se pasaban la mitad de la vida intentando adivinar lo que el gobierno planeaba, quería o pensaba. El régimen era impredecible. Al principio estaba permitido poner algunos discos de rock and roll en los clubes juveniles y luego, de pronto, los prohibieron por completo. Durante un tiempo se mostraron tolerantes con el modo de vestir y luego, de pronto, empezaron a detener a los chicos que llevaban pantalones vaqueros. La Constitución del país garantizaba el derecho a viajar, pero muy poca gente conseguía el permiso necesario para visitar a sus parientes en la Alemania Occidental.

La abuela Maud se unió a la conversación.

—Es imposible saber lo que hará un tirano —sentenció—. La incertidumbre es una de sus armas. He vivido en la Alemania de los nazis y en la de los comunistas, y son tristemente parecidas.

En ese momento alguien llamó a la puerta y Lili, que fue a ver quién era, se quedó de piedra al descubrir a Hans Hoffmann, su antiguo cuñado, en los escalones de la entrada.

—¿Qué quieres, Hans? —preguntó abriendo apenas un resquicio.

Era un hombre corpulento y podría haber apartado a Lili de en medio de un empujón, pero no lo hizo.

—Abre, Lili —pidió con un cansancio teñido de impaciencia—. Soy de la policía, no puedes impedirme el paso.

Lili tenía el corazón desbocado, pero no se apartó.

—¡Mamá! ¡Hans Hoffmann está en la puerta! —gritó volviendo la cabeza hacia la cocina.

Carla apareció corriendo.

—¿Has dicho Hans?

—Sí.

Carla ocupó el lugar de Lili.

—No eres bienvenido en esta casa, Hans —espetó. Lo había dicho con calma, en actitud desafiante, pero Lili oía su respiración, rápida y angustiada.

—No me digas … —contestó Hans con frialdad—. De todas maneras vengo a hablar con Karolin Koontz.

Lili dejó escapar un grito de miedo. ¿Por qué con Karolin?

Carla lo verbalizó.

—¿Por qué?

—Le ha escrito una carta al camarada secretario general, Walter Ulbricht.

—¿Acaso es un crimen?

—Al contrario. Es el líder del pueblo, cualquiera puede escribirle. Le gusta saber cosas de sus conciudadanos.

—Entonces, ¿por qué vienes aquí a intimidar y a asustar a Karolin?

—Le explicaré mis motivos a fräulein Koontz. ¿No sería mejor que me invitaras a entrar?

—Puede que tenga alguna noticia sobre el permiso de salida de Karolin. Será mejor enterarse —le susurró Carla a Lili, y abrió la puerta del todo.

Hans pasó al recibidor. Era un hombre robusto y algo encorvado, que rondaba los cuarenta. Llevaba un grueso abrigo cruzado de color azul oscuro, de una calidad que no solía encontrarse en las tiendas de la Alemania Oriental. La prenda le daba un aire imponente y amenazador, por lo que Lili se apartó de él instintivamente.

Hans conocía la casa y se condujo como si todavía viviera allí. Se quitó el abrigo y lo dejó en uno de los colgadores del recibidor antes de dirigirse a la cocina sin esperar una invitación.

Lili y Carla lo siguieron.

Werner estaba allí de pie y Lili se preguntó con miedo si habría sacado la pistola de su escondite, detrás del cajón de los cazos. ¿Y si Carla había estado discutiendo en la entrada para que le diera tiempo a cogerla? Lili intentó detener el temblor de sus manos.

Werner no hizo nada por ocultar la antipatía que sentía hacia Hans.

—Me sorprende verte en esta casa —dijo—. Después de lo que hiciste, debería darte vergüenza presentarte aquí.

Al ver la expresión de angustia y desconcierto de Karolin, Lili comprendió que no sabía quién era Hans, por lo que se lo explicó en un aparte.

—Es de la Stasi. Se casó con mi hermana y vivió aquí durante un año, mientras nos espiaba.

Karolin se llevó una mano a la boca y ahogó un grito.

—¿Es ese? —preguntó en un susurro—. Walli me contó lo que pasó. ¿Cómo pudo hacer algo así?

—Tú debes de ser Karolin —dijo Hans viendo que cuchicheaban—. Le has escrito al camarada secretario general.

Karolin parecía asustada, pero se mostró desafiante.

—Quiero casarme con su padre —dijo señalando a la niña—. ¿Podré?

Hans se volvió hacia Alice, que estaba en su trona.

—Qué ricura —comentó—. ¿Es niño o niña?

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Lili al ver cómo Hans miraba a su sobrina.

—Niña —contestó Karolin de mala gana.

—¿Y cómo se llama?

—Alice.

—Alice. Sí, creo que lo decías en la carta.

En cierto modo, que fingiera alguna deferencia hacia la niña resultaba incluso más aterrador que una amenaza.

Hans retiró una silla y se sentó a la mesa de la cocina.

—Veamos, Karolin, parece que quieres irte del país.

—Pensé que a todo el mundo le parecería bien, teniendo en cuenta que el gobierno no aprueba mi música.

—¿Por qué te empeñas en tocar canciones pop americanas y decadentes?

—El rock and roll lo inventaron los negros americanos. Es la música de los oprimidos, es revolucionaria. Por eso me extraña tanto que el camarada Ulbricht odie el rock and roll.

Cuando Hans se quedaba sin argumentos para rebatir un razonamiento lógico, siempre fingía no haber oído nada.

—Pero en Alemania tenemos una preciosa música tradicional —dijo.

—Me gustan las canciones alemanas tradicionales, estoy segura de que conozco muchas más que usted, pero la música es internacional.

—Como el socialismo, camarada —intervino la abuela Maud inclinándose hacia delante.

Hans no le hizo caso.

—Y mis padres me han echado de casa —añadió Karolin.

—Por culpa de tu estilo de vida inmoral.

Lili no pudo más.

—¡La echaron de casa porque tú amenazaste a su padre!

—De ninguna manera —respondió él sin inmutarse—. ¿Qué quieres que hagan unos padres respetables cuando su hija se vuelve una persona antisocial y promiscua?

La rabia azuzó las lágrimas de Karolin.

—Nunca he sido promiscua.

—Pero tienes una hija ilegítima.

—Parece que necesitas que te aclaren algunos conceptos de biología, Hans —intervino de nuevo Maud—. Hace falta un solo hombre para tener un hijo, sea legítimo o no. La promiscuidad no tiene nada que ver.

A Hans pareció molestarle el comentario, pero una vez más se negó a picar en el anzuelo.

—El hombre con el que deseas casarte está acusado de asesinato —añadió Hans dirigiéndose a Karolin en todo momento—. Mató a un guardia fronterizo y huyó a Occidente.

—Le quiero.

—Entonces, Karolin, lo que pides es que el secretario general te conceda el privilegio de emigrar.

—No es un privilegio —saltó Carla—, es un derecho. La gente libre debería poder ir a donde quisiera.

Aquello fue la gota que colmó el vaso para Hans.

—¡Vosotros creéis que podéis hacer lo que os plazca! No comprendéis que formáis parte de una sociedad que debe actuar unida. ¡Hasta los peces del mar saben que hay que nadar en bancos!

—No somos peces.

Hans hizo caso omiso y se volvió hacia Karolin una vez más.

—Eres una mujer inmoral a la que sus propios padres han rechazado por culpa de un comportamiento indecoroso, te has refugiado en una familia conocida por sus inclinaciones antisociales y quieres casarte con un asesino.

—No es un asesino —dijo Karolin con un hilo de voz.

—Cuando la gente escribe a Ulbricht, sus cartas pasan por la Stasi para ser objeto de una primera evaluación —siguió diciendo Hans—. La tuya, Karolin, llegó a manos de un oficial subalterno que, debido a su juventud e inexperiencia, se apiadó de una madre soltera y recomendó la concesión del permiso.

Lili pensó que parecía una buena noticia, pero estaba convencida de que habría un giro inesperado. Y tenía razón.

—Por fortuna, su superior me remitió el informe al recordar que yo ya había tenido trato anteriormente con este … —Hans miró a su alrededor con gesto de disgusto—. Con este atajo de alborotadores, indisciplinados e inconformistas.

Lili sabía lo que venía a continuación y se le partió el corazón. Hans había ido allí para decirles que era el responsable de la denegación de la solicitud de Karolin … Y restregárselo por la cara en persona.

—Recibirás una respuesta oficial, como todo el mundo —dijo—, pero te puedo asegurar que no se te concederá el permiso de salida.

—¿Me dejarán ir a visitar a Walli? —suplicó Karolin—. Solo unos días. ¡Alice ni siquiera conoce a su padre!

—No —contestó Hans apretando los labios—. A la gente que ha solicitado un permiso de salida no se le conceden unas vacaciones en el extranjero. —Su odio se dejó entrever un instante al añadir—: ¿Crees que somos imbéciles?

—Volveré a solicitarlo el año que viene —insistió Karolin.

Hans se levantó con una sonrisa de superioridad triunfante en los labios.

—La respuesta será la misma de aquí a un año, y al siguiente, y al otro. —Miró a su alrededor—. Ninguno de vosotros obtendrá jamás permiso para irse. Nunca. Os lo prometo.

Y se fue sin más.

Dave Williams telefoneó a Classic Records.

—Hola, Cherry, soy Dave —dijo—. ¿Podría hablar con Eric?

—Ha salido —contestó ella.

Dave estaba frustrado e indignado.

—¡Es la tercera vez que llamo!

—Mala suerte.

Dave colgó.

No, él nunca tenía mala suerte. Algo iba mal.

1964 había sido un buen año para Plum Nellie. Love Is It había alcanzado el número uno de la lista de éxitos, y el grupo, sin Lenny, había realizado una gira por Gran Bretaña junto con un paquete integrado por estrellas del pop, además del legendario Chuck Berry. Dave y Walli se habían mudado a un apartamento de dos habitaciones cerca de los teatros del West End.

Sin embargo, las cosas se habían enfriado. Era descorazonador.

Plum Nellie tenía un segundo disco en el mercado. Classic había publicado a toda prisa Shake, Rattle and Roll, con Hoochie Coochie Man en la cara B, para que estuviera en las tiendas en Navidad. Eric no lo había consultado con el grupo y a Dave le habría gustado incluir una canción distinta.

Al final las ventas le habían dado la razón a Dave. Shake, Rattle and Roll había sido un fracaso. Era enero de 1965, y cuando Dave pensaba en el año que tenían por delante lo invadía algo similar al pánico. Por las noches soñaba que se caía (de un tejado, de un avión, de una escalera) y despertaba con la sensación de que había estado a punto de morir. Era el mismo vértigo que lo asaltaba cuando se planteaba su futuro.

Se había convencido a sí mismo de que iba a ser músico y había abandonado la casa de sus padres y sus estudios. Tenía dieciséis años, por lo que era lo bastante mayor para casarse y pagar impuestos. Creía tener una carrera y, de pronto, todo se derrumbaba. No sabía qué hacer. No se le daba bien nada salvo la música, y no podía soportar la humillación de volver a vivir con sus padres. En los relatos de antaño, el joven héroe se habría «hecho a la mar». A Dave le atraía la idea de desaparecer y regresar al cabo de cinco años, bronceado, con barba y contando historias sobre parajes remotos. Sin embargo, en el fondo sabía que aborrecería la disciplina de la armada. Sería peor que el instituto.

Ni siquiera tenía novia. Al dejar los estudios también había dejado la relación que tenía con Linda Robertson, quien le dijo que se lo esperaba, aunque lloró de todos modos. En cuanto Dave recibió el dinero de la aparición de Plum Nellie en It’s Fab!, le pidió a Eric el número de teléfono de Mickie McFee y la llamó para preguntarle si quería salir con él a cenar, o tal vez ir al cine. Mickie se lo había pensado mucho antes de contestar, pero al final le había dicho: «No. Eres un verdadero encanto, pero no puedo dejarme ver con un quinceañero. Ya tengo mala reputación, pero no quiero parecer tan descerebrada». A Dave le había dolido.

Walli estaba sentado a su lado, guitarra en mano, como era habitual. Tocaba con un tubo metálico en el dedo corazón y cantaba un blues.

—«He despertado de nuevo … Me largo, empezaré de cero …»

Dave frunció el ceño.

—¡Pareces Elmore James! —dijo al cabo de un rato.

—Se le llama técnica bottleneck —explicó Walli—. Le pusieron ese nombre porque solían tocar con el cuello de una botella rota, pero ahora hacen estas cosas de metal.

—Pues suena genial.

—¿Por qué sigues llamando a Eric?

—Quiero saber cuántas copias hemos vendido de Shake, Rattle and Roll, qué ocurre con el lanzamiento americano de Love Is It y si hay fechas para salir de gira … ¡Y nuestro representante no quiere hablar conmigo!

—Despídelo —dijo Walli—. Es una cabra. —Walli empezaba a dominar el idioma, pero aún cometía errores.

—Querrás decir un cabrón —corrigió Dave—. Se dice «cabrón».

—Gracias.

—¿Cómo voy a despedirlo si no se pone al teléfono? —protestó Dave de mal humor.

—Ve a su despacho.

Dave miró a Walli.

—¿Sabes? No eres tan tonto como pareces. —Dave empezó a sentirse mejor—. Eso es justo lo que voy a hacer.

El abatimiento se desvaneció en cuanto puso un pie en la acera. Las calles de Londres tenían algo que siempre lo animaban. Todo era posible en una de las mayores ciudades del mundo.

Apenas lo separaban dos kilómetros de Denmark Street, por lo que Dave se plantó allí en quince minutos y subió la escalera que conducía a Classic Records.

—Eric ha salido —informó Cherry.

—¿Estás segura? —preguntó Dave, y abrió la puerta del despacho de Eric en un arranque de audacia.

Allí estaba, sentado detrás de su mesa. En un primer momento se le quedó cara de idiota al comprender que lo habían cogido en un renuncio, aunque el enfado no tardó en sustituir a la sorpresa.

—¿Qué quieres?

Dave no contestó de inmediato. Su padre solía decir que solo porque alguien hiciera una pregunta no significaba que hubiera que responder. Lo había aprendido en política.

Dave entró en el despacho y cerró la puerta.

Pensó que quedándose de pie daba la impresión de estar esperando a que lo invitaran a salir en cualquier momento, así que tomó asiento delante de Eric y cruzó las piernas.

—¿Por qué me evitas? —preguntó a continuación.

—He estado ocupado, pequeño cabrón engreído. ¿Qué pasa?

—Yo diría que de todo —contestó Dave con elocuencia—. ¿Qué ocurre con Shake, Rattle and Roll? ¿Qué vamos a hacer este año? ¿Qué se sabe de Estados Unidos?

—Nada, nada y nada —contestó Eric—. ¿Satisfecho?

—¿Por qué iba a estar satisfecho?

—Mira. —Eric se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes enrollado—. Aquí tienes veinte libras. Eso es lo que ha dado Shake, Rattle and Roll. —Le lanzó cuatro billetes de cinco libras sobre la mesa—. ¿Satisfecho ahora?

—Me gustaría ver las cifras.

Eric se echó a reír.

—¿Las cifras? ¿Quién te crees que eres?

—Soy tu cliente y tú eres mi representante.

—¿Representante? No hay nada que representar, so memo. Habéis sido grupo de un solo éxito. En este negocio ocurre a todas horas. Tuvisteis un golpe de suerte y Hank Remington os compuso una canción, pero nunca habéis tenido verdadero talento. Se acabó, olvídalo y vuelve al colegio.

—No puedo.

—¿Y se puede saber por qué no? ¿Qué tienes, dieciséis, diecisiete años?

—Nunca he aprobado un examen.

—Entonces búscate un trabajo.

—Plum Nellie va a ser uno de los grupos más famosos del mundo y voy a dedicarme a la música el resto de mi vida.

—Sigue soñando, hijo.

—Eso haré. —Dave se levantó. Estaba a punto de irse cuando cayó en un posible inconveniente. Había firmado un contrato con Eric y, si al grupo acababa yéndole bien, este reclamaría un porcentaje—. Bueno, Eric, así que ya no eres el representante de Plum Nellie, ¿es eso lo que estás diciéndome?

—¡Aleluya! Por fin lo has captado.

—Entonces devuélveme el contrato.

De pronto Eric se puso receloso.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Supongo que no querrás para nada el contrato que firmamos el día que grabamos Love Is It, ¿no?

El hombre vaciló.

—¿Por qué quieres que te lo devuelva?

—Acabas de decirme que no tengo talento. Claro que si le ves un gran futuro al grupo …

—No me hagas reír. —Eric levantó el auricular del teléfono—. Cherry, cariño, saca el contrato de Plum Nellie del archivador y dáselo al joven Dave, que ya se va. —Volvió a colgar.

Dave cogió el dinero que había en la mesa.

—Uno de los dos está metiendo la pata, Eric —dijo—. ¿Quién crees tú que será…?

A Walli le encantaba Londres. La música estaba por todas partes: en los locales de folk, en los de música beat, en los teatros, en las salas de concierto, en los teatros de ópera … Las noches que Plum Nellie no tocaba, Walli iba a ver a otros grupos, unas veces con Dave y otras solo, y en alguna ocasión asistía a algún recital de música clásica, donde oía acordes nuevos.

Los ingleses eran gente extraña. Cuando descubrían que Walli era alemán, siempre empezaban a hablar de la Segunda Guerra Mundial. Creían que habían ganado el conflicto y se ofendían si les hacía notar que en realidad habían sido los soviéticos quienes habían vencido a los alemanes. Por eso de vez en cuando decía que era polaco, y así se ahorraba la misma conversación tediosa de siempre.

De todas maneras, la mitad de quienes vivían en Londres tampoco eran ingleses: o eran irlandeses, o escoceses, galeses, caribeños, indios o chinos. Todos los traficantes de drogas procedían de islas: los malteses vendían estimulantes, los camellos que pasaban heroína provenían de Hong Kong, y a los jamaicanos se les podía comprar marihuana. A Walli le gustaba ir a los locales caribeños, donde sonaba música con un ritmo distinto. En todos aquellos lugares se le acercaban muchas chicas, pero él siempre les decía que estaba comprometido.

El teléfono sonó un día que Dave se había ausentado.

—¿Podría hablar con Walter Franck? —preguntó la persona que llamaba.

Walli estuvo a punto de contestar que su abuelo llevaba muerto más de veinte años.

—Yo soy Walli —dijo al final, tras una pequeña vacilación.

El interlocutor pasó entonces al alemán.

—Soy Enok Andersen y llamo desde Berlín Oeste.

Andersen era el contable danés que administraba la fábrica de su padre. Walli recordaba a un hombre calvo con gafas que siempre tenía un bolígrafo en el bolsillo superior de la chaqueta.

—¿Ocurre algo?

—Tu familia está bien, pero debo comunicarte una triste noticia. Karolin y Alice no han obtenido el permiso de salida.

Fue como si lo hubieran golpeado. Walli se dejó caer en una silla.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué razón?

—El gobierno de la Alemania Oriental no justifica sus decisiones. Aunque un hombre de la Stasi visitó su casa … Hans Hoffmann, a quien ya conoces.

—Es un chacal.

—Le dijo a la familia que ninguno de ellos obtendrá jamás permiso para emigrar o para viajar a Occidente.

Walli se cubrió los ojos con una mano.

—¿Jamás?

—Eso es lo que dijo. Tu padre me ha pedido que te lo transmita. Lo siento.

—Gracias.

—¿Quieres que le diga algo a tu familia? Todavía visito el Berlín oriental una vez a la semana.

—Dígales que los quiero, por favor. —A Walli se le rompió la voz.

—Muy bien.

El chico tragó saliva.

—Y dígales que volveré a verlos a todos algún día. Estoy seguro.

—Se lo diré. Adiós.

—Adiós. —Walli colgó el teléfono, destrozado.

Un minuto después cogió la guitarra y tocó un acorde menor. La música era su único consuelo. Se trataba de algo abstracto, compuesto de notas y las relaciones que se establecían entre ellas. No había espías, ni traidores, ni policías, ni muros.

—«Te echo de menos, Alice …» —cantó.

A Dave le gustó volver a ver a su hermana, que ese día llevaba puesto un bombín de color morado. Se encontró con ella en la puerta del despacho de su agencia, International Stars.

—En casa es todo muy aburrido desde que no estás —dijo Evie.

—¿Nadie discute con papá? —preguntó Dave con una sonrisa burlona.

—Anda muy ocupado desde que el Partido Laborista ganó las elecciones. Ahora está en el gabinete ministerial.

—¿Y tú?

—Voy a hacer otra película.

—¡Felicidades!

—¿Cómo es que has despedido a tu representante?

—Eric creía que Plum Nellie era grupo de un solo éxito, aunque nosotros no nos hemos rendido. Lo que ocurre es que necesitamos encontrar más bolos, y ahora mismo lo único que tenemos en la agenda son unas cuantas noches en el Jump Club. Con eso no nos llega ni para pagar el alquiler.

—No puedo prometerte que International Stars vaya a contratarte —le advirtió Evie—. Accedieron a hablar contigo, nada más.

—Lo sé.

Sin embargo, Dave imaginaba que los agentes no perdían el tiempo con artistas que no pudieran interesarles. Además era evidente que la agencia quería quedar bien con Evie Williams, la joven actriz más popular de Londres, así que Dave albergaba grandes esperanzas.

Entraron. El lugar no se parecía a la oficina de Eric Chapman. La recepcionista no mascaba chicle y no había trofeos en las paredes del vestíbulo, solo unas cuantas acuarelas de buen gusto. Era elegante, aunque no demasiado rockero.

No tuvieron que esperar. La recepcionista los acompañó al despacho de Mark Batchelor, un hombre alto de unos veintitantos años que llevaba una camisa moderna de corte clásico y una corbata de punto. Su secretaria les sirvió un café.

—Adoramos a Evie y nos gustaría ayudar a su hermano —dijo Batchelor cuando acabaron con las cortesías de rigor—, pero no sé si podremos. Shake, Rattle and Roll no le ha hecho ningún bien a Plum Nellie.

—No se lo discuto, pero ¿a qué se refiere exactamente?

—Si quieres que te sea sincero …

—Por descontado —dijo Dave pensando en lo distinta que estaba siendo aquella conversación de la que había mantenido con Eric Chapman.

—Parecéis un grupo de pop más, que ha tenido la suerte de echar mano a una de las canciones de Hank Remington. La gente piensa que lo genial es la canción, no vosotros. Vivimos en un mundo pequeño, unas pocas compañías de discos, un puñado de promotores de giras, dos programas de televisión, y todo el mundo piensa lo mismo. No puedo venderos a ninguno de ellos.

Dave tragó saliva. No esperaba que Batchelor fuera a ser tan sincero, aunque intentó disimular el chasco que se había llevado.

—Tuvimos suerte de que nos cayera una canción de Hank Remington en las manos —admitió—, pero no somos un grupo de pop más. Contamos con una base rítmica de primera y un guitarrista virtuoso, y tampoco tenemos mala pinta.

—Entonces debéis demostrar al público que no sois un grupo de un solo éxito.

—Lo sé, pero no estoy seguro de cómo vamos a hacerlo sin un contrato discográfico ni buenas actuaciones.

—Os hace falta otra buena canción. ¿No podríais encargársela a Hank Remington?

Dave negó con la cabeza.

—Hank no compone canciones para otra gente. Love Is It fue algo excepcional, una balada que los Kords no quisieron grabar porque no era de su estilo.

—Pues que os escriba otra balada. —Batchelor abrió las manos como diciendo «¿Quién sabe?»—. No soy creativo, por eso me hice agente, pero llevo en esto lo suficiente para saber que Hank es un prodigio.

—Bueno … —Dave miró a Evie—. Supongo que podría preguntárselo.

—No se pierde nada por probar, ¿no? —dijo Batchelor jovialmente.

—Por mí no hay problema —aseguró Evie encogiéndose de hombros.

—De acuerdo —decidió Dave.

Batchelor se levantó y le tendió una mano.

—Buena suerte.

—¿Podemos ir a ver a Hank ahora? —le preguntó Dave a Evie en cuanto salieron del edificio.

—Tengo que comprar algunas cosas —contestó ella—. Le he dicho que nos veríamos esta noche.

—Esto es muy importante, Evie. Mi vida se va al garete.

—De acuerdo —accedió su hermana—. Tengo el coche a la vuelta de la esquina.

Fueron a Chelsea en el Sunbeam Alpine de Evie. Dave se mordía el labio. Batchelor le había hecho un favor siendo descarnadamente sincero con él; sin embargo, el agente no creía en el talento de Plum Nellie, solo en el de Hank Remington. Tanto daba: si Dave conseguía una sola canción más de Hank, el grupo volvería a estar bien encaminado.

¿Qué iba a decirle? «Eh, Hank, ¿tienes más baladas?» Aquello era demasiado informal. «Hank, estoy en apuros.» Demasiado desesperado. «Nuestra compañía de discos cometió un error garrafal al lanzar Shake, Rattle and Roll, pero podríamos enderezar la situación … con un poco de ayuda por tu parte.» A Dave no le gustaba ninguno de aquellos enfoques, principalmente porque odiaba suplicarle nada a nadie.

Aun así, lo haría.

El novio de su hermana tenía un apartamento junto al río. Evie iba delante cuando entraron en un enorme y antiguo edificio y se dirigieron al ascensor chirriante. Desde hacía un tiempo Evie pasaba allí casi todas las noches, por lo que abrió la puerta del apartamento con su propia llave.

—¡Hank! —llamó—. Soy yo.

Dave entró detrás de ella y se encontró en un recibidor con un cuadro moderno y ostentoso. Pasaron junto a una cocina impoluta y echaron un vistazo en el salón, donde llamaba la atención un piano de cola. No había nadie.

—Habrá salido —comentó Dave con desánimo.

—Tal vez esté echando una siesta —dijo Evie.

De pronto se abrió una puerta y Hank salió de lo que a todas luces era el dormitorio, poniéndose los vaqueros. Cerró la puerta detrás de él.

—Hola, cariño —saludó a Evie—. Estaba en la cama. Hola, Dave, ¿qué haces aquí?

—Evie me ha traído porque quiero pedirte un favor bastante grande —contestó Dave.

—Ya —dijo Hank mirando a Evie—. Te esperaba más tarde.

—Dave tenía prisa.

—Necesitamos una canción —se explicó el chico.

—No es un buen momento, Dave —dijo Hank.

Dave esperaba que aclarara la razón, pero no lo hizo.

—Hank, ¿pasa algo? —preguntó Evie.

—Sí, en realidad sí —contestó Hank.

Dave se quedó de piedra. Nadie respondía nunca que sí a esa pregunta.

La intuición femenina de Evie le tomó la delantera a su hermano.

—¿Hay alguien en la habitación?

—Lo siento, cariño —contestó Hank—. No te esperaba tan pronto.

En ese momento se abrió la puerta del dormitorio y por ella apareció Anna Murray.

Dave se quedó boquiabierto. ¡La hermana de Jasper se había acostado con el novio de Evie!

Anna vestía su ropa de ejecutiva, con medias y tacones altos incluidos, pero llevaba el pelo revuelto y los botones de su chaqueta estaban mal abrochados. No dijo nada y evitó mirarlos a la cara mientras se dirigía al salón, del que volvió a salir con un maletín. A continuación se encaminó hacia el vestíbulo, cogió un abrigo del colgador y se marchó sin pronunciar ni una sola palabra.

—Se ha pasado por aquí para hablar de mi autobiografía y una cosa ha llevado a la otra … —se excusó Hank.

Evie estaba llorando.

—Hank, ¿cómo has podido?

—No lo había planeado —contestó él—. Ha ocurrido sin más.

—Creía que me querías.

—Claro que te quería. Te quiero. Esto solo ha sido …

—¿Qué?

Hank miró a Dave en busca de apoyo.

—Hay ciertas tentaciones a las que un hombre no puede resistirse.

Dave pensó en Mickie McFee y asintió con la cabeza.

—Dave es un crío, pensaba que tú eras un hombre, Hank —espetó Evie con rabia.

—¡Eh, cuidado con lo que dices! —contestó él con repentina agresividad.

Evie no daba crédito.

—¿Que tenga cuidado con lo que digo? Acabo de encontrarte en la cama con otra ¿y eres tú el que me dice que cuidado con lo que digo?

—Va en serio —insistió Hank con tono amenazador—. No te pases.

Dave empezó a tener miedo. Parecía que Hank iba a pegar a Evie en cualquier momento. ¿Era así como solía comportarse la clase obrera irlandesa? Además, ¿qué se suponía que debía hacer él? ¿Proteger a su hermana de su amante? ¿Pegarse con el mayor genio musical desde Elvis Presley?

—¡¿Que no me pase?! —gritó Evie—. Pues voy a pasarme ahora mismo, pero por esa puñetera puerta. ¿Qué te parece?

Dio media vuelta y se encaminó hacia la salida con paso airado.

Dave miró a Hank.

—Esto … ¿En cuanto a lo de la canción …?

Hank negó con la cabeza, en silencio.

—Vale —dijo Dave. No se le ocurría cómo continuar la conversación—. De acuerdo.

Hank le sostuvo la puerta y Dave salió.

Evie estuvo llorando en el coche cinco minutos y luego se secó los ojos.

—Te llevo a casa —se ofreció su hermana.

—Sube un rato. Te prepararé una taza de café —le dijo Dave cuando estuvieron de vuelta en el West End.

—Gracias.

Walli estaba en el sofá, tocando la guitarra.

—Evie está un poco disgustada —informó Dave—. Acaba de romper con Hank.

Entró en la cocina y encendió el hervidor de agua.

—Cuando vosotros decís «un poco disgustado» queréis decir muy triste. Si estuvierais un poco tristes, no sé, porque me he olvidado de vuestro cumpleaños, diríais que estáis terriblemente disgustados, ¿verdad?

Evie sonrió.

—Madre mía, Walli, qué lógico eres.

—Y creativo —añadió Walli—. Te animaré un poco. Escucha esto. —Empezó a tocar y cantó—: «Me falta tu caricia, Alicia».

Cuando Dave salió de la cocina se encontró a Walli interpretando una balada triste en re menor con un par de acordes que no reconoció.

—Es una canción muy bonita —comentó cuando Walli terminó de cantar—. ¿La has oído en la radio? ¿De quién es?

—Mía —contestó Walli—. La he compuesto yo.

—¡Uau! —exclamó Dave—. Tócala otra vez.

En esa ocasión Dave improvisó una segunda voz.

—Sois la leche —dijo Evie—. No necesitáis al cabrón de Hank.

—Quiero que la oiga Mark Batchelor —anunció Dave.

Consultó la hora en su reloj de pulsera y levantó el teléfono para llamar a International Stars. Batchelor todavía seguía en su despacho.

—Tenemos una canción. ¿Podemos ir a tocársela al despacho?

—Me encantaría, pero ya me marchaba.

—¿Podría pasarse por Henrietta Street de camino a casa?

Se hizo un breve silencio.

—Sí, podría, está cerca de mi parada de tren —dijo Batchelor al fin.

—¿Qué suele beber?

—Ginebra con tónica, por favor.

Veinte minutos después Batchelor estaba sentado en el sofá con un vaso en la mano mientras Dave y Walli interpretaban la canción a dos guitarras y dos voces. Evie los acompañaba en el estribillo.

—Tocadla otra vez —pidió el agente cuando acabaron.

Volvieron a tocarla y, al terminar, lo miraron con actitud expectante. Se hizo un silencio.

—No estaría en este negocio si no supiera reconocer un éxito en cuanto lo oigo. Y esto es un éxito —sentenció al final.

Dave y Walli sonrieron complacidos.

—Es lo que pensaba —dijo Dave.

—Me encanta. Con esto puedo conseguiros un contrato discográfico —añadió Batchelor.

Dave dejó la guitarra, se levantó y le estrechó la mano para cerrar el acuerdo.

—Trato hecho —dijo.

Mark dio un largo sorbo a su bebida.

—¿Y Hank os ha compuesto la canción al momento, o la tenía en algún cajón?

Dave sonrió de oreja a oreja. Después del apretón de manos podía sincerarse con Batchelor.

—No es de Hank Remington.

El agente enarcó las cejas.

—Ha dado por sentado que era suya, y le pido disculpas por no haberlo sacado de su error, pero quería que la escuchara con una mentalidad abierta —confesó Dave.

—La canción es buena y eso es lo único que importa. Pero ¿de dónde la habéis sacado?

—La ha compuesto Walli —contestó Dave—. Esta tarde, mientras yo estaba en su despacho.

—Genial —dijo Batchelor volviéndose hacia Walli—. ¿Qué tienes para la cara B?

—Tendrías que salir —le dijo Lili Franck a Karolin.

No había sido idea de Lili. De hecho, había sido idea de su madre, Carla, a quien le preocupaba la salud de Karolin. La joven había perdido peso desde la visita de Hans Hoffmann y estaba pálida y apática. «Karolin solo tiene veinte años —había dicho Carla—. No puede encerrarse en casa como una monja para el resto de su vida. ¿No podrías sacarla y llevarla a algún sitio?»

Estaban en el dormitorio de Karolin, tocando la guitarra y cantándole a Alice, que estaba sentada en el suelo, rodeada de juguetes. De vez en cuando la niña aplaudía con entusiasmo, pero la mayoría de las veces ni les prestaba atención. La canción que más le gustaba era Love Is It.

—No puedo salir, tengo que cuidar de Alice —dijo Karolin.

Lili estaba preparada para rebatir sus objeciones.

—Mi madre puede ocuparse de ella —contestó—. O incluso la abuela Maud. Alice ya no da tanto trabajo.

La niña tenía catorce meses y dormía toda la noche de un tirón.

—No sé. No me sentiría bien.

—Hace años que no sales. Literalmente.

—¿Qué pensaría Walli?

—No esperará que te recluyas en casa y no vuelvas a divertirte nunca más, ¿no?

—No sé.

—Esta noche iré al Club Juvenil de St. Gertrud. ¿Por qué no te vienes conmigo? Ponen música, se puede bailar y suele haber debates … No creo que a Walli le importara.

Walter Ulbricht, el dirigente de la Alemania Oriental, sabía que los jóvenes necesitaban divertirse, pero tenía un problema: todo lo que les gustaba (la música pop, la moda, los cómics, las películas de Hollywood) o no podía conseguirse o estaba prohibido. El deporte estaba autorizado, aunque por lo general los chicos y las chicas debían practicarlo por separado.

Lili sabía que la mayoría de la gente de su edad odiaba al gobierno. Los adolescentes apenas mostraban interés en el comunismo o el capitalismo, pero les apasionaban los cortes de pelo, la moda y la música pop. La aversión puritana de Ulbricht hacia todo lo que ellos apreciaban había alienado a la generación de Lili. Peor aún: los había empujado a crear una fantasía, probablemente del todo irreal, acerca del estilo de vida de sus contemporáneos en Occidente, a quienes imaginaban con un tocadiscos en el dormitorio, con armarios llenos de ropa nueva y moderna, y tomando helado todos los días.

Se permitían los clubes juveniles de las parroquias a modo de leve intento de llenar aquel hueco en la vida de los adolescentes. Tales asociaciones estaban a salvo de la controversia, aunque no alcanzaban el grado de rectitud de organizaciones juveniles comunistas como los Jóvenes Pioneros.

Karolin pareció pensárselo.

—Quizá tengas razón —dijo al fin—. No quiero ser una víctima el resto de mi vida. He tenido mala suerte, pero no debo permitir que eso me defina. La Stasi cree que solo soy la novia de un chico que ha matado a un guardia fronterizo, pero no tengo por qué aceptar sin más lo que ellos digan.

—¡Exacto! —Lili estaba encantada.

—Escribiré a Walli para explicárselo, pero iré contigo.

—Entonces vamos a cambiarnos.

Lili fue a su habitación y se puso una falda corta; no tan corta como la que llevaban las chicas que aparecían en los programas de la televisión occidental y que todo el mundo veía en la Alemania Oriental, pero sí por encima de la rodilla. Ahora que Karolin había decidido acompañarla, Lili se preguntó si aquello era lo mejor. Karolin debía rehacer su vida, tenía toda la razón del mundo en lo que había dicho acerca de que no podía permitir que la Stasi definiera quién era, pero ¿qué diría Walli cuando se enterara? ¿Le preocuparía que Karolin se olvidara de él? Casi hacía dos años que Lili no veía a su hermano, que en esos momentos ya había cumplido los diecinueve y era una estrella del pop. Lili no sabía qué pensaría él de todo aquello.

Karolin tomó prestados unos vaqueros de Lili y luego se maquillaron juntas. La hermana mayor de Lili, Rebecca, les había enviado desde Hamburgo un perfilador negro y una sombra de ojos de color azul que milagrosamente la Stasi no había confiscado.

Fueron a la cocina a despedirse. Carla estaba dándole la cena a Alice. La niña le dijo adiós a su madre con la manita, tan encantada de la vida que Karolin incluso se molestó un poco.

Fueron dando un paseo hasta una iglesia protestante situada a pocas calles de allí. Solo la abuela Maud asistía a los oficios de manera regular, pero Lili había acudido en un par de ocasiones a los encuentros que el club juvenil organizaba en la cripta. La asociación estaba dirigida por el nuevo pastor, un joven llamado Odo Vossler que llevaba el pelo como los Beatles. Era un chico atractivo, pero Lili consideraba que era demasiado mayor para ella; tendría al menos veinticinco años.

Odo disponía de un piano, dos guitarras y un tocadiscos para amenizar las veladas con música. Empezaron con un baile tradicional, algo a lo que el gobierno no podía oponerse. Lili acabó emparejada con Berthold, que tenía más o menos su misma edad, dieciséis años. Berthold no estaba mal, pero tampoco mataba; además, Lili tenía el ojo puesto en Thorsten, que era algo mayor y se parecía a Paul McCartney.

Los pasos de aquel baile eran enérgicos, con muchas palmadas y giros. A Lili le complació ver que Karolin se imbuía del espíritu festivo y que sonreía. Su sonrisa parecía indicar que ya estaba mejor.

Sin embargo, los bailes tradicionales solo eran una cortina de humo para tener algo que contestar cuando les hicieran preguntas insidiosas. Alguien puso entonces I Feel Fine, de los Beatles, y todos empezaron a bailar el twist.

Una hora después hicieron una pausa para descansar y tomar un vaso de Vita Cola, el refresco de cola de la Alemania Oriental. Para gran satisfacción de Lili, Karolin tenía las mejillas coloradas y parecía contenta. Odo se paseaba por el recinto y hablaba con todo el mundo. Siempre decía que si alguien tenía algún problema, aunque estuviera relacionado con cuestiones sentimentales o el sexo, él estaba allí para escuchar y aconsejar.

—Mi problema es que el padre de mi hija se marchó a Occidente —le confesó Karolin, y mantuvieron una larga conversación hasta que el baile empezó de nuevo.

A las diez, cuando apagaron el tocadiscos, Lili se sorprendió al ver que Karolin cogía una de las guitarras y que le hacía un gesto para que la imitara. Las dos tocaban y cantaban juntas en casa, pero Lili nunca se había imaginado haciéndolo en público. Karolin empezó a tocar una canción de los Everly Brothers, Wake Up, Little Susie. Las dos guitarras sonaban bien juntas, y Karolin y Lili cantaron a dúo. Todo el mundo estaba bailando el swing antes de que acabaran, y cuando lo hicieron la gente les pidió más.

Interpretaron I Want to Hold Your Hand y If I Had a Hammer y luego, para las lentas, Love Is It. Los jóvenes querían que siguieran tocando, pero Odo dijo que solo una canción más y luego les pidió que se fueran a casa antes de que se presentara la policía y lo arrestaran. Lo había dicho con una sonrisa, pero no bromeaba.

Como final, Karolin y Lili se decidieron por Back in the USA.