El perro antiminas empezaba a cansarse.
Era un delgado niño vietnamita que solo vestía unos pantalones cortos de algodón. Jasper calculó que tendría unos trece años de edad. El pobre había sido un imprudente y esa mañana se había adentrado en la jungla en busca de frutos secos justo cuando una sección de la Compañía D, «Desperadoes», se disponía a salir de misión.
Llevaba las manos atadas a la espalda, y de ellas partía la cuerda de unos treinta metros que un cabo se había anudado al cinturón. El chico avanzaba por el camino, al frente de la compañía. Sin embargo, había sido una mañana larga y el muchacho no dejaba de ser un crío, por lo que sus pasos eran cada vez menos firmes y los hombres tropezaban con él sin darse cuenta. Cuando eso ocurría, el sargento Smithy le tiraba una bala que lo alcanzaba en la cabeza o en la espalda, y el crío lloraba y caminaba más deprisa.
La resistencia, los insurgentes del Vietcong, al que solían referirse como «Charlie», había minado y llenado de bombas trampa los caminos de la jungla. Las minas eran improvisadas: proyectiles de artillería estadounidenses recargados; viejas bombas antipersona conocidas como «Bouncing Betties»; bombas defectuosas que reparaban para que fueran efectivas; incluso minas de presión del ejército francés abandonadas en la década de los cincuenta.
No era raro utilizar a un campesino vietnamita como perro antiminas, aunque nadie lo reconocería en Estados Unidos. A veces los amarillos conocían los tramos del camino que habían sido minados. Otras, no se sabía cómo, descubrían señales de advertencia invisibles para los soldados. Además, si el perro antiminas no localizaba la trampa, era él quien moría en lugar de ellos. Todo eran ventajas.
Jasper estaba asqueado, pero había visto cosas peores en los seis meses que llevaba en Vietnam. Según él, los hombres eran capaces de los mayores actos de barbarie independientemente de la nación a la que pertenecieran, sobre todo cuando tenían miedo. Sabía que el ejército británico había cometido atrocidades en Kenia. Su padre había estado allí, y todavía había ocasiones en que, cuando le mencionaban el país africano, empalidecía y musitaba algo entre dientes sobre la brutalidad que habían demostrado ambos bandos.
Sin embargo, la Compañía D era especial.
Formaba parte de la Tiger Force, la unidad de las Fuerzas Especiales de la 101.a División Aerotransportada que el general William Westmoreland, comandante en jefe del ejército, llamaba con orgullo «mi cuerpo de bomberos». En vez de los uniformes habituales, vestían un atuendo de campaña sin insignia que imitaba las rayas de un tigre. Se les permitía dejarse barba y llevar pistolas de manera ostensible. Su especialidad era la pacificación.
Hacía una semana que Jasper se había incorporado a la Compañía D. Era probable que su asignación a aquel grupo se debiera a un error burocrático, ya que no estaba especialmente preparado para la labor que desempeñaban, aunque la Tiger Force aunaba a hombres de unidades y divisiones distintas. Aquella era su primera misión con ellos. La sección estaba compuesta por veinticinco hombres, más o menos la mitad blancos y la otra mitad negros.
Nadie sabía que Jasper era inglés. Casi ningún soldado estadounidense había conocido jamás a un británico, y Jasper se había cansado de ser objeto de curiosidad, por lo que había cambiado el acento y había conseguido que lo tomaran por canadiense o algo parecido. No quería volver a explicar ni una sola vez más que no conocía a los Beatles.
La misión de ese día era «limpiar» una aldea.
Se hallaban en la provincia de Quang Ngai, en la zona septentrional de Vietnam del Sur que el ejército conocía como Zona Táctica del I Cuerpo, o simplemente «región norte». Cerca de la mitad de Vietnam del Sur estaba dirigido, no por el régimen de Saigón, sino por las guerrillas del Vietcong, que organizaban el gobierno de los pueblos e incluso recaudaban impuestos.
—Es que los vietnamitas no entienden la forma de hacer de los americanos —comentó el hombre que caminaba junto a Jasper. Se llamaba Neville, un texano bastante alto y con un sentido del humor muy irónico—. Cuando el Vietcong se hizo con esta región había mucha tierra sin cultivar y sus dueños, ricachones de Saigón, ni se molestaban en trabajarla, así que Charlie se la dio a los campesinos. Luego, cuando empezamos a recuperar territorio, el gobierno de Saigón le devolvió la tierra a sus antiguos dueños y ahora los campesinos están enfadados con nosotros, ¿te lo puedes creer? No entienden el concepto de propiedad privada. Mira si son idiotas …
El cabo John Donellan, un soldado negro al que todos conocían como Donny, había estado escuchándolo.
—Eres un maldito comunista, Neville —dijo.
—No lo soy, voté a Goldwater —contestó Neville con suma tranquilidad—. Prometió poner en su sitio a los negros que se dan aires.
Quienes lo oyeron se echaron a reír. A los soldados les gustaban aquel tipo de bromas, les ayudaban a sobrellevar su miedo.
A Jasper también le gustaba el sarcasmo subversivo de Neville, aunque durante la primera parada que habían hecho para descansar se había fijado en que el texano se liaba un porro y espolvoreaba sobre la marihuana un poco de heroína sin refinar, a la que llamaban «azúcar moreno». Si Neville no estaba enganchado, pronto lo estaría.
Los guerrilleros se movían entre la gente como los peces en el agua, según el líder chino comunista, el presidente Mao. La estrategia del general Westmoreland para derrotar a los peces del Vietcong era eliminar esa agua. Trescientos mil campesinos de Quang Ngai estaban siendo reunidos y trasladados a sesenta y ocho campos de concentración fortificados para despejar el paisaje y aislar al Vietcong.
Sin embargo, la estrategia no estaba dando resultado. Como decía Neville: «¡Qué gente! Se comportan como si no tuviéramos derecho a venir a su país y ordenarles que abandonen sus casas y sus tierras y se vayan a vivir a un campo de concentración. ¿Están idiotas o qué?». Muchos campesinos burlaban las redadas y permanecían cerca de sus tierras. Otros se dejaban apresar, pero luego escapaban de los atestados e insalubres campos y regresaban a sus hogares. En cualquier caso, en ese momento eran objetivos legítimos desde el punto de vista del ejército. «Si hay personas ahí fuera, y no en los campos, por lo que respecta a nosotros son rojos —había sentenciado el general Westmoreland—. Simpatizantes comunistas.» El teniente de la sección lo había dejado incluso más claro durante la sesión informativa. «No hay amigos —había dicho—. ¿Me oís? No hay amigos. Se supone que no debe haber nadie ahí fuera. Disparad a todo lo que se mueva.»
El objetivo de esa mañana era una aldea que había sido evacuada y que habían vuelto a ocupar. Su trabajo consistía en limpiarla y arrasarla.
Aunque primero tenían que encontrarla. Era difícil orientarse en la jungla, ya que apenas había puntos de referencia y la visibilidad era escasa.
Además Charlie podía estar en cualquier parte, tal vez a un metro de ellos, cosa que les hacía tener los nervios a flor de piel en todo momento. Jasper había aprendido a mirar a través del follaje, de capa en capa, buscando un color, una forma o una textura que desentonara. Era difícil mantenerse alerta cuando se estaba cansado, chorreando de sudor y acribillado por los bichos, pero los hombres que bajaban la guardia en el momento equivocado acababan muertos.
También había distintos tipos de jungla. Los matorrales de bambú y de miscanto eran impracticables, aunque el alto mando del ejército se negaba a admitirlo. Las selvas frondosas no presentaban tantas dificultades gracias a que la poca luz que se colaba entre las copas limitaba el crecimiento de la maleza. Las plantaciones de caucho eran el mejor terreno: árboles en hileras perfectas, sin maleza, caminos transitables. Ese día Jasper se encontraba en una selva mixta, con banianos, mangles y yacas, y un telón de fondo salpicado de flores tropicales, orquídeas, calas y crisantemos de vivos colores. Jasper iba pensando que el infierno nunca había sido tan hermoso cuando explotó la bomba.
El ruido lo ensordeció y se vio arrojado al suelo, aunque enseguida se recuperó de la conmoción. Se apartó del camino rodando sobre sí mismo, se detuvo junto a un arbusto que apenas le procuraba refugio, colocó su M16 en posición de tiro y miró a su alrededor.
Cinco cuerpos yacían en el suelo al principio de la hilera de hombres. Ninguno se movía. No era la primera vez que Jasper presenciaba la muerte en combate desde que había llegado a Vietnam, pero jamás se acostumbraría a ello. Apenas un segundo antes había cinco seres humanos caminando y charlando, hombres que le habían contado chistes o le habían pagado una copa o le habían tendido una mano para salvar un árbol caído, y de pronto solo quedaba de ellos un amasijo de trozos de carne mutilados y sanguinolentos esparcidos por el suelo.
No le costó imaginar lo que había sucedido. Alguien había pisado una mina de presión escondida. ¿Por qué no la había accionado el perro antiminas? El chico debía de haberla visto y había tenido el aplomo de callar y rodearla. No se lo veía por ninguna parte. Al final, le había ganado la batalla a sus captores.
Otro de los hombres llegó a la misma conclusión. Era Jack Baxter, un soldado del Medio Oeste, alto y con barba negra, al que todos llamaban «el Loco».
—¡Ese amarillo de mierda nos ha llevado hasta la mina! —gritó al tiempo que echaba a correr y disparaba a la vegetación sin ton ni son, gastando balas—. ¡Voy a matar a ese cabrón!
Se detuvo cuando vació el cargador de veinte cartuchos.
Todos estaban enfadados, pero otros reaccionaron con mayor sensatez. El sargento Smithy ya había sacado la radio para pedir una evacuación médica. El cabo Donny se había arrodillado y le buscaba el pulso a uno de los cuerpos que estaba boca abajo sin perder la esperanza. Jasper comprendió que era imposible que un helicóptero aterrizara en aquel camino tan estrecho.
—¡Voy a buscar un claro! —le gritó a Smithy mientras se levantaba de un salto.
Smithy asintió con la cabeza.
—¡McCain y Frazer, id con Murray! —ordenó.
Jasper comprobó que llevaba un par de granadas de fósforo blanco, a las que llamaban «Willie Petes», y se apartó del camino seguido por sus otros dos compañeros.
Buscó señales de un terreno más pedregoso o arenoso donde la vegetación escaseara y acabara formando un claro mientras prestaba atención a todos los puntos de referencia posibles, para no perderse. Unos minutos después salieron de la jungla y se encontraron en los márgenes de un arrozal.
Jasper distinguió en el otro extremo del campo tres o cuatro figuras vestidas con el sencillo conjunto de algodón fino en que consistía la indumentaria diaria de los campesinos. Antes de que pudiera contarlas, ya se habían percatado de su presencia y habían desaparecido en el interior de la jungla.
Se preguntó si serían de la aldea que buscaban. En caso afirmativo, acababa de avisarlos sin querer de la aproximación de la compañía. En fin, mala suerte; lo prioritario en esos momentos era salvar a los heridos.
McCain y Frazer recorrieron los márgenes del arrozal para asegurar el perímetro. Jasper hizo explotar un Willie Pete que prendió fuego al arroz, pero los brotes estaban muy verdes y las llamas no tardaron en extinguirse. Sin embargo, una espesa columna de humo blanco fosfórico se elevó hacia el cielo para indicar su posición.
Jasper miró a su alrededor. Charlie sabía que cuando los estadounidenses estaban ocupándose de sus muertos y sus heridos era un buen momento para atacar, así que Jasper sujetó el M16 con las dos manos y escudriñó la jungla, preparado para tirarse al suelo y abrir fuego si les disparaban. Vio que McCain y Frazer hacían lo mismo. Era muy probable que ninguno de los tres llegara siquiera a agacharse, ya que un francotirador apostado entre los árboles dispondría de todo el tiempo que quisiera para apuntar y disparar una bala certera y mortal. Jasper pensó que aquella maldita guerra era siempre así. «Charlie nos ve a nosotros, pero nosotros no lo vemos a él. Ataca y sale corriendo. Y al día siguiente el francotirador está arrancando hierbas en un arrozal fingiendo que es un sencillo campesino que no sabe ni por dónde se coge un Kaláshnikov.»
Pensó en casa mientras esperaba. «Ahora podría estar trabajando para el Western Mail —se dijo—, echando una cabezada en una cómoda sala consistorial mientras un concejal suelta una perorata sobre los peligros de un alumbrado deficiente, en vez de aquí, sudando en un arrozal, preguntándome si van a meterme una bala en el cuerpo en cualquier momento.»
Pensó en su familia y en sus amigos. Su hermana Anna se había convertido en un pez gordo del mundo editorial tras haber descubierto a un brillante escritor y disidente ruso que utilizaba el seudónimo de Iván Kuznetsov. Evie Williams, quien en su adolescencia había estado colada por Jasper, era una estrella de cine y vivía en Los Ángeles. Dave y Walli eran estrellas del rock millonarias. Sin embargo, Jasper no pasaba de soldado de infantería del bando de los perdedores en medio de una guerra cruel y absurda a miles de kilómetros de ninguna parte.
Se preguntó qué sería del movimiento en contra de la guerra, en Estados Unidos. ¿Habrían logrado algún avance? ¿O la gente seguiría dejándose engañar por la propaganda que calificaba a los manifestantes de comunistas y drogadictos que solo deseaban debilitar el país? Al año siguiente, en 1968, habría elecciones a la presidencia. ¿Derrotarían a Johnson? ¿El ganador pondría fin a la guerra?
El helicóptero aterrizó y Jasper guió al equipo de camilleros a través de la jungla hasta el lugar de la explosión. Recordó los puntos de referencia que se había marcado y encontró a su sección sin dificultad, aunque, por la actitud de los hombres que los esperaban, enseguida comprendió que no había sobrevivido ningún herido. El equipo de evacuación médica regresaría con cinco bolsas para cadáveres.
Los demás hombres estaban encendidos.
—Ese amarillo nos ha llevado directos a una maldita trampa —dijo el cabo Donny—. ¿Pues no nos ha jodido …?
—Jodido pero bien —dijo el Loco.
Como siempre, Neville simuló estar de acuerdo con ellos, aunque sus palabras insinuaban justo lo contrario.
—El pobre crío seguramente pensaba que nos lo cargaríamos cuando ya no lo necesitáramos —dijo—. El muy tonto no sabía que el sargento Smithy había planeado llevárselo con él de vuelta a Filadelfia y pagarle la universidad.
Jasper le contó a Smithy lo de los campesinos que había visto en el arrozal.
—Nuestra aldea debe de estar en esa dirección —dijo el sargento.
La compañía llevó los cuerpos hasta el helicóptero y, después de que el aparato despegara, Donny se descolgó del hombro un lanzallamas M2 para arrasar el arrozal con napalm y quemó todo el campo en pocos minutos.
—Buen trabajo —dijo Smithy—. Ahora saben que si vuelven, no tendrán nada que comer.
—Supongo que el helicóptero habrá puesto a los aldeanos sobre aviso —comentó Jasper—. Seguro que ya no queda nadie.
«O podríamos encontrarnos con una emboscada», pensó, aunque no lo dijo.
—Pues mejor que mejor —concluyó Smithy—. De todas formas arrasaremos el lugar. Además, los servicios de inteligencia dicen que hay túneles. Tenemos que encontrarlos y volarlos.
Los vietnamitas llevaban excavando túneles desde el inicio de la guerra contra los colonos franceses en 1946. Bajo la jungla había, literalmente, cientos de kilómetros de corredores, arsenales, dormitorios, cocinas, talleres e incluso hospitales, difíciles de destruir. Unos sifones construidos a intervalos regulares protegían a sus habitantes del humo con que los soldados pretendían sacarlos de su refugio, y los bombardeos aéreos solían errar el blanco, así que el único modo de acabar con ellos era desde el interior.
Sin embargo, primero había que encontrar el túnel.
El sargento Smithy condujo a la sección por un camino que llevaba del arrozal a una pequeña plantación de cocoteros, y cuando salieron de esta vieron la aldea: un centenar de casas que daban a campos cultivados. No había señales de vida, pero aun así avanzaron con cautela.
El lugar parecía desierto.
Los hombres fueron de casa en casa gritando «Didi mau!», es decir, «¡Fuera, rápido!» en vietnamita. Jasper echó un vistazo en una de las viviendas y vio el altar que solía ocupar un lugar prominente en la mayoría de los hogares, donde se colocaban rollos, velas, recipientes de incienso y tapices en honor a los antepasados de la familia. El cabo Donny echó mano del lanzallamas. Las paredes de la casa estaban hechas de bambú recubierto de barro, y habían utilizado hojas de palmera para el tejado, por lo que el napalm prendió con suma facilidad.
Jasper se adentraba en el poblado con el fusil preparado cuando le sorprendió un ruido rítmico y seco. Enseguida comprendió que se trataba de un instrumento de percusión, tal vez un mõ, un bloque de madera hueco que se tocaba con un palo, e imaginó que alguien había utilizado el mõ para avisar a los habitantes de que huyeran. Aunque ¿por qué seguían tocándolo?
Tanto Jasper como los demás siguieron el sonido hasta el centro del poblado, donde encontraron un estanque ceremonial con flores de loto delante de un pequeño đình, el edificio que constituía el centro neurálgico de la vida de la aldea: templo, casa comunal y escuela.
En el interior, sentado con las piernas cruzadas en un suelo de tierra batida, encontraron a un monje budista con la cabeza afeitada, golpeando un pez de madera de unos cincuenta centímetros de longitud. El monje los vio entrar, pero no se detuvo.
Había un soldado en la compañía que chapurreaba un poco de vietnamita, un estadounidense blanco, de Iowa, aunque lo llamaban «el Chino».
—Chino, pregúntale al amarillo dónde están los túneles —dijo Smithy.
El Chino le gritó al monje en vietnamita. El hombre lo desoyó y continuó tocando su mõ.
Smithy le hizo una señal con la cabeza al Loco, que se adelantó y pateó al monje en la cara con su pesada bota de combate para jungla M-1966 del ejército de Estados Unidos. El hombre cayó hacia atrás sangrando por la boca y la nariz, y el instrumento y el palo salieron volando en direcciones opuestas. El monje continuó callado de una manera sobrecogedora.
Jasper tragó saliva. Había visto torturar a guerrilleros del Vietcong para extraerles información, era algo habitual. A pesar de que no le gustaba, lo aceptaba; al fin y al cabo se trataba de hombres que querían matarlo. Cualquier persona de veintitantos años capturada en aquella zona pertenecía casi con total seguridad a las guerrillas o las apoyaba de manera activa, por lo que Jasper se había resignado a ver cómo se torturaba a esos hombres aunque se careciera de pruebas de que habían luchado alguna vez contra los estadounidenses. Puede que aquel monje no pareciera un combatiente, pero Jasper había visto a una niña de diez años lanzar una granada a un helicóptero en tierra.
Smithy levantó al monje y lo sostuvo de pie, de cara a los soldados. El hombre tenía los ojos cerrados, pero respiraba. El Chino volvió a hacerle la misma pregunta.
El monje no contestó.
El Loco cogió el pez de madera, lo agarró por la cola y empezó a golpear al monje con él en la cabeza, los hombros, el pecho, la entrepierna y las rodillas, deteniéndose de vez en cuando para que el Chino le repitiera la pregunta.
Jasper comenzó a sentirse incómodo. Solo por ser testigo de lo que ocurría estaba cometiendo un crimen de guerra, aunque no era la ilegalidad lo que le preocupaba. Sabía que cuando el ejército de Estados Unidos investigaba acusaciones acerca de aquel tipo de atrocidades, las pruebas siempre eran insuficientes. Lo que sucedía era que Jasper no creía que el monje se mereciera aquello. Estaba tan asqueado que se dio la vuelta.
No culpaba a los hombres. En ciertas circunstancias, en cualquier parte, en cualquier momento, en cualquier país había hombres dispuestos a hacer aquel tipo de barbaridades. A quien culpaba Jasper era a los oficiales que sabían lo que sucedía y no hacían nada, a los generales que mentían a la prensa y a la gente de Washington, y a la mayoría de todos esos políticos que no tenían el valor para plantarse y decir: «Esto no está bien».
—Déjalo, Loco, el cabrón está muerto —espetó el Chino al cabo de un momento.
—Mierda —masculló Smithy, y soltó al monje, que cayó al suelo sin vida—. Hay que encontrar esos malditos túneles.
El cabo Donny y cuatro hombres más entraron en el templo arrastrando a tres vietnamitas: un hombre, una mujer de mediana edad y una chica de unos quince años.
—Esta familia creía que nos la iba a dar escondiéndose en el cobertizo de los cocos —dijo Donny.
Los tres vietnamitas contemplaron horrorizados el cuerpo del monje, cuya ropa estaba empapada de sangre. Su rostro se había convertido en una masa carnosa que a duras penas parecía humana.
—Diles que acabarán igual a no ser que nos enseñen los túneles —ordenó Smithy.
El Chino tradujo. El campesino contestó.
—Dice que no hay túneles en esta aldea.
—Cabrón mentiroso … —gruñó Smithy.
—¿Quieres que …? —preguntó Jack el Loco.
Smithy lo consideró unos instantes.
—Tírate a la chica, Jack —dijo—. Que lo vean los padres.
A Jack pareció complacerle la idea. La chica se puso a gritar cuando le arrancó la ropa y la tiró al suelo. Era una muchacha esbelta y de piel pálida. Donny la sujetó mientras Jack se sacaba el pene, que ya tenía medio erecto, y se lo frotaba para que se le endureciera.
Una vez más, la escena horrorizó a Jasper, pero no le sorprendió. A pesar de que las violaciones no eran habituales, ocurrían con demasiada frecuencia. Había hombres que las denunciaban, por lo general aquellos que llevaban poco tiempo en Vietnam. El ejército las investigaba, concluía que no había pruebas que respaldaran las acusaciones —lo que significaba que los demás soldados habían dicho que no querían problemas y que, de todos modos, no habían visto nada— y el asunto se acababa ahí.
La mujer de mediana edad empezó a hablar en un imparable e histérico torrente de palabras teñidas de súplica.
—Dice que la chica es virgen y que solo es una niña —tradujo el Chino.
—No es ninguna niña —repuso Smithy—. Mira cuánto pelo negro hay en ese coñito.
—La madre jura por todos los dioses que aquí no hay túneles. Dice que no apoya al Vietcong porque antes era la prestamista de la aldea y Charlie le impidió seguir con su negocio.
—Venga, Jack —ordenó Smithy.
Jack se tumbó encima de la chica, que casi desapareció bajo la gran corpulencia del soldado. El hombre parecía tener dificultades para penetrarla mientras los demás lo jaleaban y bromeaban. Jack el Loco embistió con fuerza y la chica gritó.
Estuvo empujando con energía durante un minuto. La madre seguía suplicando, aunque el Chino ya ni se molestaba en traducir. El padre no decía nada, pero Jasper vio las lágrimas que le resbalaban por la cara. Jack gruñó un par de veces, luego se detuvo y se retiró. Había sangre en los muslos de la chica, un líquido de un rojo vivo sobre una piel de marfil.
—¿Quién es el siguiente? —preguntó Smithy.
—Dejadme a mí —dijo Donny bajándose la cremallera.
Jasper salió del templo.
Aquello no era normal. El pretexto de hacer hablar al padre no justificaba de ninguna manera lo que estaba ocurriendo. Si el hombre hubiera sabido algo lo habría dicho antes de que violaran a su hija. Jasper se había quedado sin argumentos con que excusar las acciones de aquella sección. Estaban fuera de control. El general Westmoreland había creado un monstruo y lo había soltado a propósito. Habían traspasado el umbral de la cordura. Eran incluso peores que los animales, eran bestias dementes y desalmadas.
Neville salió con él.
—Recuerda, Jasper: esto es necesario para ganarnos los corazones y la comprensión del pueblo vietnamita —dijo.
Jasper sabía que aquel era el modo que tenía Neville de soportar lo insoportable, pero aun así sus bromas le sentaron como una patada en el estómago.
—¿Por qué no cierras la puta boca? —contestó, y se alejó.
No era el único al que le asqueaba la escena del templo. Cerca de la mitad de la sección estaba fuera, contemplando las llamas que devoraban el pueblo. Una cortina de humo negro se tendía sobre la aldea como un manto. Jasper continuó oyendo los chillidos de la chica en el templo, hasta que al cabo de un rato cesaron. Minutos después oyó un disparo, y luego otro.
¿Qué iba a hacer él? Si presentaba una queja lo único que conseguiría sería que el ejército encontrase el modo de castigarlo por crear problemas. Sin embargo, pensó que tal vez debía hacerlo de todos modos. En cualquier caso prometió volver a Estados Unidos y dedicar el resto de su vida a desenmascarar a los mentirosos y a los imbéciles responsables de que se cometieran aquellas atrocidades.
En ese momento Donny salió del templo y se dirigió a él.
—Smithy quiere verte —dijo.
Jasper siguió al cabo al interior del templo.
La chica estaba tendida en el suelo, con un agujero de bala en la frente, y a Jasper tampoco se le pasó por alto la marca sanguinolenta de una mordedura que tenía en uno de los pequeños pechos.
El padre también estaba muerto.
La madre se había arrodillado y seguía hablando, seguramente suplicando por su vida.
—Todavía no has perdido la virginidad, Murray —dijo Smithy.
Jasper sabía que se refería a que aún no había cometido ningún crimen de guerra, y adivinó lo que venía a continuación.
—Mata a la vieja —ordenó Smithy.
—Que te den, Smithy —contestó Jasper—. Mátala tú.
El Loco levantó el fusil y apoyó el extremo del cañón contra el cuello de Jasper.
De pronto todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y guardó silencio.
—O acabas con la vieja o Jack acaba contigo —dijo Smithy.
Jasper no dudaba de que Smithy era capaz de dar la orden, y de que Jack obedecería. Y entendía por qué: necesitaban convertirlo en cómplice. Cuando hubiera matado a la mujer, sería tan culpable como cualquiera de ellos y eso evitaría que diera problemas.
Jasper miró a su alrededor. Todos los ojos estaban puestos en él. Nadie protestó, ni siquiera parecía violentarles la situación, por lo que supuso que no era la primera vez que llevaban a cabo aquel rito. Sin duda lo hacían con todos los recién llegados a la compañía. Se preguntó cuántos hombres se habían negado a acatar la orden y habían muerto. Seguro que habían pasado a engrosar las listas de abatidos por el fuego enemigo. Todo eran ventajas.
—No tardes mucho en decidirte, hay trabajo que hacer —dijo Smithy.
Jasper sabía que matarían a la mujer de todos modos. Aunque se negara a hacerlo, ella estaba condenada, y encima él habría sacrificado su propia vida para nada.
Jack lo empujó con el fusil.
Jasper levantó el M16 y apuntó a la frente de la mujer. Vio que tenía los ojos de color castaño oscuro y que alguna cana asomaba entre el pelo negro. Ella no se apartó del arma, ni siquiera se inmutó, simplemente continuó suplicando con palabras que él no entendía.
Jasper tocó el selector de la parte izquierda del arma y lo movió de «Seguro» a «Semi» para que el fusil disparara una sola bala.
Las manos apenas le temblaban.
Y apretó el gatillo.