Rebecca tenía la tentación de serle infiel a Bernd, pero no podía mentirle, de manera que en un arranque de mala conciencia se lo contó todo.
—He conocido a alguien que me gusta mucho —confesó—. Y le he besado. Dos veces. Lo siento mucho, no volveré a hacerlo nunca más.
Le daba miedo lo que Bernd fuese a decirle a continuación: podía pedirle el divorcio de inmediato; eso sería lo que harían la mayoría de los hombres, aunque Bernd era mejor que la mayoría. Pero, desde luego, a Rebecca le rompería el corazón si no reaccionaba con enfado, sino simplemente con humillación; le habría hecho daño a la persona a la que más quería en el mundo.
Sin embargo, por asombroso que pareciera, la respuesta de Bernd a su confesión fue muy distinta de lo que ella esperaba.
—Deberías seguir adelante —la animó—. Deberías tener una aventura con ese hombre.
Estaban en la cama a última hora de la noche, y Rebecca se volvió de improviso y se lo quedó mirando con cara de perplejidad.
—Pero ¿cómo puedes decir eso?
—Estamos en 1968, la era del amor libre. Todo el mundo se acuesta con todo el mundo. ¿Por qué ibas tú a ser menos?
—No hablas en serio.
—Bueno, no pretendía parecer tan frívolo.
—¿Qué pretendías entonces?
—Sé que me quieres —dijo Bernd— y sé que te gusta el sexo conmigo, pero no tienes por qué pasar el resto de tu vida sin llegar a experimentar el sexo de verdad.
—No creo en el sexo de verdad —repuso ella—. Es distinto para cada persona. El sexo es mucho mejor contigo de lo que era con Hans.
—Siempre será sexo del bueno porque nos queremos, pero creo que necesitas echar un buen polvo de verdad.
«Y tiene razón», pensó Rebecca. Ella amaba a Bernd y le gustaba el sexo tan singular que practicaban, pero cuando se imaginaba a Claus tumbado encima de ella, besándola y moviéndose en su interior, y pensaba en cómo ella levantaría las caderas para acudir al encuentro de sus embestidas, se ponía húmeda inmediatamente. Le avergonzaba su reacción. ¿Acaso era un animal? Quizá lo fuese, pero Bernd tenía razón en que eso era lo que necesitaba.
—Creo que soy un bicho raro —dijo ella—. Tal vez sea por lo que me pasó en la guerra.
Le había contado a Bernd, solo a él y a nadie más, su traumática experiencia con los soldados del Ejército Rojo, cuando habían estado a punto de violarla y Carla se había ofrecido a ellos en su lugar. Las mujeres alemanas casi nunca hablaban de aquella época, ni siquiera entre ellas, pero Rebecca jamás olvidaría la imagen de Carla subiendo por aquella escalera, con la cabeza bien alta, y los soldados soviéticos siguiéndola como perros ansiosos. Rebecca, a sus trece años, había sabido lo que iban a hacerle y había llorado de alivio al saber que no iba a sucederle a ella.
—¿También te sientes culpable por haber escapado mientras Carla sufría? —preguntó Bernd intuitivamente.
—Sí, ¿no es extraño? —repuso ella—. Yo era una niña, y una víctima, pero me siento como si hubiera hecho algo vergonzoso.
—Es algo bastante frecuente —señaló Bernd—. Los hombres que sobreviven a las batallas sienten remordimientos porque otros murieron y ellos no.
Bernd se había hecho la cicatriz que llevaba en la frente durante la batalla de las colinas de Seelow.
—Me sentí mejor después de que Carla y Werner me adoptaran —explicó Rebecca—. Por alguna razón, eso puso en perspectiva lo ocurrido. Los padres hacen sacrificios por sus hijos, ¿no? Las mujeres sufren para traer hijos al mundo. Tal vez no tenga mucho sentido, pero cuando me convertí en la hija de Carla, me sentí en paz.
—Tiene sentido.
—¿De verdad quieres que me vaya a la cama con otro hombre? —Sí.
—Pero ¿por qué?
—Porque la alternativa es peor. Si no lo haces, siempre sentirás en el fondo de tu corazón que te has perdido algo por mi culpa, que has hecho un sacrificio por mí y solo por mí. Preferiría que siguieses adelante y lo probases. No tienes que contarme los detalles; simplemente vuelve a casa después y dime que me quieres.
—No sé… —vaciló Rebecca, y esa noche tuvo el sueño muy inquieto.
Al día siguiente, por la tarde, Rebecca estaba sentada junto al hombre que quería ser su amante, Claus Krohn, en una sala de reuniones del ayuntamiento de estilo neorrenacentista de Hamburgo, un edificio gigantesco con tejado verde. Ella era miembro del Parlamento que dirigía la ciudad-estado de Hamburgo, y la comisión estaba discutiendo una propuesta para demoler un barrio pobre y construir un nuevo centro comercial. Sin embargo, Rebecca solo pensaba en Claus.
Estaba segura de que, tras la reunión de esa noche, Claus la invitaría a un bar a tomar una copa. Sería la tercera vez. Después de la primera, la había besado antes de despedirse y darle las buenas noches. La segunda había terminado con un apasionado abrazo en un aparcamiento, se habían besado abriendo la boca y él le había tocado los pechos. Estaba convencida de que esa noche Claus le pediría que fuera a su apartamento.
Rebecca no sabía qué hacer. No podía concentrarse en el debate y se dedicó a trazar garabatos en su agenda. Estaba aburrida y ansiosa a la vez; la reunión era soporífera, pero no quería que acabase porque tenía miedo de lo que pudiera pasar después.
Claus era un hombre atractivo: inteligente, amable y encantador. Además, tenía justo su edad, treinta y siete años. Su esposa había muerto en un accidente de coche dos años atrás y no tenía hijos. No era guapo en el sentido estricto del término, como podía serlo una estrella de cine, pero tenía una sonrisa cálida. Esa noche llevaba un traje azul, el uniforme habitual de un político, pero era el único hombre de la sala con la camisa desabotonada a la altura del cuello. Rebecca quería hacer el amor con él, se moría de ganas. Y al mismo tiempo le daba miedo hacerlo.
La reunión llegó a su fin y, tal como se figuraba, Claus le preguntó si quería reunirse con él en el Yacht Bar, un local tranquilo del puerto deportivo, lejos del consistorio. Se dirigieron allí en coches separados.
El bar era pequeño y oscuro, más bullicioso durante el día, cuando lo frecuentaban los dueños de los veleros, pero tranquilo y casi desierto a esas horas. Claus pidió una cerveza, mientras que Rebecca pidió una copa de vino espumoso.
—Le he contado lo nuestro a mi marido —dijo en cuanto se hubieron sentado.
Claus se sorprendió.
—¿Por qué? —exclamó. Luego añadió—: Aunque no es que haya mucho que contar.
Sin embargo, parecía sentirse culpable de todos modos.
—No puedo mentirle a Bernd —dijo ella—. Lo amo.
—Y es obvio que tampoco puedes mentirme a mí —señaló Claus.
—Lo siento.
—No tienes por qué disculparte, sino todo lo contrario. Gracias por ser sincera. Te lo agradezco de corazón. —Claus parecía abatido, y además del resto de sus emociones, Rebecca se sintió complacida al ver que le gustaba lo bastante como para estar tan decepcionado—. Y si se lo has confesado a tu marido, ¿por qué estás aquí conmigo ahora? —añadió Claus con tristeza.
—Bernd me ha dado permiso para seguir adelante —dijo.
—¿Tu marido quiere que me beses?
—Quiere que sea tu amante.
—Eso es enfermizo. ¿Tiene que ver con su parálisis?
—No —mintió ella—. Las circunstancias de Bernd no interfieren para nada con nuestra vida sexual.
Esa era la historia que le había contado a su madre y a otras mujeres con las que tenía confianza. Las había engañado por Bernd, pues sentía que sería humillante para él que la gente supiera la verdad.
—Bueno —dijo Claus—, pues si este es mi día de suerte, ¿nos vamos directamente a mi casa?
—No tengas prisa, si no te importa.
Él puso la mano sobre la de ella.
—Es normal que estés nerviosa.
—No he hecho esto muchas veces, la verdad.
Claus sonrió.
—Eso no es nada malo, ¿sabes? Aunque estemos viviendo en la era del amor libre.
—Me acosté con dos chicos en la universidad. Luego me casé con Hans, que resultó ser un espía de la policía secreta. Después me enamoré de Bernd y nos escapamos juntos. Ya está, esa es toda mi vida amorosa.
—Hablemos de otra cosa un rato —propuso él—. ¿Tus padres siguen todavía en el Este?
—Sí, nunca obtendrán permiso para salir. Cuando te conviertes en enemigo de alguien como Hans Hoffmann, mi primer marido, él nunca olvida.
—Debes de echarlos mucho de menos.
No había palabras capaces de expresar lo mucho que añoraba a su familia. Los comunistas habían bloqueado todas las llamadas a Occidente el día que se levantó el Muro, por lo que ni siquiera podía hablar con sus padres por teléfono. Lo único que tenía eran cartas … abiertas y leídas por la Stasi, cartas que casi siempre llegaban con retraso, a menudo censuradas, y cualquier cosa de valor que contuvieran habría sido robada por la policía. Unas cuantas fotos habían pasado la censura y Rebecca las tenía junto a su cama: su padre, con el pelo cada vez más lleno de canas; su madre, cada vez más gruesa, y Lili convirtiéndose en una preciosa mujercita.
—Pero háblame de ti —dijo ella en lugar de tratar de explicarle su dolor—. ¿Qué hiciste tú en la guerra?
—No mucho, salvo morirme de hambre, como la mayoría de los niños —explicó—. La casa vecina quedó destruida y todos sus ocupantes murieron, pero nosotros salimos ilesos. Mi padre es perito de la propiedad y bienes inmuebles; pasó gran parte de la guerra evaluando los daños ocasionados por las bombas y asegurándose de que la construcción de edificios era segura.
—¿Tienes hermanos?
—Un hermano y una hermana. ¿Y tú?
—Mi hermana, Lili, sigue todavía en el Berlín oriental. Mi hermano, Walli, escapó poco después que yo. Toca la guitarra en un grupo llamado Plum Nellie.
—¿Ese Walli? ¿Es tu hermano?
—Sí. Yo estaba presente cuando nació, en el suelo de la cocina, que era la única habitación caliente en la casa. Toda una experiencia para una chica de catorce años.
—Así que escapó.
—Y se vino a vivir conmigo aquí, a Hamburgo. Se unió al grupo cuando actuaban en un club de mala muerte de Reeperbahn.
—Y ahora es una estrella del pop. ¿Lo ves a menudo?
—Por supuesto. Cada vez que Plum Nellie viene a tocar a la Alemania Occidental.
—¡Qué emocionante! —Claus miró su vaso y vio que estaba vacío—. ¿Quieres más espumoso?
Rebecca sintió una opresión en el pecho.
—No, gracias, me parece que no.
—Escucha —dijo Claus—. Hay algo que quiero que entiendas. Me muero de ganas de hacer el amor contigo, pero sé que te sientes indecisa. Recuerda simplemente que puedes cambiar de opinión en cualquier momento. No quiero que pienses que no hay vuelta atrás. Si te sientes incómoda, dilo y ya está. No voy a enfadarme ni a insistir, te lo prometo. No me gustaría pensar que te estoy empujando a hacer algo para lo que no estás lista.
Era justo lo que ella necesitaba oír, y Rebecca sintió que se aliviaba la tensión. Tenía miedo de llegar hasta el final y darse cuenta de que se había equivocado sin posibilidad de rectificar o echarse atrás. La promesa de Claus la tranquilizó.
—Vámonos —dijo ella.
Subieron a los coches y Rebecca siguió a Claus. Mientras conducía, sintió una especie de euforia salvaje: estaba a punto de entregarse a él. Se imaginó su cara mientras se despojaba de la blusa; llevaba un sujetador nuevo, negro y con encaje. Pensó en cómo se iban a besar, con verdadero frenesí al principio y más amorosamente después. Imaginó el suspiro que exhalaría él cuando ella engullese su pene con la boca. Rebecca sentía que nunca había deseado algo con tanta intensidad, y tuvo que apretar los dientes con fuerza para reprimir un grito de impaciencia.
Claus tenía un pequeño apartamento en un edificio moderno. Mientras subían en el ascensor, a Rebecca la asaltaron las dudas de nuevo. ¿Y si a él no le gustaba lo que veía cuando ella se quitara la ropa? A sus treinta y siete años ya no tenía los pechos firmes y la piel perfecta de la adolescencia. ¿Y si él escondía un lado oscuro? Podía sacar unas esposas y un látigo, y luego cerrar la puerta con llave …
Se dijo que no debía seguir pensando esas tonterías. Tenía la capacidad de cualquier mujer para saber cuándo estaba con un «rarito», y Claus era maravillosamente normal. De todos modos, sintió cierta aprensión cuando él abrió la puerta del apartamento y la invitó a entrar.
Era la típica casa habitada por un hombre, un poco desangelada y sin elementos decorativos, con unos muebles funcionales a excepción de un televisor enorme y un tocadiscos de aspecto caro.
—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí? —preguntó Rebecca.
—Un año.
Como había imaginado, no era la casa que había compartido con su difunta esposa.
Desde luego, era evidente que tenía planeado lo que iba a hacer a continuación. Desplazándose por la sala con rapidez, encendió la chimenea de gas, puso un cuarteto de cuerda de Mozart en el plato giradiscos y preparó una bandeja con una botella de schnapps, dos vasos y un platito de frutos secos salados.
Se sentaron juntos en el sofá.
Quiso preguntarle a cuántas chicas más había seducido en aquel sofá. Era una pregunta sumamente indiscreta, pero sentía curiosidad. ¿Disfrutaba Claus de su condición de soltero o ansiaba volver a casarse? Otra pregunta que no iba a formularle.
Claus sirvió las bebidas y ella tomó un sorbo solo por hacer algo.
—Si nos besamos ahora —dijo él—, saborearemos el licor en la lengua del otro.
Ella sonrió.
—Está bien.
Él se inclinó hacia ella.
—Es que no me gusta malgastar el dinero —murmuró.
—Me alegro mucho de que seas tan ahorrador —repuso Rebecca.
Durante unos minutos no pudieron besarse de lo mucho que se estaban riendo.
Y entonces, por fin, lo hicieron.
A todos les pareció una locura que Cameron Dewar invitara a Richard Nixon a hablar en Berkeley. Era el campus universitario más radical del país. Iban a crucificar a Nixon, decían. Habría altercados en las calles y se armaría una revuelta en la universidad. A Cam no le importaba.
Él pensaba que Nixon era la única esperanza para su país. Era un candidato fuerte y decidido. La gente decía que era un hombre taimado y sin escrúpulos, pero ¿y qué? Estados Unidos necesitaba un líder. Dios mediante, no podía ser presidente un hombre como Bobby Kennedy, que siempre se preguntaba, una y otra vez, lo que estaba bien y lo que estaba mal. El siguiente líder tenía que destruir a los alborotadores en los guetos y al Vietcong en la jungla, y no hurgar en su propia conciencia.
En su carta a Nixon, Cam decía que los liberales y los criptocomunistas del campus acaparaban toda la atención de los medios de izquierdas, pero que en realidad la mayoría de los estudiantes eran conservadores y respetuosos con la ley, y que habría una afluencia masiva para ver a Nixon.
La familia de Cam estaba furiosa. Tanto su abuelo como su bisabuelo habían sido senadores demócratas, sus padres siempre habían votado al Partido Demócrata, y su hermana estaba tan indignada que apenas podía hablarle.
—¿Cómo puedes hacer campaña por la injusticia, la falta de honradez y la guerra? —preguntó Beep.
—No hay justicia sin orden en las calles, y no habrá paz mientras vivamos bajo la amenaza del comunismo internacional.
—¿Se puede saber en qué país has vivido tú estos últimos años?
¡Cuando los negros se manifestaban pacíficamente los atacaban con porras y les echaban los perros! ¡El gobernador Reagan elogia a la policía por golpear a los manifestantes universitarios!
—Siempre estás en contra de la policía.
—No, no es verdad. Estoy en contra de los criminales. Los policías que pegan a manifestantes son delincuentes y deberían ir a la cárcel.
—¿Lo ves? Por eso apoyo a hombres como Nixon y Reagan, porque sus opositores quieren meter a los policías en la cárcel en lugar de encerrar a los alborotadores.
Cam se llevó una alegría cuando el vicepresidente Hubert Humphrey declaró que se presentaría a la candidatura demócrata. Humphrey había sido el perrito faldero de Johnson durante cuatro años, y nadie confiaría en que pudiese ganar la guerra o negociar la paz, por lo que era poco probable que saliese elegido, pero podía estropearle la victoria a Bobby Kennedy, mucho más peligroso.
La carta de Cam a Nixon obtuvo respuesta de uno de los miembros del equipo de campaña, John Ehrlichman, proponiéndole una reunión, y Cam estaba encantado. Quería trabajar en política y tal vez aquel fuera un buen comienzo.
Ehrlichman era el hombre de confianza de Nixon y el encargado de ultimar los detalles de la organización de sus mítines. Su metro ochenta y ocho de estatura era intimidante, tenía las cejas negras y entradas prominentes.
—A Dick le ha encantado su carta —dijo.
Habían quedado en una aromática cafetería de Telegraph Avenue y se sentaron fuera, en la terraza, bajo un árbol con hojas nuevas, viendo a los estudiantes pasar en bicicleta bajo el sol.
—Un buen lugar para estudiar —comentó Ehrlichman—. Yo fui a la UCLA.
A continuación hizo a Cam montones de preguntas, pues estaba intrigado por sus antepasados demócratas.
—Mi abuela fue la directora de un periódico llamado Buffalo Anarchist —admitió Cam.
—Es una señal de que Estados Unidos es un país cada vez más conservador —señaló Ehrlichman.
Cam sintió un gran alivio al comprobar que su familia no iba a ser un obstáculo para hacer carrera en el Partido Republicano.
—Dick no hablará en el campus de Berkeley —dijo Ehrlichman—. Es demasiado arriesgado.
Cam se llevó una decepción. Pensó que el asesor de Nixon se equivocaba, pues el acontecimiento podía ser un gran éxito.
Cuando estaba a punto de objetar a aquella decisión, Ehrlichman se le adelantó.
—Pero quiere que fundes un grupo que se llame «Estudiantes de Berkeley a favor de Nixon». Así demostraremos que no todos los jóvenes se dejan engañar por Gene McCarthy ni beben los vientos por Bobby Kennedy.
Cam se sintió muy halagado por que el especialista en la campaña presidencial lo tomara tan en serio y rápidamente accedió a hacer lo que le pedía Ehrlichman.
Su mejor amigo en el campus era Jamie Mulgrove, quien al igual que Cam se había especializado en Filología Rusa y era miembro de los Jóvenes Republicanos. Anunciaron la formación del grupo y consiguieron un poco de publicidad en The Daily Californian, el periódico universitario, aunque solo diez personas se unieron a él.
Cam y Jamie organizaron un mitin a la hora del almuerzo para captar a más miembros. Con la ayuda de Ehrlichman, Cam consiguió que tres representantes destacados del Partido Republicano de California participaran como oradores y reservó una sala con capacidad para doscientas cincuenta personas.
Envió una nota de prensa y en esa ocasión obtuvo una respuesta más amplia por parte de periódicos y emisoras de radio locales, intrigados por la idea peregrina de que los estudiantes de Berkeley pudieran ofrecer apoyo a Nixon. Varios publicaron artículos sobre el mitin y se comprometieron a enviar a sus reporteros.
Sharon McIsaac, del San Francisco Examiner, llamó a Cam.
—¿Cuántos miembros tienen hasta ahora? —preguntó.
Cam reaccionó con una aversión instintiva a su tono agresivo de voz.
—No puedo decírselo —contestó—. Esto es como un secreto militar. Antes de una batalla nadie deja que el enemigo sepa cuántas armas tiene.
—Entonces eso significa que no muchos —repuso ella con sarcasmo.
El mitin se estaba perfilando como un acontecimiento mediático a pequeña escala.
Por desgracia, no habían conseguido vender todas las entradas.
Podrían haberlas regalado, pero era una maniobra arriesgada, pues cabía la posibilidad de que atrajesen a estudiantes de izquierdas que armaran alboroto y sabotearan el acto.
Cam seguía creyendo que miles de estudiantes eran conservadores, pero se dio cuenta de que no estaban dispuestos a admitirlo con el ambiente que imperaba ese día. Eso era de cobardes, pero la política no importaba demasiado a la mayoría de la gente, ya lo sabía.
¿Qué iba a hacer?
El día antes del mitin todavía le quedaban más de doscientas entradas … y Ehrlichman lo telefoneó.
—Solo llamaba a ver qué tal, Cam —dijo—. ¿Cómo se presenta lo de mañana?
—Va a ir de maravilla, John —mintió él.
—¿Ha despertado el interés de la prensa?
—Sí, de algunos medios. Espero que acudan unos cuantos periodistas.
—¿Has vendido muchas entradas?
Era casi como si Ehrlichman pudiese leerle la mente a través del teléfono.
Cam había quedado atrapado en su propio engaño y ya no podía dar marcha atrás.
—Solo quedan unas cuantas por vender y ya las habremos agotado.
Con un poco de suerte, Ehrlichman nunca llegaría a saber nada.
Sin embargo, en ese momento Ehrlichman dejó caer su bomba:
—Mañana estaré en San Francisco, así que me acercaré a veros.
—¡Genial! —exclamó Cam sintiendo que se le caía el mundo encima.
—Nos vemos mañana, entonces.
Esa misma tarde, después de una clase sobre Dostoievski, Cam y Jamie se quedaron en el aula magna dándole vueltas al asunto para tratar de hallar una solución. ¿Dónde iban a encontrar a doscientos estudiantes republicanos?
—No tienen que ser estudiantes de verdad —dijo Cam.
—Pero no queremos que la prensa salga diciendo que el mitin estaba lleno de figurantes —repuso Jamie con ansiedad.
—No serán figurantes, solo republicanos que no son estudiantes.
—Sigo pensando que es arriesgado.
—Ya lo sé, pero es mejor que un fracaso.
—¿De dónde vamos a sacar a tanta gente?
—¿Tienes el número de teléfono de los Jóvenes Republicanos de Oakland?
—Sí.
Fueron a una cabina de teléfono y Cam llamó al número.
—Necesito doscientas personas para que el acto parezca un éxito —confesó.
—Veré lo que puedo hacer —dijo el interlocutor.
—Pero dígales que no hablen con los periodistas. No queremos que la prensa descubra que los Estudiantes de Berkeley a favor de Nixon se componen principalmente de miembros que no son estudiantes.
—¿Eso no es hacer trampa? —dijo Jamie cuando Cam colgó.
—¿Qué quieres decir?
Cam sabía muy bien lo que quería decir, pero no pensaba admitirlo. No estaba dispuesto a poner en peligro su gran oportunidad con Ehrlichman solo por una mentirijilla de nada.
—Pues que le estamos diciendo a la gente que los estudiantes de Berkeley apoyan a Nixon, pero es mentira —repuso Jamie.
—¡Pero ahora no podemos echarnos atrás!
Cameron temía que Jamie quisiese cancelar todo el plan.
—No, supongo que no —respondió Jamie, dubitativo.
Cam pasó la mañana siguiente en un estado de suspense. A las doce y media solo había siete personas en la sala. Cuando llegaron los oradores, Cam se los llevó a una habitación contigua y les ofreció café y galletas horneadas por la madre de Jamie. A la una menos cuarto el lugar todavía estaba casi desierto, pero entonces, a la una menos diez, empezó a llegar gente. A la una la sala estaba casi llena y Cam respiró con alivio.
Invitó a Ehrlichman a presidir la reunión.
—No —contestó Ehrlichman—. Es mejor que lo haga un estudiante.
Cam presentó a los oradores, pero apenas escuchó lo que decían. Su discurso fue un éxito y Ehrlichman quedó impresionado, pero las cosas todavía podían torcerse.
Al final hizo un resumen y dijo que el éxito de aquel mitin era una prueba del rechazo de los estudiantes a las manifestaciones, el liberalismo y las drogas. Sus palabras cosecharon una entusiasta ronda de aplausos.
Cuando terminó, estaba impaciente por que se fueran todos.
La reportera Sharon McIsaac estaba allí. Tenía un aspecto desafiante, y a Cam le recordó a Evie Williams, que había rechazado su amor adolescente. Sharon estaba haciéndoles preguntas a los estudiantes. Una pareja se negó a hablar con ella y acto seguido, para alivio de Cam, la reportera acorraló a uno de los pocos republicanos auténticos de Berkeley. Para cuando terminó la entrevista, el resto del público ya se había marchado.
A las dos y media, Cam y Ehrlichman estaban en una sala vacía.
—Bien hecho —dijo el asesor de Nixon—. ¿Estás seguro de que toda esa gente eran estudiantes?
Cam vaciló antes de contestar.
—¿Quiere una respuesta oficial o extraoficial?
Ehrlichman se echó a reír.
—Escucha —dijo—, cuando termine el semestre, ¿querrás venir a trabajar en la campaña presidencial de Dick? Nos vendría bien un tipo como tú.
Cam sintió que se le aceleraba el corazón.
—Me encantaría —dijo.
Dave estaba en Londres, en la casa de sus padres en Great Peter Street, cuando Fitz llamó a la puerta.
La familia estaba en la cocina: Lloyd, Daisy y Dave; Evie se encontraba en Los Ángeles. Eran las seis, la hora a la que los niños solían cenar —ellos lo llamaban «tomar el té»— cuando eran pequeños. En aquellos tiempos sus padres siempre se sentaban un rato con ellos a hablar del día antes de salir por la noche, por lo general a alguna reunión política. Daisy fumaba y Lloyd a veces preparaba un cóctel. El hábito de reunirse en la cocina a esa hora para charlar había perdurado hasta mucho después de que los niños fueran demasiado mayores para tomar su «té» de la cena.
Dave estaba hablando con sus padres de su ruptura con Beep cuando la criada entró y anunció:
—Es el conde Fitzherbert.
Dave vio que su padre se ponía tenso.
Daisy puso la mano en el brazo de Lloyd.
—Tranquilo, todo irá bien —dijo.
A Dave lo devoraba la curiosidad. Ya sabía que el conde había seducido a Ethel cuando ella era su ama de llaves, y que Lloyd era el fruto ilegítimo de su relación. También sabía que Fitz se había negado airadamente a reconocer a Lloyd como hijo suyo durante más de medio siglo. Entonces, ¿qué estaba haciendo allí el conde esa noche?
Fitz entró en la cocina apoyándose sobre dos bastones.
—Mi hermana, Maud, ha muerto —dijo.
Daisy se levantó de golpe.
—Siento mucho oír eso, Fitz —se lamentó—. Venga y siéntese. —Lo tomó del brazo.
El conde, sin embargo, titubeó y miró a Lloyd.
—No tengo derecho a sentarme en esta casa —dijo.
Era evidente para Dave que la humildad no era una de las cualidades innatas de Fitz.
Lloyd estaba conteniendo unas emociones muy intensas. Aquel era el padre que lo había rechazado toda su vida.
—Siéntese, por favor —dijo Lloyd con aire tenso.
Dave acercó una silla de la cocina y Fitz se sentó a la mesa.
—Voy a ir a su entierro —anunció—, dentro de dos días.
—Vivía en la Alemania Oriental, ¿no es así? —preguntó Lloyd—. ¿Cómo se ha enterado de su muerte?
—Maud tiene una hija, Carla. Ella llamó por teléfono a la embajada británica en el Berlín oriental. Han tenido la amabilidad de llamarme para darme la noticia. Fui ministro del Foreign Office hasta 1945, y me alegra decir que eso aún cuenta para algo.
Sin que nadie se lo pidiera, Daisy sacó una botella de whisky de un armario, sirvió dos dedos en un vaso y lo puso delante de Fitz con una pequeña jarra de agua del grifo. Fitz añadió un poco de agua al whisky y bebió un sorbo.
—Muy detallista por tu parte que te acuerdes todavía, Daisy —dijo.
Dave recordó que Daisy había vivido con Fitz durante un tiempo, cuando estaba casada con su hijo, Boy Fitzherbert, por eso sabía cómo le gustaba el whisky al conde.
—Lady Maud era la mejor amiga de mi difunta madre —dijo Lloyd, ya un poco menos tenso—. La última vez que la vi fue cuando mamá me llevó a Berlín en 1933. En esa época Maud era periodista y escribía artículos que molestaban a Hitler.
—No he visto a mi hermana ni hablado con ella desde 1919 —explicó el conde—. Estaba enfadado con ella por haberse casado sin mi permiso, y con un alemán, además, y pasé casi cincuenta años sin hablarle. —Su rostro ajado y desvaído reflejaba una profunda tristeza—. Ahora es demasiado tarde para perdonarla. ¡Qué tonto he sido! —Miró directamente a Lloyd—. Un tonto con eso y con otras cosas.
Lloyd hizo una breve inclinación con la cabeza, una forma tácita de reconocimiento.
Dave miró a su madre de reojo. Sentía que acababa de suceder algo importante y su expresión se lo confirmó. La tristeza de Fitz era tan profunda que apenas tenía palabras para expresarla, pero se había acercado todo lo que era capaz a una disculpa.
Costaba trabajo imaginar que aquel débil anciano se hubiese visto arrastrado alguna vez por las olas impetuosas de la pasión, pero Fitz había amado a Ethel, y Dave sabía que esta había sentido lo mismo por él, pues se lo había oído decir en voz alta. Fitz había rechazado a su hijo y, después de toda una vida renegando de él, de pronto echaba la vista atrás y comprendía lo mucho que había perdido. Era insoportablemente triste.
—Iré con usted —dijo Dave de forma impulsiva.
—¿Cómo?
—Al funeral. Voy a ir a Berlín con usted.
Dave no estaba seguro de por qué quería hacer aquello, salvo que intuía que podía tener un efecto reparador.
—Eres muy amable, joven Dave —dijo Fitz.
—Eso sería maravilloso, Dave —intervino Daisy.
Dave miró a su padre, nervioso por que Lloyd no diese su aprobación, pero, asombrosamente, había lágrimas en los ojos de Lloyd.
Al día siguiente Dave y Fitz volaron a Berlín. Pasaron la noche en un hotel del sector Oeste.
—¿Le importa si lo llamo Fitz? —dijo Dave durante la cena—. Siempre llamábamos «abuelo» a Bernie Leckwith, a pesar de que sabíamos que era el padrastro de mi padre. Y de niño nunca llegué a conocerlo a usted, así que parece un poco tarde para cambiar ahora.
—No estoy en situación de decirte cómo debes llamarme —respondió Fitz—. Además, de todos modos, de verdad que no me importa.
Hablaron de política.
—Nosotros, los conservadores, teníamos razón con respecto al comunismo —comentó Fitz—. Dijimos que no funcionaría, y no funciona, pero estábamos equivocados con la socialdemocracia. Cuando Ethel decía que debíamos dar a todo el mundo educación y atención sanitaria gratuitas y también un seguro de desempleo, yo le contestaba que vivía en un mundo de fantasía. Pero mira ahora: todo por lo que ella hizo campaña ha salido adelante, e Inglaterra sigue siendo Inglaterra.
Fitz tenía una capacidad admirable para admitir sus errores, pensó Dave. Era evidente que el conde no había sido siempre así, pues sus peleas con su familia habían durado décadas. Tal vez era una cualidad que se adquiría con la vejez.
A la mañana siguiente, un Mercedes negro con chófer, solicitado por la secretaria de Dave, Jenny Pritchard, estaba esperándolos para llevarlos al otro lado de la frontera, al Este.
Llegaron a Checkpoint Charlie.
Atravesaron una barrera y entraron en una nave de grandes dimensiones donde tuvieron que entregar sus pasaportes. Luego les pidieron que esperaran.
El guardia fronterizo que les había pedido los pasaportes se fue. Al cabo de un rato un hombre alto y encorvado, vestido con ropa de civil, les ordenó salir de su Mercedes y seguirle.
El hombre iba delante, pero entonces miró atrás, irritado por la lentitud de Fitz.
—Por favor, dese prisa —dijo en inglés.
Dave recordó el alemán que había aprendido en la escuela y mejorado durante su estancia en Hamburgo.
—Mi abuelo es mayor —protestó, indignado.
Fitz habló en voz baja.
—No discutas —indicó a Dave—. Ese cabrón arrogante está con la Stasi. —Dave enarcó una ceja: no había oído a Fitz usar palabras malsonantes hasta entonces—. Son como el KGB, solo que no tienen tan buen corazón —añadió el conde.
Los condujeron a un despacho austero, amueblado únicamente con una mesa metálica y unas sillas de madera rígidas. No les pidieron que se sentaran, pero Dave le acercó una silla a Fitz, quien, agradecido, se desplomó sobre ella.
El hombre alto hablaba en alemán a un intérprete, que fumaba cigarrillos mientras traducía las preguntas.
—¿Por qué quieren entrar en la Alemania del Este?
—Para asistir al funeral de un familiar cercano. Tendrá lugar a las once de la mañana —respondió Fitz. Miró su reloj de pulsera, un Omega de oro—. Ahora son las diez. Espero que este trámite no nos lleve mucho tiempo.
—Estaremos aquí el tiempo que sea necesario. ¿Cómo se llamaba su hermana?
—¿Por qué lo pregunta?
—Dice que desea asistir al funeral de su hermana. ¿Cómo se llamaba?
—Le he dicho que quería asistir al funeral de un pariente cercano. No he dicho que fuese mi hermana. Es evidente que ya lo saben todo al respecto.
Dave se dio cuenta de que el agente de la policía secreta los estaba esperando. Le costaba imaginar por qué.
—Responda a la pregunta. ¿Cómo se llamaba su hermana?
—Era frau Maud von Ulrich, como sus espías, obviamente, ya le habrán informado.
Dave advirtió que Fitz se estaba poniendo cada vez más furioso e infringía su propia regla de decir cuanto menos, mejor.
—¿Cómo es posible que lord Fitzherbert tenga una hermana alemana?
—Mi hermana se casó con un amigo mío llamado Walter von Ulrich, diplomático alemán en Londres. Fue asesinado por la Gestapo durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué hizo usted en la guerra?
Por la expresión de ira en el rostro del hombre alto, Dave vio que había entendido lo que decía, pero no respondió a la pregunta. En lugar de eso se volvió hacia Dave.
—¿Dónde está Walli Franck?
Dave se quedó perplejo.
—Pues claro que lo sabe. Pertenece a su grupo de música.
—El grupo se ha disuelto. Hace meses que no veo a Walli. No sé dónde está.
—Eso no tiene credibilidad. Son ustedes compañeros.
—A veces los compañeros se pelean.
—¿Cuál ha sido el motivo de su pelea?
—Diferencias en el terreno personal y musical.
En realidad las diferencias habían sido únicamente personales. Dave y Walli nunca habían tenido diferencias en cuanto a su concepto de la música.
—Sin embargo, ahora desea asistir al funeral de la abuela de este.
—También era mi tía abuela.
—¿Dónde vio a Walli Franck por última vez?
—En San Francisco.
—La dirección, por favor.
Dave vaciló antes de contestar. Aquello empezaba a resultar desagradable.
—Conteste, por favor. Las autoridades buscan a Walli Franck por asesinato.
—Lo vi por última vez en el parque Buena Vista. Eso está en Haight Street. No sé dónde vive.
—¿Se da cuenta usted de que obstruir a la policía en el ejercicio de sus funciones constituye un delito?
—Por supuesto.
—¿Y de que si comete un delito en la Alemania del Este puede ser detenido, juzgado y encerrado en la cárcel aquí?
De pronto Dave se sintió asustado, pero trató de mantener la calma.
—Y entonces millones de admiradores de todo el mundo exigirían mi puesta en libertad.
—No se les permitirá que interfieran con la justicia.
Fitz decidió intervenir en ese momento.
—¿Está seguro de que sus camaradas de Moscú van a ver con buenos ojos su ocurrencia de provocar un incidente diplomático internacional de primer orden por esto?
El hombre alto rió con desdén, pero su risa no fue convincente.
Dave tuvo un destello de intuición.
—Es usted Hans Hoffmann, ¿no es así?
El intérprete no tradujo aquellas palabras, sino que se apresuró a decir:
—Su nombre no es de su incumbencia.
Sin embargo, Dave supo por la cara del hombre alto que había dado en el clavo con su corazonada.
—Walli me habló de usted. Su hermana lo echó de su vida y lleva vengándose de su familia desde entonces.
—Limítese a responder a la pregunta.
—¿Forma esto parte de su venganza? ¿Hostigar a dos hombres inocentes que van de camino a un funeral? ¿Es esa la clase de gente que son ustedes, los comunistas?
—Esperen aquí, por favor.
Hans y su intérprete salieron de la habitación, y Dave oyó desde el otro lado de la puerta el ruido de un cerrojo al cerrarse.
—Lo siento —se lamentó Dave—. Por lo que parece, todo esto es por Walli. Le habría ido mucho mejor si hubiese venido usted solo.
—No es culpa tuya. Solo espero que no nos perdamos el funeral. —Fitz sacó su cigarrera—. Tú no fumas, ¿verdad, Dave?
Dave negó con la cabeza.
—Bueno, al menos no fumo tabaco.
—La marihuana es mala para la salud.
—¿Y entiendo entonces que los puros, en cambio, sí son buenos para la salud?
Fitz sonrió.
—Touché.
—Ya he tenido la misma discusión con mi padre. Él bebe whisky. Ustedes los parlamentarios tienen una política clara: todas las drogas peligrosas son ilegales, salvo las que les gustan. Y luego se quejan de que los jóvenes no los escuchen.
—Tienes razón, por supuesto.
Era un cigarro enorme y Fitz se lo fumó entero y dejó caer la colilla en un cenicero de estaño repujado. El reloj señalaba las once pasadas. Se habían perdido el funeral para el que habían ido expresamente en avión desde Londres.
A las once y media la puerta se abrió de nuevo. Hans Hoffmann apareció en el umbral.
—Tienen permiso para entrar en la Alemania del Este —anunció con una sonrisa, y luego desapareció.
Dave y Fitz encontraron su coche.
—Será mejor que vayamos directos a la casa, ya mismo —dijo Fitz, y le dio la dirección al conductor.
Recorrieron Friedrichstrasse hacia Unter den Linden. Los viejos edificios gubernamentales se conservaban en buen estado, pero las aceras estaban desiertas.
—Dios santo … —exclamó Fitz—. Esta antes era una de las calles comerciales más concurridas de Europa. Mírala ahora. Es como estar en Merthyr Tydfil un lunes cualquiera.
El coche se detuvo frente a una casa en mejores condiciones que las contiguas.
—Parece que a la hija de Maud le va mejor que a sus vecinos —comentó Fitz.
—El padre de Walli es propietario de una fábrica de televisores en Berlín Oeste —explicó Dave—. Se las arregla para dirigirla desde aquí, de algún modo. Supongo que la fábrica aún funciona y les da dinero.
Entraron en la casa y se hicieron las presentaciones de rigor: los padres de Walli eran Werner y Carla, un hombre apuesto y una mujer normal con facciones muy marcadas. Su hermana, Lili, tenía diecinueve años y era muy atractiva; no se parecía en nada a Walli. Dave sentía curiosidad por conocer a Karolin, que tenía el pelo largo y claro, con la raya en medio. Con ella estaba Alice, que había inspirado la canción de Walli, una tímida niña de cuatro años con un lazo negro en el pelo en señal de luto. El marido de Karolin, Odo, era un poco mayor, debía de tener unos treinta años. Llevaba el pelo largo, a la moda, pero también lucía un alzacuellos.
Dave explicó por qué no habían asistido al funeral. Mezclaban ambos idiomas todo el tiempo, aunque los alemanes hablaban mejor inglés que los ingleses alemán. Dave percibió que la actitud que mostraba la familia hacia Fitz era equívoca, aunque no dejaba de ser comprensible: después de todo, había sido muy duro con Maud, y su hija podía pensar que ya era demasiado tarde para hacer las paces. Sin embargo, también era demasiado tarde para reproches, de modo que nadie mencionó los cincuenta años de distanciamiento.
Una decena de amigos y vecinos que habían asistido al funeral estaban tomado café y algún refrigerio servidos por Carla y Lili. Dave habló con Karolin sobre guitarras. Resultó que ella y Lili eran auténticas estrellas en los circuitos contestatarios y clandestinos. No les permitían grabar discos porque sus canciones hablaban sobre la libertad, pero la gente grababa en cintas sus actuaciones y se las prestaban entre sí. En cierto modo se parecía a las publicaciones samizdat de la Unión Soviética. Hablaron de las cintas de casete, un nuevo formato más cómodo, aunque con mala calidad de sonido. Dave se ofreció a enviarle a Karolin algunas casetes y una pletina, pero ella le dijo que solo conseguiría que se los quedase la policía secreta.
Dave había dado por sentado que Karolin sería una mujer dura e insensible por haber roto su relación con Walli y casarse con Odo, pero para su sorpresa le cayó bien. Parecía amable e inteligente. Hablaba de Walli con mucho afecto y quería saberlo todo sobre su vida.
Dave le contó que él y Walli se habían peleado, y Karolin se quedó conmocionada con la historia.
—No es propio de él —dijo—. Walli no ha sido nunca de los que van tonteando por ahí. Todas las chicas se volvían locas por él, y podría haberse liado con una distinta cada fin de semana, pero nunca lo hizo.
Dave se encogió de hombros.
—Ha cambiado.
—¿Y qué hay de tu ex prometida? ¿Cómo se llama?
—Ursula, pero todos la llaman Beep. Para serte sincero, no es de extrañar que no me fuera fiel. Es un poco salvaje. Precisamente eso forma parte de su atractivo.
—Creo que todavía sientes algo por ella.
—Estaba loco por ella. —Dave respondió con una evasiva porque no sabía qué sentía en ese momento.
Estaba enfadado con Beep, enfurecido por su traición, pero si ella quisiera volver con él, no estaba seguro de cuál sería su propia reacción.
Fitz se acercó a donde los dos estaban sentados.
—Dave —dijo—, me gustaría ver la tumba antes de regresar al Berlín occidental. ¿Te importa?
—Por supuesto que no. —Dave se puso de pie—. Creo que será mejor que nos vayamos pronto.
—Si llegas a hablar con Walli —le dijo Karolin a Dave—, por favor, dile que le mando todo mi cariño. Dile que ansío el día en que pueda conocer a Alice. Se lo contaré todo sobre su padre cuando tenga edad suficiente.
Todos tenían mensajes para Walli: Werner, Carla y Lili. Dave supuso que tendría que hablar con Walli aunque solo fuese para transmitírselos.
—Debería llevarse usted algo de Maud —le dijo Carla a Fitz cuando se iban.
—Me encantaría.
—Hay algo que será perfecto.
Desapareció un momento y regresó con un viejo álbum de fotos con tapas de cuero. Fitz lo abrió. Las fotografías eran todas en blanco y negro, algunas sepia, muchas desvaídas. Todas llevaban al pie una pequeña anotación con letra clara y elegante, seguramente de Maud. La más antigua se había tomado en una enorme mansión. Dave leyó el pie de foto: «Tŷ Gwyn, 1905». Era la casa de campo de los Fitzherbert, reconvertida ya en Escuela de Formación Profesional de Aberowen.
Al ver las fotos de él y Maud cuando eran jóvenes, Fitz se puso a llorar. Las lágrimas resbalaron por la piel de pergamino de su rostro surcado de arrugas y le empaparon el cuello de la camisa, blanca e inmaculada.
—Los buenos tiempos se van para no volver nunca más —dijo hablando con dificultad.
Se despidieron. El chófer los llevó a un gigantesco cementerio municipal de aspecto muy frío y crudo, y allí encontraron la tumba de Maud. Ya habían cubierto la fosa con tierra, formando un pequeño montículo que, tristemente, tenía el tamaño y la forma aproximada de un ser humano. Permanecieron de pie uno al lado del otro durante unos minutos, sin decir nada. El único sonido era el canto de los pájaros.
Fitz se enjugó el rostro con un pañuelo blanco grande.
—Vamos —dijo.
Los detuvieron de nuevo en el puesto de control. Hans Hoffmann, con cara sonriente, observaba la escena mientras los guardias los registraban a conciencia, a ellos y a su coche.
—¿Qué es lo que buscan? —preguntó Dave—. ¿Por qué íbamos a sacar algo de contrabando de la Alemania Oriental? ¡Aquí no tienen nada que alguien pueda querer!
Nadie contestó.
Un oficial uniformado sacó el álbum de fotos y se lo entregó a Hoffmann, que lo hojeó con aire distraído.
—Esto tendrá que ser examinado por nuestro departamento forense —dijo.
—Por supuesto —contestó Fitz con tristeza.
No les quedó más remedio que marcharse sin él.
Cuando se alejaban con el coche, Dave miró atrás y vio a Hans tirar el álbum a un cubo de basura.
George Jakes voló de Portland a Los Ángeles para reunirse con Verena con un anillo de diamantes en el bolsillo.
Había estado de gira con Bobby Kennedy y no había visto a Verena desde el funeral de Martin Luther King en Atlanta, siete semanas antes.
George estaba destrozado por el asesinato del líder negro. El doctor King había sido la brillante esperanza de los negros estadounidenses, y de pronto había desaparecido, asesinado por un racista blanco con un rifle de caza. El presidente Kennedy había dado esperanza a los negros, y él también había sido asesinado por un hombre blanco con un arma. ¿Qué sentido tenía la política si los grandes hombres podían ser eliminados tan fácilmente? «Al menos todavía tenemos a Bobby», pensó George.
El golpe aún había sido más duro para Verena. En el funeral había sentido una rabia y una ira abrumadoras, y estaba desconcertada y perdida. El hombre al que había admirado, apreciado y servido durante siete años había muerto.
Para consternación de George, no había querido que él la consolara, y eso lo había herido en lo más hondo. Vivían a casi mil kilómetros de distancia el uno del otro, pero él era el hombre de su vida. Suponía que su rechazo hacia él formaba parte de su dolor, y que se le pasaría.
Ya no había nada que la atase a Atlanta —no quería trabajar para el sucesor de King, Ralph Abernathy—, de manera que había dimitido. George había pensado que tal vez se iría a vivir a su apartamento de Washington; sin embargo, sin dar ninguna explicación, había vuelto a casa de sus padres en Los Ángeles. Tal vez necesitaba tiempo a solas para pasar el duelo.
O tal vez quería algo más que una simple invitación a que se fuera a vivir con él.
De ahí el anillo.
Las siguientes primarias eran en California, lo cual le daba a George la oportunidad de visitar a Verena.
En el aeropuerto de Los Ángeles alquiló un Plymouth Valiant blanco, un utilitario económico, ya que pagaba la campaña, y se dirigió a North Roxbury Drive, en Beverly Hills.
Atravesó las altas verjas y aparcó frente a una casa de ladrillo de estilo Tudor que calculó que debía de ser del tamaño de cinco casas Tudor auténticas. Los padres de Verena, Percy Marquand y Babe Lee, vivían como las estrellas de cine que eran.
Una criada lo dejó entrar y lo condujo a una sala de estar que no tenía nada de Tudor: moqueta blanca, aire acondicionado y un ventanal que iba del suelo al techo y que daba a una piscina. La criada le preguntó si le apetecía beber algo.
—Un refresco, por favor —dijo él—, de lo que sea.
Cuando Verena entró, George sufrió una conmoción.
Se había cortado su maravillosa melena afro y ahora llevaba el pelo casi rapado al cero, tan corto como el de él. Vestía pantalones negros, una camisa azul, una chaqueta de cuero y una boina negra. Era el uniforme del Partido Pantera Negra de Autodefensa.
George reprimió su indignación para darle un beso. Ella le ofreció sus labios, pero solo un instante, y él supo de inmediato que seguía sumida aún en la rabia y la tristeza que la acompañaban desde el funeral. Esperaba que su propuesta pudiese sacarla de ese estado.
Se sentaron en un sofá con un estampado de aguas color naranja oscuro, amarillo y marrón chocolate. La criada sirvió a George una Coca-Cola con hielo en un vaso alto sobre una bandeja de plata. Cuando se fue, él tomó la mano de Verena.
—¿Por qué llevas ese uniforme? —preguntó con ternura, conteniendo su enfado.
—¿Acaso no es obvio?
—No para mí.
—Martin Luther King encabezó una campaña no violenta y le pegaron un tiro.
Sus palabras fueron una decepción para George, esperaba un argumento más convincente que ese.
—Abraham Lincoln libró una guerra civil y también le dispararon —replicó.
—Los negros tienen derecho a defenderse. Nadie más lo va a hacer, y desde luego la policía menos que nadie.
George no consiguió disimular el desprecio que sentía por esas ideas.
—Lo único que quieres es asustar a los blancos, pero nunca se ha conseguido nada con esa clase de discurso.
—¿Y se puede saber qué ha conseguido la no violencia? Centenares de negros linchados y asesinados, millares golpeados y encarcelados.
George no quería discutir con ella, todo lo contrario, quería conseguir que recobrase el juicio, pero no pudo evitar levantar la voz.
—¡Además de la Ley de Derechos Civiles de 1964, la Ley de Derecho al Voto de 1965, y seis congresistas y un senador negros!
—Y ahora los blancos opinan que ya hemos ido demasiado lejos. Nadie ha sido capaz de aprobar una ley contra la discriminación en el acceso a la vivienda.
—Tal vez los blancos temen encontrarse a panteras negras paseándose con el uniforme de la Gestapo y empuñando armas de fuego por sus bonitos y apacibles barrios.
—La policía lleva armas. Nosotros también las necesitamos.
George se dio cuenta de que aquella discusión, que parecía girar en torno a la política, en el fondo era sobre su relación. Estaba perdiendo a Verena. Si no podía convencerla de que abandonase las Panteras Negras, no podría recuperarla y llevarla de vuelta a su vida.
—Mira, ya sé que las fuerzas policiales de todo Estados Unidos están llenas de racistas violentos, pero la solución a este problema es mejorar la policía, no disparar contra ellos. Tenemos que deshacernos de políticos como Ronald Reagan, que alientan la brutalidad policial.
—Me niego a aceptar una situación en la que los blancos tienen armas y nosotros no.
—Entonces pelea y haz campaña por el control de armas y por que haya más policías negros en puestos de responsabilidad.
—Martin creía en eso y ahora está muerto.
Las palabras de Verena eran desafiantes, pero no pudo aguantar más la tensión y se echó a llorar.
George quiso abrazarla y ella lo rechazó, pero él siguió poniendo todo su empeño en hacerla entrar en razón.
—Si quieres proteger a los negros, ven a trabajar en nuestra campaña —dijo—. Bobby va a ser presidente.
—Aunque gane, el Congreso no le dejará hacer nada.
—Intentarán detenerlo y libraremos una batalla política, y un lado ganará y el otro perderá. Así es como cambiamos las cosas en Estados Unidos. Es un sistema pésimo, pero todos los demás son peores. Y dispararnos unos a otros es el peor de todos.
—No vamos a ponernos de acuerdo.
—Está bien. —Bajó la voz—. Ya hemos estado en desacuerdo otras veces, pero siempre nos hemos seguido queriendo, ¿no?
—Esta vez es diferente.
—No digas eso.
—Toda mi vida ha cambiado.
George la miró fijamente a la cara y vio en ella una mezcla de desafío y de culpa que le dio una pista de lo que ocurría.
—Te estás acostando con uno de los Panteras Negras, ¿no es así? —Sí.
George sintió un vacío en las entrañas, como si se hubiera bebido una jarra de cerveza demasiado fría.
—Deberías habérmelo dicho.
—Te lo estoy diciendo ahora.
—Dios mío … —Estaba desconsolado. Palpó el anillo que llevaba en el bolsillo. ¿Iba a quedarse allí guardado?—. ¿Te das cuenta de que hace siete años desde que nos graduamos de Harvard? —Luchaba por contener las lágrimas.
—Lo sé.
—Los perros de la policía en Birmingham, el «Tengo un sueño» en Washington, el presidente Johnson respaldando los derechos civiles, dos asesinatos …
—Y los negros siguen siendo los estadounidenses más pobres, viven en las casas más cochambrosas, reciben la atención sanitaria de peor calidad … y, a cambio, cumplen de sobra con sus deberes patrióticos combatiendo en Vietnam.
—Bobby va a cambiar todo eso.
—No, no es verdad.
—Sí, sí lo es. Y yo te voy a invitar a la Casa Blanca para que admitas que estabas equivocada.
Verena se dirigió a la puerta.
—Adiós, George.
—No puedo creer que lo nuestro vaya a terminar de esta manera.
—La criada te acompañará a la salida.
A George le costaba pensar con claridad. Había amado a Verena durante años y había dado por sentado que se casarían tarde o temprano. Ahora lo dejaba por un miembro de los Panteras Negras. Se sentía perdido. Aunque habían vivido separados, siempre había podido pensar en lo que le diría y en cómo iba a acariciarla la siguiente vez que volvieran a estar juntos. De súbito se encontraba solo.
—Por aquí, señor Jakes. Acompáñeme, por favor —dijo la criada al entrar.
Él la siguió al vestíbulo como si fuera un autómata, y la mujer abrió la puerta principal.
—Gracias —dijo él.
—Adiós, señor Jakes.
George subió al coche de alquiler y se fue.
El día de las primarias de California, George estaba con Bobby Kennedy en la casa de la playa de Malibú de John Frankenheimer, el director de cine. Esa mañana el cielo estaba nublado, pero pese a ello Bobby había salido a bañarse en el mar con su hijo de doce años, David. Ambos se vieron atrapados por la resaca de las olas y emergieron con los brazos y las piernas llenas de arañazos y magulladuras tras haber sido arrastrados sobre los guijarros del fondo. Después del almuerzo, Bobby se quedó dormido junto a la piscina, tumbado sobre dos sillas y con la boca abierta. Mirando a través de las puertas de cristal del patio, George reparó en una marca en la frente de Bobby, testimonio del incidente en la playa.
No le había hablado a su jefe de la ruptura con Verena. Solo se lo había contado a su madre. Apenas tenía tiempo de pensar en nada durante la campaña electoral, y California había sido un no parar: afluencias masivas de gente en los aeropuertos, caravanas de coches, las multitudes histéricas y mítines a reventar de personas. George se alegró de estar tan ocupado. Solo se permitía el lujo de sentirse triste unos pocos minutos cada noche antes de dormirse, y entonces se sorprendía imaginando conversaciones con Verena en las que la convencía para que volviera a la política legítima e hiciese campaña por Bobby. Tal vez sus enfoques distintos siempre habían sido una manifestación de las incompatibilidades sustanciales que había entre ambos. Él nunca había querido creerlo.
A las tres en punto se retransmitieron por televisión los resultados de la primera encuesta a pie de urna. Bobby llevaba ventaja con 49 puntos porcentuales frente a los 41 de Gene McCarthy. George se sentía eufórico. «No puedo ganarme el corazón de mi chica, pero puedo ganar las elecciones», pensó.
Bobby se duchó, se afeitó y se puso un traje azul de raya diplomática y una camisa blanca. George pensó que, ya fuese por el traje o por su confianza, que era cada vez mayor, su jefe tenía un aire más presidencial que nunca.
El moretón en la frente de Bobby tenía mal aspecto, pero John Frankenheimer encontró un poco de maquillaje profesional en la casa y le cubrió la marca.
A las seis y media la comitiva de Kennedy subió a los coches y se dirigió a Los Ángeles. Fueron al hotel Ambassador, en cuyo salón de baile ya se estaba preparando la celebración de la victoria. George fue con Bobby a la Suite Royal, en el quinto piso. Allí, en un salón de grandes dimensiones, un centenar aproximado de amigos, asesores y unos cuantos periodistas privilegiados estaban bebiendo cócteles y felicitándose unos a otros. Todos los aparatos de televisión de la suite permanecían encendidos.
George y los asesores más cercanos siguieron a Bobby a través del salón hasta uno de los dormitorios. Como siempre, Bobby mezclaba las celebraciones con conversaciones muy serias sobre política. Ese día, además de California había ganado las primarias de Dakota del Sur, lugar de nacimiento de Hubert Humphrey, aunque estas eran de menor importancia. Después de California estaba seguro de que ganaría en Nueva York, donde contaba con la ventaja de ser uno de los senadores del estado.
—¡Estamos ganando a McCarthy, maldita sea! —exclamó con tono exultante, sentado en el suelo en un rincón de la habitación sin apartar la mirada del televisor.
George estaba empezando a preocuparse por la convención. ¿Cómo podía asegurarse de que la popularidad de Bobby se viese reflejada en los votos de los delegados de los estados donde no había primarias?
—Humphrey está trabajando con mucho ahínco en estados como Illinois, donde el alcalde Daley controla los votos de los delegados.
—Sí —dijo Bobby—, pero al final los hombres como Daley no pueden ignorar el sentimiento popular: quieren ganar. Hubert no puede derrotar a Dick Nixon, y yo sí.
—Es verdad, pero ¿saben eso los agentes influyentes demócratas?
—Lo sabrán en agosto.
George compartía la sensación de Bobby de que estaban remontando una ola, pero veía con demasiada claridad los peligros que tenían por delante.
—Necesitamos que McCarthy se retire para poder concentrarnos en vencer a Humphrey. Tenemos que hacer un trato con McCarthy.
Bobby negó con la cabeza.
—No le puedo ofrecer la vicepresidencia. Él es católico. Los protestantes podrían votar por un católico, pero no por dos.
—Podría ofrecerle el máximo cargo del gabinete.
—¿Secretario de Estado?
—Si se retira ahora.
Bobby frunció el ceño.
—Me cuesta trabajo imaginarme trabajando con él en la Casa Blanca.
—Si no gana, no estará usted en la Casa Blanca. ¿Quiere que tantee el terreno?
—Déjame pensarlo un poco más.
—Por supuesto.
—¿Sabes otra cosa, George? —dijo Bobby—. Por primera vez no siento que estoy aquí por ser el hermano de Jack.
George sonrió. Ese era un gran paso.
George salió a la sala principal a hablar con la prensa, pero no bebió nada. Cuando estaba con Bobby prefería mantenerse alerta, completamente despejado. A Bobby, sin ir más lejos, le gustaba el bourbon, pero no toleraba la incompetencia entre los miembros de su equipo y era capaz de subirse por las paredes cuando alguien lo defraudaba. George solo se sentía cómodo bebiendo alcohol lejos de él.
Todavía estaba sobrio minutos antes de la medianoche, cuando acompañó a su jefe a la sala de baile para que pronunciara su discurso de victoria. La esposa de Bobby, Ethel, estaba deslumbrante con un vestido muy corto de color naranja y blanco con medias blancas, a pesar de estar embarazada de su undécimo hijo.
La multitud enloqueció, como de costumbre. Todos los jóvenes llevaban sombreros de paja de Kennedy, mientras que las chicas lucían un uniforme: falda azul, blusa blanca y la banda roja de Kennedy. Un grupo de música tocaba una canción de la campaña. Los potentes focos de la televisión contribuían a caldear la temperatura de la sala. Guiados por Bill Barry, el guardaespaldas, Bobby y Ethel se abrieron paso entre la multitud mientras sus jóvenes seguidores alargaban el brazo para tocarlos y tirarles de la ropa, hasta que llegaron a una pequeña plataforma. Los empujones de los fotógrafos aumentaban la sensación de caos.
La histeria del público suponía un problema para George y los demás, pero era el punto fuerte de Bobby; su capacidad para conseguir aquella reacción emocional de la gente iba a llevarlo a la Casa Blanca.
Bobby se colocó detrás de una nube de micrófonos. No había pedido un discurso escrito, solo algunas notas. Sus palabras no estaban muy bien hilvanadas, pero a nadie le importaba.
—Somos un gran país, un país generoso y un país compasivo —dijo—. Tengo la intención de hacer de eso la base de mi candidatura.
No eran palabras en exceso motivadoras, pero la multitud lo adoraba demasiado para que eso importara.
George decidió que no iría con Bobby a la discoteca Factory después. Ver a las parejas bailando solo le recordaría que él estaba solo, así que resolvió que se iría a dormir temprano antes de volar a Nueva York por la mañana para poner en marcha la campaña allí. El trabajo era la cura para su mal de amores.
—Doy las gracias a todos los que habéis hecho posible esta noche —dijo Bobby.
Hizo el signo de la uve de victoria de Churchill y, por toda la sala, cientos de jóvenes repitieron el gesto. Se agachó desde la tribuna para estrechar algunas de las manos extendidas.
Entonces surgió un problema técnico. Su siguiente cita era con la prensa en una sala contigua, y el plan era que pasase a través del público al marcharse, pero George vio que Bill Barry no lograba despejar una vía entre las adolescentes histéricas que no dejaban de chillar: «¡Queremos a Bobby! ¡Queremos a Bobby!».
Un empleado del hotel vestido con uniforme de maître solucionó el problema señalando a Bobby un par de puertas basculantes que, evidentemente, conducían a través de un espacio reservado al personal del hotel hasta la sala de prensa. Bobby y Ethel siguieron al hombre a un pasillo oscuro, y George, Bill Barry y el resto de la comitiva se apresuraron a ir tras ellos.
George se preguntó cuándo podría volver a hablar con Bobby de la necesidad de hacer un trato con Gene McCarthy. En su opinión era la prioridad estratégica, pero las relaciones personales eran muy importantes para los Kennedy. Si Bobby hubiese logrado hacerse amigo de Lyndon Johnson, todo habría sido diferente.
El pasillo llevaba a una zona de despensa bien iluminada con mesas de vapor de acero inoxidable con aspecto reluciente y una máquina de gran tamaño para fabricar hielo. Un reportero de la radio iba entrevistando a Bobby mientras caminaban.
—Senador —le decía—, ¿cómo va a enfrentarse al señor Humphrey?
Por el camino Bobby le estrechó la mano a varios empleados del hotel, sonrientes y alborozados. En ese momento un joven pinche de cocina se volvió junto a una columna de bandejas apiladas, como si quisiera saludar a Bobby.
De pronto, en un relámpago de terror, George vio una pistola en la mano del joven.
Era un pequeño revólver negro de cañón corto.
El hombre apuntó con la pistola a la cabeza de Bobby.
George abrió la boca para gritar, pero el disparo resonó primero.
La pequeña arma emitió un ruido más parecido al corcho de una botella al abrirse que a un estallido.
Bobby se llevó las manos a la cara, se tambaleó hacia atrás y luego cayó al suelo de cemento.
—¡No! ¡No! —gritó George.
Aquello no podía estar sucediendo … ¡No podía estar sucediendo otra vez!
Al cabo de un momento se oyó una andanada de disparos, como si fuera una traca de petardos. A George se le clavó algo en el brazo, pero no hizo caso.
Bobby estaba tendido boca arriba al lado de la máquina de hielo, con las manos sobre la cabeza, los pies separados. Tenía los ojos abiertos.
La gente chillaba aterrorizada. El reportero de la radio estaba balbuceando por el micrófono:
—¡Han disparado al senador Kennedy! ¡Han disparado al senador Kennedy! ¿Es eso posible? ¿Es eso posible?
Varios hombres se abalanzaron sobre el pistolero.
—¡Coged el arma! ¡Coged el arma! —gritó alguien.
George vio a Bill Barry darle un puñetazo en la cara al agresor.
Se arrodilló junto a Bobby. Estaba vivo, pero le salía sangre de una herida justo detrás de la oreja. Tenía muy mal aspecto. George le aflojó la corbata para ayudarlo a respirar. Alguien puso un abrigo doblado bajo la cabeza de Bobby.
—Dios, no … Por Dios, no … —gemía una voz de hombre.
Ethel se abrió paso entre la multitud, se arrodilló junto a George y le habló a su marido. Hubo un destello de reconocimiento en la cara de Bobby, que intentó hablar.
—¿Están bien los demás? —creyó oírle decir George.
Ethel le acarició la cara.
George miró a su alrededor. No sabía si alguien más había recibido el impacto de la lluvia de balas. Entonces reparó en su antebrazo. Tenía la manga del traje desgarrada y le manaba sangre de una herida. Lo había alcanzado uno de los disparos, y al darse cuenta de ello, empezó a dolerle horrores.
Se abrió la puerta del fondo, y entraron los periodistas y los fotógrafos de la sala de prensa. Los cámaras asediaron al grupo que rodeaba a Bobby, empujándose unos a otros y subiéndose a los fogones y los fregaderos para obtener mejores fotos de la víctima que se desangraba y de su afligida esposa.
—¡Dejadle un poco de aire, por favor! —exclamó Ethel—. ¡Dejadlo respirar!
Apareció un equipo de emergencias con una camilla, que levantó a Bobby sujetándolo por los hombros y los pies.
—Oh, no, no … —pidió Bobby con voz débil.
—¡Con cuidado! —rogó Ethel al personal sanitario—. Cuidado …
Lo subieron a la camilla y le ataron las correas de sujeción.
Bobby cerró los ojos.
Ya nunca más volvió a abrirlos.