Jacky Jakes preparó pollo frito, boniatos, col y pan de maíz.
—¡A la porra con la dieta! —exclamó Maria Summers, y comió con apetito.
Le encantaba esa comida, y entonces reparó en que George iba probando algo de pollo y de col, pero no tocaba el pan. Él siempre había tenido gustos refinados.
Era domingo, y Maria había ido de visita a casa de los Jakes casi como si fuera de la familia. La costumbre había empezado cuatro años atrás, después de que Maria ayudara a George a conseguir su empleo en Fawcett Renshaw. Cuando llegó el siguiente día de Acción de Gracias, él la invitó a comer el pavo tradicional en casa de su madre, en un intento por levantarles los ánimos a todos después de que sus esperanzas se frustraran con la victoria electoral de Nixon. Maria echaba de menos a su familia, que se encontraba muy lejos, en Chicago, y le quedó muy agradecida. Adoraba la combinación de calidez y energía de Jacky, que parecía haberle tomado mucho cariño. Desde entonces, Maria los visitaba cada pocos meses.
Tras la cena fueron a sentarse al salón.
—Hay algo que te reconcome, niña —le dijo Jacky a Maria cuando George salió un momento—. ¿Qué tienes en la cabeza?
Ella suspiró; Jacky era muy perspicaz.
—Debo tomar una decisión difícil —confesó.
—¿Es sentimental o de trabajo?
—De trabajo. Al principio parecía que no nos iba a ir tan mal como temíamos con el presidente Nixon. Ha hecho más cosas por los negros de lo que nadie esperaba. —Empezó a enumerar con los dedos—. Primero: ha obligado a los sindicatos de la construcción a aceptar a más negros en el sector. Los sindicatos se oponían de forma rotunda, pero él insistió. Segundo: ha impulsado el negocio de las minorías. En cuestión de tres años, los fondos del gobierno destinados a la contratación de empresas de minorías han ascendido de ocho millones de dólares a doscientos cuarenta y dos. Tercero: ha eliminado la segregación en las escuelas. Las leyes ya existían, pero Nixon ha obligado a que se cumplan. Cuando termine su primer mandato, la proporción de niños que van a escuelas solo para negros en el Sur habrá disminuido a menos del diez por ciento, en comparación con el sesenta y ocho por ciento inicial.
—De acuerdo, me has convencido. ¿Cuál es el problema?
—Que la administración también hace cosas que están mal, punto. Y me refiero a delitos. ¡El presidente actúa como si él no tuviera que respetar la ley!
—Créeme, cariño, eso es lo que piensan todos los delincuentes.
—Pero los funcionarios debemos ser prudentes. La discreción forma parte de nuestro código de honor. No se puede delatar a un político solo por no estar de acuerdo con lo que hace.
—Mmm … Dos principios morales que entran en conflicto. La lealtad a tu jefe está reñida con la lealtad a tu país.
—Podría dejar el puesto y todo solucionado. Seguramente ganaría más dinero fuera del gobierno, pero Nixon y sus secuaces continuarían haciendo de las suyas, como si fueran matones de la mafia. Y no me apetece nada trabajar en el sector privado. Quiero contribuir a mejorar la sociedad norteamericana, sobre todo por el bien de los negros. He consagrado mi vida a eso. ¿Tengo que abandonar solo porque Nixon sea un sinvergüenza?
—Muchos miembros del gobierno hablan con la prensa. Los periódicos siempre dicen que han obtenido la información de «fuentes gubernamentales».
—Lo que más sorprende es que Nixon y Agnew llegaron al poder prometiendo ley y orden. Es esa hipocresía descarada lo que nos saca de quicio a todos.
—O sea que tienes que decidir si filtras o no filtras información a los medios.
—Supongo que es lo que me estoy planteando.
—Si lo haces —dijo Jacky, preocupada—, por favor, ten cuidado.
Maria y George fueron con ella al oficio de la Iglesia Evangélica de Betel. Después George acompañó a Maria a su casa en coche. Todavía tenía el viejo Mercedes descapotable azul oscuro que había adquirido al llegar a Washington.
—A este coche le he cambiado casi todas las piezas —comentó—. Me he gastado una fortuna en él.
—Pues menos mal que eso es lo que ganas en Fawcett Renshaw, una fortuna.
—Sí, no me va mal.
Maria se dio cuenta de que le dolía la espalda de lo tensos que tenía los hombros y trató de relajar la musculatura.
—George, quiero que hablemos de una cosa importante.
—De acuerdo.
Ella vaciló; tenía que lanzarse.
—Durante el último mes, en el Departamento de Justicia se han cancelado investigaciones antimonopolio a tres grandes corporaciones empresariales por orden directa de la Casa Blanca.
—¿Algún motivo en particular?
—No, que se sepa. Pero las tres financiaron gran parte de la campaña de Nixon en 1968, y se espera que este año financien la de su reelección.
—¡Pero eso es obstruir directamente el curso de la justicia! ¡Es un delito!
—Exacto.
—Sabía que Nixon era un mentiroso, pero no creía que fuera un sinvergüenza semejante.
—Cuesta creerlo, ya lo sé.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Porque quiero filtrar la información a la prensa.
—Escucha, Maria: eso es muy peligroso.
—Estoy dispuesta a correr el riesgo, pero quiero ir con muchísimo cuidado.
—Bien.
—¿Conoces a algún periodista?
—Claro. A Lee Montgomery, para empezar.
Maria sonrió.
—Salí con él unas cuantas veces.
—Ya lo sé…Fue cosa mía.
—Eso significa que conoce el vínculo que hay entre tú y yo. Si le filtras una noticia y se pregunta de dónde la has sacado, yo seré la primera persona en la que pensará.
—Tienes razón, no es buena idea. ¿Qué tal Jasper Murray?
—¿El jefe de las oficinas de This Day en Washington? Es la persona ideal. ¿De qué lo conoces?
—Nos presentaron hace años, cuando estudiaba periodismo y estuvo dándole la lata a Verena para que le consiguiera una entrevista con Martin Luther King. Después, hace seis meses, se me acercó durante una rueda de prensa de uno de mis clientes. Resulta que el día que mataron al doctor King estaba hablando con ella en aquel motel de Memphis, y ambos lo vieron todo. Me preguntó qué había sido de Verena, y tuve que decirle que no tenía ni idea. Creo que estaba prendado de ella.
—Como casi todos los hombres.
—Yo incluido.
—¿Hablarás con Murray? —Maria estaba tensa, temía que George se negara aduciendo que no quería verse implicado en algo así—. ¿Le explicarás lo que te he contado?
—O sea que quieres que haga de recadero para que no haya ninguna relación directa entre Jasper y tú.
—Sí.
—Parece una película de James Bond.
—Pero ¿lo harás?
Maria contuvo la respiración hasta que George sonrió.
—Por supuesto —dijo.
El presidente Nixon estaba hecho una furia.
Se puso de pie detrás de su mesa del Despacho Oval, un gran escritorio sostenido sobre dos pedestales y enmarcado por las cortinas doradas del fondo. Estaba encorvado y cabizbajo, y sus pobladas cejas se juntaban en una expresión ceñuda. Su rostro mofletudo se mostraba sombrío, como de costumbre, siempre con esa barba incipiente que no conseguía terminar de afeitarse. El labio inferior le sobresalía en el más característico de sus gestos y denotaba una rebeldía que siempre parecía a punto de convertirse en autocompasión.
Tenía la voz grave, crispada, áspera.
—El cómo me importa una mierda —dijo—. Haced lo que tengáis que hacer para que dejen de filtrarse noticias y evitad más revelaciones no autorizadas.
Cam Dewar y su jefe, John Ehrlichman, escuchaban callados. Cam era alto, como su padre y su abuelo, pero Ehrlichman superaba su estatura. Era asesor del presidente en cuestiones nacionales, pero el modesto nombre de su cargo inducía a error, pues era uno de los hombres de mayor confianza de Nixon.
Cam sabía por qué estaba furioso el presidente. Todos habían visto el programa de This Day la noche anterior. Jasper Murray había centrado el foco de su chismosa cámara en quienes prestaban apoyo financiero a Nixon y afirmaba que el presidente había detenido las investigaciones antimonopolio en tres grandes empresas que habían efectuado jugosas donaciones durante su campaña electoral.
Era cierto.
Aún peor, Murray dejaba entrever que cualquier compañía que deseara eludir una investigación durante ese año de elecciones presidenciales solo tenía que hacer una contribución económica lo bastante importante al Comité para la Reelección del Presidente, más conocido como «CREEP», aduladores, en clara burla a su acrónimo.
Cam suponía que también aquello era cierto.
Nixon utilizaba su influencia como presidente para ayudar a sus amigos y, del mismo modo, atacaba a sus enemigos ordenando que se llevaran a cabo auditorías tributarias y otras investigaciones en empresas que financiaban a los demócratas.
Sin embargo, Cam consideraba que la información difundida por Murray era tan hipócrita que daba asco. Todo el mundo sabía que la política funcionaba así. ¿De dónde, si no, creían que salía el dinero para las campañas electorales? Los hermanos Kennedy habrían hecho lo mismo de no ser porque ya estaban forrados.
Las filtraciones a la prensa habían socavado el mandato de Nixon. The New York Times había sacado a la luz los bombardeos altamente secretos en Camboya, país vecino a Vietnam, aludiendo a fuentes anónimas de la Casa Blanca. Seymour Hersh, un periodista que firmaba artículos en diversas publicaciones, había revelado la matanza de centenares de personas inocentes por parte de tropas estadounidenses en una aldea vietnamita llamada Mỹ Lai, mientras que el Pentágono había tratado de tapar por todos los medios semejante brutalidad. Era enero de 1972, y la popularidad de Nixon había caído hasta un punto sin precedentes.
Dick Nixon se lo había tomado como una cuestión personal, igual que se lo tomaba todo. Esa mañana se sentía dolido, traicionado e indignado. Pensaba que el mundo estaba lleno de gente que le tenía manía, y esas filtraciones confirmaban su obsesión.
También Cam estaba furioso. Cuando obtuvo el empleo en la Casa Blanca, había esperado formar parte de un colectivo que contribuiría a cambiar Estados Unidos. Sin embargo, todos los intentos de la administración Nixon fracasaban a causa de las declaraciones de los liberales en los medios de comunicación, y de los traidores del propio gobierno que actuaban como supuestas fuentes. Era terriblemente frustrante.
—Ese tal Jasper Murray … —dijo Nixon.
Cam recordaba a Jasper. Cuando la familia Dewar fue a visitar a los Williams a Londres, hacía ya diez años, él vivía con ellos; aquello sí que era un nido de criptocomunistas.
—¿Es judío? —preguntó el presidente.
Cam estaba nervioso y mantenía la cara rígida e inexpresiva. Nixon tenía muchas ideas peregrinas, y una de ellas decía que los judíos eran espías innatos.
—No lo creo —respondió Ehrlichman.
—Hace años conocí a Murray en Londres —terció Cam—. Su madre es medio judía y su padre es oficial del ejército británico.
—¿Murray es inglés?
—Sí, pero no podemos atacarlo con ese argumento porque luchó con el ejército estadounidense en Vietnam. Estuvo en el campo de batalla, y tiene medallas que lo demuestran.
—Bueno, buscad la manera de detener esas filtraciones. No quiero oír que es imposible. No quiero excusas, quiero resultados. Se hará, cueste lo que cueste.
Era el tipo de mensaje agresivo que le gustaba a Cam.
—Gracias, señor presidente —respondió Ehrlichman, y ambos salieron del despacho.
—Bueno, ha hablado bastante claro —exclamó Cam con entusiasmo cuando hubieron abandonado el Despacho Oval.
—Necesitamos tener vigilado a Murray —dijo Ehrlichman con tono contundente.
—Yo me encargaré —se ofreció Cam, animado.
Ehrlichman se retiró a su despacho, y Cam salió de la Casa Blanca y avanzó por Pennsylvania Avenue en dirección al Departamento de Justicia.
Tener vigilado a Murray podía significar muchas cosas. Colocar micrófonos ocultos en una sala no era ilegal. Sin embargo, el hecho de entrar para colocarlos sí solía implicar un allanamiento de morada. También las escuchas telefónicas eran ilegales, con alguna excepción. La administración Nixon las consideraba legales si las autorizaba el secretario de Justicia. En los últimos dos años la Casa Blanca había intervenido un total de diecisiete aparatos telefónicos, y en todos los casos la instalación de micrófonos la había efectuado el FBI con la aprobación del secretario de Justicia por motivos de seguridad nacional. Cam estaba a punto de pedir la autorización para intervenir el decimoctavo.
El recuerdo que tenía del joven Jasper Murray era vago. En cambio, conservaba una vívida imagen de Evie Williams, la guapa chica que a los quince años le había dado calabazas sin la menor contemplación.
«No digas tonterías», le había soltado Evie cuando él le confesó que la quería. Y luego, tras insistir en que le diera explicaciones, había añadido: «Estoy enamorada de Jasper, imbécil».
Cam se dijo que aquello no había sido más que una tragedia adolescente. Evie se había convertido en una estrella de cine y apoyaba todas las causas comunistas, desde los derechos civiles hasta la educación sexual. En un famoso episodio emitido en el programa de televisión de su hermano, Evie había besado a Percy Marquand y había escandalizado al público, que no estaba acostumbrado a ver siquiera el menor contacto entre blancos y negros. Sin duda ya no quería a Jasper. Durante mucho tiempo había estado saliendo con Hank Remington, la famosa estrella del pop, aunque ya no estaban juntos.
No obstante, el recuerdo del desdén con que lo había rechazado aún consumía a Cam. Además, las mujeres seguían rehuyéndole. Incluso Stephanie Maple, que no era precisamente guapa, lo había mandado a paseo la noche de la victoria de Nixon. Más tarde, cuando ambos encontraron empleo en Washington, por fin accedió a acostarse con él; pero Stephanie había puesto fin a la relación después de esa única noche, cosa que en cierto modo era aún peor.
Cam sabía que era alto y desgarbado, pero su padre también lo era y no parecía que hubiera tenido problemas para atraer a las mujeres. El chico le había planteado el tema a su madre de forma indirecta.
—¿Cómo te enamoraste de papá? —preguntó—. No es guapo ni nada por el estilo.
—Bueno, es que era muy agradable —respondió ella.
Cam no tenía ni idea de a qué se refería.
Llegó al Departamento de Justicia y entró en su gran vestíbulo con elementos de iluminación estilo art déco realizados en aluminio. No preveía ningún problema con la autorización: el secretario de Justicia, John Mitchell, era muy amigo de Nixon y había dirigido su campaña electoral en 1968.
La puerta metálica del ascensor se abrió. Cam entró y apretó el botón de la quinta planta.
En los diez años que llevaba al servicio de la burocracia de Washington, Maria había aprendido a andarse con cuidado. Su despacho daba al pasillo que conducía a las salas del secretario de Justicia, y siempre dejaba la puerta abierta para ver quién entraba y quién salía. Ese día estaba especialmente alerta; la noche anterior se había emitido la edición de This Day basada en su filtración, y sabía que la reacción de la Casa Blanca sería furibunda, así que esperaba a ver cómo estallaba.
En cuanto vio pasar a uno de los asistentes de John Ehrlichman saltó de la silla.
—El secretario de Justicia está en una reunión y no quiere interrupciones —dijo al alcanzarlo. Lo había visto antes. Era un joven blanco, alto, delgaducho y desgarbado, cuyos hombros parecían una percha de alambre para colgar el traje. Lo conocía: era inteligente a la vez que ingenuo, y le dedicó su sonrisa más cordial—. ¿En qué puedo ayudarle?
—No es algo que pueda hablarse con la secretaria —respondió él de mal talante.
A Maria se le dispararon las alarmas. Presentía peligro. No obstante, fingió estar deseosa de ser útil.
—Pues es una suerte que no sea la secretaria —dijo—. Soy abogada. Me llamo Maria Summers.
Era evidente que a él le costaba concebir que una mujer negra fuera abogada.
—¿Dónde estudió? —preguntó con escepticismo.
Seguramente esperaba oírla pronunciar el nombre de alguna extraña universidad para negros, así que Maria se deleitó con su respuesta.
—En la facultad de derecho de Chicago —dijo como sin darle importancia, y no pudo resistirse a añadir—: ¿Y usted?
—Yo no soy abogado —reconoció él—. Estudié Filología Rusa en Berkeley. Me llamo Cam Dewar.
—He oído hablar de usted, trabaja para John Ehrlichman. ¿Por qué no entramos en mi despacho?
—Prefiero esperar al secretario de Justicia.
—¿Tiene que ver con el programa de televisión de anoche?
Cam echó un vistazo furtivo a su alrededor. No había nadie escuchando.
—Tenemos que hacer algo al respecto —dijo Maria con vehemencia—. El gobierno no puede funcionar con normalidad si no dejan de filtrarse noticias —comentó fingiendo indignación—. ¡Es imposible!
La actitud del joven se suavizó.
—Eso mismo piensa el presidente.
—Pero ¿qué vamos a hacer?
—Tenemos que intervenir el teléfono de Jasper Murray.
Maria tragó saliva. «Menos mal que me he enterado», pensó.
—Estupendo. Por fin se actúa con decisión —dijo en cambio.
—Un periodista que reconoce que recibe información confidencial desde el propio gobierno representa un claro peligro para la seguridad nacional.
—Desde luego. Bueno, no se preocupe por los trámites burocráticos. Hoy le pediré a Mitchell que firme una autorización, y seguro que lo hará encantado.
Maria descubrió a Cam mirándole los pechos. Primero le había parecido una secretaria, luego se había fijado en que era negra y al final solo veía unos pechos. Los jóvenes eran de lo más previsible.
—Estas cosas se consideran trabajo sucio —comentó Maria. Se refería a que implicaba un allanamiento de morada—. El que se encarga de eso en el FBI es Joe Hugo.
—Iré a verlo ahora mismo.
La central del FBI estaba en el mismo edificio.
—Gracias por su ayuda, Maria.
—De nada, señor Dewar.
Lo observó alejarse por el pasillo y luego cerró la puerta de su despacho. Descolgó el teléfono y marcó el número de Fawcett Renshaw.
—Me gustaría dejar un mensaje para George Jackes —dijo.
Joe Hugo era un hombre de tez pálida con los ojos azules y saltones. Tenía entre treinta y cuarenta años. Como todos los agentes del FBI, llevaba una indumentaria espantosamente clásica: un traje gris y anodino, camisa blanca, corbata sin gracia y zapatos negros con puntera. Cam también era de gustos convencionales, pero su corriente traje marrón con raya blanca, de solapas anchas y perneras acampanadas, parecía extremado en comparación.
Cam le explicó a Hugo que trabajaba para Ehrlichman.
—Necesito intervenir el teléfono de Jasper Murray, el periodista de televisión —expuso sin rodeos.
Joe arrugó el entrecejo.
—¿Pinchar las oficinas de This Day? Si eso llegara a saberse, sí que …
—No, su despacho no, su casa. Lo más probable es que los soplones de los que hablamos salgan bien entrada la noche para llamarlo a casa desde un teléfono público.
—En cualquier caso, es un problema. El FBI ya no hace trabajos sucios.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—El señor Hoover cree que corremos el riesgo de pagar el pato por lo que hacen otros desde el gobierno.
Cam no podía llevarle la contraria. Si pillaban al FBI entrando sin permiso en casa de un periodista, no cabía duda de que el presidente se desentendería del asunto por completo. Así era como funcionaban las cosas. J. Edgar Hoover llevaba años saltándose la ley, pero por algún motivo, desde hacía un tiempo parecía fastidiarle sobremanera. Y no había forma de discutir con él; Hoover era un anciano de setenta y siete años que no había ganado sensatez precisamente.
Cam alzó la voz.
—El presidente ha ordenado la intervención telefónica, y el secretario de Justicia está dispuesto a firmar la autorización. ¿Piensa negarse usted?
—Relájese —respondió Hugo—. Siempre hay una forma de darle al presidente lo que quiere.
—¿Está diciendo que lo hará?
—Estoy diciendo que hay una forma de hacerlo.
Hugo anotó algo en un cuaderno y arrancó la hoja.
—Llame a este tipo, solía encargarse de estas cosas por la vía legal. Ahora está jubilado y sigue haciendo lo mismo pero extraoficialmente.
A Cam le incomodaba la idea de estar haciendo algo ilegal. ¿Qué implicaciones tenía?, se preguntó. Con todo, intuía que no era buen momento para poner pegas.
Aceptó la hoja y vio en ella escrito el nombre de «Tim Tedder» y un número de teléfono.
—Lo llamaré hoy mismo.
—Pero hágalo desde un teléfono público —recalcó Hugo.
El alcalde de Roath, una ciudad del estado de Mississippi, estaba sentado en el despacho de George Jakes en Fawcett Renshaw. Se llamaba Robert Denny.
—Llámeme Denny —pidió—. Todo el mundo conoce a Denny. Incluso mi mujercita me llama así.
Era el tipo de persona contra el que George llevaba una década luchando: un blanco estúpido y racista, feo, obeso y malhablado.
En su ciudad estaban construyendo un aeropuerto con la ayuda del gobierno. Sin embargo, los destinatarios de los fondos federales debían garantizar la igualdad de oportunidades, y Maria se había enterado en el Departamento de Justicia de que el nuevo aeropuerto solo emplearía a negros como maleteros.
Era justo el tipo de trabajo que solían darle a George.
Denny era condescendiente a más no poder.
—En el Sur hacemos las cosas de otra manera, George —dijo.
«Como si no lo supiera, joder —pensó este—. Vuestros matones me rompieron el brazo hace once años y aún me muero de dolor cuando hace frío.»
—La gente de Roath no se fiaría de un aeropuerto dirigido por negros —explicó Denny—. Tendrían miedo de que no se estuvieran haciendo las cosas bien, ya sabe, desde el punto de vista de la seguridad. Me entiende, ¿verdad?
«Claro que te entiendo, racista de mierda.»
—El viejo Renshaw es un buen amigo mío.
George sabía que Renshaw no era amigo de Denny. El socio fundador solo se había entrevistado dos veces con su cliente, pero Denny intentaba poner nervioso a George. Como si le estuviera diciendo: «Si la fastidias, tu jefe se pondrá hecho una auténtica furia».
—Dice que usted es el más adecuado de todo Washington para quitarme de encima al Departamento de Justicia.
—El señor Renshaw tiene razón —confirmó George—. Lo soy.
Junto a Denny había dos concejales y tres asistentes, todos blancos, que se recostaron en su asiento visiblemente aliviados. George acababa de tranquilizarlos al afirmar que su problema tenía solución.
—Bueno —siguió diciendo—, hay dos maneras de conseguirlo. Podemos ir a juicio y atacar la resolución del Departamento de Justicia. No son muy listos, y podríamos encontrar fallos en su metodología, errores en los informes y sesgos. Los litigios le van bien a mi empresa, porque así aumentan nuestros honorarios.
—Podemos pagar —dijo Denny.
El aeropuerto era claramente un proyecto lucrativo.
—Los litigios tienen dos pegas —repuso George—. Primero, que siempre hay retrasos, y seguro que ustedes quieren que el aeropuerto se construya y esté operativo cuanto antes. Y segundo, que ningún abogado puede prometerles cuál será la sentencia del tribunal. Nunca se sabe.
—Eso será aquí, en Washington —dijo Denny.
Era evidente que en Roath los tribunales estaban más atentos a los deseos de Denny.
—La otra opción es que negociemos —propuso George.
—¿Qué implica eso?
—Que se empiece a contratar a más personal negro en todas las categorías de forma gradual.
—¡Prométales lo que sea! —exclamó Denny.
—No son tontos del todo, y los pagos estarán sujetos al cumplimiento de los acuerdos.
—¿Qué cree que querrán?
—Al Departamento de Justicia ni siquiera le importará, siempre que pueda decir que ha contribuido a cambiar las cosas. Pero se pondrá en contacto con las organizaciones negras de su ciudad. —George bajó la vista a la carpeta que tenía sobre el escritorio—. Este caso llegó al Departamento de Justicia desde Cristianos de Roath por la Igualdad de Derechos.
—Malditos comunistas —renegó Denny.
—Es probable que el Departamento de Justicia se avenga a cualquier acuerdo que cuente con la aprobación de ese grupo. Eso les evitaría problemas tanto a ellos como a ustedes.
Denny se sonrojó.
—Será mejor que no me diga que tengo que negociar con esos puñeteros Cristianos de Roath.
—Es la opción más razonable si quiere obtener una solución rápida a su problema.
A Denny se le pusieron los pelos de punta.
—Pero no tiene que hablar con ellos personalmente —añadió George—. De hecho, le recomiendo que no establezca ningún tipo de comunicación.
—Entonces, ¿quién pactará con ellos?
—Yo —respondió George—. Mañana cogeré un vuelo hacia allí.
El alcalde sonrió.
—Y siendo usted como es, ya sabe …, negro, conseguirá que se echen atrás.
A George le entraron ganas de estrangular a aquel imbécil.
—No me malinterprete, señor alcalde … Denny, quiero decir. En realidad sí que tendrá que cambiar algunas cosas. Mi trabajo consiste en que resulten lo menos dolorosas posible. Claro que usted es un político con experiencia y ya conoce la importancia de las relaciones públicas.
—Es cierto.
—Si hace algún comentario sobre que los Cristianos de Roath se han echado atrás, puede que todo el acuerdo se vaya a pique. Es mejor que adopte la postura de haber hecho pequeñas concesiones de buen grado, aun en contra de su voluntad, para que por el bien de la ciudad pueda construirse el aeropuerto.
—Ya entiendo —dijo Denny guiñando un ojo.
Sin darse cuenta, el alcalde había accedido a cambiar una práctica con décadas de historia y a contratar a más negros en su aeropuerto. Era tan solo una pequeña victoria, pero George la saboreó. Con todo, Denny no se daría por satisfecho mientras no pudiera alardear, ante sí mismo y ante otros, de haberse salido con la suya. Tal vez lo mejor fuera seguirle la corriente.
Optó por responder con otro guiño.
Cuando la delegación de Tennessee salió del despacho, la secretaria de George lo miró de forma extraña y le pasó un papelito.
Era un mensaje telefónico mecanografiado: «Mañana a las seis se celebrará una oración colectiva en la Iglesia del Evangelio Completo de Barney Circle».
La mirada de la secretaria indicaba que era muy extraño que un poderoso abogado de Washington dedicara la hora del cóctel a semejante actividad.
George sabía que el mensaje era de Maria.
A Cam no le cayó bien Tim Tedder. Llevaba un traje de safari y el pelo cortado al rape, y no se dejaba crecer las patillas en una época en que casi todo el mundo lo hacía. Lo encontraba demasiado exaltado. Era evidente que Tedder disfrutaba de todo lo clandestino, y Cam se preguntó qué habría respondido si le hubiera propuesto que asesinara a Jasper Murray en lugar de limitarse a intervenirle el teléfono.
Tedder no tenía escrúpulos a la hora de quebrantar la ley, pero estaba acostumbrado a trabajar con el gobierno, y en cuestión de veinticuatro horas se presentó en el despacho de Cam con un plan por escrito y un presupuesto.
El plan consistía en que tres hombres vigilaran el piso de Jasper Murray durante dos días para observar sus hábitos. Luego entrarían a una hora en que supieran que era seguro hacerlo y le instalarían un transmisor en el teléfono. También colocarían cerca una grabadora, seguramente en el tejado del edificio, dentro de una caja marcada con la advertencia de «50.000 VOLTIOS. NO TOCAR», para evitar cualquier intento de inspección. Cambiarían la cinta cada veinticuatro horas durante un mes, y Tedder les proporcionaría la transcripción de todas las conversaciones.
El precio total ascendía a cinco mil dólares, pero obtendrían el dinero de los fondos para sobornos que manejaba el Comité para la Reelección del Presidente.
Cam le comunicó la propuesta a Ehrlichman con plena conciencia de que estaba traspasando una frontera. Jamás había cometido un delito y de pronto estaba a punto de convertirse en cómplice de un allanamiento de morada. No obstante, era necesario; tenían que frenar las filtraciones. «El cómo me importa una mierda», había dicho el presidente. Aun así, Cameron no tenía la conciencia tranquila. Se sentía como si estuviera saltando de un trampolín en plena noche y no pudiera ver el agua.
John Ehrlichman firmó con una «E» en la casilla de aprobación.
Luego añadió una pequeña nota con nerviosismo: «Si puedes garantizar que no será rastreado».
Cam sabía lo que significaba eso.
Si la cosa salía mal, tendría que cargar con la culpa.
George salió de su despacho a las cinco y media y cogió el coche para dirigirse a Barney Circle, un suburbio pobre situado al este de Capitol Hill. La iglesia era una casucha con algo de terreno rodeado por una valla alta de tela metálica. Dentro, las hileras de rígidos bancos estaban medio llenas. Todos los feligreses eran negros y, en general, mujeres. Era un buen lugar para una cita clandestina; allí un agente del FBI llamaría tanto la atención como una boñiga en un mantel.
Una de las mujeres se volvió para mirarlo. George reconoció a Maria Summers y se sentó a su lado.
—¿Qué ocurre? —murmuró—. ¿Cuál es la urgencia?
Maria se llevó un dedo a los labios.
—Luego —dijo.
Él sonrió con gesto irónico. Tendría que aguantar una hora de oraciones. Bueno, probablemente le haría bien a su conciencia.
George se sentía encantado de formar parte de esa trama de intrigas y misterio junto a Maria. El trabajo que desempeñaba en Fawcett Renshaw no satisfacía su pasión por la justicia. Estaba contribuyendo al progreso de la causa de la igualdad para los negros, pero el avance era lento y poco sistemático. Él ya tenía treinta y seis años, edad suficiente para darse cuenta de que los sueños de juventud de un mundo mejor no solían cumplirse, pero aun así creía que debía ser capaz de hacer algo más que conseguir que contrataran a unos cuantos negros en el aeropuerto de Roath.
Un pastor con túnica entró e inició una plegaria improvisada que duró diez o quince minutos. Luego invitó a la congregación a que permaneciera sentada en silencio y mantuviera su propio diálogo con Dios.
—Nos alegraremos mucho de oír la voz de cualquier hombre a quien el Espíritu Santo impulse a compartir sus plegarias con el resto. Según las enseñanzas del apóstol Pablo, las mujeres deben guardar silencio en la iglesia.
George dio un codazo a Maria, consciente de que se sentiría molesta por esa consagrada práctica sexista.
La madre de George adoraba a Maria. Él sospechaba que era porque creía que podría haber sido como ella si hubiera pertenecido a la siguiente generación. Podría haber tenido buenos estudios, un trabajo importante y un vestido negro con un collar de perlas.
Durante la oración George dejó vagar la mente y acabó pensando en Verena. Los Panteras Negras la habían engullido. A él le habría gustado convencerse de que Verena se encargaba de la parte más humana de sus misiones, como preparar desayunos gratis para los escolares de las zonas deprimidas, cuyas madres pasaban las primeras horas de la mañana limpiando despachos de blancos. Sin embargo, conociéndola, era igual de posible que se dedicara a robar bancos.
El pastor finalizó el encuentro con otra larga plegaria. En cuanto dijo «Amén», los miembros de la congregación se volvieron unos hacia otros y empezaron a charlar. El murmullo de las conversaciones era intenso y George tuvo la sensación de que podía hablar con Maria sin miedo a que nadie los oyera.
—Van a pincharle el teléfono de casa a Jasper Murray —dijo Maria de inmediato—. Uno de los chicos de Ehrlichman ha venido desde la Casa Blanca.
—Resulta evidente que es por su último programa.
—Puedes apostar lo que quieras.
—Y no andan exactamente detrás de Jasper.
—Ya lo sé. Lo que quieren es descubrir a la persona que le pasó la información, o sea a mí.
—Esta noche he quedado con Jasper y le advertiré de que tenga cuidado con lo que dice desde el teléfono de casa.
—Gracias. —Maria miró a su alrededor—. No pasamos tan desapercibidos como me habría gustado.
—¿Por qué?
—Porque vamos demasiado bien vestidos. Salta a la vista que no somos del barrio.
—Y mi secretaria cree que de repente me he reencontrado con Dios. Salgamos de aquí.
—No podemos salir juntos. Ve tú primero.
George salió de la pequeña iglesia y regresó en su coche a la Casa Blanca.
Maria no era la única que filtraba información a la prensa, pensó; de hecho, muchos otros lo hacían. George imaginaba que el evidente desprecio que el presidente sentía por la ley había escandalizado a muchos funcionarios del gobierno hasta el punto de hacerles olvidar la discreción a la que estaban obligados. Los delitos de Nixon horrorizaban sobre todo porque los cometía un presidente que había convertido la ley y el orden en su bandera durante la campaña electoral. George sentía que los norteamericanos habían sido víctimas de un engaño colosal.
Intentó pensar cuál era el mejor lugar para quedar con Jasper. La otra vez se había limitado a pasar por las oficinas de This Day. Aquella primera ocasión no había resultado peligroso, pero tenía que evitar una segunda visita. No quería que nadie de los círculos cercanos a Washington lo viera en compañía de Jasper demasiado a menudo. Por otra parte, la reunión tenía que parecer informal, no furtiva, por si alguien reparaba en ellos.
Se dirigió al aparcamiento más cercano al despacho de Jasper. En la tercera planta había unas cuantas plazas reservadas para el personal de This Day. George estacionó cerca y se dirigió a un teléfono público.
Jasper estaba sentado a su escritorio.
—Es viernes por la noche —dijo George sin preámbulos y sin revelar su nombre—. ¿Cuándo piensas salir del trabajo?
—Pronto.
—Es mejor que lo hagas ya.
—De acuerdo.
George colgó.
Al cabo de unos minutos Jasper salió del ascensor. Era un hombre corpulento con una gran mata de pelo rubio, y llevaba puesta una gabardina. Se dirigió a su coche, un Lincoln Continental de color bronce con el techo de tela negra.
George tomó asiento a su lado y le habló de las escuchas.
—Tendré que desmontar el teléfono y quitar el micrófono —dijo Jasper.
George negó con la cabeza.
—Si haces eso lo sabrán, porque no recibirán ninguna transmisión.
—¿Y qué?
—Que encontrarán otra forma de espiarte, y puede que la próxima vez no tengamos la suerte de descubrirlo.
—Mierda. Tengo desviadas todas las llamadas delicadas a casa. ¿Qué voy a hacer?
—Cuando te llame alguien importante, di que estás ocupado y que ya lo llamarás en otro momento, y luego hazlo desde un teléfono público.
—Supongo que ya se me ocurrirá algo. Gracias por el soplo. ¿Viene de la fuente habitual?
—Sí.
—Está bien informada.
—Ya lo creo —dijo George—. Sí que lo está.