49

Dave Williams se sentía nervioso. Habían pasado casi cinco años desde la última vez que Plum Nellie había tocado en directo, y estaban a punto de hacerlo frente a sesenta mil admiradores en el estadio de Candlestick Park, en San Francisco.

Tocar en un estudio no era ni mucho menos parecido. La cinta era indulgente: si alguien se equivocaba con una nota, soltaba un gallo u olvidaba la letra, se podía borrar el error y volver a grabar.

Si algo iba mal esa noche, todos los presentes en el estadio lo oirían y no podría corregirse.

Dave intentó relajarse. Había hecho aquello un centenar de veces. Recordaba haber tocado con los Guardsmen en pubs del East End de Londres cuando apenas conocía un puñado de acordes. Volviendo la vista atrás, se maravillaba de su osadía juvenil. Rememoró la noche en que Geoffrey se había desmayado, borracho, en The Dive de Hamburgo, y Walli había salido al escenario y había tocado la guitarra hasta el final sin haber ensayado. Tiempos felices y despreocupados.

Dave contaba ya con nueve años de experiencia. Eso era más que toda la carrera de muchas estrellas del pop. Sin embargo, los admiradores llegaban por hordas y compraban camisetas, cerveza y perritos calientes, confiando en que él les regalara una noche fantástica, y eso lo inquietaba.

Una joven de la discográfica que distribuía los álbumes de Nellie Records entró en su camerino para preguntarle si necesitaba algo. Llevaba pantalones de campana y una camiseta corta que resaltaban su figura perfecta.

—No, gracias, cielo —contestó él.

Todos los camerinos tenían un minibar con cerveza, licores, refrescos y hielo, y una cajetilla de cigarrillos.

—Si quieres algo que te relaje, tengo —ofreció ella.

Dave sacudió la cabeza. En ese momento no quería drogas. Tal vez se fumara un canuto más tarde.

—O si puedo … ya sabes, hacer algo … —insistió la chica.

Le estaba ofreciendo sexo. Era tan magnífica como podía serlo una californiana rubia y delgada, y muy guapa, pero Dave no estaba de humor.

No había estado de humor desde la última vez que había visto a Beep.

—Quizá después del concierto —dijo. «Si me emborracho lo suficiente», pensó—. Te lo agradezco, pero ahora mismo lo que quiero es que te pierdas —añadió con firmeza.

La joven no se ofendió.

—Avísame si cambias de opinión —contestó alegremente, y se marchó.

Los beneficios que devengara el concierto de esa noche se cederían a George McGovern. Su campaña electoral había conseguido atraer de nuevo a los jóvenes a la política. Dave sabía que en Europa habría sido una figura moderada, pero allí lo consideraban de izquierdas. Sus duras críticas a la guerra de Vietnam deleitaban a los liberales, y hablaba con autoridad por su experiencia en combate durante la Segunda Guerra Mundial.

La hermana de Dave, Evie, fue al camerino para desearle suerte. Iba vestida de incógnito, con el cabello recogido bajo una gorra de tweed, gafas de sol y chaqueta de motorista.

—Vuelvo a Inglaterra —anunció.

Dave se sorprendió.

—Sé que has tenido un poco de mala prensa desde aquella foto en Hanoi, pero …

Ella negó con la cabeza.

—Es algo peor que mala prensa. Hoy me odian con el mismo fervor con que me amaban hace años. Es el fenómeno que observó Oscar Wilde: una cosa se convierte en la otra con una rapidez apabullante.

—Creía que lo superarías.

—Y así fue, durante un tiempo, pero hace seis meses que no me ofrecen un papel decente. Puedo elegir entre interpretar a la chica valiente en un espagueti western, a una stripper en una improvisación fuera de Broadway o al personaje que yo quiera en la gira australiana de Jesucristo Superstar.

—Lo siento … No lo sabía.

—No ha sido exactamente espontáneo.

—¿Qué quieres decir?

—Un par de periodistas me han dicho que recibieron llamadas de la Casa Blanca.

—¿Ha sido deliberado?

—Creo que sí. Verás, yo era una estrella famosa que atacaba a Nixon a la menor ocasión. No es de extrañar que me clavara el puñal cuando fui lo bastante tonta para darle una oportunidad. Ni siquiera es injusto: estoy haciendo lo imposible por que también él pierda su trabajo.

—Y eso te honra.

—Aunque podría no ser cosa de Nixon. ¿A quién conocemos que trabaje en la Casa Blanca?

—¿El hermano de Beep? —Dave no podía creerlo—. ¿Cam te ha hecho esto?

—Se enamoró de mí hace muchos años, en Londres, y yo lo rechacé de un modo un poco brusco.

—¿Y te ha guardado rencor todo este tiempo?

—Jamás podré demostrarlo.

—¡Será cabrón!

—Así que he puesto en venta mi despampanante casa de Hollywood, he vendido el descapotable y he empaquetado toda mi colección de arte moderno.

—¿Qué vas a hacer?

—Para empezar, interpretar a lady Macbeth.

—¡Estarás fantástica! ¿Dónde?

—En Stratford-upon-Avon, con la compañía Royal Shakespeare.

—Cuando se cierra una puerta se abre una ventana.

—Me alegro de volver a interpretar a un personaje de Shakespeare. Hace diez años que hice de Ofelia en la escuela.

—En cueros.

Evie sonrió, pesarosa.

—Qué exhibicionista era.

—También eras una buena actriz, incluso tan joven.

Ella se levantó.

—Te dejo para que te prepares. Disfruta mucho esta noche, hermanito. Estaré entre el público, bailando.

—¿Cuándo te vas a Inglaterra?

—Mañana.

—Avísame cuando se estrene Macbeth. Iré a verte.

—Me encantaría.

Dave salió con Evie. El escenario se había montado sobre un andamio provisional en un extremo del campo. Tras él, multitud de técnicos de montaje y sonido, empleados de la discográfica y periodistas privilegiados deambulaban por el césped. Los camerinos eran carpas montadas en una zona acordonada.

Buzz y Lew ya habían llegado, pero no se veía a Walli por ninguna parte. Dave confiaba en que Beep lo llevara a tiempo. Se preguntaba, inquieto, dónde estarían.

Poco después de que Evie se fuera, los padres de Beep aparecieron detrás del escenario. Dave volvía a tener buena relación con Bella y Woody, y decidió no contarles lo que Evie le había dicho sobre Cam y sus tácticas para poner a la prensa en contra de ella. Con su larga tradición demócrata, ya les irritaba bastante que su hijo trabajase para Nixon.

Dave quería saber lo que Woody opinaba de las posibilidades de McGovern.

—George McGovern tiene un problema —contestó Woody—. Para derrotar a Hubert Humphrey y conseguir la candidatura, tuvo que quebrantar el poder de los viejos barones del Partido Demócrata: los alcaldes, los gobernadores y los líderes sindicales.

Dave no conocía los detalles.

—¿Cómo lo consiguió?

—Después del desastre de 1968 en Chicago, el partido reescribió las normas, y McGovern presidió la comisión que se encargó de hacerlo.

—¿Y por qué supone eso un problema?

—Porque las viejas figuras de poder no quieren trabajar para él. Algunos lo odian tanto que han puesto en marcha un movimiento llamado Demócratas por Nixon.

—Hay gente joven que piensa como él.

—Tenemos que confiar en que eso sea suficiente.

Al fin llegaron Beep y Walli. Los Dewar acompañaron a Walli al camerino. Dave se puso la ropa con la que actuaría, un mono rojo y botas recias, e hizo algunos ejercicios para calentar la voz. Mientras entonaba escalas, Beep se acercó a él.

Le dedicó una sonrisa espléndida y lo besó en la mejilla. Como siempre, iluminó el espacio nada más entrar. «No debería haberla dejado marchar —pensó Dave—. ¡Soy un idiota!»

—¿Cómo está Walli? —preguntó, inquieto.

—Se ha colocado un poco, lo justo para aguantar el concierto. Se chutará en cuanto acabéis, pero está bien para tocar.

—Menos mal.

Beep llevaba pantalones cortos de satén y un sostén de lentejuelas. Dave advirtió que había ganado un poco de peso desde la grabación del álbum; sus pechos parecían más grandes e incluso lucía una barriguita muy mona. Le preguntó si quería beber algo, y ella pidió una Coca-Cola.

—Coge un cigarrillo si quieres —ofreció Dave.

—Lo he dejado.

—¿Por eso has engordado?

—No.

—No era una crítica. Estás preciosa.

—Voy a dejar a Walli.

Eso descolocó a Dave, que se volvió desde el minibar y la miró.

—Vaya —dijo—. ¿Lo sabe él?

—Se lo voy a decir después del concierto.

—Menudo alivio. Pero … ¿y todo aquello que me dijiste sobre ser una persona menos egoísta y salvarle la vida a Walli?

—Tengo una vida más importante que salvar.

—¿La tuya?

—La de mi bebé.

—¡Dios! —Dave se sentó—. Estás embarazada.

—De tres meses.

—Por eso te ha cambiado el cuerpo.

—Y el tabaco me provoca náuseas. Ya ni siquiera fumo maría.

El altavoz Tannoy de los camerinos crujió, y una voz anunció: «Cinco minutos para el comienzo. Que todos los técnicos de escenario ocupen ya sus puestos».

—Si estás embarazada, ¿por qué vas a dejar a Walli? —preguntó Dave.

—No pienso educar a un niño en ese entorno. Una cosa es sacrificarme yo y otra obligar a que lo haga un crío. Y este va a tener una vida normal.

—¿Adónde vas a ir?

—Volveré con mis padres. —Sacudió la cabeza con expresión maravillada—. Es increíble, durante diez años he hecho todo lo que he podido para fastidiarlos, pero cuando he necesitado su ayuda no han dudado ni un segundo en ofrecérmela. Joder, es increíble.

El altavoz volvió a sonar: «Un minuto. Se invita amablemente a los miembros de la banda a ir a los bastidores cuando estén preparados».

A Dave lo asaltó un pensamiento.

—Tres meses …

—No sé de quién es el bebé —dijo Beep—. Me quedé embarazada mientras grababais el álbum. Tomaba la píldora, pero a veces se me olvidaba, sobre todo cuando iba puesta.

—Pero me dijiste que Walli y tú apenas os acostabais.

—Apenas no equivale a nunca. Diría que hay un diez por ciento de probabilidades de que sea hijo de Walli.

—Así que hay un noventa por ciento de que sea mío.

Lew asomó a la carpa de Dave.

—En marcha —dijo.

—Ya voy —contestó Dave.

Lew desapareció.

—Ven a vivir conmigo —le dijo Dave a Beep.

Ella lo miró fijamente.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

—¿Aunque no sea tuyo?

—Estoy seguro de que querré a tu hijo. Te quiero. Joder, y quiero a Walli. Ven a vivir conmigo, por favor.

—Oh, Dios. —Beep rompió a llorar—. Rezaba por que dijeras eso.

—¿Es eso un sí?

—¡Pues claro! Es lo que más deseo.

Dave se sintió como si hubiera salido el sol.

—Bueno, pues eso es lo que haremos —dijo.

—¿Y qué va a ser de Walli? No quiero que muera.

—Se me ocurre una idea —contestó Dave—. Te la cuento después del concierto.

—Ve, te están esperando.

—Lo sé. —La besó con ternura en los labios.

Beep lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza.

—Te quiero —dijo Dave.

—Yo también te quiero, y fui una estúpida por dejarte marchar. —No vuelvas a hacerlo.

—Jamás.

Dave salió. Corrió por el césped y subió la escalerilla hasta donde los demás lo esperaban. Y en ese instante lo asaltó un pensamiento.

—He olvidado algo —dijo.

—¿Qué? Las guitarras están en el escenario —replicó Buzz, irritado.

Dave no contestó. Corrió de vuelta al camerino. Beep seguía allí, sentada, enjugándose los ojos.

—¿Nos casamos?

—Vale —respondió ella.

—Genial.

Echó a correr de nuevo hacia los andamios.

—¿Todos preparados?

Todos lo estaban.

Dave precedió al grupo al escenario.

Claus Krohn le pidió a Rebecca que tomasen una copa después de un pleno del Parlamento de Hamburgo.

Aquello la pilló desprevenida. Hacía cuatro años que habían dejado su aventura. Ella sabía que durante los últimos doce meses Claus se había estado viendo con una mujer atractiva, responsable de los afiliados de un sindicato, y su poder en el Partido Liberal Democrático, al que también pertenecía Rebecca, había ido creciendo. Claus y su novia hacían buena pareja. De hecho, Rebecca había oído que tenían previsto casarse.

De modo que le dirigió una mirada desalentadora.

—En el Yacht Bar no —se apresuró a añadir Claus—. En algún sitio menos sospechoso.

Ella rió, algo más tranquila.

Fueron a un bar del centro, no lejos del ayuntamiento. Rebecca pidió una copa de vino espumoso por los viejos tiempos.

—Iré al grano —dijo Claus en cuanto les sirvieron las bebidas—. Quiero que te presentes a las elecciones del parlamento nacional.

—¡Oh! —exclamó ella—. Me habría sorprendido menos que te me hubieras insinuado.

Claus sonrió.

—No te sorprendas tanto. Eres inteligente y atractiva, hablas bien y le gustas a la gente. Te respetan hombres de todos los partidos de Hamburgo. Tienes casi una década de experiencia en política. Serías una buena baza.

—Pero es muy repentino …

—Las elecciones siempre parecen repentinas.

El canciller, Willy Brandt, había convocado elecciones para ocho semanas después. Si Rebecca accedía, podría ser parlamentaria antes de Navidad.

Cuando se recuperó de la sorpresa, la invadió el ansia. Lo que más deseaba era la reunificación de Alemania, para que tanto ella como miles de alemanes más pudieran reencontrarse con sus familias. Nunca lo conseguiría desde la política local … pero como miembro del parlamento nacional podría ejercer cierta influencia.

Su partido, el FDP, formaba parte del gobierno de coalición con los socialdemócratas liderados por Willy Brandt. Rebecca estaba de acuerdo con la Ostpolitik de Brandt, que intentaba mantener contacto con el Este a pesar del Muro. Creía que era la forma más rápida de socavar el régimen de la Alemania Oriental.

—Tendré que consultarlo con mi marido —dijo.

—Sabía que dirías eso. Las mujeres siempre lo hacéis.

—Significaría dejarlo solo mucho tiempo.

—Es algo que les ocurre a todas las esposas de los parlamentarios.

—Pero mi marido es especial.

—Por supuesto.

—Hablaré con él esta noche.

Rebecca se levantó.

—En un plano más personal … —dijo Claus tras ponerse también de pie.

—¿Qué?

—Nos conocemos bastante bien.

—Sí…

—Este es tu destino. —Su semblante era adusto—. Tienes que ser una política de ámbito nacional. Cualquier cosa por debajo de eso sería un desperdicio de tus cualidades. Un desperdicio imperdonable. Y hablo muy en serio.

A Rebecca le sorprendió aquella intensidad.

—Gracias —dijo.

Se sentía tan eufórica como aturdida mientras conducía de vuelta a casa. Un nuevo futuro se había abierto de pronto frente a ella. Alguna vez había pensado en la política nacional, pero había temido que fuera demasiado difícil para ella, como mujer y como esposa de un hombre discapacitado. Sin embargo, en ese momento la perspectiva era ya algo más que una fantasía, y ella se sentía ansiosa e impaciente.

Por otro lado, ¿qué diría Bernd?

Aparcó y subió a toda prisa al apartamento. Bernd estaba sentado a la mesa de la cocina en la silla de ruedas, corrigiendo trabajos de la escuela con un afilado lápiz rojo. No llevaba nada bajo el albornoz, que podía ponerse solo. Para él la prenda más complicada eran los pantalones.

Rebecca le comentó de inmediato la propuesta de Claus.

—Antes de que me contestes, deja que te diga otra cosa —añadió—: si no quieres que lo haga, no lo haré. Sin discusiones, sin lamentos, sin reproches. Somos una pareja, un equipo, y eso significa que ninguno tiene derecho a cambiar nuestra vida en común de forma unilateral.

—Gracias —repuso él—, pero hablemos de los detalles.

—El Bundestag se reúne de lunes a viernes unas veinte semanas al año, y la asistencia es obligatoria.

—Así que pasarías fuera un promedio de ochenta noches al año. Podría sobrellevarlo, sobre todo si contratáramos a una enfermera que me ayudara por la mañana.

—¿Te importaría?

—Claro que sí, pero estoy seguro de que tus noches en casa serán mucho más dulces.

—Bernd, eres tan bueno …

—Tienes que hacerlo —dijo él—. Es tu destino.

Ella dejó escapar una carcajada.

—Es lo mismo que me ha dicho Claus.

—No me sorprende.

Tanto su marido como su ex amante consideraban que eso era lo que tenía que hacer. Ella también lo pensaba, aunque se sentía un poco ansiosa; creía que podía hacerlo, pero supondría un gran reto. La política nacional era más dura y sucia que el gobierno local. La prensa podía ser despiadada.

Su madre se sentiría orgullosa de ella, pensó. Carla debería haber sido una líder, y probablemente lo habría sido de no haber quedado atrapada en la prisión que era la Alemania del Este. Le emocionaría que su hija hiciera realidad su aspiración frustrada.

Rebecca y Bernd siguieron hablando del tema tres noches más, y a la cuarta llegó Dave Williams.

No lo esperaban. Rebecca se quedó atónita al verlo en el umbral de la puerta con un abrigo de ante marrón y una maleta pequeña que llevaba una etiqueta del aeropuerto de Hamburgo.

—¡Podrías haber llamado! —le dijo Rebecca en inglés.

—He perdido vuestro número —contestó él en alemán.

Ella le dio un beso en la mejilla.

—¡Qué sorpresa tan maravillosa!

Dave le había caído bien en la época en que Plum Nellie tocaba en Reeperbahn y los chicos iban a aquel piso para disfrutar de su única comida completa de la semana. Dave había sido una buena influencia para Walli, cuyo talento había aflorado en su compañía.

El joven entró en la cocina, dejó la maleta en el suelo y le estrechó la mano a Bernd.

—¿Acabas de llegar de Londres? —le preguntó este.

—De San Francisco. Llevo veinticuatro horas viajando.

Conversaban en su habitual mezcla de inglés y alemán.

Rebecca hizo café. Cuando empezó a recuperarse de la sorpresa, pensó que Dave debía de tener algún motivo especial para visitarlos, y se inquietó. Dave le estaba hablando a Bernd sobre su estudio de grabación, pero Rebecca lo interrumpió.

—¿Por qué has venido, Dave? ¿Algo va mal?

—Sí —contestó Dave—. Es Walli.

A Rebecca se le paró el corazón.

—¿Qué ocurre? ¡Dímelo! No estará muerto …

—No, está vivo, pero es heroinómano.

—Oh, no. —Rebecca se dejó caer en una silla—. Oh, no.

Hundió la cara entre las manos.

—Hay más —prosiguió Dave—. Beep va a dejarlo. Está embarazada y no quiere que el niño crezca en un ambiente de drogas.

—Oh, mi pobre hermano …

—¿Qué va a hacer Beep? —preguntó Bernd.

—Se va a instalar conmigo en Daisy Farm.

—Ah. —Rebecca advirtió que Dave se azoraba y supuso que había reanudado su relación con Beep. Eso solo lo empeoraba todo para su hermano—. ¿Qué podemos hacer por Walli?

—Tiene que dejar la heroína, obviamente.

—¿Crees que podrá?

—Con la ayuda adecuada. Hay programas, tanto en Estados Unidos como en Europa, que combinan terapia y un sustituto químico, por lo general metadona. Pero Walli vive en Haight-Ashbury. Allí hay un camello en cada esquina y, aunque lo deje, si no se marcha de allí, uno de ellos llamará a su puerta cualquier día. Es muy fácil recaer.

—Así que tiene que irse a otro sitio.

—Creo que tendría que venir aquí.

—Oh, Dios …

—Viviendo con vosotros creo que podría dejarlo.

Rebecca miró a Bernd.

—Me preocupas tú —dijo su marido—. Tienes un trabajo y una carrera en la política. Aprecio mucho a Walli, y no solo porque tú lo quieras, pero no estoy dispuesto a que sacrifiques tu vida por él.

—No será para siempre —intervino rápidamente Dave—, pero si consiguieseis que pasara un año limpio y sobrio …

Rebecca seguía mirando a Bernd.

—No sacrificaré mi vida, pero podría aplazarlo todo un año.

—Si renuncias ahora a un escaño en el Bundestag, es posible que nunca vuelvan a ofrecértelo.

—Lo sé.

—Quiero que vengas conmigo a San Francisco y convenzas a Walli —le dijo Dave a Rebecca.

—¿Cuándo?

—Mañana sería perfecto. Ya he reservado los billetes.

—¡Mañana!

Sin embargo, no había alternativa, pensó Rebecca. La vida de Walli estaba en juego, y nada era comparable a eso. Sería su prioridad, por supuesto que lo sería. No necesitaba ni pensarlo.

Aun así, le entristecía renunciar a la emocionante perspectiva que tan efímeramente se le había presentado.

—¿Qué has dicho hace un momento sobre el Bundestag? —preguntó Dave.

—Nada —contestó Rebecca—. Es solo algo que estaba planteándome, pero iré contigo a San Francisco. Claro que iré.

—¿Mañana?

—Sí.

—Gracias.

Rebecca se puso de pie.

—Voy a hacer la maleta —dijo.