George Jakes estrenaba esmoquin. En su opinión le sentaba bastante bien. A sus cuarenta y dos años ya no conservaba el físico de luchador del que se sentía tan orgulloso en su juventud, pero seguía estando delgado y tenía un porte erguido, así que el uniforme nupcial en blanco y negro le favorecía mucho.
Se encontraba en la Iglesia Evangélica de Betel, parroquia a la que su madre acudía desde hacía décadas y que pertenecía a la circunscripción de Washington que su hijo representaba como congresista en ese momento. Se trataba de un edificio de una sola planta con ladrillo visto, pequeño y sencillo, y normalmente su austera decoración consistía en un par de citas bíblicas enmarcadas: «El Señor es mi pastor» y «En el principio fue la palabra». Sin embargo, ese día el templo estaba engalanado para una ceremonia especial con guirnaldas, lazos de colores y vistosos arreglos de flores blancas. El coro cantaba a pleno pulmón el himno religioso Soon Come mientras George esperaba a su futura esposa.
En primera fila se encontraba la madre del novio, con un traje nuevo de color azul marino y un tocado a juego con un pequeño velo de rejilla.
—Bueno, pues me alegro —le había dicho Jacky a George cuando su hijo le contó que se casaba—. Tengo cincuenta y ocho años, y siento que hayas esperando tantísimo, Dios lo sabe, pero me alegra que al final te hayas decidido a hacerlo.
No se había andado con rodeos a la hora de expresar sus reproches, pero el día de la ceremonia la sonrisa de satisfacción no se le borró ni un segundo de la cara. Su hijo iba a casarse en su parroquia, delante de todos sus amigos y vecinos y, por si eso fuera poco, además era congresista.
Junto a ella se encontraba el padre de George, el senador Greg Peshkov. De algún modo el hombre conseguía que incluso un esmoquin tuviera aspecto de pijama arrugado cuando lo llevaba él. Había olvidado ponerse los gemelos en los puños de la camisa, y la pajarita que lucía parecía una polilla muerta, pero a nadie le importaba.
También en primera fila estaban los abuelos rusos de George, Lev y Marga, que en ese momento ya eran octogenarios. Ambos parecían frágiles de salud, pero habían viajado desde Buffalo en avión para la boda de su nieto.
Al acudir a la ceremonia y sentarse en primera fila, el padre y los abuelos blancos de George estaban reconociendo la verdad ante el mundo; pero eso a los asistentes les traía sin cuidado. Corría el año 1978, y lo que antaño había sido una humillación mantenida en secreto, en ese momento apenas tenía importancia.
Cuando el coro empezó a cantar You Are So Beautiful, todo el mundo se volvió y miró hacia la puerta del templo.
Verena entró cogida del brazo de su padre, Percy Marquand. George lanzó un suspiro ahogado al verla, al igual que hicieron muchos miembros de la congregación. Llevaba un atrevido vestido blanco sin hombros, ceñido hasta medio muslo y con caída en cola de sirena. La piel color caramelo de sus hombros se veía tan tersa como el satén del vestido. Estaba tan bonita que emocionaba, y George sintió que se le anegaban los ojos.
El oficio pasó en un suspiro. El novio consiguió articular las respuestas correctas, pero lo único que podía pensar era que Verena por fin sería suya, desde ese instante y para siempre.
La ceremonia fue sencilla, aunque el banquete matinal ofrecido tras la boda y pagado por el padre de la novia no tuvo nada de humilde. Percy alquiló el Pisces, un club nocturno de Georgetown con una fuente de seis metros de alto en la entrada, cuyo chorro de agua caía sobre un gigantesco estanque de peces de colores, y con un acuario en el centro de la pista.
El primer baile de George y Verena como matrimonio fue el Stayin’ Alive de los Bee Gees. El novio no era un gran bailarín, pero no importaba: todos estaban mirando a la novia, que sujetaba la cola del vestido con una mano mientras se contoneaba al ritmo de la música disco. George se sentía tan feliz que tenía ganas de abrazar a todo el mundo.
La segunda persona en bailar con la novia fue Ted Kennedy, quien había asistido sin su esposa, Joan; se rumoreaba que se habían separado. Jacky se agenció al guapo de Percy Marquand. La madre de Verena, Babe Lee, bailó con Greg.
El primo de George, Dave Williams, la estrella del pop, estaba presente con su atractiva esposa, Beep, y su hijo de cinco años, John Lee, que se llamaba así por el cantante de blues John Lee Hooker. El niño bailaba con su madre y se pavoneaba con tanta destreza que hizo reír a toda la concurrencia; debía de haber visto Fiebre del sábado noche.
Elizabeth Taylor bailaba con su último marido, el millonario y futuro senador John Warner. Liz lucía el famoso diamante Krupp, de corte cuadrado y treinta y tres quilates, en el dedo corazón de la mano derecha. Contemplando todo aquello desde una nube de euforia, George se dio cuenta, maravillado, de que su boda se había convertido en uno de los acontecimientos sociales más destacados del año.
Había invitado a Maria Summers, pero ella había rechazado acudir. Después de que su breve relación amorosa acabara en pelea, habían pasado un año sin hablarse. George se había sentido herido y desconcertado. No sabía cómo se suponía que debía vivir su vida; las normas habían cambiado. Además, estaba resentido. Las mujeres querían que las trataran de forma distinta y esperaban que él supiera cómo sin habérselo explicado antes, y que accediera a ese nuevo trato sin negociación previa.
Entonces Verena había reaparecido tras siete años de oscuridad. Había fundado su propia empresa de asesoramiento para grupos de presión en Washington, especializada en derechos civiles y otros asuntos relacionados con la igualdad. Sus primeros clientes habían sido pequeños colectivos que no podían permitirse tener a un empleado a jornada completa para defender sus intereses en los círculos cercanos al gobierno. El rumor de que Verena había sido miembro de los Panteras Negras en un pasado había contribuido a aumentar su credibilidad. No tardó mucho tiempo en regresar a la vida de George.
Verena había cambiado.
—Los gestos drásticos tienen sentido en política, pero al final los avances importantes se consiguen recorriendo un largo camino: redactando proyectos de ley, hablando con los medios de comunicación y ganando electores —había dicho una noche.
George pensó que había madurado, aunque no lo dijo.
La nueva Verena quería casarse y ser madre, y estaba convencida de poder conciliar esa vida con su trayectoria profesional. Como ya se había quemado una vez, George no volvió a jugar con fuego; si eso era lo que ella creía, no sería él quien le llevara la contraria.
El congresista había escrito una carta muy considerada a Maria que empezaba con la siguiente frase: «No quiero que te enteres de nuestra boda por terceras personas». Le había contado que Verena y él volvían a estar juntos y que estaban pensando en casarse. Maria contestó con un tono amistoso y cálido, y su relación volvió al punto en el que se encontraba antes de la dimisión de Nixon. Pero ella seguía soltera y decidió no ir a la boda.
Para tomarse un descanso de tanto baile, George se sentó con su padre y su abuelo. Lev no dejaba de beber champán y contar chistes. Un cardenal polaco había sido elegido Papa, y el abuelo del novio tenía un nutrido repertorio de bromas de muy mal gusto sobre el Sumo Pontífice.
—Dicen que ha obrado un milagro: ¡ha convertido a un ciego en sordo!
—Al elegirlo como Papa, el Vaticano ha realizado un movimiento político muy agresivo —comentó Greg.
A George le sorprendió el comentario, pero su padre no acostumbraba a hablar sin fundamento.
—¿Por qué lo dices? —preguntó.
—El catolicismo es más popular en Polonia que en ningún otro país del Este de Europa, allí los comunistas no tienen fuerza suficiente para reprimir la religión como lo han hecho en todas las demás naciones. En Polonia existe prensa religiosa, una universidad católica y varias instituciones de caridad que tienen poder para dar cobijo a los disidentes y denunciar las violaciones de los derechos humanos.
—Entonces, ¿qué planea el Vaticano?
—Alguna jugarreta. Creo que ve Polonia como el talón de Aquiles de la Unión Soviética. Este Papa polaco hará algo más que saludar con la mano a los turistas desde el balcón; tú espera y verás.
George estaba a punto de preguntar qué haría el Sumo Pontífice, cuando la sala quedó en silencio y se dio cuenta de que había entrado el presidente Carter.
Todos aplaudieron, incluso los republicanos. El presidente besó a la novia, estrechó la mano de George y aceptó una copa de champán rosado, aunque solo bebió un sorbo.
Mientras Carter hablaba con Percy y con Babe, quienes financiaban el Partido Demócrata desde hacía tiempo, uno de los asistentes del presidente se acercó a George.
—¿Le gustaría formar parte del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes? —preguntó el hombre tras dedicarle una serie de cumplidos.
George se sintió halagado. Los comités del Congreso eran importantes. Un puesto en un comité era una fuente de poder.
—Llevo solo dos años en el Congreso —dijo.
El hombre asintió en silencio.
—El presidente quiere contar con congresistas negros, y Tip O’Neill está de acuerdo.
Tip O’Neill era el portavoz del partido mayoritario en la Cámara de Representantes, quien poseía el privilegio de conceder cargos en los comités.
—Estaré encantado de servir al presidente en lo que pueda —dijo George—, pero … ¿en inteligencia?
La CIA y otras agencias de los servicios secretos rendían cuentas tanto al presidente como al Pentágono, pero recibían las autorizaciones y los fondos del Congreso y, en teoría, era este organismo el que las controlaba. Por seguridad, el control se dividía en dos comités, uno de la Cámara de Representantes y otro del Senado.
—Ya sé lo que está pensando —dijo el asistente—. Los comités de inteligencia suelen estar plagados de conservadores amigos del ejército. Usted es un liberal que ha criticado al Pentágono por la guerra de Vietnam y a la CIA por el escándalo del Watergate. Pero esa es precisamente la razón por la que le queremos. En este momento esos comités no supervisan, se limitan a aplaudir las acciones de las agencias de inteligencia. Y si estas creen que se pueden saltar la ley a su antojo, lo harán. Por eso necesitamos a alguien que les haga preguntas comprometidas.
—La comunidad de los servicios secretos se escandalizará.
—Bien —dijo el asistente—. Después de cómo se comportaron durante la administración Nixon, es necesario enseñarles quién manda. —Miró hacia el otro lado de la pista de baile. Al seguir su mirada, George vio que el presidente Carter se marchaba ya—. Debo irme —se despidió el hombre—. ¿Quiere un tiempo para pensárselo?
—No, ¡qué demonios! —exclamó George—. Acepto.
—¿Madrina, yo? —exclamó Maria Summers—. ¿Hablas en serio?
George Jakes sonrió.
—Ya sé que no eres una persona religiosa. En realidad nosotros tampoco lo somos. Yo voy a la iglesia para complacer a mi madre, y Verena la ha pisado una sola vez en diez años, y fue para nuestra boda. Pero nos gusta la idea de bautizar al bebé y que tenga padrinos.
Estaban almorzando en el comedor privado de la Cámara de Representantes, en la planta baja del Capitolio, sentados delante del famoso mural Cornwallis suplica el cese de las hostilidades. Maria había pedido un filete, y George, una ensalada.
—¿Cuándo nacerá el niño? —preguntó Maria.
—Dentro de un mes, más o menos, a principios de abril.
—¿Cómo lo lleva Verena?
—Fatal. Está aturdida e impaciente al mismo tiempo. Y cansada, siempre cansada.
—Queda muy poco.
George volvió a formularle la pregunta:
—¿Serás la madrina?
Ella volvió a eludir la respuesta:
—¿Por qué me lo pides a mí?
George se quedó pensativo un instante.
—Porque confío en ti, supongo. Seguramente eres la persona en la que más confío después de mi familia. Si Verena y yo muriéramos en un accidente de avión, y nuestros padres fueran demasiado ancianos o hubieran fallecido ya, tengo la certeza de que tú velarías por el bienestar de mis hijos.
Maria se sintió conmovida.
—Que te digan algo así es maravilloso.
Aunque no lo dijo, George pensó que era poco probable que Maria tuviera hijos —calculó que ese año cumpliría cuarenta y cuatro—, lo que suponía que le sobraría afecto maternal para dar a los hijos de sus amigos.
En realidad ya era como de la familia. Hacía casi veinte años que se conocían, y Maria todavía iba a visitar a Jacky varias veces al año. A Greg también le gustaba, como a Lev y a Marga. Resultaba difícil no quererla.
George no expresó en voz alta ninguno de esos pensamientos.
—Para Verena y para mí significaría mucho que aceptaras —dijo en cambio.
—¿De veras es lo que quiere Verena?
George sonrió.
—Sí. Sabe que tú y yo tuvimos una relación, pero no es una mujer celosa. En realidad te admira por todo lo que has conseguido en tu vida profesional.
Maria miró a los hombres representados en el mural, con sus casacas y sus botas dieciochescas.
—Bueno, supongo que seré como el general Cornwallis y me rendiré a tu petición —dijo.
—¡Gracias! —exclamó George—. Me haces muy feliz. Pediría champán, pero sé que no querrás beber durante la jornada laboral.
—Quizá cuando nazca el niño.
La camarera retiró los platos y pidieron el café.
—¿Cómo van las cosas por el Departamento de Estado? —preguntó George.
Maria era un personaje de gran relevancia en el organismo. Era vicesecretaria adjunta, un cargo más importante de lo que hacía pensar su nombre.
—Intentamos entender qué ocurre en Polonia —dijo—. Y no es fácil. Creemos que hay muchas críticas al gobierno desde el interior del Partido Obrero Unificado Polaco, que es el partido comunista. Los trabajadores son pobres, la élite tiene demasiados privilegios, y «la propaganda del éxito» solo contribuye a subrayar la realidad del fracaso. La verdad es que su producto interior bruto decreció el año pasado.
—Ya sabes que ahora estoy en el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes.
—Por supuesto.
—¿Obtienes buena información de las agencias?
—Es buena, en nuestra opinión, pero no suficiente.
—¿Quieres que lo comente en el comité?
—Sí, por favor.
—Tal vez necesitemos personal adicional de inteligencia en Varsovia.
—Yo creo que sí. Polonia podría ser importante.
George asintió en silencio.
—Eso es lo que dijo Greg cuando el Vaticano eligió un Papa polaco. Y mi padre suele dar en el clavo.
A sus cuarenta años de edad, Tania se sentía insatisfecha con su vida.
Se preguntó qué quería hacer los siguientes cuarenta años y descubrió que no deseaba pasarlos como acólita de Vasili Yénkov. Había arriesgado su libertad por compartir la genialidad del escritor con el mundo, pero no había obtenido nada a cambio. Decidió que ya era hora de centrarse en sus propias necesidades, aunque no tenía claro qué quería decir eso.
Su decepción llegó a su punto máximo durante la fiesta celebrada con ocasión de la entrega del Premio Lenin, otorgado a las memorias de Leonid Brézhnev. La concesión de tal honor era una farsa: los tres volúmenes de la autobiografía del líder soviético no estaban bien escritos, no eran fieles a la realidad y ni siquiera eran obra de Brézhnev, sino que habían salido de la pluma de un negro literario. Pero el sindicato de escritores consideraba el galardón como una excusa perfecta para organizar un encuentro festivo.
Mientras se preparaba para la fiesta, Tania se recogió el pelo en una coleta al estilo de Olivia Newton-John en la película Grease, que había visto de forma clandestina. El nuevo peinado no había conseguido animarla tanto como había imaginado.
Justo cuando salía del edificio se topó con su hermano en el vestíbulo y le contó adónde iba.
—Ya veo que tu protegido, Gorbachov, ha pronunciado un obsequioso discurso para elogiar la genialidad literaria del camarada Brézhnev —dijo.
—Mijaíl sabe cuándo hay que lamer culos —afirmó Dimka.
—Hiciste bien en meterlo en el Comité Central.
—Ya contaba con el apoyo de Andrópov, a quien le gusta —explicó su hermano—. Lo único que tuve que hacer fue convencer a Kosiguin de que Gorbachov es un verdadero reformista.
Andrópov, director del KGB, adquiría cada vez más fuerza como líder de la facción conservadora del Kremlin; Kosiguin era el adalid de los partidarios de la reforma.
—Conseguir la aprobación de ambos bandos no es lo habitual —dijo Tania.
—Es un hombre peculiar. Que disfrutes de la fiesta.
La ceremonia se celebraba en las funcionales dependencias del sindicato de escritores, pero habían conseguido varias cajas de Bagrationi, el champán georgiano. Bajo sus efectos, Tania se enzarzó en una discusión con Piotr Opotkin, de la TASS. A nadie le gustaba Opotkin, que no era periodista sino supervisor político, pero tuvieron que invitarlo a la fiesta porque era demasiado poderoso para ofenderlo.
—¡La visita del Papa a Varsovia es una catástrofe! —espetó el supervisor interrumpiendo con brusquedad a Tania en medio de la conversación.
Opotkin tenía razón en eso. Nadie había previsto cómo se desarrollarían los acontecimientos. El papa Juan Pablo II resultó ser un avezado propagandista. Cuando desembarcó del avión en el aeropuerto militar de Okếcie, cayó postrado de rodillas y besó el suelo polaco. La foto apareció en las primeras planas de los periódicos occidentales a la mañana siguiente, y Tania sabía —como también debía de saber el Papa— que la imagen acabaría llegando a Polonia por cauces clandestinos. La periodista rusa se alegró en secreto.
Daniíl, su jefe, estaba escuchando la conversación e intervino:
—A su entrada en Varsovia en un vehículo descapotable, el Papa fue ovacionado por dos millones de personas.
—¿Dos millones? —preguntó Tania, que no tenía noticia de esa cifra—. ¿Es posible? Debe de ser el cinco por ciento del total de la población, ¡uno de cada veinte polacos!
—¿Qué sentido tiene que el partido controle las emisiones televisivas si el pueblo puede ver al Papa en directo? —preguntó Opotkin, airado. El control lo era todo para los hombres como él. Y dijo más—: ¡Celebró una misa en la gran plaza de la Victoria, en presencia de doscientas cincuenta mil personas!
Tania ya lo sabía. Era una cifra impresionante incluso a su entender, porque ponía de manifiesto hasta qué punto había fracasado el comunismo a la hora de ganarse el corazón del pueblo polaco. Treinta y cinco años de vida en el sistema soviético no habían logrado convencer a nadie más que a la élite privilegiada.
—La clase obrera polaca ha recuperado sus antiguas lealtades reaccionarias en cuanto ha podido —comentó con la apropiada jerga comunista.
—Han sido los reformistas como tú los que han insistido en dejar que el Papa viajara a Polonia —dijo Opotkin golpeteando a Tania en el hombro con un dedo acusador.
—¡Mentira! —repuso ella con desprecio.
Los liberales del Kremlin, como Dimka, habían intentado favorecer la visita del Papa, aunque no lo habían logrado, y Moscú había ordenado a Varsovia que prohibiera su entrada, pero los comunistas polacos desobedecieron. En una demostración de independencia sin precedentes entre las naciones satélite de la Unión Soviética, el gobernante de Polonia, Edward Gierek, había desafiado a Brézhnev.
—Ha sido el líder polaco quien ha tomado la decisión —afirmó Tania—. Temían que se produjera un levantamiento si prohibían la visita del Sumo Pontífice.
—Sabemos cómo controlar los levantamientos —replicó Opotkin.
A Tania no se le escapaba que se hacía un flaco favor profesional al contradecir a Opotkin, pero ya había cumplido los cuarenta y estaba harta de tener que agachar la cabeza ante imbéciles como él.
—Las presiones económicas han provocado que la decisión polaca no pudiera ser otra —afirmó—. Polonia recibe cuantiosas ayudas de nuestras arcas, pero también necesita el crédito de Occidente. El presidente Carter fue muy duro cuando visitó Varsovia. Dejó claro que la ayuda económica estaba ligada a lo que ellos llaman derechos humanos. Si quiere culpar a alguien del triunfo del Papa, debe señalar a Jimmy Carter.
Opotkin debía de saber que aquello era cierto, pero no estaba dispuesto a admitirlo.
—Siempre he dicho que era un error dejar que los países comunistas pidieran préstamos a bancos occidentales.
Tania debería haber abandonado la discusión en ese punto y haber dejado que Opotkin se saliera con la suya, pero no pudo reprimirse.
—Entonces nos hallamos ante un dilema, ¿no? —dijo—. La alternativa a la financiación de Occidente es liberalizar la agricultura polaca y así permitir una producción de alimentos suficiente para la población.
—¡Más reformas! —exclamó Opotkin con furia—. ¡Esa es tu solución para todo!
—El pueblo polaco siempre ha tenido acceso a alimentos baratos, eso los mantiene con la boca cerrada. Cada vez que el gobierno sube los precios, se rebelan.
—Sabemos controlar las rebeliones —dijo Opotkin, y se marchó.
Daniíl parecía encantado.
—Bien hecho —le dijo a Tania—. Aunque quizá te lo haga pagar.
—Quiero más champán —repuso ella.
En la barra se encontró con Vasili. Estaba solo. Tania se dio cuenta de que últimamente se presentaba en esa clase de celebraciones sin ningún bomboncito del brazo y se preguntó cuál sería el motivo. Aunque esa noche solo pensaba en sí misma.
—No puedo seguir haciendo esto durante más tiempo.
Vasili le pasó una copa.
—¿Haciendo el qué?
—Ya lo sabes.
—Supongo que sí.
—Tengo cuarenta años. Tengo que vivir mi vida.
—¿Qué quieres hacer?
—No lo sé, ese es el problema.
—Yo tengo cuarenta y ocho —dijo él—, y siento algo parecido.
—¿Cómo?
—Ya no voy como loco detrás de las jovencitas. Ni de las mujeres adultas.
Tania se sentía cínica esa noche.
—¿Ya no les vas detrás o es que ya no las alcanzas?
—Detecto cierto tono de escepticismo.
—Qué perspicaz eres.
—Escucha —dijo Vasili—, he estado pensando. No estoy seguro de que haga falta seguir fingiendo que apenas nos conocemos.
—¿Por qué lo dices?
Se acercó a ella y habló en voz más baja, así que Tania tuvo que acercarse también para poder oírlo a pesar del barullo de la fiesta.
—Todo el mundo sabe que Anna Murray es la editora de Iván Kuznetsov, pero nadie la ha relacionado todavía contigo.
—Eso es porque hemos tomado las máximas precauciones. Jamás hemos dejado que nos vean juntas.
—En tal caso, no existe ningún peligro en que la gente sepa que tú y yo somos amigos.
Tanía no estaba muy segura de adónde quería ir a parar.
—Quizá. Pero ¿y qué?
Vasili intentó esbozar una sonrisa pícara.
—Una vez me dijiste que te acostarías conmigo si renunciaba al resto de mi harén.
—No creo haber dicho eso.
—Puede que solo lo insinuaras.
—De todas formas eso debió de ser hace unos dieciocho años.
—¿Es demasiado tarde para aceptar la oferta?
Tania se lo quedó mirando, muda de la impresión.
Él rompió el silencio.
—Eres la única mujer que me ha importado de verdad en toda mi vida. Las demás eran solo conquistas. Algunas ni siquiera me gustaban. Si no me había acostado con una en concreto, ya era razón suficiente para seducirla.
—¿Se supone que con ese comentario pretendes parecerme más atractivo?
—Cuando salí de Siberia intenté retomar mi vida. Me ha costado mucho tiempo, pero al final me he dado cuenta de la verdad: no me hace feliz.
—¿De veras?
Tania empezaba a enfadarse, pero Vasili no se dio cuenta.
—Tú y yo somos amigos desde hace mucho. Somos almas gemelas. Estamos hechos el uno para el otro. Acostarnos solo es el paso siguiente más lógico.
—Ah, ya entiendo.
Él no se percató del tono sarcástico.
—Tú estás soltera, yo también. ¿Por qué seguir así? Deberíamos estar juntos. Deberíamos casarnos.
—Así que, resumiendo —dijo Tania—: te has pasado la vida seduciendo a mujeres que en realidad jamás te importaron. Ahora te acercas a los cincuenta y ya no te atraen, o tal vez eres tú el que ya no las atrae a ellas … así que en este momento tienes la generosidad de ofrecerme matrimonio.
—Puede que no lo haya expresado muy bien. Se me da mejor escribir este tipo de cosas.
—Desde luego que no lo has expresado bien. ¡Soy el último recurso de un casanova acabado!
—Mierda, ahora estás molesta conmigo, ¿a que sí?
—Molesta es poco, te lo aseguro.
—Esto es lo contrario a lo que quería conseguir.
Por detrás de Vasili, Tania vio a Daniíl mirándolos. De forma impulsiva dejó al escritor y cruzó la sala.
—Daniíl —dijo—. Me gustaría volver a ser corresponsal en el extranjero. ¿Tienes algún puesto disponible?
—Por supuesto —respondió él—. Eres mi mejor articulista. Haré todo cuanto pueda, dentro de lo razonable, para tenerte contenta.
—Gracias.
—Y da la casualidad de que he estado pensando en que necesitamos reforzar nuestra corresponsalía en un país extranjero en concreto.
—¿Cuál?
—Polonia.
—¿Me enviarías a Varsovia?
—Es donde está pasando todo lo interesante.
—De acuerdo —dijo—. Pues que sea Polonia.
Cam Dewar estaba harto de Jimmy Carter. Pensaba que la administración Carter era timorata, sobre todo a la hora de tratar con la Unión Soviética. Cam trabajaba en el departamento encargado de las relaciones con Moscú, en las oficinas centrales de la CIA, en Langley, a solo catorce kilómetros de la Casa Blanca. El asesor de Seguridad Nacional, Zbigniew Brzezinski, era un anticomunista acérrimo, pero Carter se mostraba timorato.
No obstante, ese año había elecciones, y Cam esperaba que Ronald Reagan subiera al poder. Reagan era agresivo en política exterior y había prometido liberar a las agencias de inteligencia de las restricciones éticas y endebles impuestas por Carter. Sería un líder más parecido a Nixon, o eso creía Cam.
A principios de 1980 a Cam le sorprendió que la subdirectora encargada del bloque soviético, Florence Geary, lo convocara a una reunión. Era una mujer atractiva, solo unos años mayor que Cam: él había cumplido treinta y tres, y ella debía de tener unos treinta y ocho. Cam conocía su historia. La habían contratado como personal en formación, pero la habían hecho trabajar de secretaria durante años y solo le habían permitido formarse cuando ella había puesto el grito en el cielo. En ese momento era una competente funcionaria de los servicios secretos, aunque seguía sin ser del agrado de muchos de sus compañeros masculinos por los problemas que causaba.
Ese día llevaba una falda plisada y un jersey verde. Parecía una maestra de escuela, pensó Cam; una maestra sexy de busto generoso.
—Siéntese —dijo ella—. El Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes cree que nuestra información sobre Polonia es pobre.
Cameron tomó asiento y miró por la ventana para evitar fijarse en sus pechos.
—Pues ya saben a quién culpar —dijo.
—¿A quién?
—Al director de la CIA, el almirante Turner, y al hombre que lo nombró, el presidente Carter.
—¿Por qué exactamente?
—Porque Turner no cree en la inteligencia humana.
La «inteligencia humana» era la información que se recibía de los espías. Turner prefería la inteligencia de señales, obtenida mediante el rastreo y el seguimiento de comunicaciones.
—¿Y usted? ¿Cree en la inteligencia humana?
Cam se fijó en que tenía una boca bonita: labios rosados y dientes perfectos. Se obligó a concentrarse en responder a la pregunta.
—Es poco fiable por su naturaleza intrínseca, pues todos los traidores son mentirosos por definición. Si nos cuentan la verdad a nosotros es porque están mintiendo a su propio bando, pero eso no hace despreciable su información, sobre todo si se compara con los datos que obtenemos de otras fuentes.
—Me alegro de que piense así. Necesitamos reforzar nuestra inteligencia humana. ¿Qué le parecería trabajar en el extranjero?
Cameron se sintió animado.
—Desde que entré a trabajar en la agencia, hace seis años, he solicitado ocuparme de alguna misión fuera del país.
—Bien.
—Hablo ruso con fluidez. Me encantaría ir a Moscú.
—Bueno, pues la vida tiene cosas curiosas. Se va a Varsovia.
—No me tome el pelo.
—No lo estoy haciendo.
—No hablo polaco.
—El ruso que sabe le ayudará. Los polacos aprenden ruso en el colegio desde hace treinta y cinco años. Aunque también podría estudiar el idioma del país.
—Está bien.
—Eso es todo.
—Gracias. —Se dirigió a la puerta—. ¿Podríamos hablar más sobre esto, Florence? —preguntó—. ¿Cenando juntos?
—No —respondió ella con contundencia. Luego, por si Cam no lo había captado, añadió—: De ninguna manera.
El agente salió y cerró la puerta. ¡Varsovia! Sopesándolo bien, se alegraba. Era un destino en el extranjero. Se sintió optimista. Estaba decepcionado por que ella hubiera rechazado su invitación a cenar, pero sabía cómo solucionarlo.
Cogió su abrigo y salió a buscar su coche, un Mercury Capri plateado. Condujo hasta Washington y sorteó el tráfico hasta llegar al barrio de Adams Morgan. Allí aparcó a una manzana de distancia de un salón de masajes llamado Manos de Seda.
—Hola, Christopher, ¿cómo va el día? —preguntó la mujer del mostrador de recepción.
—Bien, gracias. ¿Suzy está libre?
—Tienes suerte, está libre. Cabina tres.
—Genial.
Cam entregó un billete y se adentró en el local.
Apartó una cortina y entró en un cuartucho con una cama estrecha. Junto a esta, sentada en una silla de plástico, había una joven más bien rellenita y de unos veintitantos años leyendo una revista. Llevaba biquini.
—Hola, Chris —dijo. Dejó la revista y se levantó—. ¿Quieres una paja, como siempre?
Cam nunca practicaba el coito con prostitutas.
—Sí, por favor, Suzy.
Le dio un billete y empezó a quitarse la ropa.
—Será un placer —dijo ella al tiempo que se metía el dinero en el escote. Lo ayudó a desvestirse y añadió—: Túmbate y relájate, cariño.
Cam obedeció y cerró los ojos mientras Suzy se ponía manos a la obra. Se imaginó a Florence Geary en su despacho. En su fantasía, ella se quitaba el jersey azul y se bajaba la cremallera de la falda plisada. «Oh, Cam, no puedo resistirme a tus encantos. —La visualizó solo con ropa interior y rodeando su mesa para ir a abrazarlo—. Haz conmigo lo que desees, Cam. Pero, por favor, házmelo con fuerza.»
—Sí, nena —dijo él en voz alta, tumbado en la cabina de masajes.
Tania se miró en el espejo. Sostenía con una mano un pequeño estuche de sombra de ojos azul y un pincel en la otra. En Varsovia era más fácil conseguir maquillaje que en Moscú. Tania no tenía demasiada experiencia con la sombra de ojos y se había fijado en que muchas mujeres se la aplicaban con torpeza. Sobre la cómoda había dejado una revista abierta por una página en la que salía Bianca Jagger. Mirando con frecuencia la foto, empezó a maquillarse.
Le pareció que el efecto quedaba bastante bien.
Stanisław Pawlak se encontraba sentado en su cama, vestido de uniforme, con las botas sobre una hoja de periódico para no manchar las mantas, fumando y mirándola. Era alto, guapo e inteligente, y ella estaba loca por él.
Lo había conocido al poco tiempo de llegar a Polonia, en una visita a los cuarteles del ejército. Él formaba parte de un grupo llamado la Reserva de Oro, jóvenes oficiales altamente cualificados y seleccionados por el ministro de Defensa, el general Jaruzelski, para la acción rápida. Los destinaban con frecuencia a nuevas misiones con el objetivo de que adquiriesen la experiencia necesaria para el alto mando al que estaban destinados.
Tania se había fijado en Staz, como lo llamaban, en parte porque era guapo, pero también porque él se había sentido evidentemente atraído por ella. El militar se defendía en ruso con soltura. Después de hablarle sobre su propia unidad, que se encargaba de la relación con el Ejército Rojo, la había guiado durante el resto de la visita, que de no ser por su compañía habría resultado bastante aburrida.
Al día siguiente se había presentado en su puerta a las seis de la tarde después de haber conseguido su dirección a través del SB, la policía secreta polaca. La había llevado a cenar a un nuevo restaurante muy conocido que se llamaba El Pato. Tania se había dado cuenta enseguida de que su acompañante se mostraba tan escéptico con el comunismo como ella. Una semana más tarde se acostó con él.
Todavía pensaba en Vasili, se preguntaba cómo le iría escribiendo y si echaría de menos sus encuentros mensuales. Seguía muy enfadada con él, aunque no estaba muy segura del porqué. Había sido zafio, pero todos los hombres lo eran, en especial los guapos. Lo que realmente la tenía resentida eran los años previos a su proposición de matrimonio. En cierta forma creía que todo cuanto había hecho por él durante ese tiempo había quedado deshonrado. ¿Acaso creía Vasili que ella no había hecho más que esperar, un año tras otro, a que él estuviera dispuesto a convertirse en su marido? Esa idea todavía la ponía furiosa.
En ese momento Staz pasaba entre dos y tres noches a la semana en el piso de Tania. Nunca iban al de él; afirmaba que no era mucho mejor que unos barracones. Pero disfrutaban mucho juntos, y durante todo ese tiempo, en el fondo, ella se había preguntado si algún día esas ideas contrarias al comunismo lo impulsarían a pasar a la acción.
Se volvió para mirarlo de frente.
—¿Te gustan mis ojos?
—Los adoro —dijo él—. Me tienen esclavizado. Tus ojos son como …
—Me refiero al maquillaje, tonto.
—¿Llevas maquillaje?
—Los hombres estáis ciegos. ¿Cómo vais a defender vuestro país con esa capacidad de observación tan mediocre?
Él volvió a ponerse triste.
—No tenemos previsto defender nuestro país —contestó—. El ejército polaco depende por completo de la Unión Soviética. Nuestro único plan consiste en apoyar al Ejército Rojo en una invasión de la Europa occidental.
Staz hablaba así a menudo, quejándose del dominio soviético sobre el ejército polaco. Era una señal de lo mucho que confiaba en ella. Además, Tania había descubierto que los polacos hablaban con valentía de las carencias de los gobiernos comunistas. A diferencia de otros súbditos soviéticos, se sentían con derecho a quejarse. La mayoría de los pertenecientes al bloque trataban al comunismo como una religión, y era pecado cuestionarlo. Los polacos toleraban el comunismo siempre que estuviera a su servicio y protestaban en cuanto no respondía a sus expectativas.
En cualquier caso, Tania encendió en ese momento la radio de su mesilla de noche. No creía que hubieran colocado micros en su piso —los espías del SB estaban ocupados vigilando a los periodistas occidentales, y seguramente dejaban a los soviéticos en paz—, pero la precaución ya era una costumbre arraigada en ella.
—Todos somos traidores —concluyó Staz.
Tania frunció el ceño. Jamás se había referido a sí mismo de esa forma. Aquello iba en serio.
—¿Qué narices quieres decir? —preguntó.
—La Unión Soviética tiene un plan de contingencia para invadir la Europa occidental con una fuerza conocida como «segundo escalón estratégico». La mayoría de los tanques y transportes de soldados del Ejército Rojo con destino a la Alemania Occidental, Francia, Holanda y Bélgica pasarán por Polonia. Estados Unidos usará sus bombas nucleares para intentar destruir esas divisiones antes de que lleguen a Occidente; es decir, mientras estén cruzando nuestro país. Calculamos que estallarán entre cuatrocientas y seiscientas bombas atómicas en Polonia. Solo quedará un desierto nuclear. La nación será borrada del mapa. Si colaboramos en la planificación de esa ofensiva, ¿cómo no vamos a ser traidores?
Tania se estremeció. Era un panorama terrorífico, pero de una lógica demoledora.
—América no es enemiga del pueblo polaco —dijo Staz—. Si la Unión Soviética y Estados Unidos entraran en guerra en Europa, deberíamos apoyar a los americanos y liberarnos de la tiranía de Moscú.
¿Estaba solo desfogándose o era algo más?
—¿Eres el único que piensa así, Staz? —preguntó Tania con cautela.
—Desde luego que no. La mayoría de los oficiales de mi edad piensan lo mismo. Se les llena la boca hablando bien del comunismo, pero si les preguntas cuando están borrachos oirás algo muy distinto.
—En tal caso tenéis un problema —dijo ella—. Cuando estalle la guerra será demasiado tarde para que os ganéis la confianza de los americanos.
—Ese es nuestro dilema.
—La solución es evidente. Debéis abrir ahora mismo un canal de comunicación.
Staz la miró con frialdad. A ella se le pasó por la cabeza que él podía ser un agent provocateur, una persona con la misión de provocarla para que hiciera comentarios subversivos y así justificar su detención, pero no podía imaginar que un impostor fuera tan buen amante.
—¿Estamos hablando por hablar, o es una conversación seria? —preguntó Staz.
Tania inspiró con fuerza.
—Tan seria que me juego la vida —respondió.
—¿De verdad crees que sería posible hablar con los americanos?
—Lo sé —contestó Tania con énfasis. Llevaba dos décadas implicada en acciones clandestinas—. Es lo más sencillo del mundo, pero mantenerlo en secreto y salir bien parado es más difícil. Deben tomarse las precauciones más extremas.
—¿Crees que debería hacerlo?
—¡Sí! —dijo ella, exaltada—. No quiero otra generación de niños soviéticos, ni polacos, educados bajo esta tiranía opresiva.
Él asintió con la cabeza.
—Sé que lo dices de corazón.
—Así es.
—¿Me ayudarás?
—Por supuesto que sí.
Cameron Dewar no estaba seguro de si sería un buen espía. Las misiones de incógnito que había llevado a cabo para el presidente Nixon habían sido cosa de aficionados, y él había tenido suerte de no acabar entre rejas como su jefe, John Ehrlichman. Al entrar en la CIA había recibido formación en técnicas de espionaje como la localización de puntos de intercambio de información y la realización de entregas furtivas, pero jamás había utilizado esas tácticas en la vida real. Tras seis años en las oficinas centrales de la CIA en Langley, por fin lo habían enviado a una capital extranjera; sin embargo, todavía no había llevado a cabo ninguna misión clandestina.
La embajada estadounidense en Varsovia era un imponente edificio de mármol blanco situado en una gran avenida, Aleje Ujazdowskie. La CIA ocupaba un único despacho cerca del ala de las dependencias privadas del embajador. Aparte de esa oficina, tenían una especie de trastero sin ventanas que utilizaban para revelar carretes fotográficos. El personal lo formaban cuatro espías y una secretaria. Contaban con un equipo reducido porque disponían de pocos informantes.
Cam no tenía gran cosa que hacer. Leía los periódicos de Varsovia con la ayuda de un diccionario. Informaba de las pintadas que veía por la calle: «Larga vida al Papa» y «Queremos a Dios». Hablaba con hombres como él que trabajaban para los servicios secretos de otros países pertenecientes a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN, sobre todo con los de la Alemania Occidental, Francia y Gran Bretaña. Conducía un Polski Fiat verde lima de segunda mano cuya batería tenía una capacidad tan reducida que debía recargarse cada noche o el coche no arrancaba a la mañana siguiente. Se esmeraba en buscar novia entre las secretarias de la embajada, pero siempre fracasaba en el intento.
Se sentía un perdedor. Y eso que su vida había parecido prometedora en un pasado. Había sido un estudiante sobresaliente en el instituto y en la universidad, y su primer trabajo había sido en la Casa Blanca. Luego todo se había torcido. Estaba decidido a no dejar que su carrera se fuera al traste por culpa de Nixon, pero necesitaba algún éxito. Quería volver a estar entre los mejores.
Sin embargo, en lugar de intentarlo se iba de fiesta.
Los trabajadores de la embajada que tenían esposa e hijos se contentaban con volver a casa todas las noches y ver películas estadounidenses en vídeo; así que los solteros podían ir a todas las recepciones menores. Esa noche Cam se dirigía a la embajada egipcia para darle la bienvenida al nuevo ayudante del embajador.
Cuando giró la llave de contacto de su Polski Fiat, se encendió la radio. La tenía sintonizada en la frecuencia del SB. La señal solía ser débil, pero a veces lograba oír a la policía secreta hablando durante el seguimiento a alguna persona por la ciudad.
En ocasiones lo seguían a él. Los coches variaban, pero solía tratarse siempre de la misma pareja de agentes, uno moreno al que él llamaba Mario y otro gordo al que le había puesto el nombre de Ollie. No parecían tener un patrón concreto de vigilancia, así que casi siempre daba por hecho que lo estarían siguiendo. Y quizá eso fuera lo que querían que pensara. Tal vez la vigilancia era aleatoria de forma intencionada para tenerlo constantemente nervioso.
Sin embargo, Cam también tenía formación en la materia. Había aprendido que el seguimiento jamás debía eludirse de manera evidente, pues eso indicaría a la otra parte que uno tramaba algo. Le habían dicho que adquiriese costumbres: ir al restaurante A todos los lunes, al bar B los martes. Así despistaría al bando contrario dándole una falsa impresión de seguridad, y además podría buscar huecos en la vigilancia, espacios de tiempo en los que disminuyera la atención de los agentes que lo seguían. En esos instantes, el sujeto vigilado podía actuar sin ser visto.
Al alejarse de la embajada estadounidense en su vehículo vio un Skoda 105 azul incorporándose al tráfico dos coches por detrás del suyo.
El Skoda lo siguió por la ciudad. Vio a Mario al volante y a Ollie en el asiento del copiloto.
Cam aparcó en la calle Alzacka y vio que el Skoda azul se detenía unos treinta metros por delante de él.
A veces sentía la tentación de ir a hablar con Mario y Ollie, que formaban ya parte de su vida cotidiana, pero le habían advertido que jamás lo hiciera, puesto que el SB sustituiría a los agentes y le costaría un tiempo reconocer a los nuevos encargados de la vigilancia.
Entró en la embajada egipcia y cogió un cóctel de una bandeja. Estaba tan diluido que apenas se notaba el sabor a ginebra. Habló con un diplomático austríaco sobre la dificultad de comprar ropa interior masculina cómoda en Varsovia. Cuando el austríaco se marchó, Cam echó un vistazo a la sala y vio a una rubia de unos veinte años que estaba sola. Ella se dio cuenta y le sonrió, y él se acercó a darle conversación.
Enseguida averiguó que era polaca, que se llamaba Lidka y que trabajaba como secretaria en la embajada canadiense. Llevaba un jersey rosa ajustado y una falda negra y corta que realzaba sus largas piernas. Hablaba inglés con fluidez, y escuchaba a Cam con una intensidad y una concentración que a él le parecieron muy halagadoras.
Entonces un hombre con traje de raya diplomática la llamó con tono imperativo, y Cam imaginó que sería su jefe. Fue el fin de la conversación. Casi inmediatamente otra atractiva mujer lo abordó, y él empezó a pensar que era su día de suerte. Esta era mayor, de unos cuarenta años de edad, pero más guapa, con el pelo corto y rubio platino, los ojos de un azul intenso y maquillados con una sombra que realzaba su color. Le habló en ruso.
—Ya nos conocemos —dijo ella—. Se llama usted Cameron Dewar. Soy Tania Dvórkina.
—La recuerdo —dijo él, contento de tener la oportunidad de demostrar su fluidez en ruso—. Es usted periodista de la TASS.
—Y usted, agente de la CIA.
Estaba seguro de no habérselo contado, así que debía de haberlo supuesto. Como de costumbre, lo negó.
—No me dedico a nada tan glamuroso —repuso—. Soy un humilde agregado cultural.
—¿Cultural? —preguntó ella—. Entonces podrá ayudarme. ¿Cómo definiría el estilo del pintor Jan Matejko?
—No estoy seguro —respondió Cam—. Impresionista, creo. ¿Por qué?
—No sabe mucho de pintura, ¿verdad?
—Soy más aficionado a la música —dijo él empezando a sentirse acorralado.
—Seguramente le encantará Szpilman, el violinista polaco.
—Desde luego. ¡Menuda técnica con el arco!
—¿Y qué opina de la poesía de Wisława Szymborska?
—No he leído la obra de ese poeta, por desgracia. ¿Esto es un examen?
—Sí, y ha suspendido. Szymborska es una mujer. Szpilman es pianista, no violinista. Matejko era un pintor clásico de escenas palaciegas y batallas, no impresionista. Y usted no es agregado cultural.
Cam se sintió mortificado de que lo hubieran descubierto con tanta facilidad. ¡Era un agente de incógnito desastroso! Intentó pasarlo por alto con un toque de humor.
—Puede que sea un mal agregado cultural.
—Si un oficial del ejército polaco quisiera hablar con un representante de Estados Unidos —dijo ella bajando la voz—, supongo que usted podría arreglarlo.
De pronto la conversación había tomado un cariz serio. Cam se puso nervioso. Tal vez se tratase de una especie de trampa.
O quizá fuera una primera aproximación auténtica; en tal caso podría representar una oportunidad fantástica para él.
Respondió con cautela:
—Puedo arreglarlo para que cualquiera hable con el gobierno estadounidense, por supuesto.
—¿En secreto?
¿De qué trataba todo aquello?
—Sí.
—Bien —dijo ella, y se marchó.
Cam pidió otra copa. ¿Qué había ocurrido? ¿Aquella mujer hablaba en serio o le había tomado el pelo?
La fiesta estaba tocando a su fin. Se preguntó qué hacer durante el resto de la noche. Pensó en ir al bar de la embajada australiana, donde a veces jugaba a los dardos con colegas espías del continente austral. Entonces vio a Lidka por allí cerca, de nuevo sola. Era realmente sexy.
—¿Tienes plan para la cena? —le preguntó.
Ella pareció no entenderlo.
—¿Te refieres a una receta?
Cam sonrió. La polaca desconocía la expresión «tener plan».
—Quiero decir que si te apetece salir a cenar conmigo —aclaró.
—Oh, sí —respondió ella enseguida—. ¿Podríamos ir al restaurante El Pato?
—Desde luego. —Era un sitio caro, aunque no tanto si pagabas con dólares estadounidenses. Miró el reloj—. ¿Nos vamos ya?
Lidka echó un vistazo a la sala. No se veía ni rastro del hombre con traje de raya diplomática.
—Estoy libre —anunció.
Se dirigieron a la salida. Cuando cruzaban la puerta, la periodista soviética, Tania, reapareció y habló con Lidka en un polaco algo mediocre.
—Se le ha caído esto —dijo sujetando en alto un pañuelo rojo.
—No es mío —repuso Lidka.
—He visto cómo se le caía de la mano.
Alguien tocó a Cam en el codo. Él dejó de atender a la confusa conversación y vio a un hombre alto y atractivo de unos cuarenta años, vestido con el uniforme de coronel del Ejército Popular Polaco.
—Quiero hablar con usted —dijo el militar en ruso fluido.
—Está bien —respondió Cam en el mismo idioma.
—Buscaré un lugar seguro.
—Bueno —fue lo único que pudo decir Cam.
—Tania le informará de dónde y cuándo.
—De acuerdo.
El militar se marchó.
Cameron volvió a centrar su atención en Lidka.
—Me he equivocado —estaba diciendo Tania—, qué tonta he sido.
Se alejó a toda prisa. Era evidente que su cometido había sido distraer a Lidka durante un momento mientras el militar hablaba con Cam. La polaca estaba confundida.
—Ha sido algo raro —dijo cuando salían del edificio.
Cam se sentía emocionado, pero fingió la misma confusión.
—Ha sido extraño, sí —comentó.
Lidka insistió:
—¿Quién era ese oficial polaco que ha hablado contigo?
—Ni idea —respondió Cam—. Tengo el coche por allí.
—¡Oh! —exclamó ella—. ¿Tienes coche?
—Sí.
—Qué bien —dijo Lidka con expresión de satisfacción.
Una semana después Cam se despertó en la cama del piso de Lidka.
Era más bien un estudio: una sala con una cama, un televisor y un espacio de cocina con un fregadero y una pequeña encimera. Compartía la ducha y el retrete del pasillo con otros tres vecinos.
Para Cam era el paraíso.
Se incorporó. Ella estaba frente a la cocina haciendo café con el grano que le había regalado él; Lidka no podía permitirse comprarlo. Estaba desnuda. Se volvió y le acercó una taza. Tenía el vello púbico marrón y ensortijado, y unos pechos pequeños y puntiagudos con los pezones del color de las moras.
Al principio él se había sentido cohibido por el hecho de que ella se paseara por ahí en cueros, porque deseaba mirarla y eso no era de buena educación.
—Mira cuanto quieras, me gusta —le había dicho ella cuando le confesó sus reparos.
Así que seguía sintiéndose algo abochornado, pero no tanto como antes.
Durante una semana vio a Lidka todas las noches.
Cam se había acostado con ella siete veces, que era más de lo que lo había hecho en toda su vida con ninguna otra mujer, sin contar los servicios en los salones de masaje.
Un día ella le preguntó si quería volver a hacerlo por la mañana.
—Pero ¿qué eres, ninfómana? —exclamó él.
Lidka se había ofendido, pero habían terminado haciendo las paces.
Mientras ella se cepillaba el pelo, él fue tomándose el café y pensando en el día que tenía por delante. Seguía sin noticias de Tania Dvórkina. Había informado de la conversación en la embajada egipcia a su jefe, Keith Dorset, y ambos coincidían en que solo se podía esperar el siguiente movimiento.
Sin embargo, en ese momento tenía cosas más importantes en la cabeza. Alguna vez había oído la expresión «trampa golosa»; solo un idiota no vería que Lidka podía tener motivos ocultos para acostarse con él. Debía plantearse la posibilidad de que la chica trabajara para el SB.
—Tengo que hablarle de ti a mi jefe —dijo tras un suspiro.
—¿De veras? —No parecía alarmada—. ¿Por qué?
—Se supone que los diplomáticos estadounidenses debemos salir solo con personas pertenecientes a los países de la OTAN. Lo llamamos la «norma de la OTAN para joder». No quieren que nos enamoremos de comunistas.
No le había contado que era espía, y no diplomático.
Lidka se sentó en el borde de la cama con cara de tristeza.
—¿Estás cortando conmigo?
—¡No, no! —La sola idea le hizo sentir verdadero pánico—. Pero debo hablarles de ti para que te descarten como sospechosa.
La chica puso cara de preocupación.
—¿Eso qué quiere decir?
—Investigarán si eres agente de la policía secreta polaca o algo por el estilo.
Ella se encogió de hombros con gesto de indiferencia.
—Ah, bueno, está bien. Entonces no tardarán en descubrir que no soy nada de eso.
Parecía estar bastante tranquila.
—Lo siento, pero es algo que hay que hacer —dijo Cam—. Los líos de una noche no importan, pero estamos obligados a informar si la relación se convierte en algo más serio, ya sabes, una auténtica relación amorosa.
—Está bien.
—Eso es lo que tenemos nosotros, ¿verdad? —preguntó Cam con nerviosismo—. ¿Una auténtica relación amorosa?
Lidka sonrió.
—Oh, sí —dijo—. Es eso.