William Buckley, el ciudadano estadounidense secuestrado en el Líbano por Hezbolá el 16 de marzo de 1984, fue descrito por las fuentes oficiales como un funcionario político de la embajada de Estados Unidos en Beirut. En realidad era el jefe de la CIA en ese país.
Cam Dewar conocía a Bill Buckley y opinaba que era un buen tipo. Se trataba de un hombre delgado que vestía los trajes de corte conservador de Brooks Brothers. Tenía una frondosa caballera canosa y aspecto de galán de cine. Como militar profesional había combatido en Corea y había servido con las Fuerzas Especiales en Vietnam, hasta ascender al rango de coronel. En la década de los sesenta se había unido a la División de Actividades Especiales de la CIA. Era la unidad encargada de los asesinatos.
A sus cincuenta y siete años de edad, Bill seguía soltero. Según se rumoreaba en Langley, mantenía una relación a larga distancia con una mujer llamada Candace, que vivía en Farmer, Carolina del Norte. Ella le escribía cartas de amor y él la llamaba desde todos los rincones del planeta. Cuando estaba en Estados Unidos, eran amantes. O eso decía la gente.
Como las demás personas de Langley, Cam estaba furioso con el secuestro y desesperado por la liberación de Bill, pero todos los esfuerzos por rescatarlo fueron en vano.
Las noticias que llegaban eran cada vez peores. Los agentes e informadores de Bill en Beirut empezaron a desaparecer uno por uno. Hezbolá debía de estar obteniendo los nombres de su rehén. Y eso significaba que estaban sometiéndolo a tortura.
La CIA conocía los métodos de Hezbolá, y debían de imaginar lo que estaría padeciendo su hombre. Lo tendrían con los ojos vendados las veinticuatro horas, encadenado de pies y manos, encerrado en un cajón similar a un ataúd, día tras día, semana tras semana. Transcurridos un par de meses se habría vuelto literalmente loco: babearía, farfullaría, temblaría, pondría los ojos en blanco e iría profiriendo gritos de terror de modo aleatorio.
Por todo ello, Cam se sintió exultante cuando por fin alguien sugirió un plan de ataque contra los secuestradores.
El operativo no fue idea de la CIA, sino del asesor de Seguridad Nacional del presidente, Bud McFarlane. Entre su personal, Bud contaba con un agresivo teniente coronel del cuerpo de Marines llamado Oliver North, más conocido como Ollie. Entre los hombres que North había reclutado para ayudarlo se encontraba Tim Tedder, y fue él quien le habló a Cam del plan de McFarlane.
Cam condujo a Tim enseguida al despacho de Florence Geary. Tim era ex agente de la CIA y un viejo conocido de Florence. Como de costumbre, llevaba el pelo rapado igual que si todavía estuviera en el ejército, y ese día iba ataviado con camisa y pantalón de safari, que era lo más similar a un uniforme militar que podía encontrarse dentro de la vestimenta civil.
—Vamos a trabajar en colaboración con nativos del país —explicó Tim—. Habrá tres unidades, cada una de ellas compuesta por cinco hombres. No serán empleados de la CIA y ni siquiera serán estadounidenses, pero la agencia los entrenará, los equipará y se encargará de pagarles.
Florence asintió en silencio.
—¿Y qué harán esas unidades? —preguntó con tono neutro.
—La idea es localizar a los secuestradores antes de que ataquen —dijo Tim—. Cuando sepamos que planean un secuestro, o un atentando con bomba o cualquier otro acto de índole terrorista, enviaremos a una de las unidades para eliminar a los atacantes.
—Vamos a ver si lo entiendo —dijo Florence—. Esas unidades matarán a los terroristas … antes de que cometan los delitos.
No parecía tan entusiasmada con el plan como lo estaba Cam, resultaba evidente, y el agente tuvo un mal presentimiento.
—Exacto —afirmó Tim.
—Tengo una pregunta —dijo Florence—. ¿Es que se han vuelto locos de remate o qué narices está pasando?
Cam estaba escandalizado. ¿Cómo podía Florence oponerse al plan?
—Ya sé que es poco convencional, pero … —repuso Tim, indignado.
—¿Poco convencional? —interrumpió Florence—. Según la legislación de cualquier país civilizado, es un asesinato. No hay ni juicio justo, ni requerimiento de pruebas y, según usted mismo ha reconocido, sus objetivos quizá no habrán hecho más que pensar en cometer un delito.
—En realidad no sería asesinato —repuso Cam—. Actuaríamos como el policía que evita el disparo de quien está apuntándolo con una pistola. Se llama defensa propia preventiva.
—Así que ahora es usted abogado, Cam.
—No es una opinión personal, es lo que dice Sporkin.
Stanley Sporkin era asesor general de la CIA.
—Bueno, pues Stan se equivoca —afirmó Florence—. Porque nunca hemos visto esa pistola apuntándonos. No tenemos forma de saber quién está a punto de perpetrar un acto terrorista. En el Líbano no contamos con agentes capaces de algo así, nunca hemos contado con esa clase de hombres. Por eso acabaremos matando a personas de las que tan solo imaginamos que planean un ataque terrorista.
—Quizá podríamos mejorar la fiabilidad de nuestra información.
—¿Qué fiabilidad tienen esos nativos del país? ¿Quién formará parte de esas unidades de cinco hombres? ¿Matones de Beirut? ¿Mercenarios? ¿Los señoritingos europeos de las empresas de seguridad internacionales? ¿Cómo vamos a confiar en ellos? ¡Por no hablar de controlarlos! No obstante, cualquier cosa que hagan será responsabilidad nuestra, ¡sobre todo si matan a personas inocentes!
—No, no … —dijo Tim—. La totalidad de la operación se atribuirá a terceros y podremos negar cualquier relación con ella.
—A mí no me parece muy factible negar nada. La CIA va a entrenarlos, a equiparlos y a financiar sus actividades. Además, ¿han pensado en las consecuencias políticas?
—Menos secuestros y atentados.
—¿Cómo puede ser tan ingenuo? Si atacamos a Hezbolá de esa forma, ¿cree que se sentarán a pensar: «Vaya, los americanos son más fuertes de lo que creíamos, lo mejor será dejar esto del terrorismo»? No y no. ¡Tendrán sed de venganza! En Oriente Próximo la violencia siempre engendra más violencia, ¿todavía no lo han aprendido? Hezbolá colocó una bomba en los barracones del cuerpo de Marines en Beirut, ¿por qué? Según el coronel Geraghty, que era el comandante de los Marines en ese momento, fue en respuesta al bombardeo de civiles musulmanes inocentes por parte de la VI Flota estadounidense en la aldea de Suq al Gharb. Una atrocidad provoca otra.
—Entonces, ¿se limitará a rendirse y a decir que no puede hacerse nada?
—No puede hacerse nada fácil, solo duro trabajo político. Enfriaremos los ánimos, contendremos a ambas partes y las obligaremos a sentarse a negociar, una y otra vez, sin importar cuántas veces se levanten y se vayan. No desistiremos y, pase lo que pase, lograremos impedir una escalada de violencia.
—Creo que podemos …
Sin embargo, Florence todavía no había terminado.
—Ese plan suyo es criminal, no es práctico y tiene consecuencias espantosas para Oriente Próximo, además de poner en peligro la reputación de la CIA, del presidente y de Estados Unidos. Pero eso no es todo. Hay otra cosa que nos obliga a descartarlo por completo.
Hizo una pausa, y Cam no pudo más que preguntar:
—¿El qué?
—El mismísimo presidente nos ha prohibido asesinar a nadie. «Ningún individuo empleado por el gobierno de Estados Unidos ni actuando en nombre del mismo participará ni conspirará en asesinatos.» Orden Ejecutiva 12333. Firmada por Ronald Reagan en 1981.
—Creo que ya lo ha olvidado —dijo Cam.
Maria se reunió con Florence Geary en Washington, en el centro comercial Woodward & Lothrop, conocido popularmente como «Woodies». Se encontraron en la sección de sujetadores. La mayoría de los agentes eran hombres, y cualquier individuo que las siguiera hasta allí sería sospechoso. Incluso podrían detenerlo.
—Yo antes usaba una 90A —comentó Florence—. Ahora llevo una 95C. ¿Qué ha ocurrido?
Maria soltó una carcajada. A sus cuarenta y ocho años, era algo mayor que Florence.
—Bienvenida al club de las mujeres de mediana edad —dijo—. Siempre he tenido el trasero grande, pero mis tetas eran pequeñas y monísimas, y se aguantaban solas. Ahora necesito sujeción de la buena.
Durante sus dos décadas en Washington, Maria se había dedicado con ahínco a cultivar sus contactos. Ya en los inicios de su carrera había aprendido lo mucho que se conseguía —para bien o para mal— teniendo amigos. Durante la época en que la CIA había empleado a Florence como secretaria en lugar de prepararla como agente, tal como le habían prometido, Maria había empatizado con su situación, de mujer a mujer. Los contactos de Maria solían ser otras mujeres, siempre de ideas liberales. Intercambiaba información con ellas para prevenirlas con antelación de los movimientos amenazantes de ciertos enemigos políticos, y las ayudaba, con discreción, asignando máxima prioridad a proyectos que de otra forma podrían haber sido dejados de lado por parte de funcionarios conservadores. Los hombres hacían algo similar.
Tanto Florence como Maria escogieron una media docena de sujetadores y fueron a probárselos. Era martes por la mañana, y los probadores estaban vacíos. Aun así, Florence habló en voz baja.
—A Bud McFarlane se le ha ocurrido un plan que es una verdadera locura —dijo mientras se desabrochaba la blusa—, pero Bill Casey ha involucrado a la CIA. —Casey, amigo del presidente Reagan, era el director de la agencia—. Y el presidente ha dado su visto bueno.
—¿Qué plan?
—Estamos entrenando a unidades de asesinos nativos para matar terroristas en Beirut. Lo llaman prevención antiterrorista.
Maria no daba crédito.
—Pero eso es un delito según las leyes de este país. Si consiguen hacerlo, McFarlane, Casey y Ronald Reagan serán unos asesinos.
—Exacto.
Ambas mujeres se quitaron el sujetador que llevaban puesto y permanecieron una junto a la otra frente al espejo.
—¿Lo ves? —dijo Florence—. Han perdido ese aspecto de estar siempre en guardia.
—Las mías también.
A Maria le dio por pensar en que hacer eso junto a una mujer blanca en otra época le habría dado demasiada vergüenza. Quizá los tiempos de verdad estuvieran cambiando.
Empezaron a probarse sujetadores.
—¿Casey ha enviado algún informe a los comités de inteligencia? —preguntó Maria.
—No. Reagan ha decidido que informaría al presidente y al vicepresidente de cada comité, y a los líderes republicanos y demócratas del Congreso y del Senado.
Eso explicaba que George Jakes no hubiera oído hablar del tema, dedujo Maria. Reagan había realizado un movimiento ladino. Los comités de inteligencia contaban con una cuota de liberales para garantizar que al menos se formulaban algunas preguntas críticas. Reagan había encontrado una forma de evitar a los críticos informando solo a quienes sabía que le prestarían apoyo.
—Una de esas unidades está ahora mismo aquí, en Estados Unidos, en un curso de entrenamiento de dos semanas.
—Así que el asunto está bastante avanzado.
—Eso es. —Florence miró cómo le quedaba el sujetador negro—. Frank está encantado con este cambio de mi pecho. Siempre quiso tener una mujer pechugona. Dice que va a ir a la iglesia a darle las gracias a Dios.
—Tienes un buen marido. Espero que le gusten esos sujetadores nuevos —dijo Maria riendo.
—¿Y qué hay de ti? ¿Quién disfrutará de tu lencería nueva?
—Ya me conoces, soy una chica dedicada a mi carrera.
—¿Siempre lo has sido?
—Hubo alguien, hace mucho tiempo, pero murió.
—Lo siento mucho.
—Gracias.
—¿Y nunca has tenido a nadie más desde entonces?
María no dudó a la hora de responder.
—Sí, pero acabó en desengaño. Ya sabes, me gustan los hombres y me gusta el sexo, pero no estoy preparada para renunciar a mi vida y convertirme en el apéndice de un hombre. Está claro que Frank lo entiende, pero es una excepción.
—Cielo, en eso tienes razón —asintió Florence.
Maria frunció el ceño.
—¿Qué quieres que haga respecto a esas unidades de asesinos?
Se le pasó por la cabeza que, siendo Florence agente secreta, podía haber descubierto o deducido que Maria le había filtrado información a Jasper Murray en el pasado. ¿Querría que filtrara también ese dato?
—Ahora mismo no quiero que hagas nada —dijo Florence, no obstante—. El plan sigue siendo una idea estúpida que podemos detener antes de que lo pongan en marcha. Solo quiero asegurarme de que alguien externo a la comunidad de los servicios secretos está informado. Si la mierda nos salpica, y Reagan empieza a mentir sobre los asesinatos como hizo Nixon con lo del robo, al menos tú sabrás la verdad.
—Mientras tanto, rezaremos para que nunca ocurra.
—Amén.
—Ya hemos seleccionado a nuestro primer objetivo —le dijo Tim Tedder a Cam—. Iremos a por el pez gordo.
—¿Fadlalá?
—El mismo.
Cam asintió en silencio. Mohamed Husein Fadlalá era un importante líder y erudito musulmán, además de gran ayatolá. En sus sermones alentaba a los creyentes a ejercer la resistencia armada contra la ocupación israelí del Líbano. Hezbolá decía que solo se inspiraba en sus palabras, pero la CIA estaba convencida de que Fadlalá era el autor intelectual de la campaña de secuestros. A Cam le habría encantado verlo muerto.
En ese momento se encontraba sentado con Tim en su despacho de Langley. Sobre la mesa tenía una fotografía enmarcada de sí mismo con el presidente Nixon, sumidos ambos en una intensa conversación. Langley era uno de los pocos lugares donde un hombre podía sentirse orgulloso de haber trabajado para Nixon.
—¿Fadlalá planea más secuestros? —preguntó Cam.
—¿Planea el Papa más bautizos? —respondió Tim.
—¿Qué hay del equipo? ¿Son de fiar? ¿Los tenemos controlados?
Las objeciones de Florence Geary se habían pasado por alto, pero su recelo estaba fundamentado, y Cam recordaba bien sus palabras.
Tim lanzó un suspiro.
—Cam, si fueran de fiar, personas responsables que respetasen la autoridad competente, no se ofrecerían como asesinos a sueldo. La gente de su calaña no es de fiar. Pero de momento los tenemos más o menos controlados.
—Bueno, al menos no estamos financiándolos. Ya me ha llegado el dinero de los saudíes: tres millones de dólares.
Tim enarcó las cejas.
—Eso sí que se hizo bien.
—Gracias.
—Podríamos poner en manos de la inteligencia saudí el aspecto técnico del proyecto, para aumentar las posibilidades de negar nuestra responsabilidad.
—Bien pensado, pero aun así necesitaremos una coartada cuando hayan asesinado a Fadlalá.
Tim permaneció pensativo un instante.
—Le echaremos la culpa a Israel —dijo al final.
—Sí.
—Todo el mundo estará dispuesto a creer al Mosad capaz de algo así.
Cam frunció el ceño, disgustado.
—Sigo estando preocupado. Ojalá supiera exactamente cómo van a hacerlo.
—Es mejor que no te enteres.
—Tengo que saberlo. Podría ir al Líbano y hacer un seguimiento desde cerca.
—En ese caso, ándate con cuidado —advirtió Tim.
Cam alquiló un Toyota Corolla de color blanco en el centro de Beirut y condujo hacia el sur en dirección a Bir el Abed, un barrio periférico de mayoría musulmana. Era una jungla de horribles bloques de viviendas de cemento entremezclados con hermosas mezquitas, cada una de ellas en un vasto solar, como gráciles árboles centenarios plantados cuidadosamente en el claro de un frondoso bosque de pinos recios. A pesar de ser un país pobre, el tráfico era denso en las angostas calles, y cada tienda y cada puesto ambulante estaba cercado por una muchedumbre. Hacía calor, y el Toyota no tenía aire acondicionado, pero Cam conducía con las ventanillas subidas por miedo a entrar en contacto con el caos de la población.
Ya había visitado ese barrio antes con un guía de la CIA, así que no tardó en encontrar la calle donde vivía el ayatolá Fadlalá. Pasó conduciendo muy despacio por delante del alto bloque de viviendas, luego dio la vuelta a la manzana y aparcó en la acera de enfrente, a unos treinta metros del edificio.
En esa misma calle había bastantes bloques de viviendas, un cine y, lo más importante, una mezquita. Todas las tardes a la misma hora, Fadlalá iba caminando desde su edificio hasta la mezquita a la hora de la oración.
Sería entonces cuando lo matarían.
«Que nadie la cague, por favor, Dios», suplicó Cam.
En el breve tramo de acera que Fadlalá tenía que recorrer, había coches aparcados junto al bordillo, muy pegados entre sí. En uno de esos vehículos estaba colocada la bomba. Cam no sabía en cuál.
Por allí cerca se encontraba el hombre encargado de detonar el explosivo, agazapado y vigilando la calle igual que Cam, a la espera del ayatolá. El estadounidense observó con detenimiento los coches y las ventanas que quedaban por encima de los vehículos. No localizó al individuo del detonador. Era buena señal. El asesino estaba bien escondido, como debía ser.
Los saudíes le habían asegurado que ningún transeúnte inocente resultaría herido. Fadlalá siempre iba rodeado de guardaespaldas; algunos de ellos sufrirían heridas, sin duda, pero por otra parte siempre procuraban que nadie se acercara a su jefe.
Cam no estaba muy seguro de cómo se había realizado la previsión sobre los daños colaterales de la explosión. Sin embargo, también en los conflictos armados había bajas civiles. Sin ir más lejos, recordaba el ejemplo de todas las mujeres y los niños japoneses que habían muerto en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Aunque, claro, en aquella ocasión Estados Unidos estaba en guerra con Japón, que no era el caso del Líbano; pero Cam se dijo que el mismo principio era aplicable. Aun cuando un par de transeúntes sufrieran cortes y contusiones, el fin sin duda justificaba los medios.
Sin embargo, se sintió alarmado por el gran número de peatones. Un coche bomba era más apropiado para un entorno solitario. En ese lugar, un francotirador con un fusil de asalto habría sido mejor opción.
Pero ya era demasiado tarde.
Consultó el reloj. Fadlalá se retrasaba. Aquello era desesperante. Cam deseó que se diera prisa.
Entonces vio a muchas mujeres y niñas en la calle, y se preguntó por qué. Transcurrido un instante supuso que estaban saliendo de la mezquita. Debía de celebrarse una especie de ceremonia femenina, o el equivalente musulmán a un reunión de madres. Por desgracia ocupaban toda la puñetera calle. La unidad tendría que abortar la detonación del explosivo.
En ese momento Cam deseó que Fadlalá se retrasara aún más.
Volvió a observar con detenimiento el paisaje urbano en busca de algún hombre que estuviera alerta y ocultando algún mecanismo de detonación a distancia. Esta vez creyó localizarlo. A unos doscientos metros de distancia, frente a la mezquita, había una ventana abierta en el primer piso de la fachada lateral de un bloque de viviendas. Cam no habría visto al hombre de no ser porque el sol vespertino, que iba ocultándose por el oeste, había cambiado la forma de las sombras y había hecho visible la silueta del individuo. Cam no alcanzaba a distinguir sus rasgos, pero sí interpretaba su lenguaje corporal: tenso, en posición, expectante, asustado, sujetando con ambas manos algo que podría haber sido una radio con una larga antena telescópica, salvo que nadie sujetaba un transistor como si le fuera la vida en ello.
Cada vez salían más y más mujeres de la mezquita, algunas llevaban la cabeza cubierta solo con un hiyab, otras iban completamente tapadas por un burka. Abarrotaban las aceras de ambos lados de la calle. Cam esperaba que la multitud se dispersara pronto.
Miró hacia el edificio de Fadlalá y vio, con horror, que el ayatolá estaba saliendo, rodeado por seis o siete guardaespaldas.
Fadlalá era un hombre mayor y de poca estatura con una barba blanca y larga. Llevaba un enorme turbante negro y redondo, y una túnica blanca. Tenía una expresión despierta, inteligente, y sonreía por algo que estaba diciéndole uno de sus acompañantes mientras salían del edificio a la acera.
—No —dijo Cam en voz alta—. ¡Ahora no! ¡Ahora no!
Miró a la calle. Las aceras estaban abarrotadas de mujeres y niñas que hablaban, reían y se expresaban con las sonrisas y los gestos típicos de quienes salen reconfortados de un lugar santo tras un oficio solemne. Habían cumplido con su deber, sus almas estaban fortalecidas y listas para retomar la vida mundana, iban pensando en la tarde, en la cena, en las charlas que mantendrían, en lo bien que lo pasarían con sus familiares y amigos.
Pero algunas de ellas iban a morir.
Cam bajó corriendo del coche.
Hizo señales a la desesperada en dirección a la ventana del bloque de viviendas donde estaba asomado el hombre del detonador, pero no recibió respuesta. No era de extrañar; se encontraba demasiado lejos y el asesino a sueldo estaba concentrado en Fadlalá.
Cam miró al otro lado de la calle. El ayatolá estaba alejándose de él; se dirigía a la mezquita a paso ligero, aproximándose a la guarida del asesino. La explosión se produciría en cuestión de segundos.
Corrió por la acera hacia el bloque de viviendas, pero los numerosos grupos de mujeres se interponían en su camino y no lo dejaban avanzar muy deprisa. Atrajo miradas de curiosidad y de rechazo: era un hombre, sin duda estadounidense, atravesando una multitud de mujeres musulmanas. Al llegar a la altura de Fadlalá vio a uno de los guardaespaldas indicándole a otro su posición. Pasarían pocos segundos antes de que alguien lo abordara.
Siguió corriendo y olvidó toda precaución. Se detuvo a quince metros del bloque de viviendas, gritó y le hizo una señal con la mano al asesino de la ventana. En ese momento podía ver al hombre con toda claridad: era un joven árabe de barba rala y expresión aterrorizada.
—¡No lo hagas! —gritó Cam con el convencimiento de que estaba poniendo en peligro su propia vida—. ¡Aborta, aborta! ¡Por el amor de Dios, aborta!
Alguien lo agarró por el hombro desde atrás y espetó algo muy agresivo en un árabe brusco.
A continuación se oyó una tremenda explosión.
Cam cayó al suelo boca abajo.
Se ahogaba, como si alguien lo hubiera golpeado en la espalda con un tablón. Le dolía la cabeza. Oía gritos, hombres blasfemando y el ruido de los escombros cayendo al suelo. Consiguió darse la vuelta rodando sobre la acera, asfixiado, y se levantó como pudo. Estaba vivo y, por lo que veía, no tenía heridas graves. A sus pies había un hombre árabe inmóvil, seguramente el que lo había agarrado por el hombro. El individuo había recibido toda la fuerza de la onda expansiva, y su cuerpo había actuado de escudo para Cam.
Miró al otro lado de la calle.
—¡Oh, Dios santo! —exclamó.
Por todas partes había cuerpos retorcidos de forma espantosa, ensangrentados y mutilados. Los que no estaban inmóviles se estremecían, intentaban detener la hemorragia de las heridas sangrantes, chillaban y buscaban a sus seres queridos. La holgada ropa oriental de numerosas víctimas había quedado hecha jirones, y muchas de las mujeres yacían medio desnudas en aquel obsceno escenario de muerte violenta.
Dos bloques de viviendas tenían las fachadas destruidas, y la mampostería y los objetos domésticos todavía caían a la calle; gigantescos fragmentos de cemento junto con sillas y televisores. Numerosos edificios ardían en llamas. El asfalto estaba plagado de coches destrozados, como si todos los vehículos hubieran sido lanzados desde muy alto y hubieran quedado desparramados al azar sobre la calzada.
Cam se dio cuenta de inmediato de que la explosión había sido muy potente, mucho más de lo necesario.
Al otro lado de la calle vio al hombre de barba blanca y turbante negro, Fadlalá, al que sus guardaespaldas azuzaban con prisas para llevarlo de regreso a su bloque de viviendas. Parecía ileso.
La misión había fracasado.
Cam se quedó mirando la carnicería que lo rodeaba. ¿Cuántas personas habrían muerto? Calculó que unas cincuenta, tal vez sesenta o incluso setenta. Y había cientos de heridos.
Tenía que salir de allí. Los presentes tardarían pocos segundos en ponerse a buscar al posible culpable. Aunque tenía la cara magullada y el traje destrozado, todos sabrían que era estadounidense. Debía marcharse antes de que a alguien se le ocurriera la posibilidad de vengarse en ese mismo instante.
Se apresuró en regresar a su coche. Las ventanillas estaban hechas añicos, pero el vehículo tenía aspecto de poder arrancar. Abrió de golpe la puerta. El asiento se veía cubierto de cristales rotos. Se quitó la chaqueta a toda prisa y la usó para despejar su asiento. Luego, por si había quedado alguna esquirla, dobló la chaqueta y la colocó en el asiento. Subió al coche y giró la llave en el contacto.
El motor se puso en marcha.
Cam arrancó, dio la vuelta al coche en mitad de la calzada y se alejó de aquel lugar.
Recordó entonces las palabras de Florence Geary, que en el momento de escucharlas le habían parecido de una exageración desmesurada: «Según la legislación de cualquier país civilizado, es un asesinato».
No había sido solo un asesinato; había sido una matanza.
El presidente Ronald Reagan era culpable.
Y también lo era Cam Dewar.
Jack estaba haciendo un puzle sobre una pequeña mesita de centro del salón con su madrina, Maria, mientras su padre, George, los miraba. Era domingo por la tarde y estaban en casa de Jacky Jakes, en el condado de Prince George. Todos habían ido juntos a la Iglesia Evangélica de Betel, luego habían comido las chuletas de cerdo de Jacky, con salsa de cebolla y alubias negras. Después del almuerzo, Maria había escogido con cuidado un puzle que no resultara ni muy fácil ni muy difícil para un niño de cinco años. Ella se marcharía pronto, y George llevaría en coche a Jack a casa de Verena. A su regreso, George se sentaría a la mesa de la cocina con sus expedientes durante un par de horas y se prepararía para la semana que le esperaba en el Congreso.
Sin embargo, aquel era un momento de paz, sin compromisos ni exigencias laborales. La luz de la tarde empezó a caer sobre las dos cabezas pensantes que intentaban solucionar el puzle. George pensó que Jack iba a ser un niño guapo. Tenía la frente alta, los ojos grandes, una nariz recta y encantadora, una sonrisa permanente y una barbilla perfecta, todo muy proporcionado. Su expresión era reflejo de su carácter. Estaba completamente ensimismado en el reto intelectual del rompecabezas; cuando Maria o él encajaban una pieza en el lugar correcto, el niño sonreía con satisfacción y su carita se iluminaba. George jamás había visto un espectáculo tan fascinante y cambiante como aquel: la evolución de la mente de su propio hijo, el despertar diario a algún nuevo descubrimiento, números y letras, mecanismos, personas y grupos sociales. Ver a Jack correr, saltar y lanzar la pelota se le antojaba un milagro, aunque a George lo conmovía incluso más esa mirada de intensa concentración intelectual. Se le humedecían los ojos de orgullo, gratitud y asombro.
También se sentía agradecido con Maria, que los visitaba una vez al mes. Siempre llevaba un regalo para su ahijado, pasaba tiempo con el niño y tenía la paciencia de leerle cuentos, charlar o jugar con él. Maria y Jacky le habían proporcionado a Jack estabilidad tras el trauma del divorcio de sus padres. Había pasado un año desde que George había abandonado el hogar familiar. Jack ya no se despertaba en plena noche, llorando, y parecía estar adaptándose a su nueva vida; aunque George no podía evitar preocuparse por las consecuencias a largo plazo.
Terminaron el puzle y llamaron a la abuela Jacky para que admirara la obra completa. Luego la mujer se llevó a Jack a la cocina para servirle un vaso de leche con una galleta.
—Gracias por todo lo que haces por Jack —le dijo George a Maria—. Eres la mejor madrina del mundo.
—No es ningún sacrificio —repuso ella—. Resulta un verdadero placer estar con él.
Maria cumpliría los cincuenta al año siguiente, así que ya no sería madre. Tenía sobrinos en Chicago, pero el principal receptor de su amor maternal era Jack.
—Tengo algo que contarte —dijo Maria—. Algo importante.
Se levantó y cerró la puerta de la sala, y George se preguntó qué podría ser.
Ella volvió a sentarse.
—Es sobre ese coche bomba de Beirut que estalló antes de ayer —dijo.
—Fue espantoso —comentó George—. Han muerto ochenta personas y hay doscientos heridos, casi todos mujeres y niñas.
—Esa bomba no la colocaron los israelíes.
—¿Y quién ha sido?
—Nosotros.
—Pero ¿qué narices estás diciendo?
—Era una iniciativa antiterrorista del presidente Reagan. Quienes llevaron a cabo el atentado fueron nativos libaneses, pero la CIA los entrenó, los financió y controlaba la misión.
—¡Dios mío! Pero si el presidente está obligado a informar a mi comité de las acciones encubiertas.
—Ya te enterarás de que informó a vuestros presidente y vicepresidente.
—Es espantoso —dijo George—. Aunque pareces muy segura de lo que dices.
—Lo sé a través de alguien de alto rango de la CIA. Muchos veteranos de la agencia estaban en contra del plan, pero el presidente quería llevarlo a cabo, y Bill Casey hizo todo lo posible por conseguirlo.
—Pero ¿en qué puñetas estaban pensando? —preguntó George—. ¡Han provocado una masacre!
—Están desesperados por detener los secuestros. Creen que Fadlalá es el autor intelectual y querían borrarlo del mapa.
—Y la han cagado.
—A lo grande.
—Esto tiene que saberse.
—Eso opino yo también.
Jacky entró.
—Nuestro hombrecito está listo para volver con su madre.
—Ya voy. —George se levantó—. Tranquila —le dijo a Maria—, yo me encargaré.
—Gracias.
George subió al coche con Jack y condujo despacio por las calles de las afueras hacia la casa de Verena. Vio el Cadillac color bronce de Jasper Murray estacionado en el camino de la entrada junto al Jaguar rojo de ella. Si eso suponía que Jasper también estaba, era una casualidad muy conveniente para George.
Verena abrió la puerta vestida con una camiseta negra y vaqueros desgastados. George entró y ella se llevó a Jack para darle un baño. Jasper salió de la cocina.
—Quiero hablar contigo, si no estás ocupado —dijo George.
—Claro —respondió Jasper, aunque parecía cansado.
—Podemos entrar en … —George estuvo a punto de decir «mi despacho», pero rectificó antes de hablar—: ¿en el despacho?
—De acuerdo.
Sintió una punzada de dolor al ver que la máquina de escribir de Jasper se encontraba sobre su antigua mesa de escritorio, junto a una pila de libros de consulta necesarios para un periodista: Quién es quién en Estados Unidos, un Atlas mundial, la Enciclopedia Pears y el Almanaque de la política estadounidense.
El despacho era una habitación pequeña con un sillón. Ninguno de los dos quiso ocupar la silla del escritorio. Tras un tenso momento de duda, Jasper retiró la silla de la mesa, la colocó justo delante del sillón, y ambos tomaron asiento.
George le contó lo que le había dicho Maria sin mencionarla. Mientras hablaba, se preguntaba por qué Verena habría preferido a Jasper. En su opinión, Jasper actuaba con cierto egoísmo cruel. George le había planteado esa pregunta a su madre. «Jasper es una estrella de la televisión. El padre de Verena es una estrella del cine. Ella pasó siete años trabajando con Martin Luther King, que era la estrella del movimiento de los derechos civiles. A lo mejor necesita una estrella a su lado. Pero ¿qué sé yo?», había contestado la mujer.
—Esto es un bombazo —dijo Jasper cuando George le hubo contado toda la historia—. ¿Te fías de la fuente?
—Se trata de la misma que nos ha pasado las demás historias. Es de mi absoluta confianza.
—Esto convierte al presidente Reagan en culpable de una masacre.
—Sí —afirmó George—. Lo sé.