Era un frío día de noviembre en Berlín. En el cielo había una espesa niebla y cierto olor a azufre que procedía de las fábricas humeantes de la odiosa parte oriental. Tania, que se había trasladado allí de forma precipitada desde Varsovia para ayudar a informar sobre la crisis creciente, tenía la impresión de que la Alemania Oriental estaba a punto de sufrir un colapso. Todo se desmoronaba. En una sorprendente réplica de lo que había ocurrido en 1961, antes de que levantaran el Muro, tanta gente estaba huyendo a Occidente que las escuelas tenían que cerrar por falta de profesores y los hospitales funcionaban con el personal bajo mínimos. Quienes aún permanecían en el país estaban cada vez más frustrados y disgustados.
El nuevo líder, Egon Krenz, se había centrado en los permisos de viaje. Tenía la esperanza de que, si la población quedaba satisfecha en ese aspecto, los demás agravios irían cayendo en el olvido. Tania pensaba que se equivocaba; lo más probable era que los alemanes del Este se acostumbraran a exigir cada vez más libertades. El 6 de noviembre Krenz había decretado una nueva normativa sobre viajes al exterior que permitiría a los ciudadanos salir del país con una autorización del Ministerio del Interior y llevando encima quince marcos alemanes, una cantidad que en la Alemania Occidental cubría el coste de una ración de salchichas y una jarra de cerveza. La gente se burlaba de esa concesión. Ya estaban a 9 de noviembre y el jefe de Estado, cada vez más desesperado, había convocado una rueda de prensa para hacer pública otra nueva ley sobre viajes.
Tania simpatizaba con el anhelo de los alemanes del Este; querían ser libres de ir a donde desearan. Era la misma libertad que ella ansiaba para Vasili y para sí misma. Vasili era famoso en todo el mundo, pero tenía que esconderse tras un seudónimo. Jamás había salido de la Unión Soviética, donde no se publicaban sus libros. Merecía tener derecho a salir del país y recoger en persona los premios que le habían otorgado a su álter ego, a disfrutar un poco del resplandor del éxito. Y ella deseaba acompañarlo.
Por desgracia no veía cómo podía la Alemania del Este liberar a su gente; apenas si lograba existir como Estado independiente, motivo por el cual habían construido el Muro en primer lugar. Si hubieran permitido que la población cruzara la frontera, muchísimas personas no habrían regresado jamás. Tal vez la Alemania Occidental fuera un país remilgado y conservador, con sus rancias posturas respecto a los derechos de las mujeres, pero comparada con la Oriental era un paraíso. Ningún país podía sobrevivir al éxodo de sus jóvenes más emprendedores. Por eso Krenz no concedería jamás de buen grado a los alemanes del Este lo que más deseaban.
Así las cosas, Tania albergaba unas expectativas muy bajas mientras se dirigía al Centro de Prensa Internacional de Mohrenstrasse unos minutos antes de las seis de la tarde. La sala rebosaba de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Las hileras de asientos rojos estaban llenas, y Tania tuvo que unirse a la multitud que ocupaba las zonas laterales. Había una gran presencia de prensa internacional; olían la sangre.
A las seis en punto el jefe de comunicación de Krenz, Günter Schabowski, entró en la sala junto con otros tres funcionarios, subió a la tarima y se sentó a la mesa. Tenía el pelo cano y llevaba un traje gris y una corbata del mismo color. A Tania le pareció un burócrata competente que inspiraba simpatía y confianza. Dedicó una hora a anunciar cambios ministeriales y reformas administrativas.
Tania se maravilló ante la visión de un gobierno comunista que se esforzaba por satisfacer la petición pública de cambio. Aquello prácticamente no tenía precedentes. En las escasas ocasiones en que había ocurrido algo así, los tanques no habían tardado en hacer acto de presencia. Recordaba las angustiosas decepciones de la Primavera de Praga en 1968 y de Solidaridad en 1981. Sin embargo, según su hermano, la Unión Soviética ya no tenía poder ni voluntad para acallar las voces disidentes. Tania casi no se atrevía a desear que fuera cierto e imaginar una vida en la que Vasili y ella pudieran escribir la verdad sin miedo. Libertad. Costaba hacerse a la idea.
A las siete Schabowski anunció la nueva ley de viajes al extranjero.
—Se permitirá que todos los ciudadanos de la Alemania Oriental salgan del país por los pasos fronterizos —dijo.
Era una formulación algo imprecisa, y muchos periodistas pidieron que lo aclarara.
El propio Schabowski parecía desconcertado. Se puso unas gafas en forma de media luna y leyó el decreto en voz alta:
—Podrán solicitarse permisos para viajes privados al extranjero sin los actuales requisitos de visado ni tener que demostrar la necesidad del desplazamiento o relaciones de parentesco.
Aquello estaba redactado con un confuso lenguaje burocrático, pero sonaba bien.
—¿Y cuándo entra en vigor la nueva ley? —preguntó alguien.
Saltaba a la vista que Schabowski no estaba seguro. Tania reparó en que sudaba, y supuso que habían preparado el texto legal a toda prisa. El hombre empezó a revolver los documentos que tenía delante buscando la respuesta.
—Por lo que yo sé —dijo—, ahora mismo, inmediatamente.
Tania estaba perpleja. Algo iba a entrar en vigor con efecto inmediato, pero ¿el qué? ¿Era posible que cualquier persona se presentara en un puesto de control y cruzara la frontera? Sin embargo, la rueda de prensa tocó a su fin sin más información.
Mientras regresaba a pie al hotel Metropole, situado en Friedrichstrasse, no lejos de allí, Tania se preguntó qué escribiría en su artículo. En la mugrienta opulencia del vestíbulo de mármol, los agentes de la Stasi con sus habituales cazadoras de piel y sus pantalones vaqueros se paseaban de un lado a otro fumando mientras prestaban atención a un televisor con una imagen poco nítida que retransmitía la rueda de prensa en diferido. Tania pidió la llave de su habitación.
—¿Qué significa eso? ¿Que podemos salir cuando queramos? —oyó que le preguntaba una recepcionista a otra.
Nadie lo sabía.
Walli se encontraba en su suite del hotel del Berlín occidental mirando las noticias con Rebecca, que había cogido un vuelo hasta allí para ver a Alice y a Helmut. Tenían pensado cenar todos juntos.
Los dos seguían con desconcierto el comedido reportaje de la edición de las siete del programa Hoy, en la cadena ZDF. Se había hecho pública una nueva normativa de viajes al extranjero para los alemanes del Este, pero no quedaba claro qué implicaba eso. Walli no era capaz de dilucidar si permitirían o no que su familia cruzara la frontera para visitarlo.
—Me pregunto si podré volver a ver a Karolin pronto —musitó.
Alice y Helmut llegaron al cabo de unos minutos y se despojaron del grueso abrigo y la bufanda.
A las ocho Walli sintonizó la ARD para ver el programa informativo Magazine diario, pero no averiguó gran cosa más.
Parecía imposible que hubieran abierto ese Muro que le había destrozado la vida. En una fugaz secuencia de recuerdos que le resultaba demasiado familiar, Walli revivió los breves y traumáticos segundos al volante de la vieja Framo negra de Joe Henry. Recordó el terror que lo había invadido al ver que el policía fronterizo se arrodillaba y le apuntaba con el subfusil, su propio pánico cuando viró hacia él, la confusión mientras las balas hacían añicos el parabrisas. Había sentido náuseas al notar que las ruedas arrollaban a un ser humano, y luego había atravesado la barrera hacia la libertad.
El Muro le había arrebatado la inocencia, le había arrebatado a Karolin y también la infancia de su hija.
Esa misma hija, a quien faltaban pocos días para cumplir los veintiséis años, formuló entonces una pregunta:
—Pero ¿el Muro sigue siendo el Muro o no?
—No soy capaz de comprenderlo —respondió Rebecca—. Parece que hayan abierto la frontera casi por error.
—¿Salimos a ver qué pasa en la calle? —propuso Walli.
Lili, Karolin, Werner y Carla solían ver el programa Magazine diario de la ARD, igual que miles de ciudadanos de la Alemania del Este. Consideraban que contaba verdades, a diferencia de los informativos de las cadenas controladas por el Estado, que describían un mundo irreal en el que nadie creía. Aun así, las noticias de las ocho de la tarde los dejaron perplejos.
—¿Han abierto la frontera o no? —quiso saber Carla.
—No es posible —opinó Werner.
Lili se puso de pie.
—Bueno, yo voy a echar un vistazo.
Al final salieron los cuatro.
En cuanto pusieron un pie fuera de casa y respiraron el fresco aire nocturno notaron la carga emocional en el ambiente. Las calles del Berlín oriental, apenas alumbradas por la luz amarillenta de las farolas, estaban repletas de personas y coches de un modo muy poco habitual. Todo el mundo se dirigía al mismo sitio, al Muro, la mayoría en grupos. Algunos jóvenes hacían autoestop, un delito por el que tan solo una semana atrás los habrían detenido. La gente hablaba con desconocidos para preguntarles qué sabían y si de verdad podían cruzar al Berlín occidental.
—Walli está en Berlín Oeste —le dijo Karolin a Lili—. Lo he oído por la radio. Debe de haber ido a ver a Alice. —Parecía pensativa—. Espero que se caigan bien.
La familia Franck se dirigió al sur por Friedrichstrasse hasta que vieron a cierta distancia los potentes reflectores de Checkpoint Charlie, un complejo que ocupaba una manzana entera de la calle, desde Zimmerstrasse, en el sector comunista, hasta Kochstrasse, en la zona libre.
Cuando se acercaron, repararon en que la gente salía en tropel de la estación de metro de Stadtmitte y engrosaba la multitud congregada en la calle. También había una caravana de coches cuyos conductores a todas luces dudaban de si acercarse al puesto fronterizo o no. Lili percibía el ambiente festivo, pero no estaba segura de que hubiera nada que celebrar. Por lo que veía, las puertas no estaban abiertas.
Muchas personas se detenían en el límite del alcance de los reflectores por miedo a que les vieran la cara. Sin embargo, los más atrevidos se acercaron más y cometieron el delito de «intrusión injustificada en una zona fronteriza» a pesar del riesgo de detención que comportaba y la consiguiente condena a tres años de trabajos forzados.
La calle se estrechaba en las proximidades del puesto de control, y la multitud empezó a apretarse. Lili y su familia empujaron para abrirse paso hasta el frente. Ante ellos, bajo una luz tan clara como el día, vieron las puertas rojas y blancas para peatones y coches, a los inactivos guardias armados con subfusiles, los edificios de la aduana y las torres de vigilancia que descollaban sobre el complejo. Dentro de un puesto de mando de paredes acristaladas un oficial hablaba por teléfono a la vez que agitaba los brazos con exagerados gestos de impotencia.
A izquierda y derecha del puesto fronterizo el odiado Muro seguía el trazado de Kochstrasse en ambas direcciones. Lili notó que se le revolvía el estómago. Ante ella estaba la construcción que durante la mayor parte de su vida había dividido a su familia en dos mitades que casi no se habían visto. Detestaba el Muro más incluso que a Hans Hoffmann.
—¿Alguien ha intentado cruzar a pie? —preguntó en voz alta.
Una mujer situada junto a ella respondió enfadada:
—Te obligan a volver. Dicen que necesitas un visado de la policía, pero he ido a una comisaría y allí no saben nada.
Un mes atrás la mujer se habría encogido de hombros ante la típica negligencia burocrática y habría vuelto a casa, pero esa noche las cosas eran diferentes. Seguía allí, protestando con descontento. Nadie pensaba volver a casa.
La gente reunida en torno a Lili prorrumpió en un cántico rítmico:
—¡Abrid! ¡Abrid! ¡Abrid!
Cuando las voces se fueron apagando, a Lili le pareció oír también un cántico procedente del otro lado del Muro. Aguzó el oído. ¿Qué decían? Por fin lo entendió:
—¡Cruzad! ¡Cruzad! ¡Cruzad!
Se dio cuenta de que también los alemanes de la parte occidental se habían reunido en los pasos fronterizos.
¿Qué ocurriría? ¿Cómo acabaría aquello?
Media docena de furgones avanzaron en caravana por Zimmerstrasse hacia el puesto de control, y de ellos emergieron cincuenta o sesenta guardias fronterizos armados.
—Refuerzos —observó con gravedad Werner, al lado de Lili.
Dimka y Natalia estaban sentados en los sillones de cuero negro del despacho de Gorbachov, emocionados y tensos. La estrategia del líder de permitir que sus satélites de la Europa del Este siguieran su propio camino había desembocado en una crisis que parecía a punto de desbordarse. Podía ser peligroso o esperanzador. Tal vez ambas cosas.
Para Dimka, como siempre, lo importante era la clase de mundo en el que crecerían sus nietos. Grigor, el hijo que había tenido con Nina, ya estaba casado; y Katia, la hija que había tenido con Natalia, estudiaba en la universidad. Era probable que a su vez ambos tuvieran hijos durante los años siguientes. ¿Qué les depararía el futuro a esos niños? ¿De verdad estaba acabado el obsoleto régimen comunista? Dimka aún no lo tenía claro.
Se dirigió a Gorbachov:
—Hay miles de personas reunidas en los puestos de control del Muro de Berlín. Si el gobierno de la Alemania Oriental no abre las puertas, se producirán disturbios.
—Eso no es problema nuestro —repuso Gorbachov. Se había convertido en su leitmotiv, lo que decía siempre—. Quiero hablar con el canciller Kohl de la Alemania Occidental —anunció a continuación.
—Esta noche está en Polonia —respondió Natalia.
—Contactad con él por teléfono lo antes posible, a más tardar mañana. No quiero que empiece a hablar de la reunificación del país, eso solo serviría para agravar la crisis. La apertura del Muro es probablemente toda la desestabilización que puede resistir ahora mismo la Alemania del Este.
Tenía toda la razón, pensó Dimka. Si abrían la frontera, Alemania no tardaría en reunificarse, pero era mejor no tocar por el momento un tema tan sensible.
—Me pondré en contacto con los alemanes occidentales enseguida —dijo Natalia—. ¿Algo más?
—No, gracias.
Natalia y Dimka se pusieron de pie. Gorbachov aún no les había dicho qué debían hacer en relación con la crisis que ya se estaba produciendo.
—¿Y si Egon Krenz llama desde Berlín Este? —planteó Dimka.
—No me despertéis.
Dimka y Natalia salieron del despacho.
—Si no hace algo enseguida, será demasiado tarde —dijo Dimka una vez fuera.
—¿Demasiado tarde para qué? —quiso saber Natalia.
—Para salvar el comunismo.
Maria Summers estaba en casa de Jacky Jakes, en el condado de Prince George, cenando pronto con su ahijado, Jack. El televisor permanecía encendido y vio a Jasper Murray, con abrigo y bufanda, retransmitiendo desde Berlín. Se encontraba en la zona occidental, en el lado libre de Checkpoint Charlie, entre una multitud congregada junto al pequeño puesto de control que los Aliados habían construido en mitad de Friedrichstrasse, al lado de una señal que decía ESTÁ SALIENDO DEL SECTOR ESTADOUNIDENSE en cuatro idiomas. Tras él se veían los reflectores y las torres de vigilancia.
«Aquí la tensión de la crisis del comunismo está alcanzando un nuevo clímax esta noche —informaba Jasper—. Tras varias semanas de manifestaciones, el gobierno de la Alemania Oriental ha anunciado hoy la apertura de la frontera con Occidente, pero parece que nadie ha informado a los guardias de los puestos de control ni a la policía fronteriza. Así pues, miles de berlineses están concentrados a ambos lados del infame Muro, exigiendo ejercer su recién anunciado derecho a cruzar al otro lado, mientras el gobierno no hace nada … y los guardias armados están cada vez más nerviosos.»
Jack se terminó el sándwich y fue a bañarse él solo.
—Tiene nueve años y empieza a sentir vergüenza —dijo Jacky con una sonrisa—. Me dice que ya es demasiado mayor para que lo bañe su abuela.
Maria estaba fascinada por las noticias de Berlín. Recordó a su amante, el presidente Kennedy, proclamando al mundo aquel Ich bin ein Berliner.
—Me he pasado la vida trabajando para el gobierno estadounidense —le dijo a Jacky—. Durante todo este tiempo nuestro objetivo siempre ha sido derrocar el comunismo, pero al final el comunismo se ha derrocado solo.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Jacky—. No consigo comprenderlo.
—Que una nueva generación de líderes ha llegado al poder, en concreto Gorbachov. Cuando han abierto los libros de contabilidad y han echado un vistazo a los números, se han dicho: «Si esto es todo lo bien que sabemos hacer las cosas, ¿qué sentido tiene seguir con el comunismo?». Ahora mismo tengo la sensación de que daría igual que jamás me hubiera unido al Departamento de Estado; y como yo, cientos de personas.
—¿Qué otra cosa podrías haber hecho?
—Casarme —respondió Maria sin pensarlo dos veces.
—George nunca me ha contado tus secretos —dijo Jacky tomando asiento—, pero creo que en los años sesenta estuviste enamorada de un hombre casado.
Maria asintió.
—Solo he tenido dos amores en la vida, George y él.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Jacky—. ¿Volvió con su mujer? Es lo que suele pasar.
—No —contestó Maria—. Murió.
—¡Dios mío! —exclamó Jacky—. ¿Era el presidente Kennedy?
Maria la miró sin dar crédito.
—¿Cómo lo has sabido?
—No sé, lo he adivinado sin más.
—¡No se lo digas a nadie, por favor! George es el único que estuvo al corriente.
—Sé guardar un secreto. —Jacky sonrió—. Greg no se enteró de que era padre hasta que George cumplió seis años.
—Gracias. Si alguna vez llega a saberse, mi nombre saldría en todos esos inmundos periódicos sensacionalistas, y quién sabe el daño que haría eso a mi carrera.
—No te preocupes. Escucha, George volverá pronto. Prácticamente estáis viviendo juntos y hacéis muy buena pareja. —Bajó la voz—. Me caes mucho mejor que Verena.
Maria se echó a reír.
—A mis padres también les habría caído mucho mejor George que el presidente Kennedy si lo hubieran sabido, puedes estar segura.
—¿Crees que George y tú llegaréis a casaros?
—El problema es que, si me caso con un congresista, no podré seguir haciendo mi trabajo. Tengo que ser objetiva con ambos partidos, o al menos parecerlo.
—Algún día te jubilarás.
—Dentro de siete años cumpliré los sesenta.
—¿Te casarás con él entonces?
—Si me lo pide, sí.
Rebecca estaba en el lado occidental de Checkpoint Charlie con Walli, Alice y Helmut. Iba con cuidado para evitar a Jasper Murray y sus cámaras de televisión, porque le daba la sensación de que unirse a una muchedumbre en la calle no era lo más adecuado para una diputada del Bundestag, y menos aún para una ministra. Con todo, no pensaba perdérselo. Aquella era la mayor manifestación de todos los tiempos en contra del Muro, un Muro que había lisiado al hombre al que amaba y que le había destrozado la vida. El gobierno de la Alemania Oriental no sobreviviría a aquello, ¿o sí?
El aire era fresco, pero la multitud la abrigaba. Había varios miles de personas en el tramo de Friedrichstrasse que llevaba al puesto de control. Rebecca y los demás estaban casi delante de todo. En el suelo, justo al otro lado de la caseta de los Aliados, había pintada una línea blanca que atravesaba toda la calzada donde Friedrichstrasse se cruzaba con Kochstrasse. La línea indicaba el punto donde acababa el Berlín occidental y empezaba el Berlín oriental. En la esquina, el Café Adler tenía muchísima afluencia.
El Muro se extendía a lo largo de la calle transversal, Kochstrasse. De hecho, había dos muros, ambos construidos con grandes placas de hormigón y separados por una franja intermedia despejada. En la parte occidental la pared estaba decorada con vistosos graffitis. Justo delante de donde se encontraba Rebecca se abría un hueco tras el cual varios guardias armados se apostaban ante tres puertas rojas y blancas, dos para vehículos y una para peatones. Detrás de las puertas se alzaban tres torres de vigilancia. Rebecca vio a los soldados al otro lado del cristal, escrutando malévolamente a la multitud con sus binoculares.
Algunas personas situadas cerca de ella hablaban con los guardias y les suplicaban que permitieran cruzar a la gente del Este. Los guardias no respondían. Un oficial se acercó al gentío y trató de explicar que aún no había entrado en vigor ninguna normativa que autorizara a la población oriental a salir del país, pero nadie lo creyó. ¡Lo habían visto por televisión!
La presión de la muchedumbre era irresistible, y poco a poco Rebecca se vio impulsada hacia delante hasta que cruzó la línea blanca y se encontró en el Berlín oriental.
Los guardias observaban con impotencia, pero al cabo de un rato se refugiaron tras las puertas. Rebecca se quedó estupefacta. Los soldados de la Alemania del Este no solían retroceder ante una multitud, eran capaces de controlarla utilizando cualquier medio, por brutal que fuera.
El paso había quedado libre de guardias y la muchedumbre continuaba avanzando. A ambos lados del paso fronterizo, el doble muro quedaba cortado por una pequeña pared que unía la barrera interior y la exterior formando una especie de pasillo e impedía el acceso a la zona intermedia. Para gran asombro de Rebecca, dos osados manifestantes treparon por el muro y se sentaron en el redondeado borde superior de los bloques de hormigón.
Los guardias se les acercaron.
—Bajen de ahí, por favor.
Los manifestantes se negaron de forma civilizada.
Rebecca tenía el corazón desbocado. Los manifestantes estaban en el Berlín oriental, igual que ella, así que los guardias podían dispararles por no respetar la frontera, tal como les había sucedido a tantos durante los últimos veintiocho años.
Sin embargo, no hubo disparos. En lugar de eso, más personas treparon al Muro en distintos puntos y se sentaron en lo alto con los pies colgando a uno y otro lado, retando a la policía para que lo impidiera.
Los guardias regresaron a sus posiciones detrás de las puertas.
Era increíble. Según la normativa comunista, aquello era desorden público y anarquía, pero nadie hacía nada para detenerlo.
Rebecca recordó aquel domingo de agosto de 1961, cuando con treinta años había salido de su casa para cruzar al Berlín occidental y se encontró todos los pasos cortados por alambre de espino. Aquella barrera llevaba allí ya la mitad de su vida. ¿Era posible que hubiera llegado el fin de esa era? Lo deseaba con toda el alma.
La multitud desafiaba abiertamente a los guardias, el Muro y el régimen de la Alemania Oriental. Rebecca vio entonces que la policía fronteriza había cambiado de actitud. Algunos guardias hablaban con los manifestantes, cosa que estaba prohibida. Un manifestante alargó el brazo, le quitó la gorra a un guardia y se cubrió la cabeza con ella.
—¿Me la devuelve, por favor? —dijo el policía—. Si no, tendré problemas.
Y el manifestante, con buena voluntad, se la entregó.
Rebecca consultó su reloj de pulsera. Era casi medianoche.
En la parte oriental la gente congregada en torno a Lili entonaba su cántico:
—¡Dejadnos pasar! ¡Dejadnos pasar!
Desde la parte occidental del puesto de control se oía otro cántico en respuesta:
—¡Venid! ¡Venid! ¡Venid!
Minuto a minuto la muchedumbre había avanzado lentamente hacia los guardias y ya tenía las puertas al alcance de la mano. Los policías se habían retirado al interior del recinto.
Tras Lili, decenas de miles de personas y una caravana de vehículos se extendían a lo largo de Friedrichstrasse hasta más allá de donde alcanzaba la vista.
Todo el mundo sabía que la situación era inestable y peligrosa. Lili temía que los guardias acabaran por disparar contra la multitud. No tenían bastante munición para defenderse de diez mil personas furiosas, pero ¿qué otra cosa podían hacer?
Lo descubrió un instante después.
De pronto apareció un oficial.
—Alles auf! —gritó.
Todas las puertas se abrieron a la vez.
La multitud expectante prorrumpió en un rugido y avanzó como una marea. Lili se esforzaba por permanecer cerca de su familia mientras aquella avalancha de personas cruzaba las puertas de peatones y de vehículos. Atravesaron el recinto corriendo, tropezando, chillando y gritando de alegría. Las puertas del otro lado también estaban abiertas, así que las traspasaron, y el Este se encontró con el Oeste.
La gente sollozaba, se abrazaba y se besaba. La multitud que los aguardaba al otro lado había llevado ramos de flores y botellas de champán. El ruido del júbilo era ensordecedor.
Lili miró a su alrededor. Sus padres estaban un poco más atrás, y Karolin justo delante de ella.
—¿Dónde andarán Walli y Rebecca? —preguntó.
El regreso de Evie Williams a Estados Unidos fue todo un éxito. La noche del estreno de Casa de muñecas en Broadway el público se puso en pie y la ovacionó. La inquietante intensidad de su gran interpretación encajaba a la perfección con la atmósfera deprimente e introspectiva de la obra de Ibsen.
Cuando por fin los espectadores se cansaron de aplaudir y salieron del teatro, Dave, Beep y John Lee, su hijo de dieciséis años, permanecieron entre bastidores para unirse a la multitud de admiradores que la aguardaban. El camerino de Evie estaba lleno de gente y de flores, y había varias botellas de champán en cubiteras. Sin embargo, lo raro era que todo el mundo guardaba silencio y el champán seguía sin abrir.
En una esquina había un aparato de televisión, y casi todos los actores estaban apiñados frente a él en silencio, viendo las noticias que se retransmitían desde Berlín.
—¿Qué dicen? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Dave.
Cam estaba en su despacho de Langley con Tim Tedder, viendo la televisión y bebiendo whisky. En pantalla salía Jasper Murray, en directo desde Berlín, gritando con emoción.
«¡Han abierto las puertas y los alemanes del Este están cruzando! ¡Cientos de ellos avanzan en tropel! ¡Qué digo cientos …! ¡Miles! ¡Este día pasará a la historia! ¡Ha caído el Muro de Berlín!»
Cam quitó el sonido.
—Quién lo habría dicho …
Tedder sostuvo la copa en alto para brindar.
—El fin del comunismo.
—Para lo que hemos estado trabajando todos estos años —dijo Cam.
Tedder sacudió la cabeza con escepticismo.
—Todo lo que hemos hecho no ha servido de nada. A pesar de nuestros esfuerzos, en Vietnam, en Cuba y en Nicaragua venció el comunismo. Y mira otros países en los que hemos intentado evitarlo: Irán, Guatemala, Chile, Camboya, Laos … Ninguno de ellos confía mucho en nosotros. La Europa del Este, en cambio, está abandonando el régimen comunista sin que intervengamos.
—De todos modos deberíamos pensar en la forma de atribuirnos el mérito, o por lo menos de que se lo atribuya el presidente.
—Bush lleva menos de un año en el poder y aún no ha entrado en materia —repuso Tim—. No puede decir que esto sea obra suya. En todo caso, si ha hecho algo es intentar retrasarlo.
—¿Pues de Reagan, tal vez? —musitó Cam.
—Pon los pies en la tierra —dijo Tedder—. Esto no ha sido cosa de Reagan, ha sido cosa de Gorbachov. Han sido él y el precio del crudo. Y que en realidad el comunismo nunca ha funcionado.
—Y la Guerra de las Galaxias ¿qué?
—Un sistema de defensa que nunca habría pasado de ser ciencia ficción, como todo el mundo sabe, incluidos los soviéticos.
—Pero Reagan dio aquel discurso: «Señor Gorbachov, derribe el Muro». ¿Te acuerdas?
—Sí que me acuerdo. Pero ¿piensas decirle a la gente que el comunismo se ha venido abajo por un discurso de Reagan? No lo creerán.
—Seguro que sí —repuso Cam.
La primera persona a quien vio Rebecca fue a su padre, un hombre alto con el pelo rubio cada vez más ralo y una corbata bien anudada que asomaba por el cuello en pico de su abrigo. Había envejecido.
—¡Mira! —le gritó a Walli—. ¡Es papá!
En el rostro de Walli se dibujó una sonrisa de oreja a oreja.
—Sí que es él —dijo—. No creía que fuéramos a encontrarnos entre tanta gente.
Rodeó los hombros de Rebecca con un brazo y juntos empujaron para abrirse paso entre la aglomeración. Helmut y Alice los siguieron de cerca.
Era frustrante lo mucho que costaba avanzar. La gente estaba muy apretada, y todo el mundo bailaba, saltaba de alegría y se abrazaba a desconocidos.
Rebecca vio a su madre al lado de su padre, y luego a Lili y a Karolin.
—Ellos aún no nos han visto —le dijo a Walli—. ¡Mueve los brazos!
Gritar no tenía ningún sentido, era lo que hacía todo el mundo.
—Esto es la mayor fiesta popular de todos los tiempos.
Una mujer con el pelo lleno de rulos chocó contra Rebecca, y habría caído al suelo de no ser porque Walli la sostuvo.
Por fin los dos grupos se reunieron. Rebecca se arrojó a los brazos de su padre y notó el contacto de sus labios en la frente. Ese beso conocido, el roce de la barba incipiente de su mentón y el suave aroma de su loción para después del afeitado llenaron su corazón a rebosar.
Walli abrazó a su madre, y luego a su padre. Rebecca no veía nada a causa de las lágrimas. Abrazaron también a Lili y a Karolin. Luego Karolin le dio un beso a Alice.
—No creía que volvería a verte tan pronto —dijo—. No sabía si volvería a verte algún día.
Rebecca observó a su hermano cuando saludaba a Karolin; Walli le cogió las dos manos, y ambos se sonrieron.
—Me alegro de volver a verte, Karolin —dijo sencillamente—. Me alegro mucho.
—Yo también —respondió ella.
Allí mismo formaron un círculo abrazados por los hombros, en plena calle, en plena noche, en pleno centro de Europa.
—Aquí estamos —dijo Carla contemplando el círculo que formaba su familia, sonriente y feliz—. Otra vez juntos, por fin. Después de todo este tiempo. —Hizo una pausa y volvió a decirlo—: Después de todo este tiempo.