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Eran una familia extraña, reflexionó Maria echando un vistazo a su alrededor en el salón de la casa de Jacky Jakes unos segundos antes de medianoche.

Allí se encontraba la propia Jacky, la suegra de Maria, con ochenta y nueve años y más batalladora que nunca.

Y también George, con el pelo blanco ya a sus setenta y dos años, y con quien llevaba casada los últimos doce. Maria se había vestido de novia por primera vez siendo una sexagenaria, cosa que la habría avergonzado de no haberse sentido tan feliz.

Y estaba la ex de George, Verena, sin duda la mujer de sesenta y nueve años más hermosa de todo Estados Unidos. Y su segundo marido, Lee Montgomery.

Y el hijo de George y Verena, Jack, un abogado de veintisiete años, acompañado de su mujer y de su preciosa hijita de cinco años, Marga.

Todos estaban atentos al televisor, donde se emitía un programa desde un parque de Chicago en el que se habían reunido doscientas cuarenta mil personas exultantes de alegría.

Sobre el escenario había una familia: un padre apuesto, una madre atractiva y dos preciosas niñas. Era la noche electoral y había ganado Barack Obama.

Michelle Obama y sus hijas bajaron del escenario y el presidente electo se acercó al micrófono.

«Hola, Chicago», dijo.

—Silencio todo el mundo —pidió Jacky, la matriarca de la familia Jakes—. Escuchad.

Y subió el volumen del televisor.

Obama llevaba un traje gris oscuro y una corbata de color burdeos.

Detrás de él, ondeando en una suave brisa, había más banderas estadounidenses de las que Maria podía contar.

«Si queda alguien que todavía duda de que Estados Unidos es un lugar donde todo es posible —dijo Obama con voz tranquila, haciendo una breve pausa tras cada frase—, que todavía se pregunta si el sueño de nuestros fundadores pervive en nuestros tiempos, que todavía cuestiona la fuerza de nuestra democracia … Esta noche les habéis dado una respuesta.»

La pequeña Marga se acercó a Maria, que estaba sentada en el sofá.

—Abuela Maria … —dijo.

La mujer aupó a la niña y la sentó en su regazo.

—Silencio ahora, cariño, que todo el mundo quiere escuchar al nuevo presidente.

«Es la respuesta de jóvenes y ancianos, de ricos y pobres, de demócratas y republicanos, de negros, blancos, hispanos, asiáticos, nativos americanos, homosexuales, heterosexuales, discapacitados y no discapacitados … De estadounidenses que envían al mundo el mensaje de que nunca hemos sido únicamente una colección de individuos, o una colección de estados rojos y estados azules. Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América.»

—Abuela Maria —insistió Marga hablando en un susurro—. Mira al abuelo.

Maria se volvió hacia su marido. George estaba mirando el televisor, pero tenía el rostro oscuro y arrugado cubierto de lágrimas, que se secaba con un enorme pañuelo blanco. Sin embargo, en cuanto se las enjugaba volvían a brotar.

—¿Por qué llora el abuelo? —preguntó Marga.

Maria sabía por qué. Lloraba por Bobby y por Martin y por Jack. Por cuatro niñas de una escuela dominical. Por Medgar Evers. Por quienes habían luchado por la libertad, vivos y muertos.

—¿Por qué? —repitió Marga.

—Cariño, es una larga historia —contestó Maria.