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Continuaban en la cocina, Remedios aún mantenía el rostro escondido tras las manos. Nunca fue una mujer de carácter firme como su propia madre, y la escasa garra que algún día tuvo se le desaguó después de morir Jesusito, la cuarta criatura que le nació viva, aquel niño que llegó al mundo con la cabeza hinchada y una maraña de venas donde debería haber pelo, y que apenas cumplió los cinco meses completos. Dieciséis años habían pasado desde que sepultaran su cuerpecito envuelto en una sábana y ni un día a partir de entonces había dejado Remedios de suspirar por él, a pesar de que en su breve existir la pobre criatura sólo fue capaz de darle sinsabores. El llanto punzante a todas horas, los vómitos explosivos y las convulsiones, los ojos que nunca abría, el rechazo a mamar: todo eso se le había quedado a la pobre mujer tan aferrado a las entrañas que jamás logró ser la misma cuando la vida la empujó a vivir sin él, sin el varón que tanto había ansiado en todas sus preñeces, el hombrecito entre tanta fémina que nunca llegó a ser.

Sus hijas la contemplaban ahora en silencio mientras de la garganta seca le seguía saliendo a borbotones una montonera de condenas y reniegos.

—Maldito sea el momento en que Mama Pepa decidió morirse y dejarnos sin un techo debajo del que vivir, maldito sea el día en que a vuestro padre se le ocurrió sentar la cabeza después de tantos años siendo un veleta, maldita sea mi estampa por pedirle ayuda, por hacerle caso…

Seguir las órdenes de Emilio y arrastrar con ella a sus hijas desde Málaga le había supuesto a Remedios un tortuoso viacrucis plagado de amargas peleas, desplantes, sollozos y gritos. Victoria, la mayor, jaleada por el sinvergüenza del joven con el que andaba en amoríos, juró que antes se echaba a la mala vida que irse a Nueva York. Mona, la segunda, a fin de tener una excusa con la que poder quedarse, se buscó en el paseo del Limonar una casa buena para servir como criada con derecho a habitación. Y Luz, la más chica, pasó semanas enteras hipando por los rincones. Las broncas fueron monumentales y se oyeron por medio barrio de La Trinidad; tuvieron que intervenir los vecinos del corralón en que vivían, la familia próxima y la lejana, la madre de rodillas ante la imagen del Cautivo en la iglesia medio arrasada desde el 31 y —en última instancia— hasta una pareja de la Guardia Civil. Alertados por un vecino de peso de un potencial acto de desacato a la autoridad paterna, un par de agentes uniformados no las perdió de vista hasta tenerlas a bordo del buque Manuel Arnús en su escala malagueña entre Barcelona y el Nuevo Mundo, puestas a recaudo del capitán médico de la tripulación.

Flacas, desmejoradas, ateridas por el frío, con los estómagos encogidos y la sensación de tener la boca llena de estopa; así se adentraron las hermanas Arenas en Nueva York una heladora mañana de enero. Once días consolándose unas a otras entre náuseas, vómitos y lágrimas les costó llegar: semana y media de travesía diabólica con humildes pasajes para literas de entrepuente hasta desembarcar en el muelle 8 del East River; hacía ya unos años que ni siquiera los recién llegados en las clases más inferiores necesitaban pasar por la isla de Ellis en busca de una autorización para pisar el país.

La entrada en el grandioso puerto no las dejó impasibles, naturalmente. Difícil no conmoverse al pasar junto a la gigantesca estatua verdosa y flotante de aquella extraña señora con corona de siete puntas y una antorcha en la mano aunque ellas no supieran que representaba la libertad iluminando al mundo; imposible no maravillarse al ir viendo cada vez más cerca los rascacielos amontonados en el horizonte o al vislumbrar los gigantescos puentes suspendidos, los buques que entraban y salían deslizándose armoniosos sobre el agua gris, los imponentes trasatlánticos italianos, franceses, ingleses, noruegos, americanos. Cómo no volver las cabezas, los ojos y los oídos hacia las barcazas carboneras y los remolcadores que silbaban con un estruendo que parecía sonar jubiloso aunque se tratara de meros llamamientos a la cautela, cómo no devolver el saludo a las gentes apelotonadas sobre las cubiertas de los ferry-boats, que agitaban pañuelos y sombreros para dar la bienvenida a los recién llegados tan sólo porque sí, porque ellos mismos, o sus padres, o sus abuelos, accedieron a aquel mundo de esa misma manera.

Nueva York las deslumbró, naturalmente, aunque hicieron lo posible para fingir que todo aquello no les llamaba en absoluto la atención: mientras el vapor avanzaba hacia su correspondiente muelle, aferradas a la barandilla con las mejillas arreboladas por el aire cortante, las tres jóvenes simularon no sentirse anonadadas por la apabullante efervescencia de todo lo que percibían. Como si no las impresionara irse acercando a las terminales de las compañías navieras con sus banderas de colores y sus lucidos carteles, ni a los almacenes que recibían mercancías de todos los puertos del globo, ni a los edificios cada vez más colosales conforme se aproximaban.

Ay mi madre, musitó Luz bajando la guardia momentáneamente. Victoria entrelazó entonces los brazos con los de sus hermanas, como si creyera que agarradas podrían transmitirse el coraje y los arrestos necesarios para no sucumbir al abrumador escenario que las rodeaba. Se apretaron fuerte, buscando refugio entre ellas. Virgen santa, musitó Mona entre dientes. Pero se recompusieron, y disfrazaron sus miedos y sus inseguridades, y ni las sirenas, ni los gritos del gentío, ni el rugido ensordecedor de los motores las hizo deponer su fachada desafiante una vez que atracó el barco. Aguantaron el tipo ante la nieve que caía a ratos aquel día helador de principios de enero, algo que ellas, junto a su soleado Mediterráneo, no habían visto jamás. Nos han traído a la fuerza, nos importa un pimiento esta maldita ciudad, venían a decir con su actitud. Y a la primera que podamos, a la menor oportunidad que se nos presente por delante, por el medio que sea y en compañía del mismísimo Satanás si hiciera falta, nos volvemos. Y así, ocultando su embobamiento tras una actitud de fieras acorraladas, descendieron del vapor de la Trasatlántica una tras otra, en orden de edad. Ni siquiera claudicaron ante los rostros severos de los agentes de inmigración.

Ese afán por demostrar su desapego permaneció prácticamente inalterado con el transcurso de los días. Emilio había alquilado un apartamento de dos habitaciones en el último piso de un edificio de ladrillo rojo en la esquina entre la Catorce y la Séptima avenida: un humilde hogar temporal con pocos metros y poca luz que, con todo, superaba el confort del corralón en el que ellas se habían criado. Al menos tenía cuatro bombillas eléctricas, agua corriente y un diminuto cuarto de baño propio; un tanto precario pero privado al fin y al cabo, para evitarles tener que salir cada dos por tres a compartir retrete con los vecinos. Pero ni por ésas: desde el día de la llegada, entre las paredes que las cobijaron hubo de todo menos paz. A diario, como una noria imparable, de las caras largas pasaban a las voces altas, de las voces altas al llanto y del llanto a las peleas, los reproches y las amenazas. Y vuelta a empezar.

Alternativamente y con lengua punzante, lo mismo acusaban de su desgracia al padre Emilio que a la madre Remedios, a la difunta abuela Mama Pepa, al vecino que convocó a la Guardia Civil, al malasombra del médico del barco o a la odiosa ciudad que las acogía: lo mismo les daba un culpable que otro, tan sólo necesitaban un objetivo contra el que disparar su rabia. Me voy a tragar un buche de matarratas a ver si me muero, decía cualquiera de ellas. Me voy a fugar con un marinero para que me lleve de vuelta, soltaba otra. Me voy a tirar a la vía del tren.

Incapaz de imponer la menor autoridad sobre aquellas borrascosas veinteañeras, la tarea de ejercer como padre se tornó tan ingrata para Emilio que, tras apenas diez días de vida en común, optó por regresar a su camastro en el almacén de El Capitán. Lo hizo con ojo, no obstante, y de conformidad con su mujer; dejándolas sin un solo centavo y con el aprovisionamiento mínimo para que no pudieran subsistir más de tres o cuatro jornadas sin necesitar de él. Cuando se les acabó el café o faltó el jabón, no tuvieron más remedio que dejarse caer por la vieja casa de comidas en la que el padre y la madre seguían faenando sin más ayuda que sus cuatro manos.

El local estaba casi a oscuras, sólo entraba la luz del día desde la puerta abierta. Ella fregaba las ollas, él raspaba la superficie de una mesa al fondo cuando las oyó llegar. Pararon ambos, Emilio se incorporó despacio, el maldito dolor de espalda no le daba un respiro.

—¿Necesitáis perras? —preguntó a voz en grito a las siluetas plantadas en la entrada.

Ninguna contestó ni cambió el gesto, como si estuvieran oliendo vinagre.

—Os las tendréis que ganar entonces, la ayuda nos vendrá bien.

Las tres permanecían hombro con hombro sin despegar los labios, formando una especie de muro de contención. Remedios, en la retaguardia, se mantenía en silencio.

—Si seguimos trabajando nosotros dos solos, tardaremos en abrir —prosiguió Emilio—. En cambio, si me echáis una mano, en una semana podemos empezar a servir a la clientela. Este negocio también es vuestro, tenedlo claro. Y cuanto más ganemos con él, antes podremos todos volver.

Volver. Al oír la palabra, algo se les resquebrajó en su coraza. Volver, las seis letras que eran el motor de la colonia entera, el carbón que les llenaba las calderas del alma y les permitía seguir trabajando sin tregua para ahorrar lo suficiente y cumplir el sueño ansiado.

Mona, en el centro del trío, les clavó a sus hermanas los codos en los riñones, y con ese brevísimo movimiento, sin necesidad de más, cómplices como siempre, las tres se entendieron. Aun a regañadientes, sabían que no tenían otra salvo ceder.