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La funeraria era el último establecimiento, la habían dejado adrede para el final de la mañana anticipando que sería la más lúgubre de las visitas. Y la más gravosa también: alguien les había dicho que La Nacional, la Sociedad Española de Beneficencia a la que el padre pertenecía, cubriría los gastos básicos del entierro como afiliado que era, pero lo que el día anterior vieron se les antojó desbordado, ostentosamente excesivo.

—El ataúd parecía como de un ministro —susurró Luz.

—Y las peanas doradas —añadió Victoria—, y todas esas velas y adornos, y la corona en nuestro nombre con tantísimos claveles.

—Y los coches, esos pedazos de coches en los que nos llevaron…

Desconocían quién se había encargado de organizar todo eso: suponían que algún vecino dispuesto a evitarles el mal rato, quizá un antiguo compañero de trabajo del padre de los que llegaron a darle el último adiós desde Cherry Street. Ignorancia aparte, lo que sí tenían era la certeza de que todo aquello habría costado un dineral.

Recorrieron la acera sur de la Catorce agarradas del brazo, atravesadas en línea, entorpeciendo sin importarles un pimiento el paso de los transeúntes que se veían obligados a esquivar la barrera que conformaban. Estaban a punto de llegar a El Capitán cuando cruzaron de nuevo al otro lado. Se les había puesto un nudo en la garganta, preferían no pasar por delante de la fachada.

La funeraria Hernández se encontraba prácticamente enfrente, casi vecina del Centro Asturiano. Empujaron la puerta cautelosas, entraron medio de puntillas con el estómago encogido. Como si hubieran atravesado un túnel, nada más pisar el establecimiento las envolvió el silencio, la semipenumbra y un olor raro, como a desinfectante mezclado con tristeza.

Permanecieron cohibidas unos segundos, rodeadas por unos pedestales con jarrones de alabastro. De las paredes colgaban estantes con velas y crucifijos, las baldosas del suelo brillaban impolutas. En una reacción inconsciente, Victoria se apretó contra Mona y Mona se estrujó contra Luz: la necesidad de cercanía física les surgió espontánea, como si así, piel con piel, pudieran soportar mejor lo tétrico del momento. Hasta que por fin oyeron pasos.

El chico que surgió tras la cortina del fondo llevaba un trapo sucio en la mano, probablemente estaba limpiando algo cuando las oyó entrar. Al verlas apretadas como una piña con tres cabezas, se quedó sin palabras y el trapo se le cayó a los pies. Ellas, siempre tan rápidas de lengua, en esta ocasión tampoco supieron qué decir.

Tenía los ojos saltones y el pelo castaño y rizado, los bajos del pantalón le quedaban más cortos de la cuenta y dejaban al aire un par de tobillos flacos como mondadientes. Lo conocían de vista, de pasada: hartas estaban de cruzárselo por el barrio como un vecino más.

—¡Ya… ya… ya están aquí!

Apenas unos segundos tardó en salir un hombre idéntico al muchacho, sólo que con veinticinco años más, una corbata al cuello y algo menos de pelo. Aunque ellas no lograban recordarlos con claridad, ambos habían estado en el apartamento organizando la entrada de la caja, y dispusieron un gran ropón de terciopelo negro sobre un tablero para que la depositaran encima, y colocaron la corona de claveles, y prendieron los cirios, y empujaron las escasas sillas contra la pared.

—Venimos a… a arreglar lo de… lo de…

Victoria se esforzó por encontrar las palabras, el dueño del negocio no la dejó acabar.

—Fidel Hernández, de Ponce, Puerto Rico. Siempre al servicio de la comunidad.

Tenía la voz cuchicheante y acento del Caribe, les fue estrechando la mano una a una.

—Les ruego que me acompañen a mi despacho, por favor.

Mientras les indicaba el paso a una estancia adjunta, lanzó una mirada punzante al hijo. Tú a lo tuyo, vino a decirle. Pero el chico no se movió, quizá ni siquiera procesó la orden, tan ensimismado como estaba con estas tres bellezas dolientes que acababan de entrar en su tétrico negocio para alegrarle mínimamente el día, si es que algún día podía ser alegre en ese local.

—Tomen asiento, señoritas; están en su casa.

Las aguardaban tres sillas en línea frente a la mesa, obedecieron cohibidas pero tan sólo se apoyaron en el borde, sin acomodarse, recelosas ante tanta deferencia.

—Expresen por favor mis más profundos respetos a su señora mamá —prosiguió el hombre mientras él ocupaba su lugar al otro lado del escritorio—. Quise hacerlo yo mismo en su momento, pero entendí que la señora no se encontraba en la más óptima condición.

Continuó entonces con una perorata sobre la vida y la muerte, los que se quedaban y los que se iban; seguramente la soltaba a modo de prolegómeno a todos los deudos que pasaban por allí a ajustar cuentas. Ellas lo escucharon manteniendo la espalda recta y las manos en el regazo con los dedos entrelazados, como si fueran las culpables de un crimen tortuoso a la espera de sentencia.

—Confío en que todo el sepelio fuera de su agrado —dijo a continuación—. En esta casa siempre nos esforzamos…

Hasta que Mona, harta, decidió agarrar el toro por los cuernos. Total, el susto iba a ser el mismo antes o después de tanta palabrería.

—¿Cuánto?

El tal Hernández apretó el entrecejo.

—¿Perdón?

La mediana de las Arenas reformuló la cuestión rápida como una navaja barbera:

—Que cuánto se debe y qué condiciones nos da para pagárselo.

Al comprender, a Hernández se le extendió por la boca una sonrisa entre paternalista y ufana.

—Me complace informarles, señoritas, de que el importe ha sido ya debidamente cubierto en su totalidad.

Ni tres gatas apedreadas habrían saltado con tanta viveza.

—¿Cómo diceee…?

—Pero ¿está usted locooo?

—Pero ¿cómo, cómo, cómo… pero cómo que…?

Abrió entonces el hombre con mucha calma una carpeta de cuero, extrajo un folio y lo hizo resbalar sobre la superficie pulida de la mesa con meditada lentitud. Las tres avanzaron los torsos y las cabezas como movidas por un resorte. Se trataba de una factura, por fortuna detallada en español. En una breve lista se desglosaban a la izquierda los distintos servicios prestados. A la derecha, en una columna pareja, los costes: más de cien dólares que casi les cortaron la respiración. Al pie del documento, justo al lado de la cantidad total, figuraba un sello estampado en tinta roja. Vistoso, rotundo. En mayúsculas; inequívoco a pesar del inglés. PAID IN FULL. Pagado al completo. Entero. Todo.

Las preguntas embarulladas de las hermanas llenaron de estrépito la habitación: ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué?

—Acá queda indicado expresamente —aclaró Hernández señalando una línea de la factura con la uña del meñique.

Compañía Trasatlántica Española. New York Agency. Eso fue lo que ellas —despacio, porque ninguna tenía bien cultivado el arte de la lectura— consiguieron entender.

—Su señor padre, don Emilio, tenía el seguro de entierro básico incluido en la cuota que todos los meses pagaba a La Nacional; como habrán comprobado, no obstante, los variados detalles del sepelio de ayer superaban con mucho la categoría más elemental que le habría correspondido en su situación. De un entierro de tercera, digamos, habríamos pasado a uno de calidad Super A.

Volvieron a estallar en un rebujo de preguntas atropelladas: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿quién?

—El agente de la naviera ha satisfecho la integridad de los gastos hoy mismo a primera hora —ratificó el propietario sin molestarse en disimular un patente tono de orgullo. No siempre recibía uno en su negocio al responsable de los vapores que enlazaban Nueva York con los puertos españoles y algunos americanos, esos buques con los que soñaba la colonia entera porque llegaban siempre cargados de gentes, noticias, anhelos y mercaderías.

—Pero… pero… pero…

Seguían sin atinar con las palabras, y cuanto más desconcertadas y más confusas se mostraban las hijas del protagonista de aquel sepelio de lujo, mayor parecía el regocijo íntimo del funerario.

—De haberse tratado de unas exequias comunes, lo habríamos enterrado en una parcela colectiva y grabado su nombre al final de una lista de infortunados compatriotas, no habría habido despliegue de detalles estéticos y ustedes tendrían que haber acompañado al féretro en el coche de algún vecino. Recordarán en cambio que el trato y los aditamentos fueron muy distintos y podrán comprobar asimismo que esta factura incluye una lápida de mármol individual de primera calidad pendiente aún de encargo; estoy a la espera de que ustedes me detallen los datos del finado y elijan los ornamentos.

No tenían ni la más remota idea de lo que significaba la palabra ornamento, ni se imaginaban que, al mencionar al finado, el propietario del negocio se estaba refiriendo a su pobre padre sepultado bajo el barro. Lo único que ansiaban era que les recalcara otra vez esto de que todo estaba pagado y salir de allí corriendo. Abandonar el local de olor mareante y perder de vista a ese hombre de maneras repolludas y ojos de besugo. Huir.

—Ha sido usted muy amable encargándose de todo, señor —dijo finalmente la candorosa Luz—. Si… si algún día nosotras podemos servirle de algo, si quiere usted pasarse por nuestra casa de comidas, estaremos gustosas de convidarle…

Una patada de Mona por debajo de la mesa la paró en seco. Calla, insensata, venía a decirle. Vamos a digerir esto primero, olvídate de momento de tanta cortesía. Y no por desconfianza: el funerario sin duda no pretendía engañarlas, pero ellas no estaban acostumbradas a que nadie las tratara con deferencia y estima, y aquella situación las abrumaba. Aunque quizá era hora de dejar de lado las suspicacias, pensó, tal vez Luz tuviera razón al brindarle al tal Hernández una modesta invitación en correspondencia a su amabilidad.

—Cuando usted guste, ya sabe dónde estamos —añadió venciendo sus reticencias y forzando algo parecido a una sonrisa—. Cualquier día, cuando a usted le venga mejor.

Se despidieron finalmente del puertorriqueño con su catálogo de adornos siniestros tras haber elegido al tuntún, y salieron disimulando la mezcla agitada de turbación y euforia que llevaban dentro.

El hijo las contempló embobado desde la semioscuridad de la trastienda, con la boca medio abierta y el trapo mugriento en la mano.