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Apretaron el paso mientras se iban quitando una a otra la palabra, gesticulaban y entremezclaban a gritos sus conjeturas y pareceres. Tan ensimismadas caminaban, tan reconcentradas en lo suyo, que apenas notaron las miradas y los comentarios que a su paso surgían de tanto en tanto. Ahí van las muchachas del desgraciado de Emilio Arenas, qué lástima. Ahí van, pobres criaturas, las hijas del Capitán.

Entraron en su edificio en pelotón, subieron apresuradas de dos en dos los escalones; cuando alcanzaron el último tramo encontraron a Remedios esperándolas en el descansillo, aferrada a la baranda con la puerta del apartamento abierta a su espalda.

—¡No sabe usted, madre, lo que nos acaba de pasar!

—¡Chsss!

Se la veía agitada, nerviosa; las obligó a entrar con gesto apremiante sin parar de ordenarles que se callaran. Ellas ansiaban soltarle la gran noticia de la mañana; de todo lo demás —la oferta de la lavandería, las deudas de Casa Moneo, el trabajo que Mona había aceptado— ya casi ni se acordaban. El entierro pagado de cabo a rabo, el coche fúnebre y la lápida… eso era lo único que les importaba.

—¡No va a creerse usted lo que nos han dicho!

—¡Que os calléis!

—¡De piedra se va a quedar cuando se lo contemos, madre!

Ante la escasa obediencia de sus hijas, hasta acabó repartiendo manotazos sin tino, para que cerraran el pico de una vez.

—Hemos tenido visita —logró decir al fin con voz estremecida.

Estaban en mitad del pasillo, taponando el espacio con sus cuatro presencias. Casi a oscuras, porque la luz del mediodía nunca llegaba hasta allí.

A empujones, las forzó a adelantarse hasta la cocina y les señaló la mesa con un respeto de Viernes Santo. Sobre ésta, ordenados con pulcritud milimétrica, había cuatro sobres y dos tarjetas de visita.

—El entierro está pagado: si es ésa la gran noticia que queréis contarme con tanta prisa, ni os molestéis porque ya me lo sé. Pero no es la única novedad.

Tomó aire con ansia, lo expulsó por la boca.

—Nos han dado unas buenas perras. Y cuatro pasajes… —La voz se le quebraba, respiró hondo acopiando fuerzas a fin de llegar hasta el final—. Cuatro pasajes en primera clase. Para volver.

El grito de las hijas hizo temblar las paredes. Después se abrazaron, dieron botes aferradas entre ellas, patearon el suelo con furia, chillaron otra vez, Mona se rió a carcajadas, Luz agarró el rostro de su madre entre las manos y se la comió a besos. El estruendo se escapó por las ventanas que nunca encajaban del todo, se extendió por el patio trasero y por el hueco de la escalera; los vecinos estarían haciéndose cruces sin entender semejante jolgorio en una casa donde todo debería ser duelo y amargura; a la señora Milagros le faltaban segundos para aporrear el techo con toda la fuerza del palo de su escoba. Cómo iba a saber ninguno de ellos que allí, enfrente, sobre la burda mesa de la cocina, dentro de una serie de elegantes sobres alargados, estaba la causa de su monumental estallido de felicidad.

Igual las chicas se cruzaron por la calle con ellos sin saberlo, lo mismo llegaron mientras ellas estaban en la lavandería de los Irigaray o hablando con doña Carmen en el almacén de Casa Moneo rodeadas por sacos de legumbres. El caso era que, en algún momento impreciso de la mañana, dos señores habían entrado en su portal, habían subido los cuatro pisos pertinentes y habían llamado a la puerta con un respetuoso toc, toc, toc que Remedios —acobardada— tardó en responder. Uno vestía de calle con corbata a rayas y elegante terno gris. El otro, de uniforme: chaqueta cruzada azul marino, galones dorados en las hombreras y bocamangas, gorra de plato en la mano. Ambos rondarían los cuarenta y pocos, empezaban a peinar canas y se comportaban con la más exquisita corrección.

Primero habló el que iba de paisano.

—Antes de nada, señora, sepa que la acompañamos en lo más profundo de su sentimiento. Permítame presentarme, si lo tiene a bien. Mi nombre es Santiago Lemos y soy el agente y máximo responsable de la Compañía Trasatlántica Española en su delegación de Nueva York.

Remedios, que para entonces seguía asustada como un conejo y sin abrir del todo la puerta, observaba sendas mitades de los dos varones a través de la estrecha abertura que le permitía la cadena aún echada.

—Me acompaña don Enrique Arnaldos, capitán del vapor Marqués de Comillas —prosiguió el recién llegado—, bajo cuya carga tuvo la desgracia de perecer su infortunado esposo.

El del uniforme agachó entonces el mentón con un gesto sobrio, casi militar.

Transcurrieron unos instantes de silencio por ambas partes: los hombres aún en el descansillo a la espera de una reacción y ella incapaz de superar el desconcierto. Lemos introdujo entonces su tarjeta por el resquicio abierto y Arnaldos le imitó con la suya propia unos segundos después. Remedios observó ambas detenidamente, tomándose su tiempo. En realidad, lo que su analfabetismo procesó no fueron más que unas cuantas ristras de letras incomprensibles. Pero los rectángulos de cartulina al menos le aseguraron que se trataba de gente decente. O eso prefirió pensar.

Por fin se atrevió a quitar despacio la cadena y, sin palabras de por medio, se echó un par de pasos atrás para permitirles acceder a la minúscula entrada del apartamento. Dudó luego hacia dónde dirigirlos. En el cuarto del fondo aún quedaban restos del velatorio y el catre plegable donde dormía Luz, esa mañana no había tenido ella cuerpo como para ponerse a limpiar. Tampoco la cocina le pareció el lugar adecuado para aquellos hombres mundanos de empaque y saber estar, con los botones de ancla dorados del oficial de la marina mercante y los gemelos en los puños del ejecutivo de una solvente compañía. Y aparte de un aseo impresentable y dos dormitorios minúsculos, en la casa no había más.

Mientras Remedios se decidía, los recién llegados disimulaban su incomodidad al verse entre esas paredes pardas llenas de desconchones, frente a una mujer huesuda y morena que sin duda había sido hermosa algún día y que ahora, relativamente joven aún, acusaba los estragos de la edad antes de tiempo. Sin haber cumplido aún los cuarenta y tres, Remedios ya había emprendido una rodada sin freno hacia la decadencia, ajada por el sol del sur, las escaseces y los sinsabores; por los embarazos que acabaron en buenos partos y los que se quedaron en el camino; por la muerte de Jesusito, el varón que tanto ansiaba y cuyo dolor llevaba aún clavado en el alma como un puñal; por la herencia genética de una larga cadena de ancestros mal alimentados y desposeídos.

A la vista de que la mujer era incapaz de conducirlos a ningún otro sitio, ahí mismo, encajonados en la entrada, con una bombilla pelada de luz amarillenta colgando sobre sus cabezas como única decoración, Lemos carraspeó, se ajustó el nudo de la corbata y arrancó.

—Mire usted, señora…

A continuación vino un monólogo en el que habló del accidente tan infausto como fortuito recién acontecido, de una probable imprudencia temeraria por parte del difunto Emilio Arenas, ausencia de negligencia por el lado de la compañía, exoneración de culpa, carencia de responsabilidad…

El marino permaneció mudo y Remedios no comprendió ni papa: demasiados conceptos abstractos, demasiadas palabras campanudas. Hasta que el hombre se echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y la verborrea impenetrable empezó a adquirir un contorno más preciso. Por fin la viuda vislumbró el sentido de todo aquello con un mínimo de nitidez.

—La Compañía Trasatlántica —anunció Lemos solemne—, como muestra de su mejor voluntad y a modo de compensación desinteresada, se encargó ayer de proporcionar el mejor de los sepelios y hoy ha cubierto gustosamente su importe completo, pero no sólo. Ahora, si nos lo permite, tiene a bien ofrecerles un generoso resarcimiento materializado en un efectivo de doscientos dólares por familiar dependiente para afrontar otros gastos sobrevenidos por el deceso, así como cuatro pasajes…

A partir de ahí, la infeliz de Remedios no fue capaz de seguirle: se echó a llorar con un desconsuelo tan amargo, tan desgarrador, que Lemos no tuvo más opción que ir bajando la voz hasta enmudecer.

Ay, Emilio, Emilio, Emilio, repetía en un murmullo mientras intentaba en vano secarse los ojos con el delantal. El agente de la naviera y el capitán del Marqués de Comillas, abochornados, concentraron las miradas en las puntas de sus respectivos zapatos. Como si en ellas pudieran encontrar una fórmula mágica para que el tiempo pasara volando y así escapar cuanto antes de aquel triste apartamento y aquella triste viuda.