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Sor Lito, sin embargo, las frenó antes de que las palabras les llegaran a las lenguas.

—Tranquilas, mis niñas, no nos reímos de ustedes: son sólo las nostalgias de un par de viejas. Centrémonos en el asunto, a ver qué podemos sacar en limpio.

Nacida en un burdel del infame vecindario de Five Points, hija de una prostituta canaria y del órgano reproductor de un cliente cualquiera que una noche imprecisa pagó unos centavos por aliviarse dentro de ella sobre un mugriento jergón: ése era el origen de sor Lito. La carga genética que aquel macho anónimo le dejó a la niña apuntaba sin duda hacia alguien más bien achaparrado, mediterráneo y rápido de entendederas. Un napolitano, un macedonio, un portugués del sur, un corso, tal vez un libanés o un turco, quién sabe si algún español. Un inmigrante sin nombre, en cualquier caso: uno más entre las decenas de miles de almas que a finales de la década de los ochenta del siglo XIX pululaban por el Downtown de Manhattan. Consuelo, el nombre, fue lo único que heredó la criatura de su madre, y Lito el diminutivo con el que creció: nadie por allí era capaz de retener el dulce diminutivo intermedio de Consuelito; demasiado largo para ese universo lleno de bullicio y prisa.

Fue cumpliendo años en la absoluta sordidez de aquella zona abarrotada de brutalidad e inmundicia en la que, a veces distribuidos por áreas y a veces amalgamados en completa cercanía, lo mismo habitaban negros libres que cuerpos procedentes de la famélica Irlanda, de la China indescifrable, del paupérrimo sur de Italia o de tristes enclaves del este de Europa donde se hablaba yiddish y se adoraba a Yahvé. Desde los seis años cargó Lito cubos de agua hasta el tercer piso de un tenement al borde del colapso de Mulberry Bend donde, en una asfixiante subdivisión del espacio, madre e hija vivían arracimadas junto con otras diez o doce mujeres de vida tortuosa. Bajo la batuta de la pareja de canallas húngaros que las envilecía con un dominio férreo, con aquella agua medio sucia igual fregaba suelos y cacharros que lavaba las toallas acartonadas, las bragas de las putas o los recios echarpes de lana con los que combatían el helor del invierno. A los ocho años era la encargada de pelar patatas y de ratear por la calle lo que pudiera para preparar la gran olla de guiso insulso con el que se alimentaban todas las inquilinas. Parte de su cometido por entonces era también airear a diario las sábanas de cada cama después de seis o siete coyundas: a primera hora de la mañana, hacia las tres de la tarde y sobre las nueve de la noche, que el fornicio en aquella morada no entendía de horarios ni fiestas de guardar.

Acababa de cumplir los once cuando la forzaron a abrirse de piernas por primera vez: a la muerte de la tinerfeña que le dio la vida y al reclamo de un cerdo cualquiera que babeaba con las jovencitas a medio desarrollar, la obligaron a ocupar el camastro que su madre había acabado dejando libre la noche en que la asfixió un borracho polaco que luego se largó sin pagar siquiera. A partir de ahí, Lito paró de crecer. Tres años más tarde, un mediodía en que logró salir en busca de un remedio para un doloroso absceso que le mortificaba las encías, en la cola frente al mostrador del decrépito druggist del vecindario se topó con unas presencias grotescamente insólitas en aquel cogollo depravado y descreído: dos religiosas católicas de hábito impoluto que hablaban entre sí en una lengua que a la joven le evocó tiempos perdidos.

A pesar de su indumentaria, las mujeres no iban en misión evangelizadora: eran conscientes de que poca parroquia nueva podrían granjear por aquel territorio. Su objetivo se limitaba a asistir a algunos grupúsculos de viejos originarios de la Península o de Dios sabe qué rincón de las Américas, pobres diablos varados entre dos mundos, sin amarre en aquel lado y sin un lugar al que volver en ningún otro sitio. Y como la encomienda apostólica de las Siervas de María radicaba en la caridad, allá acudían las religiosas de mes en mes para dar una vuelta a ese pequeño montón de desarraigados: a llevarles bicarbonato o a cortarles las uñas; a ofrecerles consuelo, limpiarles úlceras y escaras, y brindarles un rato de compañía, un poco de tabaco de Tampa, la señal de la cruz en la frente o media pastilla de jabón. Intentando comprar unas botellas de láudano estaban precisamente esa mañana, cuando una jovencita de aspecto entre famélico y astroso las sorprendió con una frase amorfa que sólo podría oírse en sitios como ése:

—You parlare, amica, lo español?

Para entonces, la pequeña Lito había desvirtuado la lengua que aprendió de su madre hasta convertirla en una jerga sin nombre en la que se entremezclaban palabras y expresiones de las más disparatadas procedencias. Pero las hermanas la entendieron a la primera y ella, arrastrada por los recuerdos casi desvanecidos, entabló una zarrapastrosa conversación. El adjetivo trastornadas se quedaría corto para etiquetar el efecto que causó en las pías mujeres cuando la oyeron narrar su día a día con la más pasmosa naturalidad en un discurso involuntariamente lleno de obscenidades y patadas a la gramática.

Vente con nosotras, niña, le murmuró atropellada al oído la religiosa de más edad. Hay que sacarte de aquí como sea. La palabra niña le removió a Lito las entrañas. Así la llamaba su madre con su dulce cadencia canaria: mi niña le decía siempre, de noche y de día. No había vuelto a oír aquellas dos sílabas juntas desde la madrugada en que a ella se la llevaron muerta escaleras abajo envuelta en una manta; nunca supo dónde acabó ese cuerpo baqueteado que un mal día abandonó su isla afortunada por seguir a un marinero mentiroso que le prometió amor al otro lado del mar y sólo le acabó dando tormentos, palizas y amarguras. Por eso, al oír ese simple niña en boca de la madre Corazón, una lágrima súbita empezó a recorrerle la mejilla.

No sabía quiénes eran esas dos mujeres: no sabía de dónde venían, ni por qué vestían tan estrambóticamente, ni adónde tendrían previsto llevarla, pero no se lo pensó. Miró rauda a izquierda y derecha en la tienda abarrotada y no vio a nadie sospechoso que pudiera rendir cuentas acerca de ella si a alguien le diera por preguntar. Salió a la calle emparedada entre los amplios hábitos blancos de las hermanas, con su pequeñez medio tapada por los pliegues de algodón. Allí las esperaba el achacoso carruaje que las monjas usaban para moverse por la ciudad. En tres pasos estuvo dentro, en cuatro minutos dejó Mulberry Bend, en cinco calles se alejaba por primera vez en su vida de Five Points. Nunca volvió.

Con ella se llevó tan sólo una estatura infantil a pesar de haber cumplido los catorce años, un cuerpo abusado hasta la depravación, y unas encías repletas de pus y sangre. Nada más, porque nada más tenía. Ni enseres, ni papeles que la identificaran, ni recuerdos de algo que no fuera su perpetuo malvivir. Sin saberlo, no obstante, la crudeza la había provisto también de un arsenal de capacidades que a la larga le resultaron enormemente útiles para plantar cara a los infortunios venideros contra viento y marea: un olfato infalible para detectar las miserias de la condición humana, un repudio férreo a los agravios y los atropellos, y una demoledora ironía a través de la que filtraba los juicios que le dictaba su intuitiva lucidez callejera.

Instalada entre las monjas de la calle Catorce, poco a poco se fue despojando de capas de rudeza, ignorancia e insolencia, se nutrió con comida rotunda y vasos de leche caliente, depuró su español y su inglés hasta llegar a leer y a escribir en ambas lenguas más que decentemente y hasta desarrolló un apetito lector tan imprevisto como voraz. A base de éter, tenazas y una cirugía tan milagrosa como navajera, el vecino doctor De Rosa le arregló compasivo la piorrea que le consumía la boca. Una comadrona del cercano French Hospital —después de hacerse cruces ante el horripilante espectáculo de desgarros e infecciones que contempló al examinarla— optó por olvidarse de las femeninas compresas de caléndula y de los ligeros lavados con aceite de árbol del té: lo que hizo fue mandarla de inmediato al hospital católico de St Vincent, donde la trataron a la brava, tal como habrían hecho con cualquier varón de pelo en pecho infectado hasta los tuétanos de gonorrea: a base de agresivas pastillas de mercurio e inyecciones diarias de arsénico y bismuto que a la joven le hacían ver las estrellas y que le intoxicaron irremediablemente el hígado, los riñones y los huesos sin que llegara a saberlo.

A lo largo de aquellos primeros tiempos, Lito también fue dando forma a algunas voluntarias decisiones de futuro que trazarían las coordenadas de su provenir. Su primera determinación fue que jamás consentiría que ningún hombre volviera a rozarle el cuerpo ni en cien años que viviera. La segunda, que entre mujeres había habitado siempre, y que ya no sabría hacerlo de otra manera que no fuera así. Sumando ambas resoluciones, tuvo claro el camino: decidió tomar los hábitos y unirse a la orden de las Siervas de María. Nadie le preguntó nunca si creía o dejaba de creer en Dios.

Desde un principio quedó patente, sin embargo, que jamás sería una religiosa al uso: se dormía en los maitines, fumaba como un trabajador de los remolcadores, plantaba cara hasta al lucero del alba, soltaba exabruptos cada dos por tres. Las componentes de la pequeña congregación perseguían por entonces un sueño compartido con los miembros más influyentes de la comunidad española residente en Nueva York; un sueño que ya tenía nombre aunque aún carecía del capital necesario para construirlo: el Sanatorio Hispano. Entre todos llevaban varios años recaudando fondos a través de donantes y actos benéficos, y las monjas pensaron que tal vez deberían empezar a prepararse para cuando por fin lograran ver el proyecto materializado. Así las cosas, ofrecieron a Lito un plan para encauzar a la levantisca novicia y conseguir en paralelo algo positivo para la comunidad. ¿Por qué no te preparas, hija, en la Escuela de Enfermeras del Bellevue? Ni majara que estuviera, fue la respuesta. Pero déjenme las tardes y las noches libres, y les prometo que les devolveré con creces el esfuerzo que han hecho por mí.

La madre Corazón hubo de pedir permiso al arzobispo Hayes, aquel descendiente de irlandeses paupérrimos que casualmente creció en el mismo tremendo vecindario de Five Points. Y el futuro cardenal consintió. Tras largos años de afrontar la vida con voluntad titánica, y aunque la viuda y las huérfanas de Emilio Arenas aún no lo supieran, sor Lito había acabado siendo la primera religiosa católica que se sentó en las aulas de la cercana Universidad de Nueva York.