Todo estaba listo en El Capitán para empezar a servir almuerzos a pesar de que Remedios y Victoria, ante la ausencia inesperada de Mona, se las habían tenido que arreglar con los restos más que justos que quedaban de días anteriores. Los peroles en la lumbre, las mesas montadas y la puerta semiabierta aguardaban a los primeros clientes; por lo común eran tres albañiles de Gijón recién bajados de los andamios del edificio que estaban levantando en la Octava avenida.
Contrariamente a la costumbre, sin embargo, no fue el trío de asturianos quien entró primero aquel mediodía, sino un varón solo que, a diferencia de los otros, no llevaba peto de faena ni boina proletaria. Y además llegó en auto: dentro se le quedó esperando otro tipo más joven, más retraído, como si su sitio fuera siempre la retaguardia.
Ninguna respondió al saludo del recién llegado. Victoria se detuvo con un brazo en alto, camino de colgar una sartén en su gancho; a Remedios se le paralizó la mano con la que estaba secando una fuente.
Fabrizio Mazza, el abogado italiano, avanzó con paso decidido hacia el mostrador que separaba comedor y cocina. Al igual que cuando las visitó en el apartamento, iba vestido con empaque y una vistosa corbata color violeta; al quitarse el sombrero, de nuevo mostró aquel pelo oscuro, ondulado, reluciente de brillantina. Sonrió al tenerlas delante, con más artificio que verdad.
—Sea lo que sea lo que haya cocinado hoy, signora Arenas, sepa que huele maravillosamente —dijo inclinando la cabeza en gesto de cortesía. A continuación dirigió la mirada hacia Victoria—. Aunque con un ángel de semejante belleza a su lado, è molto difficile que le falte inspiración…
Forzó una nueva sonrisa enseñando los dientes, pero ni la madre ni la hija lograron reaccionar: se limitaron a mirarlo, mudas y acobardadas, sosteniendo aún los cacharros entre las manos.
—Io voglio parlare —prosiguió él sin alterarse— acerca del mismo asunto que me llevó a visitarlas tras la muerte del signore Emilio, Dio benedica la sua anima.
Se santiguó entonces, y en eso tampoco lo imitaron. Ni siquiera movieron una pestaña, casi no se atrevían a respirar. Más allá de su pegajosa zalamería y su fingida piedad, madre e hija eran conscientes de que enfrente tenían al hombre que en teoría se ofreció para defender sus intereses y les ocultó que pretendía además llevarse la parte del león. El mismo que más tarde decidió acosar a sor Lito para que cesara de representarlas y, ante su negativa, mandó que la dejaran maltrecha.
Ante el férreo silencio, el italiano decidió cambiar de estrategia, no entretenerlas con más palabrería y plantear de otra manera el motivo de la visita. Que estaba harto de la cerrazón de la monja para negociar con él, les dijo, y por eso prefería discutir con ellas directamente. Que se estaban equivocando al confiar el caso a esa loca, que él se hallaba más al tanto de todo y mejor relacionado, que recapacitaran por favor. A modo de réplica tan sólo encontró una barrera infranqueable de silencio: ambas seguían paralizadas, calladas como tumbas.
Cada vez más incómodo frente la prolongada quietud de las mujeres, prosiguió exponiendo sus razones acelerándose por momentos, mencionando plazos y avances, cantidades, negociaciones y fechas; refiriéndose a las víctimas de otros percances similares, a indemnizaciones espléndidas y compensaciones poco menos que millonarias… Cuando se le terminaron los argumentos, el temple con el que había arrancado a hablar fue dando paso a un nerviosismo creciente.
—Porca vacca —escupió cargando sin ambages contra la religiosa—. Figlia di puttana…
Proseguía el italiano con sus improperios cuando Victoria, de reojo, se dio cuenta de que su madre había empezado a llorar, como siempre que las cosas la sobrepasaban. Lejos de contagiarla, lo que las lágrimas de Remedios consiguieron fue un efecto radicalmente distinto: una especie de angustia se le removió por dentro a la mayor de las hermanas. Se le abrieron las aletas de la nariz y comenzó a absorber aire cada vez con más fuerza. Hasta que no pudo más.
Ni siquiera se molestó en colgar en su sitio la sartén que aún sostenía; la lanzó sin más con furia sobre la encimera, sin importarle que se deslizara hasta el borde del poyete y se acabara estampando contra el suelo. Sólo cuando el local vacío se llenó del ruido estrepitoso del metal al chocar contra las baldosas, el italiano, desconcertado, interrumpió su matraca.
En medio del momentáneo silencio, el grito femenino le atravesó los tímpanos.
—¡Lárguese de aquí!
Remedios intentó retenerla agarrándole un brazo, ella se zafó brusca.
—Déjeme, madre —farfulló con voz rabiosa—. Déjeme.
Salió de la cocina y se plantó frente al abogado, a dos palmos de su cara, extendiendo un brazo hacia la salida.
—¡Márchese de esta casa, olvídenos!
Mazza intentó decir algo, incluso pareció querer apaciguarla con otra de sus hipócritas sonrisas. Lo más que consiguió esbozar en el rostro fue una mueca grotesca.
—Signorina, prego…
Pero Victoria, a esas alturas, estaba ya encendida como la mecha de un cartucho. Todos los sinsabores acumulados en los últimos meses, toda la tristeza y la nostalgia, la frustración por el desprecio del miserable de Salvador, por la lentitud con que las cosas se movían, por las manos abusonas del tío cerdo que le sobó sus partes, por la paupérrima marcha de El Capitán… Todo se conformó en una montonera de ira que acababa de empezar a arder.
—¡He dicho que a tomar viento! —chilló fuera de sí—. ¡A la puta calle, lárguese…!
Ya no había ninguna sonrisa condescendiente en la boca de Mazza: se le estaba agotando la paciencia, se le había olvidado que se había propuesto a sí mismo no dejar de mostrarse cordial. Con todo, no se movió. Hasta que ella, en reacción a su rigidez, le estampó sendos palmetazos en las solapas e intentó empujarle en dirección a la puerta mientras seguía soltando un chorro de improperios. Mal hombre, malasombra, hijo de perra, desgraciao…
Lo único que me faltaba, pareció pensar de pronto el abogado tensándose. Que esta zorra, además de poner zancadillas a mis intereses, me venga a hablar así. Fue en ese preciso momento cuando comenzó a alzar el brazo para hacerla callar.
Tanta era la tensión entre la primogénita de Emilio Arenas y el abogado, tan cegados estaban ambos, que no advirtieron que alguien se dirigía hacia ellos a zancadas. Sólo cuando lo tuvieron prácticamente encima, Victoria vio dos manos masculinas, anchas y rudas, que agarraron por la espalda al italiano justo antes de que éste descargara sobre ella la primera bofetada. Una vez inmovilizado, el recién llegado lo giró como quien mueve un costal de papas, replegó el codo para preparar el golpe y le enjaretó un puñetazo.
Mazza se tambaleó aturdido, apoyó la mano en el respaldo de una silla, la tumbó y ésta, a su vez, arrastró otro par de ellas al suelo. Al intentar enderezarse tropezó con una mesa preparada para el almuerzo, la volcó también. Entre el estrépito de platos rotos y cubiertos que tintineaban al chocar contra las losetas, el abogado medio recuperó el equilibrio y pretendió torpemente devolver el golpe. Era demasiado tarde, sin embargo: su agresor se había alejado ya unos pasos llevándose con él a Victoria refugiada contra su torso. El puño derecho, por si acaso, lo mantenía cerrado y atento. Por lo que pudiera pasar.
La llegada de los tres asturianos de todos los días puso fin a los instantes de desconcierto. No necesitaron explicaciones para interpretar la situación: con un simple vistazo, sacaron sus cuentas. Si la señora Remedios estaba en la cocina pidiendo entre gritos histéricos la intercesión de María Santísima, y si el tabaquero andaluz sujetaba a la hermosa muchacha protegiéndola pero sin bajar la guardia, el que evidentemente sobraba de la escena era el cuarto elemento. El gomoso despeinado con la corbata torcida que se llevaba una mano a la mandíbula con gesto de dolor. El que aún no había conseguido recomponer del todo la postura vertical.
—¿Qué prefiere, amigo, que lo echemos nosotros o encargarse usted?
Conocían de vista a Barona, sabían que era un compatriota cabal que aparecía por el barrio de tanto en tanto a vender sus cigarros sin meterse con nadie.
—Déjenle.
Fue Victoria quien respondió por él, soltándose de su abrazo protector con un tirón. Rabiosa todavía, no estaba dispuesta a achicarse: con un par de pasos al frente, volvió a plantarse desafiante frente al italiano. Llevaba el recogido deshecho, un puñado de mechones rebeldes le caía sobre el rostro y del liviano vestido azul se le habían desabrochado un par de botones. Respiraba agitada, tenía los ojos cargados de una furia orgánica, primitiva, casi animal.
Ninguno de los hombres pudo dejar de mirarla.
—Salga de nuestras vidas —masculló—. Y no se le ocurra volver por aquí.