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El enfrentamiento arrancó al dejar el teatro, nada más salir al bullicio de la calle.

—Me lo voy a pensar —anunció Luz.

El chillido de Mona hizo a varios viandantes volver las cabezas.

—Pero ¿tú es que te has vuelto tarumba o qué? ¿Cómo vas a irte tú con esta tía loca por este país de gente rara, a cantar y a bailar por las minas y las fábricas con una cuadrilla de titiriteros?

Plantadas en mitad de la acera, las hermanas se enzarzaron en una discusión que fue acalorándose hasta convertirse en un estrepitoso guirigay: gritos, improperios, aspavientos y agarrones de las mangas, incluso estuvieron a punto de llegar a las manos. Después hicieron el viaje sin mirarse siquiera, en pie gran parte del camino, hasta que Luz consiguió un asiento libre al fondo y Mona se quedó delante, sujeta a la barra y mirando tras el cristal.

Seguían sin cruzar palabra cuando llegaron a la casa de comidas; apenas les dio tiempo a extrañarse al encontrarla cerrada a aquella hora, antes las había asaltado con un vivaz griterío un puñado de niñas que jugaba a la comba en la acera.

—¡Se han ido a Casa María, dicen que vayáis para allá!

Denominar biblioteca a aquel espacio era un tanto ostentoso; en realidad se trataba de un cuarto amplio con algunas estanterías en las paredes y una gran mesa central: libros no habría más de quince o veinte, pero cumplían su función. Allí había conducido otra religiosa de la casa a Remedios y a Victoria, a la espera de que sor Lito llegara; el tabaquero iba con ellas. No tardará, les dijo la monja, está al caer. Mataban el tiempo sentadas alrededor de la mesa, Barona permanecía en pie, apoyado contra una consola con la chaqueta quitada y la cara sombría, el primer botón de la camisa abierto y el nudo de la corbata tres dedos por debajo de su sitio.

—¿Qué pasa que habéis cerrado El Capitán? —preguntaron Mona y Luz alarmadas al entrar.

La madre empezó a tartamudear sin hacerse entender; Victoria la cortó abrupta.

—Pasa que he metido la pata hasta el corvejón.

En cuatro frases concisas les narró lo sucedido desde que el abogado italiano irrumpió en el negocio envuelto en palabrejas e hipócritas sonrisas, hasta que media hora después salió a la calle humillado, aturdido y contuso; acababa de llegar al final del relato cuando oyeron a sor Lito avanzar por el pasillo.

—¡No será lo que me estoy imaginando! —venía diciendo a gritos.

Se adentró en la estancia con el estrambótico aspecto de siempre: la estatura canija, el cabello revuelto, las viejas botas más propias de un chaval acostumbrado a pegar patadas a los balones que de una fiel servidora del Señor. En el rostro aún le quedaban señales de la caída por la escalera del subterráneo; bajo un brazo traía un carpetón lleno de documentos; el otro, el perjudicado, parecía moverlo medianamente bien.

Estrechó con brío la mano del tabaquero cuando se lo presentaron, después se sentó, encendió un Lucky Strike del paquete arrugado que sacó como siempre de entre los pliegues del hábito y, mientras expulsaba el humo, barrió los rostros con la mirada.

—Un encontronazo con Mazza, ¿no?

La parca biblioteca se tornó de pronto en un gallinero, hasta que sor Lito se hizo una idea nítida de la situación. Luego, harta de un cacareo que ya no llevaba a ningún otro sitio, alzó la voz.

—¿Y usted, Barona, qué tiene que contar?

—Que el tipo era un malasombra indeseable, hermana, qué quiere que le diga. Ya tenía el brazo en alto el hijo de mala madre y, si no llego a pararlo, le parte la cara a esta pobre criatura. Pero también reconozco, bien lo sabe Dios, que el puñetazo me lo podría haber ahorrado; que con frenarle habría sido suficiente…

Aspiró aire con fuerza y pareció que el pecho se le ensanchaba. Después lo expulsó sonoro, con gesto de impotencia.

—Pero no pudo ser.

La sierva de María asintió en silencio; me hago cargo, pareció decir. Les ocultaba, no obstante, que la duda la consumía desde semanas atrás; que a menudo pensaba que mejor habría hecho recomendando a aquellas pobres mujeres que se olvidaran de pleitos y jaleos; que agarraran el dinero y los pasajes de la Trasatlántica y pusieran de nuevo rumbo a su mísero pasado. Pero se resistió. Aun sin conocerlas, se negó a dejarlas retornar. No anticipó, sin embargo, las consecuencias colaterales de su decisión.

A todos cogió por sorpresa la contundente palmada que soltó sobre la mesa. Y con el golpe, como por arte de magia, llegó un radical cambio de actitud.

—Yo me encargo de pararle, voy a cambiar de estrategia. Voy a intentar negociar con él, no habrá más problemas —dijo con una resolución tan falsa como convincente. Apenas se notó que su supuesta seguridad era tan frágil como el cristal.

Mientras las tranquilizaba, sor Lito se tomó unos instantes para observar uno a uno los rostros hermosos y atribulados de las muchachas Arenas enmarcados en sus melenas oscuras, con esos ojos otras veces tan vivos, consumidos ahora por la zozobra. Decidió entonces hacer de tripas corazón.

—¿Sabe qué estoy pensando, Barona? Que si quiere usted expiar su culpa por haberle machacado la mandíbula al italiano, igual hay una manera.

—No tiene más que decirlo, hermana; estoy a su entera disposición.

—¿Conoce usted El Chico, el local de Grove Street?

—¿Cómo no? Mis buenas cajas de cigarros le vendo a Benito Collada de vez en cuando.

—Pues llévese allí a las niñas a cenar.

Todas miraron a la monja como si fuera un espectro.

—Sáquelas, ande —insistió—, distráigalas un rato, que bastante llevan en el cuerpo. Dígale a Collada que va de mi parte; seguro que los invita al postre por lo menos.

Ninguna de las hermanas Arenas aplaudió el plan. No sabían lo que era El Chico, ni estaban de humor. En cuanto a Remedios, plantó en la cara un gesto de zozobra, como siempre que se le proponía cualquier cosa que desbordara su elemental sota, caballo y rey.

Ni caso le hizo la monja; dando por sentada su autoridad, soltó otra palmada sobre la mesa, más recia todavía.

—Andando, mis niñas, arréglense un poco, pónganse lindas y olvídense de los fogones, los abogados miserables y los problemas. Salgan al menos una noche a disfrutar.