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Mona arrancó la mañana acelerada; tanto que ya estaba de vuelta cuando su madre y Victoria andaban aún abriendo las cerraduras y los candados de la casa de comidas. Apenas se paró con ellas: se limitó a traspasarles los víveres del día y se despidió precipitada diciendo vagamente que iba a los mataderos en busca de sesos, o de riñones, o de lo que fuera que tuvieran por dentro los animales. Qué importaba otra mentira más.

Antes de abandonar la Catorce, pasó por la lavandería de los Irigaray y se asomó con disimulo: tras el cristal, al fondo, percibió la silueta de Luz concentrada en la plancha, quitándose de la cara con el dorso de la mano un mechón de pelo que le estorbaba. Por dentro la recorrió un ramalazo de orgullo: la chica de la casa convertida en una joven mujer trabajadora y capaz, aunque todavía anduviera dando vueltas a la propuesta del vodevil ambulante.

Satisfecha con lo visto, Mona regresó a sus planes. El autobús la llevó de nuevo al bullicio del Midtown, volvió a abrirse camino entre los transeúntes con el paso presto y en apenas unos minutos entró en el Chanin Theatre, atravesó el vestíbulo decidida y asomó la cabeza al patio de butacas sin dejarse ver, medio oculta por el denso cortinón de terciopelo. Comprobó que aún estaba sola la artista, ordenando unas partituras frente al piano; se atrevió a entrar.

—¿Puedo hablar con usted un momento, doña Marita?

Su voz se mezcló con las primeras notas, no obtuvo respuesta. Tras unos segundos, carraspeó y probó otra vez, más alto ahora.

—Señora, que si me deja hablarle.

Ni caso tampoco. Tras unos instantes amagó la tercera intentona en un volumen más elevado todavía.

—¡Señora!

Por respuesta, al fin, recibió un grito airado.

—¡Ya te he oído, ya te he oído!… Primero termino, luego te atenderé.

En realidad, a Mona no le parecía que tuviera nada que terminar, porque lo que la formidable Marita Reid estaba haciendo era únicamente encadenar notas sueltas con algunos pedazos inconclusos de melodías. Por si acaso, no osó interrumpirla más y, escurriéndose callada en una butaca, se sentó a esperar hasta que la artista dio por finalizada la retahíla de estiramientos.

—Lista —dijo al cabo de un rato—. Ya puedes hablar.

—Estuve… Estuve ayer aquí con mi hermana… —avanzó con la voz alta y el cuello alzado.

—¿Tan vieja te crees que soy como para no acordarme?

Me lo va a poner difícil, se recordó Mona por enésima vez. Más me vale ir al grano, mejor no marearla más de la cuenta.

—Vengo a proponerle un negocio, señora.

—¿Un negocio? —preguntó la otra irónica. Y recorrió una escala con la mano izquierda: do, re, mi, fa, sol, la, si, do. Las notas vibraron en el escenario vacío—. ¿Un negocio pretendes ofrecerme tú a mí?

Contuvo ella los nervios retorciéndose los dedos.

—Lo que quiero decirle es… es… es… que por qué no montamos un espectáculo a medias.

La ronca carcajada de la gibraltareña resonó por todo el patio de butacas.

—Para eso me sirvo yo sola, sweety. No te necesito a ti.

Al grano, se repitió a sí misma Mona. Al grano, ya.

—¿Conoce usted El Chico, doña Marita?

—¿El club de Collada en el Village? Cómo no…

—Pues yo le ofrezco participar en una cosa parecida.

Eso era lo que llevaba pensando la noche entera, durante la vigilia con los ojos abiertos y en el duermevela con ellos entrecerrados. Un espectáculo con el que intentar reavivar la casa de comidas y ofrecer una oportunidad a Luz. Ésa era la idea que le machacaba la cabeza a Mona como un martillo pilón, desde que le estalló la noche previa al contemplar en vivo el éxito del negocio del asturiano.

—¿El Chico Junior, en eso quieres embarcarte? —preguntó con sorna la artista. Y aporreó el piano para sacarle otro enérgico compás. No la estaba tomando en serio, naturalmente.

—Nuestro local se llama El Capitán.

Sin un respiro, tan rápida como sucinta, le desglosó dónde estaba situado, cuál era su origen, qué capacidad aproximada tenía y qué daban en él de comer.

—Pero no funciona —acabó reconociendo—. Y nosotras ya no sabemos qué hacer. Y por eso he pensado que podríamos reconvertirlo, meterle algunos números a la hora de la cena y después, que siga hasta entrada la noche con baile, y con…

—Ya. Como El Chico entonces dices, ¿no? —zanjó la Reid.

—Parecido, señora. Algo así.

La artista se levantó de la banqueta, recorrió el escenario haciendo crujir las tablas y bajó cuidadosamente la escalera para no desnucarse con un traspié. Ahora que la tenía cerca, Mona comprobó que llevaba otro vistoso sobretodo lleno de aves zancudas y floripondios, similar al del día anterior. En ese estampado concentró ella la vista, en la melé aturullada de colores y brillos, para no mirarla a los ojos y no dejarse amedrentar.

Tan sólo las separaban ya dos pasos cuando Marita Reid le espetó sin pizca de sarcasmo:

—¿Tú sabes lo que pretendes, niña? Un tipo como Benito Collada, un asturiano bragado que ha dado siete vueltas al planeta y es capaz de capar marranos con las muelas del juicio, se puede permitir mantener un club en esta ciudad, pero ¿tú…? —La miró de arriba abajo, tasando su insignificancia—. ¿Tú tienes a alguien dispuesto a financiarte? ¿Un padre, un marido, un hermano, novio, amante, protector…?

—No, señora —respondió en voz baja—. Sólo tengo a mi madre y a mis hermanas.

—¿Contáis con cash propio, al menos? ¿O algo que os avale, alguna propiedad que hipotecar?

Negó con la cabeza y la Reid soltó un chasquido despectivo, como diciéndole tú estás mal de la cabeza, chica. Pero Mona no se desfondó; no todavía. Siguió insistiendo, ofreciéndole usar su establecimiento para presentar al público el espectáculo que la gibraltareña pretendía organizar; que en vez de montar una función itinerante para las colonias de obreros españoles desperdigados por el mapa de Norteamérica, los artistas que ella contratase se quedaran en Manhattan y se subieran a un escenario en El Capitán.

Oídos sordos fue todo lo que a partir de ahí recibió por respuesta. Y cuando Mona se empezó a quedar sin argumentos y su mirada vagó por la sala como si buscara a la desesperada razones para continuar, descubrió sorprendida otras presencias que habían llegado entretanto. Tres jóvenes delgadísimas que estaban cambiándose de zapatos mientras cuchicheaban entre ellas, seguramente se disponían a hacer una prueba de baile; un padre y un hijo con humildes vestimentas, el chaval de unos trece o catorce años llevaba colgado un acordeón. Venían sin duda a sus audiciones y Mona fue consciente de que estaba sobrando.

Marita Reid concentró entonces la vista en un papel que se sacó de entre los pliegues de su excéntrica vestimenta y consultó el orden de pases previsto.

—¡Trío Las Montero! —gritó dándole la espalda sin la menor cortesía—. ¡Vayan preparándose, please!

En la garganta se le atascaron a Mona las ansias de suplicar. La veterana artista estaba ya volcada en lo suyo; de nada iba a servirle una insistencia empecinada. El murmullo que emitió como despedida se quedó sin respuesta; su única opción a aquellas alturas fue recorrer el pasillo hacia la salida con lágrimas de rabia a punto de saltarle de los ojos. Cuando alcanzó el foyer desnudo, en la distancia sonaba el arranque de un vibrante taconeo; en unas cuantas zancadas estaba otra vez en la calle, envuelta en ruido y luz.

—Oiga…

Giró la cabeza tragándose la angustia, vio a un joven. Aguardaba en el flanco derecho de la puerta, al primer golpe de vista le resultó remotamente familiar.

—La escuché mientras le proponía su negocio a la vieja.

Bajo el sol del cercano mediodía y en mitad del bullicio mañanero, Mona no lograba ubicarle aún.

—¿Me regala cinco minutos para que hable con usted?