No se le fue su imagen de la cabeza mientras caminaba hacia el apartamento: el cuerpo maleable, los hombros huesudos bajo la chaqueta de lino, el rostro flaco y la sonrisa irónica, los ojos medio claros, a la par mordaces, curiosos y admirativos. Maldito mal momento para reaparecer en su vida otra vez.
Era otro individuo muy distinto, sin embargo, aquel con el que se topó al llegar a su portal; casi chocan en el instante en que Mona iba a entrar y él se disponía a salir. Le vio sólo de perfil, tan empapada iba aún con la imagen de Tony que no se paró a recomponerle el rostro entero; al fin y al cabo eran tantísimas las caras de hombre con las que una se cruzaba a diario en aquella ciudad.
Él en cambio la reconoció en el acto, por eso volteó la cabeza, para no tenerla frente a frente y evitar el roce visual. Bajó luego en una única zancada los tres escalones que le separaban de la acera, miró rápido a un lado y a otro, y se dispuso a cruzar a la vez que Mona, suspicaz, se giraba. Le rechinó aquella actitud evasiva, esa precipitación. Sólo cuando vio alejarse al tipo con la gabardina clara sobre los hombros, cayó en la cuenta.
Alertada, se abalanzó escaleras arriba, subió los peldaños de dos en dos, gritó en cuanto vio entreabierta la puerta del apartamento.
—¡Luuuz!
No era una hora habitual para que su hermana estuviera en casa pero, a tenor de su errático comportamiento en los últimos tiempos y del hombre que acababa de marcharse, anticipó que iba a encontrarla allí.
—¡Luz! ¡Luz! —siguió gritando mientras corría por el pasillo.
La encontró sentada en el borde de la cama, sostenía las manos apretadas contra el rostro. Con los codos clavados en los muslos y la espalda encorvada, mecía el cuerpo hacia delante y hacia atrás.
—¿Qué te ha hecho? ¿Qué te ha…? ¿Qué te ha…?
La menor de las hermanas alzó una palma abierta mientras con la otra seguía tapándose el rostro, le pedía sin palabras que la dejara tranquila. Mona no le hizo ni caso y, agarrándola por la muñeca, le dio un tirón. Desprovisto de cobertura, mezclado con lágrimas y hebras húmedas de pelo, quedó a la vista el pómulo. Amoratado, hinchado, siniestramente feo.
No supo qué decir, ni siquiera le salió un insulto de la boca o una reacción compasiva, tan sólo la invadió una descomunal oleada de tristeza. ¿Qué había pasado entre ellas, cómo habían podido distanciarse en tan poco tiempo de esa manera, cómo no había sido capaz de ver las aguas negras en las que nadaba su hermana? Abatida y callada, se desplomó junto a Luz sobre el colchón desfondado. Sin ruidos ni palabras, le pasó un brazo por los hombros, la atrajo hacia sí, la dejó llorar.
—Va a hacerme una artista —balbuceó entre sollozos al cabo de unos minutos de llanto sordo. Tenía el rostro apretado contra Mona, casi no se le entendía—. Una artista de las buenas. Me… me… me admira, a veces hasta me dice que me quiere. Pero ayer discutimos a las bravas, me tiene prohibido que actúe en vuestro show, prefiere que me reserve, que me prepare… Y hoy yo no he ido al ensayo de todas las tardes porque seguía enfadada, me he quedado aquí aprovechando que no estabais ninguna, y él ha venido, y yo no quería abrirle, pero ha insistido y… y…
Por fin empezó a poner palabras a ese muro que se había ido levantando entre ellas, a verbalizar todo eso que parecía haberla alterado hasta convertirla en alguien que nunca fue, con aquella melena cobriza tan chocante y esas cejas como cordeles y una actitud y unas maneras que se alejaban leguas de la Luz de siempre, tan vivaracha, tan adorable.
—Va a hacer de mí algo importante —insistió con la voz entrecortada todavía—. Me adora, me adora y me venera, y eso a mí me gusta y a la vez me da terror.
En los labios de Mona se quedó plantado un angustioso Santa Madre de Dios. A cambio, sacudiéndose las ganas de maldecir a grito limpio a aquel pedazo de hijo de puta manipulador y rastrero, tan sólo ordenó:
—Ya hablaremos despacio; de momento venga, arriba. Nos vamos.
Se puso en pie, la agarró y tiró de ella.
—Péinate y lávate esa cara, ponte un pedazo de patata a ver si se te baja la hinchazón.
—Pero ¿adónde quieres llevarme? —preguntó Luz aturdida.
—Tengo que hacer un recado y tú te vienes también.
Para cuando terminó la frase, ya había abierto el armario; con el torso hundido dentro, empezó a sacar prendas a puñados y a lanzarlas encima de la cama. Los vestidos de la boda de Victoria, las medias, las combinaciones. Intuía que el sitio al que iban sería rumboso y la ropa que les regaló Luciano para el día del casamiento era lo único decente que tenían; las prendas de la maleta de doña Maxi eran demasiado serias, demasiado tristes, y además las asociaba con su trabajo diario y no era ésa la sensación que quería.
—Pero ¿adónde? —siguió insistiendo Luz a la vez que intentaba sorberse el llanto.
—Ya lo verás.
Esta vez farfulló desde el suelo, arrodillada en busca de los zapatos que guardaban debajo del somier. De ninguna manera estaba dispuesta a dejarla sola, se la iba a llevar con ella a la fuerza si hacía falta en busca del conde de Covadonga.
—Vamos, por Dios, vístete…
—Mejor me quedo —propuso con voz lastimera.
—Que te vistas. Ya.
Pero Luz no se movió: siguió en pie confusa, tal cual la había plantado su hermana, con su nuevo pelo alborotado, los ojos rojos y el pómulo encendido. La agarró entonces Mona por los hombros y la sacudió casi violenta.
—Mírame, Luz, mírame. Para, ya está bien de lamentarte, ya no hay vuelta atrás. Pero ten claro que ese tío asqueroso ni te aprecia ni te quiere. Es un malnacido, y tú te vas a olvidar de él. Y ahora —ordenó implacable— ve poniéndote las medias, vamos. Deprisa, que es para hoy.
Quince minutos más tarde, con Luz tapándose el pómulo con la melena, medianamente sobrepuesta aunque protestando todavía, entraron en la boca de metro de la esquina con la Séptima avenida. Tras sus momentos de vulnerabilidad, la aspirante a artista había empezado a arrepentirse de su confesión a corazón abierto. Soy una tonta, se reprochó a sí misma mientras se secaba las últimas lágrimas con el dorso de la mano. En verdad no es para tanto, soy una exagerada, se recriminó a la vez que aspiraba los últimos mocos.
Ajena a sus tristes autoinculpaciones, Mona la arrastró hasta un plano del subway system colgado en vertical. Recorriendo la superficie con el dedo, intentó abrirse camino entre la diabólica maraña de calles, líneas y rutas entrecruzadas.
—¿Necesitan ayuda?
Se voltearon sorprendidas y a su espalda encontraron a Tony, el hombre que siempre huía deprisa y que ese día parecía estar incumpliendo tozudamente con su costumbre habitual. Para sobreponerse a su presencia, Mona volvió a recurrir a una aparente altivez.
—Ni pizca, muchas gracias.
Por no haberle parado los pies a tiempo al indeseable de Frank Kruzan, ahí tenía a su lado a la infeliz de su hermana embaucada y sometida, con la virtud perdida y el miedo agarrado a las tripas como un cangrejo. No, no necesitaba la ayuda de ningún hombre bien plantado y seguro de sí mismo. Con Fidel se valía, era el único en quien confiaba; ojalá la muy boba de Luz se acabara dando cuenta de la adoración que sentía por ella y se dejara de tipos como Kruzan, tan dominantes y arrolladores. Gracias, pero no.
—Podemos arreglarnos solas perfectamente.
Intentó ahora sonar serena y neutra. No quería que él le notara con qué fuerza, debajo de las flores del vestido, le bombeaba el corazón.